MEMORABILIA GGM 599
ELESPECTADOR.COM
Bogotá - Colombia
5 de agosto de 2012
Gabriel García Márquez
Vivir para olvidarla
a
Por: Nelson Fredy
Padilla
El deterioro de la memoria del Nobel de Literatura
fue escándalo mundial pero, más allá de los eufemismos para describir su vejez,
su testimonio literario vislumbraba el drama desde los años 80.
Hace 30 años, en el preludio al Premio Nobel de
Literatura, a Gabriel García Márquez lo atormentaba una desventura familiar: el
fantasma de la desmemoria. La había eludido en medio de la apoteosis mundial de
Cien años de soledad, El otoño del
patriarca y Crónica de una muerte
anunciada. Sin embargo, el temor heredado regresó en 1981 al empezar sus
memorias. Reunió a sus allegados en busca de testimonios y le aconsejaron
escribirlas antes de que la memoria empezara a fallarle como a la mayoría de la
familia.
El 1º de agosto de 1982, en la edición dominical de
El Espectador, ventiló entre líneas su caso a propósito de la publicación de
las memorias de Luis Buñuel, tituladas Mi
último suspiro. Su amistad venía desde los años 60, de escenarios como el
Festival de Acapulco, y además de cine hablaban de sus genes familiares, de la
amenaza que Gabo llamó “amnesia senil”. Recomendó publicar en el Magazín
dominical de este diario el último capítulo del libro editado por Plaza &
Janés: Soy viejo, esa es mi principal
enfermedad, fue el título. Y de su puño y letra escribió “La vejez juvenil de Luis Buñuel”, texto
sobre el drama familiar del español que él viviría en carne propia.
Los hijos del
matrimonio García Márquez: arriba, de izquierda a derecha, Jaime, Alfredo
Ricardo (fallecido), Ligia Esther, Gabriel José (el Nobel), Gustavo Adolfo,
Hernando, Eligio Gabriel (fallecido) y Luis Enrique. Abajo, Germaine (hija sólo
del padre), Margarita, Luisa Santiaga Márquez (la madre), Rita y Aída Rosa. /
Cortesía revista Cromos
“La magnífica autobiografía empieza con un capítulo
deslumbrante sobre la facultad humana que más nos condiciona e inquieta: la
memoria”, admitió García Márquez. Reveló que la madre de Buñuel “la perdió por
completo los últimos diez años de su vida y que leía una misma revista muchas
veces con el mismo deleite porque siempre le parecía nueva”. “Llegó a no
reconocer a sus hijos, a no saber quiénes éramos, ni quién era ella”, le dijo
el cineasta.
La preocupación de Gabo, similar a la que lo asedió
tras las muertes de su abuela Tranquilina Iguarán y su madre Luisa Santiaga
Márquez, fue si la mamá de Buñuel era consciente de su desgracia. Se dio
consuelo: “a lo mejor no lo era: quizá su vida volvía a empezar cada minuto y
terminaba en el siguiente, con una conciencia fugaz y sin dolor de la que
habían desaparecido no sólo los malos recuerdos, sino también los buenos, que
en última instancia son los peores porque son la semilla de la nostalgia”.
“El ejemplo de mi madre me preocupa, porque yo me
le parezco mucho”, confesó el escritor a finales de 1996, tras la lectura del
primer capítulo de sus memorias en la Universidad de Guadalajara. Dijo que
cuando la visitó a los 92 años le preguntó distraída: “Y tú, ¿de quién eres
hijo?”. Entonces él, “tirando suavemente el hilo de la memoria”, la trajo desde
algún recuerdo “hasta el sol de hoy”.
Las memorias de Buñuel lo pusieron “a pensar por
primera vez en algo que suele estar siempre muy lejos de nuestras
preocupaciones: la certidumbre de la vejez”. La afirmación no era casual.
Sugestionado por la genealogía de los García Márquez, ya había leído “con
admiración” las 600 páginas del libro de Simone de Beauvoir sobre el tema, pero
lo dejó más impresionado el “desastre biológico” que le anunció Buñuel: “a los
setenta años empezó por no recordar los nombres propios, más tarde empezó a
olvidar dónde había dejado el encendedor, dónde puso las llaves, cómo era la
melodía que oyó una tarde de lluvias en Biarritz”.
