21 de mayo de 2014

MEMORABILIA GGM 735



CROMOS
Bogotá – Colombia
Abril de 2014

El viaje de García Márquez,
crónica de una salida anticipada

El 31 de marzo de 1981 Carlos Mauricio Vega y Pilar de López
relataron la salida de García Márquez del país hacia México.




A las cinco de la tarde del último miércoles de marzo, el canciller Lemos Simonds y el escritor García Márquez hablaron casi simultáneamente con una misma persona en el Instituto de Cultura. Aunque ninguno de los tres mencionó nada que pudiera tener relación con la cadena de acontecimientos que iba a desatarse después, los tres personajes (Gabo, Gloria Zea y Lemos Simonds) sabían exactamente de qué estaban hablando.

García Márquez y el canciller tenían concretada una cita para el lunes siguiente. Y a pesar de las llamadas anónimas que había recibido el escritor, nada presagiaba que las cifras de ambas agendas (10 a.m.) habrían de alterarse.

A las siete de la noche de ese mismo miércoles, García Márquez estaba como siempre, encerrado en su estudio de la calle 77. Escribía su columna dominical de “El Espectador”, sobre el rompimiento de relaciones con el gobierno cubano. El domingo había estado discutiendo sobre la carátula de su nueva novela con los editores. Había concedido una larga entrevista al diario “el Tiempo” y esa noche comería, como de costumbre, con dos o tres amigos íntimos. Todo parecía preparado para una larga estancia del escritor en el país.
 
El asedio periodístico a la embajada mexicana fue total. Hasta por los resquicios de las puertas asomaron las lentes de las cámaras. Pero no captaron ninguna imagen.

Un timbre en la puerta

Un toque de timbre en la puerta, aparentemente normal, acabó con todo. Abrió Verónica, la muchacha de toda la vida. Eran tres personas, que entraron al estudio sin esperar.

Transcurrieron varios minutos. Cuando don Gabriel salió – dice Verónica-  tenía otra cara. Estaba nervioso, y me preguntó si la señora se demoraría y si yo sabía dónde estaba.

Sus amigos le acababan de decir que corría peligro de ser conducido a la Escuela de Caballería para ser interrogado sobre sus nexos con Cuba, la guerrilla y el tráfico de armas. Pálido, García Márquez recordó las horas que el anciano poeta Luis Vidales había pasado de pie y vendado en ese mismo lugar, y no le cupo duda de que le pasaría lo mismo. Por un momento, olvidó su calidad de personajes y sólo pensó en Mercedes, la Gaba.

La empleada, una esfinge boyacense con delantal, continuó su relato. “Gracias a dios doña Merceditas no se demoró. Cuando entró, yo le dije que la estaban esperando. Ella dejó las latas de comida que traía en la mano y entró al estudio”.

“Cuando salieron fue de una vez para irse”.

Dos tipos con corbatas mal puestas

García Márquez olvidó también la temeridad de sus personajes, que se enfrentaron a pelotones de fusilamiento sin más que una mala palabra, y cogió de la mano a su mujer tras echarse una chaqueta sobre los hombros. Hizo una llamada telefónica y salió de su casa.

Poco rato después, contó su amigo Guillermo Angulo, llegaron a la casa de la carrera 1ª varios hombres vestidos de oscuro con las corbatas mal puestas.

Nadie les abrió.

Verónica solo supo hasta el otro día que no volvería a ver a “don Gabriel” en mucho tiempo. Se lo contó al chofer, Chepe, cuando vino a sacar las maletas.

A las nueve de la noche del mismo miércoles, García Márquez llegó a la casa de la calle 85 donde siempre van los guerrilleros que huye, o los perseguidos políticos. Probablemente no se fijó en los urapanes del lado sur que ocultan la quebrada de Juan Amarillo, ni en las casetas de los celadores ni en las luces de la autopista cercana.

Le abrieron la puerta prácticamente sin que tocara. Pasó adelante, siempre con la Gaba de la mano. Y sólo entonces se sintió tranquilo.

“Esta puerta no deberá abrirse a nadie, por ningún motivo”, le dijo doña María Antonia Sánchez Gavito al guardián. “Si, señora embajadora”, contestó este, antes de echarle doble llave a la cerradura.

Efectos de velocidad. Cien por hora a través de cuatro vidrios: los de la lente, los dos de los autos y los de las gafas de García Márquez.

 
Tras una persecucción cinematográfica, el fotógrafo de CROMOS alcanzó al BMW donde iba Gabo, muy serio. "¡Salude!", le gritó antes de lograr la instantánea.
 
Revuelo de cuervos

En la misma noche del miércoles, a las redacciones de los periódicos se filtró una información del presunto arresto de García Márquez. Pero se desechó por infundada y absurda.

Sin embargo, al día siguiente la noticia de que el escritor no había dormido en su casa conmovía al país. El mismo heterogéneo grupo de periodistas de siempre se situó en guardia frente a la casa de la embajada y trató de establecer comunicación como cuando se refugiaron los bancarios en huelga o los guerrilleros que huían. Pero solo pudieron captar la sombra del bigote de García Márquez por los visillos de una ventana.

