MEMORABILIA GGM 511
Hace casi 150 (sic) años Gabriel García Márquez escribió su célebre texto La literatura colombiana, un fraude a la nación.
En 1960 una colección de literatura colombiana había despertado tanto entusiasmo, que en cinco días se vendieron 300.000 volúmenes. Eran los tiempos del Festival del Libro, que propició la edición de libros baratos de gran tiraje, marcó a una legión de lectores y estimuló el surgimiento de una generación de escritores en todo el continente.
Los colombianos publicados eran todos autores consagrados y Gabo dice que sólo
GGM lee La hojarasca. Edicion del
Festival del libro.
uno no lo era: él mismo. Iban desde Reminiscencias de Santafé y Bogotá (1870), de J. M. Cordovez Moure, hasta La Hojarasca, de G. G. Márquez (1954), y aquel comentario intentaba ser el gran balance de cuatro siglos de literatura nacional, hecho por quien, cinco años después, se convertiría en el mayor escritor de nuestra tradición, el único conocido, admirado e imitado en el mundo entero.
Ello no significa que fuera un balance profundo y detallado, ni que inaugurara la crítica valorativa, cuya ausencia señalaba como una de las causas de nuestras debilidades literarias: era la necesaria mirada retrospectiva de quien se preparaba para convertirse en punto de inflexión de la literatura continental, y tiene el tono desengañado de una invectiva, hecha más para provocar y desafiar que para dejar establecidos valores y estéticas.
García Márquez dice que a esas alturas el único autor reconocido fuera de las fronteras, Germán Arciniegas, no podía considerarse un creador; que Tomás Carrasquilla “espléndido narrador”, no lograba defenderse universalmente “por su idioma localista”; que nuestros autores no podían compararse con los grandes del continente: “Rómulo Gallegos, Pablo Neruda y Eduardo Mallea”; que con esa colección recién publicada se agotaban los libros colombianos y no sería posible en aquel tiempo sacar una nueva.
Añadió que nuestra literatura se reducía “a tres o cuatro aciertos individuales, a través de una maraña de falsos prestigios”; que aunque en 300 años habíamos escrito 800 novelas (según el censo abnegado de Antonio Curcio Altamar, “el más honrado contabilista de la novela colombiana”) el problema no era de cantidad sino de nivel; que sólo Piedra y Cielo había puesto al país en la onda de la poesía universal, aunque “su fogonazo tenía un valor más histórico que estético”; que nuestros buenos novelistas nunca habían escrito más de una novela; que “los pocos cuentos buenos no los han escrito los cuentistas; y a la inversa, los cuentistas consagrados no han escrito los mejores”; que en general “hay cuentos buenos pero no un buen cuentista”, y que la megalomanía nacional nos había “echado a dormir sobre un colchón de laureles”.
Para García Márquez “seguíamos nutriéndonos de la versión a cinco idiomas de la María y la versión a ocho de La Vorágine”. Más adelante afirmó que “en la edad de oro de la poesía colombiana se escribieron algunos de los mejores poemas europeos del continente, pero no se hizo literatura nacional”, porque nuestros escritores “han carecido de un auténtico sentido de lo nacional”; y señalaba que en términos literarios la violencia nos sorprendió desarmados, con escritores sin tiempo para escribir y sin oficio literario; que nuestra crítica dispendiosa “clasifica y ordena pero no valora”; que la crítica había estado “interferida por intereses extraños, desde las complacencias de amistad hasta la parcialidad política”, y que “la intervención clerical en los distintos frentes de la cultura” había hecho “de la moral religiosa un factor de tergiversación estética”.
No sólo han pasado cincuenta años: también varias generaciones de escritores, una apertura sin precedentes al mundo, la propia obra de García Márquez y un Premio Nobel de Literatura. Y ello exige no sólo un ejercicio de valoración de ese medio siglo de literatura nacional, en la creación, la crítica, el esfuerzo editorial y la formación de nuevos lectores, sino una mirada desde nuestra época y desde las convulsiones de la historia reciente al legado de esa tradición que Gabo necesitaba ver con ojos tan severos en el mediodía ensangrentado del siglo XX.
Mi opinión, algo diferente de la de Gabo en ese momento y de la posterior de Cobo Borda, quien solía hablarle al mundo de nuestra “tradición de la pobreza”, es que la literatura colombiana no ha sido mala, sino mal leída, y que hay más de un tesoro por descubrir. Algo de ello intenté en mi libro Las auroras de sangre, sobre el primer poeta de este mundo americano, Juan de Castellanos, fundador de la poesía en ocho países y minucioso descubridor de América.
Pero como me dijo un día Eduardo García Aguilar, habría que hacer un esfuerzo similar con Hernando Domínguez Camargo y muchos otros autores de nuestra tradición. Con Pombo, con la traducción de La Eneida, de Miguel Antonio Caro, con el español travieso y sinfónico de León de Greiff, con el modernismo abisal de Barba Jacob y con la voz cada día más poderosa de José Manuel Arango.
Esto para no hablar de la deuda que tenemos con el propio García Márquez, cuya valoración universal no se debe precisamente a nuestra crítica, con la obra poética y narrativa de Álvaro Mutis, con la elocuencia lírica y sonriente de Jaime Jaramillo Escobar, con la música encantada de Giovanni Quessep, con la rebelión cósmica de Fernando Vallejo, y con la obra en marcha de toda una nueva generación que está dialogando de verdad con el mundo.
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