Buñuel, director del filme Los olvidados, tenía 82 años de edad y temía que el proceso
“terminara por arrastrarlo al limbo en que vivió su madre”. “Hay que haber
empezado a perder la memoria, aunque sólo sea a retazos, para darse cuenta de
que esta memoria es lo que constituye nuestra vida”, le dijo a Gabo. El drama
del cineasta se quedó en ese pánico porque murió un año después.
Gabo tenía 54 años y anotó: “hace poco le dije a un
amigo que me disponía a escribir mis memorias, y aquél me replicó que todavía
no estaba en edad para eso. ‘Es que quiero empezar cuando todavía me acuerdo de
todo’, le dije. ‘La mayoría de las memorias se escriben cuando ya su autor no
se acuerda de nada’”. De ahí el epígrafe de Vivir
para contarla: “La vida no es lo que uno ha vivido sino lo que uno recuerda
de ella y el modo en que decide contarla”.
La “herencia congénita” llevó al novelista a hablar
del tema con expertos como su amigo, el escritor cubano Miguel Barnet, autor de
la biografía de un antiguo esclavo al que entrevistó cuando tenía 104 años, “y
su memoria era tan buena que parecía un archivo viviente de la historia de su
país”. Consultó un estudio hecho a 400 personas mayores de cien años por el
doctor Grave E. Bird y la mayoría tenían buena memoria, buen humor, planes
futuros y “entusiasmos juveniles”.
Aunque fue la primera vez que el hoy Nobel de
Literatura se concientizó de lo que serían sus últimos años de vida, ya había
tomado recaudos en defensa de su memoria: viviendo en Barcelona dejó el
cigarrillo luego de que dos médicos y un psiquiatra le certificaron que si no
lo hacía “en dos o tres años no podría respirar” y en su vejez serían mayores
los efectos de la “peste” del olvido que en la ficción contagió a los
habitantes de Macondo y en la realidad persigue a la descendencia del
telegrafista de Aracataca, Gabriel Eligio García, y su esposa, Luisa Santiaga
Márquez.
Mario Vargas Llosa (Fumando espero) se dio crédito por haber inducido a su entonces
amigo a tomar la decisión en 1970, 43 años después de que empezara a fumar
“cigarrillos de tabaco bárbaro” en el Liceo de Zipaquirá, mientras memorizaba Luz de agosto, de Faulkner: “me volví un
apóstol del antitabaco... una de mis primeras conquistas fue García Márquez, a
quien, una noche, en un bar de la calle Tuset, lívido de horror con mis
historias misioneras sobre los estragos de la nicotina, vi arrojar la cajetilla
de cigarrillos a la pista y jurar que no fumaría más. Cumplió lo prometido”. En
Historia de un deicidio (1971) Vargas
Llosa evidenció algunas “malas pasadas de la memoria” del creador de la
“fantástica máquina” de 14.000 fichas contra el olvido para José Arcadio
Buendía y recordó que su abuela Tranquilina murió “loca” como Úrsula Iguarán.
“Decrépita y medio venática”, según Gabo. Y le
recitaba al ahora Nobel peruano apartes de El
Quijote para demostrar que no los había olvidado desde el bachillerato,
cuando descubrió que el mejor lugar para memorizar es “sentado en el inodoro”.
Vivir para contarla: “Gané fama de
poeta, primero por la facilidad con que me aprendía de memoria y recitaba a voz
en cuello los poemas de clásicos y románticos españoles”. A sus compañeros les
dedicaba sátiras en versos rimados y a los padres jesuitas el “Poema veinte” de
Neruda. “Nunca tuve que forzar la memoria, pues los poemas y algunos trozos de
buena prosa clásica se me quedaban grabados en tres o cuatro relecturas”.
La “memoria feliz del amor”, heredada de abuelos y
padres, le permitía desde niño aprender de corrido cuentos, vallenatos y
tangos. Es la “memoria del corazón” latente en El coronel no tiene quien le escriba, que “elimina los malos
recuerdos y magnifica los buenos, y gracias a ese artificio, logramos
sobrellevar el pasado”.