Mientras tanto, en la casa de Garcia Márquez empezó una extraña ceremonia que ningún reportero gráfico registró: Gloria Valencia de Castaño llegó en una camioneta blanca a sacar el equipaje de su amigo.

Y tras las cinco maletas de fibra que verónica había preparado por la mañana, salió el aparato más importante del país: la máquina de escribir de Gabriel García Márquez.

Quedó tirada en el pavimento varios minutos.

Para el chofer que estaba haciendo el trasteo, esa IBM eléctrica era igual a cualquier otra IBM eléctrica. Y ahí estuvo, arrojada, un arma más peligrosa y difícil de manejar que una ametralladora.

Detrás de ella salió el autorretrato de Obregón dedicado al escritor después de meterle cinco tiros.

El teléfono de la embajada, entretanto, daba a los periodistas el típico bip bip de la descolgada. Solo quedó normal cuando ya nadie lo necesitaba. Es decir, cuando Gabo ya se había ido.

Al mediodía, mientras los periodistas buscaban desesperadamente cupo en el avión de las tres, García Márquez almorzaba con toda tranquilidad. El paso ya estaba dado y la cancillería se había pronunciado.

 
Mercedes de García Márquez, la Gaba, a punto de emprender el viaje que dos días antes rechazó sin más ni más.

A las dos de la tarde, un BMW blanco esperaba en la casa de la calle 85. Sin ningún misterio, como si se devolviera a su casa, el escritor subió con la embajadora y su esposa, en medio del tropel de periodistas que la semana anterior había tomado por asalto la habitación del guerrillerito en el hospital de Tolemaida.

Mientras García Márquez iba al aeropuerto, en calidad de viajero ilustre y sin ninguna clase de salvoconducto, excepto su condición de residente mexicano y su pasaporte, Verónica, la empleada, corría las cortinas de las alcobas, limpiaba el hueco del autorretrato de Obregón que dice “a Gabo” y regalaba las latas del mercado que la señora Mercedes había hecho el día anterior. Su último gesto fue botar las flores frescas a la basura.

En el aeropuerto, García Márquez se sintió como el guerrillero de Tolemaida.

Tuvo que pedir respeto para la embajadora, antes de que la derribaran a empellones; tuvo que sonreír y hacer los mismos chistes de siempre, mientras alcanzaba el salón de personajes en medio de policías también sonrientes. Tuvo que recordarles a los reporteros la experiencia del poeta Luis Vidales, los caballos de Usaquén que se volvieron personajes y tuvo que sonreír y agitar las manos cuando el carro de CROMOS alcanzó el BMW y el fotógrafo le exigió un saludo antes de empezar a dispararle en plena marcha y a través de dos vidrios. Hasta en la escalerilla del avión abrazó policías y sonrió y agitó las manos como un político en campaña, riéndose de sí mismo.

Y entró al aparato y se acomodó el cinturón de seguridad con la conciencia tranquila: antes de marcharse había vuelto a meter la tercera cuartilla de su artículo dominical en la máquina para añadirle un último párrafo en donde explicaba al mundo la razón de su salida. Sonriendo, vio desaparecer la ciudad por la ventanilla; sabía que esa noche todas las rotativas del mundo llenarían las primeras planas con su nombre y su fotografía, demostrando así un poder de información mayor que el de todo el gobierno reunido.

 
Verónica, la doméstica de García Márquez, contesta con una frase que se prolongará por ¿dos años?: "No. Don Gabriel no está".

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Clarín.com
Buenos Aires – Argentina
4 de mayo de 2014

García Márquez y los caminos
de la integración
Su aporte no sólo tuvo que ver con nuestra propia cultura,
sino también con la toma de conciencia
de las verdades escondidas de América Latina.

Por Columnista invitado
   
En estos días, cuando Gabriel García Márquez nos dejó -por decirlo así-, es válido remarcar que su aporte no sólo tuvo que ver con la literatura y el fortalecimiento de nuestra propia cultura, sino también con la toma de conciencia de las verdades escondidas de América Latina. El, con su realismo mágico, mostró una Latinoamérica profunda, con sueños e imágenes verdaderas o tenidas como tales, todo lo cual hace difícil entender nuestra “realidad”.

Y es sobre esa “realidad” que el político actúa para hacerla más justa y más inclusiva.

Compleja tarea como compleja es la sociedad a la que busca cambiar.

Pertenezco a esa generación que se conmocionó a fondo cuando, en 1967, se cruzó en nuestras vidas “Cien años de soledad”. Nunca he olvidado esa primera frase con la cual comienza el texto: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” El juego de los tiempos allí colocado, con el trasfondo de una escena tan persistente en la historia del continente, nos llama a rescatar la fuerza de la memoria como algo ineludible en lo esencial del ser latinoamericano.

