MEMORABILIA GGM 495
Taringa
Buenos Aires – Argentina
Mayo 27 de 2011
Gabriel García Márquez
en Buenos Aires
En un número publicado el 22 de agosto de 1967, la revista Primera Plana le dedicaba dos páginas a la visita a Buenos Aires del genial escritor Gabriel García Márquez. El colombiano recién acababa de editar Cien años de soledad, era aún amigo de Mario Vargas Llosa -reciente Nobel de Literatura- y disfrutaba de su visita a la Capital Federal, donde nunca más volvió. Una crónica excelente, para disfrutar y recordar. Textualmente, en "Primera Plana", bajo el título "García Márquez tiene quien le escriba", se señalaba textualmente, hace 44 años, lo siguiente:
"Llevaba casi un mes sin dormir ni quedarse quieto, luego de haber metido toda su casa de México en un depósito de muebles, de haber llevado sus hijos a Bogotá, de volar a Caracas para conversar con profesores y académicos en un Congreso de Literatura, de caminar a trancos cortitos por los anfiteatros y aulas máximas de Caracas y Mérida y de soportar sudando casi treinta horas de vuelo mientras su mujer, Mercedes, escribía a su lado infatigablemente. A él, Gabriel García Márquez, siempre le endilgan los problemas prácticos, Mercedes es la literata de la familia. Al menos esa es la versión que Gabriel, Gabo, desliza en las orejas de sus amigos con socarrona malicia y que "a ti te la cedo para que seas el primero en publicarla. Yo te la firmo".
Sigue sin dormir desde que desembarcó en Buenos Aires, al amanecer del miércoles 16, con un saco cuyos colores enceguecen tanto que ningún profesor ni cazador de autógrafos se atreve, desde entonces, a acercársele. García Márquez lo usó en Caracas para ahuyentar a las turbas que se le echaban encima y le hablaban de su novela Cien años de soledad como si la hubiesen leído (habían llegado entonces contados ejemplares), se puso también su saco en Buenos Aires como pararrayos contra los periodistas, los estudiantes y sus grabadores.
Desde aquel miércoles no ha cesado de trabajar en la lectura de las 75 novelas presentadas para optar al Premio Primera Plana-Sudamericana, de releerlas minuciosamente a las 5 de la mañana, a las 7, a la medianoche, de tomar notas y apuntes para poder discutir "en igualdad de condiciones" con los otros dos jurados: Leopoldo Marechal y Augusto Roa Bastos. El 28 de agosto anunciarán su fallo.
Mientras tanto, se rasca el pelo crespo y echado sobre la frente y mira las vidrieras brerías para entender cómo Buenos Aires, "una ciudad a la que no le descubro las mañas", pudo agotar en tres semanas la primera edición de Cien años de soledad, cómo el sarampión de la literatura latinoamericana ha podido infectar de tal modo los taxis, las mesas de los cafés y las tiendas de señoras por donde vagabundea Mercedes, en los intervalos entre una carilla y otra de su próxima novela.
Quizá no vuelva a México, donde vivió sus últimos seis años, engendró un hijo y escribió una decena de guiones cinematográficos. Ha resuelto darse unas vueltas por las capitales de Sudamérica, Montevideo, Asunción y Lima, antes de quedarse otro mes en Bogotá y de embarcarse rumbo a Barcelona. Allí se establecerá por un par de años "porque la ciudad queda a orillas del mar, es barata y porque mientras no me llene de amigos habrá la paz debida para escribir otra novela". Pero no aclara quién escribirá esta vez El otoño del patriarca, si él o Mercedes; quien deberá luego de publicado ese otro libro, encararse con los profesores, los académicos y las cazadoras de autógrafos.
Renuente a cualquier formalidad -incluida la de los reportajes- Gabriel García Márquez prefirió contestar a las preguntas salteadas que le formularon durante cuatro días los redactores de Primera Plana con una carta veloz, antisolemne, cuyo estilo fuese el de sus conversaciones y no el de los libros que escribe su mujer. Este es el texto:
"Inolvidable, amigo Vargas Llosa"
"En el avión de México a Caracas se me sentó al lado un lector entusiasta, y me dijo sin pudores de ninguna clase: "Usted es el mejor novelista de lengua castellana". Me sentí tan halagado que hice destapar champaña para agradecer el cumplido, mientras el admirador seguía abrumándome con sus elogios. Al despedirse de mí, en Caracas, el hombre me dio un gran abrazo, diciendo: "Este ha sido un viaje inolvidable, amigo Vargas Llosa". Lo primero que hice al encontrarme con Mario, por supuesto, fue cobrarle la champaña. Esa misma tarde, una muchedumbre de fanáticos lo asaltó a la salida del hotel, en Caracas, y se llevaron pedazos de su camisa como reliquias sagradas. Le pregunté a uno de los asaltantes cuál era el libro de Vargas Llosa que más le había gustado y me contestó sin vacilar: Rayuela. Otro día, un lector me pidió que yo le dedicara A sangre fría, de Capote, y como yo protestara, me explicó: "Es que lo que me interesa de usted no son sus libros sino su autógrafo".