Después del Nobel, al inicio de la década de los 80
avanzó al menos 300 cuartillas de las memorias, según le contó entonces al
periodista Juan Gossaín. En 1985 publicó El
amor en los tiempos del cólera y se impuso, “como remedio contra el ocio y
la desmemoria”, acabar el primer tomo. Sólo hasta finales del 2000 dijo haberlo
terminado en 1.200 cuartillas.
Un año antes, siendo dueño de la revista Cambio,
superó la quimioterapia para un cáncer linfático y nos dijo a quienes
trabajábamos allí que serían tres los tomos. El segundo lo iniciaría en enero
de 2001, luego de “revisar a fondo” el primero, que vio la luz el 9 de junio de
2002; el mismo día de la muerte de su amnésica madre, paradójicamente “el mismo
día y casi la misma hora en que puse el punto final de estas memorias”.
El primero se cierra con sus años en El Espectador,
el segundo abarcaría su vida como escritor hasta el boom de Cien años de soledad y el tercero sería
su vida cercana al poder: “recuerdos de mis relaciones personales con seis o
siete presidentes de distintos países”. En la lista tentativa estaban Fidel
Castro, Omar Torrijos, Felipe González, Bill Clinton y Belisario Betancur.
Hay reseñas propias y ajenas de sus tertulias con
Fidel y de su impresión por como maneja la memoria, “su auxiliar supremo”. “La
usa hasta el abuso para sustentar discursos o charlas privadas con raciocinios
abrumadores y operaciones aritméticas de una rapidez increíble”. En cambio,
Gabo nunca pudo memorizar una fórmula matemática.
El dictador cubano escribió que el aura de su amigo
y la naturalidad de sus metáforas provienen de una “imaginación sorprendente,
vivaz, díscola y excepcional”. La puso a prueba en abril de 1998 cuando le
pidió aprenderse una carta urgente de siete puntos que le envió a través suyo
al presidente estadounidense Bill Clinton para mejorar las relaciones
binacionales. El colombiano la memorizó “con puntos y comas”, encerrado en un
hotel de Washington —por temor a que la CIA o el FBI interceptaran el original
mecanografiado—, donde adelantó sus memorias durante una semana en jornadas de
recordación de diez horas diarias.
Otro amigo con quien discutía sobre el tema era
Carlos Fuentes. Lo llamaba “García Márquez el memorioso de hoy y de siempre”.
Lo retaba: ¿quién recuerda más poemas de Garcilaso? Y ganaba “el colombiano de
la memoria poética fabulosa”. También lo vencía relatando Pedro Páramo. “Podía recitar el libro completo, al derecho y al
revés; decir en qué página de mi edición se encontraba cada episodio. La obra,
sin duda, yo la conocía mejor que don Juan Rulfo”, se ufanaba Gabo. Con Fuentes
repasaban a Proust y En busca del tiempo
perdido, a Shakespeare y la memoria como guardiana de la mente, a “la
imaginación casada con la memoria”.
Los registros biográficos dicen que en París
planteaba juegos similares con las canciones poéticas de Georges Brassens; para
dominar el francés y codearse con Cortázar, para ganarse la atención, con su
“memoria de elefante”, de una cofradía de franceses con la que se emparrandaba
los viernes en “El granero”, una buhardilla de la Rue Cherubini.
A medida que envejecen, la mayoría de las personas
tienden a recordar de manera cada vez más fragmentaria, pero en el caso de la
familia del Nobel los antecedentes son más preocupantes: Jaime García Márquez
me lo ratificó de manera confidencial hace dos meses, durante una charla sobre
la amistad de su hermano y el cineasta Woody Allen, un mes antes de que un
comentario similar hecho público en Cartagena se convirtiera en noticia
mundial.
Me había dicho: “Estamos marcados por la demencia
senil; mi abuela, diez años antes de morir; mi mamá empezó a los 85 años; mi
hermano Luis Enrique, a los 84, ya comenzó; mi hermana Margot; Eligio se nos
fue a los 53 por un tumor cerebral; Gabito comenzó con antelación por efecto de
su quimioterapia; yo tengo 72 y empiezo a tener, y eso que soy menor 13 años
que él que es mi padrino”. Para mitigar el escándalo de nada le valió añadir
que se trata de lagunas pasajeras por las cuales a veces no lo reconoce vía
telefónica: “Todavía lo tenemos, podemos hablar con él con mucha alegría, como
siempre ha sido”. Terció Jaime Abello, directivo de la Fundación Nuevo
Periodismo Iberoamericano, para aclarar: “Gabo no está demente; simplemente
anciano y olvidadizo, todavía lo puedo disfrutar como amigo”.
El británico Gerald Martin, biógrafo del Nobel en Una vida, le dijo a finales de 2009 a
este diario que la situación “angustiaba” más a Gabo que a un anciano promedio
porque “él es un profesional de la memoria”. “Es el drama que está viviendo y
sería absurdo no mencionarlo”. “Va con facilidad al pasado distante” —la
infancia, el día que se aprendió una canción de los Beatles en 1963, el helado
que comió en el verano romano y que le supo a Mozart—, “pero no siempre
recuerda los títulos de sus novelas y su memoria a corto plazo es frágil”.
También señaló que el Nobel “entabla conversaciones casi normales, incluso
divertidas porque su sentido del humor sigue intacto”.
El realismo mágico vislumbraba “los tormentos de la
memoria”, claro, sin prever al escritor atrapado en sus propias cajas chinas. A
Gabo siempre lo rondó un cuento en el que un hombre se extravía en sus sueños,
se queda dormido para siempre en un juego de habitaciones “sin poder encontrar
la puerta de salida a la vida real”, casi como le pasó en sueños al coronel
Aureliano Buendía y a Aureliano segundo mientras amoblaba el cuarto de su hija
en Cien años de soledad. El pulso
entre “la predestinación al olvido” y el deseo de “la lucidez del momento
final”.
Releer los libros de García Márquez con esta
perspectiva muestra que por fuera de la ficción no hay una segunda oportunidad
sobre la tierra para lo que él bien denominó “la memoria efímera de los
hombres”.
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Bogotá
– Colombia
7 de agosto de 2012
Gabo en Londres
Por: Sandra Martínez -
Londres
Un grupo de destacados
británicos le rindió un homenaje a Gabriel García Márquez el Día de la
Independencia nacional.
Es un viernes, mediodía en Londres, hace sol, aunque hace poco cayó una
leve llovizna. La calle Pall Mall, en el sureste de la capital británica, está
particularmente tranquila. Decenas de personas caminan, unas de afán, otras son
turistas. Esta calle es muy famosa porque hay una serie de clubes privados
construidos en el siglo XIX. Uno de ellos es el Royal Automobile Club, que fue
fundado en 1897 por Frederick Richard Simms con el objetivo de impulsar el
desarrollo automovilístico en el Reino Unido. Hoy en día es uno de los más
exclusivos de la ciudad.
Ubicado en el número 89, el club es un edificio inspirado en la
arquitectura francesa del siglo XVIII. Una bandera azul es lo único que indica
su nombre. Al pasar la puerta lo primero que se ve son unas escaleras y una
inmensa lámpara que cuelga del techo. En el segundo piso, en el salón
Mountabben, las mesas están listas para recibir a los 200 invitados del
almuerzo organizado por la Embajada de Colombia, la Anglo Colombian Society y
la Cámara de Comercio Británica Colombiana para celebrar la independencia de
Colombia. En esta oportunidad decidieron rendirle, además, un homenaje a los 30
años de la entrega del premio Nobel de Literatura a Gabriel García Márquez.
El embajador de Colombia en el Reino Unido, Mauricio Rodríguez,
sorprendió al auditorio al leer una carta redactada por el mismo escritor, de
quien se ha hablado tanto en los últimos días. Gabo envío una felicitación
especial a los colombianos por la conmemoración de los 202 años de la
Independencia y agradeció profundamente el homenaje a su obra literaria en la
capital británica. “Sé que se reunieron para hablar de mis libros e incluso
leer unos fragmentos de mis obras. Me hubiera encantado estar allí y leer yo
mismo algunas líneas”. La carta, escrita en español por el Nobel y traducida al
inglés por la embajada colombiana, llegó a sus destinatarios a través de José
Gabriel Ortiz, embajador en México, país en el que reside el escritor.