Esta es la clase de problemas que ahora arrastramos por el mundo los novelistas latinoamericanas. Yo estoy seguro de que todo este alboroto lo inventó la CIA para impedir que salgamos del subdesarrollo literario. De veras. Antes, nuestra única misión en la tierra era escribir. Ahora no nos queda tiempo, a causa de tantos autógrafos que tenemos que firmar y tantas declaraciones y entrevistas que tenemos que conceder.
Ante esta situación, no me queda más remedio que revelar un secreto: quien escribe mis libros es mi mujer, pero le parecen tan malos que le da pena firmarlos. Yo le hago el favor, y ella lo considera como la mayor prueba de amor que le he dado.
Pero aunque de veras fuera yo quien escribiera esos libros, no veo por qué tengo que ser asaltado en la calle para que haga declaraciones. En realidad, lo que el escritor quiere decir, lo dice en sus libros y nadie debe esperar que agregue algo más en la prensa, la radio o la televisión. Además, para acabar de poner las cosas en claro, yo no veo dónde está lo que ahora se llama "la nueva novela latinoamericana". En realidad, todo esto es muy viejo: Onetti, Carpentier, Rulfo, Cortázar, Fuentes, yo mismo, somos mayores de 40 años y estamos escribiendo y publicando desde hace más de 20 años. El único joven es Vargas Llosa, y no me parece justo que todos tengamos que cargar esa culpa, que en realidad le corresponde únicamente a él. Si los críticos y los periodistas no se habían dado cuenta de que existíamos, eso es problema de ellos. Yo, personalmente, les agradezco el interés tardío, pero no estoy dispuesto a prestarme para que ellos recuperen el tiempo perdido.
"Un libro con tanto público debe ser muy malo"
Este alboroto me ha creado una grave confusión. Cuando leí Cien años de soledad estaba convencido de que era el mejor libro que había escrito mi mujer; ahora tengo serias dudas, ante la voracidad con que lo están comprando en todo el continente. En Colombia, un librero recibió un pedido de 100 ejemplares, y no alcanzó a ponerlos en su librería, los empleados de la Aduana, que abreviaron los trámites de importación, los compraron todos. Eso me resultó profundamente sospechoso: un libro con tanto público debe ser muy malo. Ya le he dicho a mi mujer que el próximo lo escriba a la manera de Robbe-Grillet, para que nadie lo entienda. Así tendremos la absoluta seguridad de que el libro es bueno.
¿Buenos Aires? No sé: hasta ahora, lo único que he podido observar es que uno se siente aquí como si estuviese metido dentro de un libro de Cortázar. Ayer vi un hombre con una gran bufanda amarilla que detuvo un taxi, se metió por la puerta derecha a toda prisa y con una terrible cara de angustia, y enseguida salió por la puerta izquierda con la expresión radiante de quien ha llegado puntual a la cita. No hay duda: desde su exilio de París, Cortázar sigue siendo un escritor profundamente argentino. En cuanto a lo que pienso de Buenos Aires, sólo podré decirle cuando me vaya; yo conozco las ciudades por la clase de nostalgia que me dejan. En París viví cinco años y lo único que recuerdo es el olor a espuma de coliflores que tienen las escaleras de los hoteles. De Roma sólo recuerdo el color de la luz. De Moscú sólo recuerdo una chica que a las dos de la madrugada, en la desierta Plaza Roja, me mostró una tortuga que movía la cabeza. Desconcertado, le pregunté: "¿Es de plástico o está viva?" Y ella me contestó: "Es de plástico, pero está viva".
http://noseq.com/info/10781073/gabriel-garcia-marquez-en-buenos-aires/
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Eterna Cadencia - Blog
Buenos Aires – Argentina
17 de mayo de 2011
Las pruebas de García Márquez
Crónica de una muerte anunciada se publicó en 1981,
un año antes que Gabriel García Márquez recibiera el Nobel.
Por Juan Martini.
Simpático, ingenioso, empachado de sí mismo, y un toque hortera, Gabriel García Márquez se estiró en el asiento del bar y con las manos cruzadas sosteniéndose la nuca dijo que el narrador de su próxima novela era él pero no era él. Vestido con un overall, una polera de cuello alto y un par de botas amarillas, Gabo sonrió. Estábamos en la terraza del bar que hay en el edificio de la Diagonal donde tiene su oficina la agente literaria Carmen Balcells. La plaza de Calvo Sotelo resplandecía con la luz de una primavera rubia y apenas más allá los árboles del Turó, un pequeño parque enrejado, se espejaban en la fuente. Ricardo Rodrigo era el director de la editorial Bruguera y yo uno de sus editores. Los tres tomábamos cerveza y charlábamos. El narrador de su próxima novela, decía García Márquez, en rigor no era él mismo -aun cuando había vuelto al pueblo del Caribe donde transcurre para terminar de reconstruir los hechos- porque una crónica siempre ficcionaliza lo que cuenta y entonces un personaje real se transforma en un personaje de ficción.