En la misiva García Márquez recuerda el día que grabó el primer capítulo
de Cien años de soledad por
sugerencia de su amigo Álvaro Castaño, de la emisora HJCK. “Al oír la
grabación, resultado del tortuoso ejercicio, descubrí que escuchar una novela
es diferente a leerla, por el énfasis en la pronunciación, las altas y las
bajas en el tono de la voz del lector oral y las pausas, esos momentos de
reflexión cuando el lector para de leer y permite a los que escuchan pensar”.
El Nobel también resaltó la presencia de británicos en el evento como
Malcom Deas, “quien conoce muy bien que poder y gramática han trabajado,
paralelamente, por décadas a lo largo de nuestra historia”. Luego, el embajador
alzó su copa para realizar tres brindis: uno por la reina Isabel II, otro por
Colombia y el siguiente por Gabriel García Márquez.
Cuando los invitados estaban terminado el postre, un helado con sabor a
guayaba, seis personalidades británicas leyeron un fragmento de su obra
favorita del Nobel colombiano. El primero en pasar al atril fue el joven Edward
Davey, quien actualmente trabaja en la fundación del Príncipe Carlos y
anteriormente trabajó en Acción Social, en Colombia. Davey escogió un fragmento
de El amor en los tiempos del cólera
y destacó su fascinación por esta historia de amor.
Luego, el reconocido historiador Malcom Deas, nacionalizado como
colombiano y experto en política latinoamericana, decidió tomar tres cortos
extractos de la autobiografía Vivir para
contarla y fue el único que decidió leerlos en español. El primer párrafo
narraba cuando Gabriel García Márquez era tan sólo un niño de seis años y vio
al belga, un amigo de su abuelo, muerto en la sala de su casa, una experiencia
que jamás olvidaría y lo marcaría para siempre. El segundo explicaba los
detalles de su primera visita a la capital, Bogotá, y el tercero, contaba su
primer viaje a Nueva York.
El poeta y columnista del diario Financial Times Harry Eyres también
optó por elegir El amor en los tiempos
del cólera y afirmó que era grandiosa la manera en que esta obra refleja la
celebración de un amor tardío. Eyres leyó un fragmento sobre los inicios del
amor entre los dos protagonistas, Fermina Daza y Florentino Ariza.
“Voy a leer el libro más conocido de Gabo en el mundo”, aseguró el
escritor Michael Jacobs, autor del libro Los Andes, quien leyó un fragmento de Cien años de soledad. Jacobs afirmó que
este libro lo impresionó en su adolescencia y le inyectó la pasión por escribir
sobre sus viajes. El escritor eligió el momento en que José Arcadio Buendía
funda Macondo.
Maya Jaggi, periodista cultural para publicaciones como The Guardian y
The Independent, contó que en 2006 asistió al Hay Festival en Colombia y su
compañía en el vuelo fue Vivir para
contarla. Por eso escogió el fragmento que habla de la ciudad de Cartagena.
Por último, la escritora de Hablando sobre Jane Austen en Bagdad y
periodista de la BBC, Bee Rowlatt, contó que su primer viaje a Colombia lo
realizó en enero de 1994, y se llevó consigo El amor en los tiempos del cólera. Luego de más de una década aún
conserva consigo el libro, que ese día llevaba, para leer de una manera muy
apasionada, el fragmento en que Florentino Ariza viaja por el Magdalena
tratando de olvidar a su gran amor y pierde su virginidad.
Al evento asistieron personalidades colombianas, como la curadora de
mariposas del Museo de Historia Natural de Londres, Blanca Huertas, quien
afirmó que “esta es una acertada celebración de la Embajada de Colombia en
Londres, en sus bien conocidos y exitosos esfuerzos de promover lo mejor de
nuestro país en el exterior”, y británicos como Lady Gabriella Windsor, hija
del príncipe Michael de Kent.
La celebración terminó con una frase del escritor, leída por el
embajador, en la que resalta que la educación es la principal herramienta para
el progreso. A la salida se repartieron ejemplares en inglés de Cien años de soledad y El amor en los tiempos del cólera, con
un separador de páginas negro adornado con una mariposa amarilla, una imagen
evocadora del creador del realismo mágico.
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