El joven Gabo.
Ya estaban en marcha las negociaciones que de la mano de Ricardo Rodrigo (quien pocos años después fundaría la sólida RBA) y de la consideración recíproca que se tenían con Carmen Balcells culminarían con la compra por parte de Bruguera de los derechos de Crónica de una muerte anunciada para la edición en rústica y en tapa dura, y de toda la obra anterior de García Márquez para ediciones de bolsillo. Cuando terminó aquel aperitivo García Márquez prometió que la próxima vez que estuviera por Barcelona, ya que se iba no recuerdo adónde, comeríamos un asado. Se ve que el viaje se prolongó más de lo que tenía previsto porque nunca comimos ese asado. Pero parecía mentira y hasta cierto punto emocionante que el autor de más éxito de la lengua castellana en el siglo XX tuviese tiempo para entretenerse con ese tipo de promesas.
La cuestión es que un buen día, en 1981, llegó a mi mesa, en la editorial Bruguera, la caja de cartón forrada con papel madera y lomo y cantos de tela color naranja en la que Carmen Balcells envió una fotocopia del original de la nueva novela de Gabriel García Márquez. El contrato tenía más de una cláusula no habitual en los contratos habituales con que autores, agentes y editoriales acuerdan la edición de un libro. Una de esas cláusulas obligaba a la editorial a realizar, además de la edición normal o paperback, una edición de lujo, encuadernada en tapa dura y con los primeros 500 ejemplares numerados que serían para Gabo, quien los firmaría y los regalaría o utilizaría según sus deseos y necesidades.
En aquellos años, en Barcelona, recibí muchos originales o copias de originales de libros fundamentales. El más apreciado, lo he dicho en otra crónica, fue el de la novela Dejemos hablar al viento de Juan Carlos Onetti. Pero en el libro de Onetti me manejé con confianza. También llegó, un mal día, Nadie nada nunca de Juan José Saer. En este caso Rodrigo, por más que insistí, no se atrevió a publicar esa novela porque le había parecido muy compleja y la carpeta gris en la que había llegado partió, con todo el dolor de mi alma, de vuelta. La copia del original de García Márquez me dio miedo.
Crónica de una muerte anunciada
Bruguera 1981: La primera edición.
Otra de las cláusulas no habituales del contrato establecía que García Márquez corregiría una única vez las pruebas, que Bruguera debía proveer las películas a los tres coeditores sudamericanos, y que el libro debía llegar a los lectores sin una sola errata. Quizás esta última exigencia no figuraba en la cláusula pero la escuché de boca de Balcells y se me grabó a fuego como el undécimo mandamiento.
Bruguera haría una primera edición de 100.000 ejemplares para España. En Argentina lo publicaría Sudamericana, en Colombia la Oveja Negra y en México la editorial Diana. Desde esos tres países el libro llegaría, además, a toda hispanoamérica. Y las películas para la impresión por parte de esas tres casas debían salir de Barcelona sin una sola errata.
Así que leí por primera vez la Crónica para saber qué teníamos entre manos. Después, cuando llegaron las pruebas de galera. Por tercera vez al recibir las pruebas de página y antes de mandárselas a Balcells para que se las mandara a García Márquez. Por cuarta vez cuando García Márquez las devolvió con sus últimas correcciones. Y leí por quinta vez la Crónica de una muerte anunciada después de incorporar las correcciones de Gabo y al pie de las máquinas porque es común que al incorporar una corrección se comentan nuevos errores… Poco después el libro llegó a la calle y no tuve quejas.
De la edición de lujo, en tapa dura con sobrecubierta y papeles de alto gramaje se hicieron, me parece recordar, 5.000 ejemplares que, como era lógico, no se vendieron en seguida. Pero el año siguiente fue 1982: entonces cayó el Premio Nobel, todo García Márquez se agotó en 24 horas… y el Corte Inglés compró la totalidad de ejemplares en hardcover que quedaban en los depósitos de Bruguera y los vendió en un puñado de días.
Crónica de una muerte anunciada es, para este cronista que nunca se rindió a los cantos de sirena del realismo mágico, no el libro más admirado pero sí un libro memorable. Es cierto que durante años no se me pasó por la cabeza ni de casualidad volver releerlo. Pero también es cierto que más de una vez lo he recomendado en los talleres literarios, junto con Los adioses de Onetti, para analizar el punto de vista y la figura del narrador. Dicho de otra manera, debo haber leído la Crónica no menos de ocho o nueve veces y es, sin dudas, el libro que más veces he leído en mi vida.
http://blog.eternacadencia.com.ar/?p=13683
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