Y no siempre le damos a la memoria el espacio que debe tener cuando miramos al futuro buscando días mejores para los hombres y mujeres de nuestros pueblos.

Tuve, como otros, el privilegio de conversar con él en diversas ocasiones, en diálogos donde la política y el devenir latinoamericano estaban siempre presentes. Se ha dicho por estos días: nunca dejó de ser periodista porque en su afán de narrar hacía que la actualidad fuera vista con los ojos del escritor. Y allí se fundía esa dualidad que abría los ojos a los demás, allí donde la realidad parecía entrar a terrenos inverosímiles.

Fui testigo de un acto de su magia, en una cena inolvidable del año 1998 en la Feria del Libro en Guadalajara junto a Carlos Fuentes, Belisario Betancourt y Jesús Polanco, entre otros. Allí en la conversación, García Márquez contó que siempre al terminar sus novelas pasaba el borrador final a un amigo, para recoger su opinión. Así lo hizo con El general en su laberinto, esta descripción magistral en que dibuja el alma de lo que siente Bolívar en sus días finales derrotado y abandonado. Allí, describe a Bolívar comiendo solo en una antigua casa de campo, a la espera del barco que lo llevaría por el Magdalena hasta el mar. Termina la comida y siente que no podrá dormir porque mil ideas le pasan por la cabeza. Sale al patio y empieza a dar grandes zancadas meditando en su infortunio. Hay una hermosa higuera y, entre sus ramas, aparece una hermosa luna llena. Su amigo lector le preguntó si estaba seguro de que esa noche había luna llena. “Lo imaginé”, dijo Gabo. Asegúrate y escribe al Observatorio Astronómico de Greenwich, en Inglaterra, porque ellos saben qué luna ha habido en cada noche de la humanidad. Y esperó, según dijo, cual enamorado la respuesta. Pasaron cuarenta días y cuando ya no tenía esperanzas, el cartero le dejó aquel sobre que no se atrevía a abrir. Tras dar vueltas, inquieto, se aventuró a leer el informe: no podía creerlo, ese día había habido luna llena.

Naturalmente, pudo haber escrito que ese día no había luna y Bolívar se habría deprimido más todavía en esa noche oscura. Pero él intuyó que aun en las circunstancias más duras de la vida, el ser humano necesita un poco de esperanza.

Y el borde de lo posible suele ir, sorprendentemente, un poco más allá de lo que suponemos normal. Allí es donde esas lecciones del realismo mágico, tan enriquecido y promovido por todos los textos de Gabo, se convierten en base del actuar político.

Cuando, por decisión de los ciudadanos, se tiene la responsabilidad de conducir los destinos de un país no se llega sólo para ejecutar un programa, una propuesta. Por cierto, esa es la primera obligación.

Pero también debe estar presente el otro relato, aquel que habla de “un sueño de país”.

El desafío es saber describir aquello que no está, pero que es anhelo, esperanza, aspiración. Hablar de un “sueño de país” aún no presente en libros e historias reclama una capacidad de convocatoria, de convencer de que esa realidad de hoy puede ser muy distinta en el mañana.

Cierta vez, tras firmar el Tratado de Chile con la Unión Europea, llegué a San Felipe, una ciudad agrícola de pocos habitantes, pegada a la cordillera. Allí, bajo un galpón agroindustrial explicaba a un grupo de trabajadoras lo que podría ser aquello, su significado para nuestro desarrollo. Y entonces una mujer, de rasgos contundentes, me interrumpió diciendo: “Presidente, eso está muy bien. Pero, ¿quién nos va a decir si a los europeos les gustan los pimientos amarillos o los pimientos rojos?

Porque según sea el gusto es el cuento que tenemos que contarles…” Sí, ella nos reclamaba un relato que no estaba, pero debíamos crear.

En ese caso ¿cómo interactúan dos realidades tan distintas, la de nuestra América y Europa, más allá del comercio? ¿En qué medida un acuerdo no significa también entendernos en profundidad los unos y los otros, con nuestras historias, con nuestros sueños, con nuestras culturas, con nuestras identidades?

Y lo que esa mujer intuía era cómo ahora que somos socios con Europa, esto va a afectar nuestras costumbres y nuestra realidad presente va a ser distinta porque nos influimos los unos a los otros. Nuestra realidad seguirá siendo mágica, pero ahora enriqueciendo la magia que llega de una cultura que hasta ayer nos era desconocida.

Tras la partida de Gabo cabe recoger su aporte, junto a otros como él, para dar forma a la integración latinoamericana.

La integración desde una identidad común donde un libro, una canción o un poema nos hacen ser parte de un todo.

Basta pensar cuánto le debe Latinoamérica al boom de nuestros escritores en los últimos 50 años y que nos han dado identidad ante el mundo. Una integración que, desde la política aún es tarea pendiente. Allí es donde la creatividad de García Márquez indica el camino a seguir, para tener mejores políticas, profundizando y conociendo más las cosas nuestras, con su dosis de magia y realidad.

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EL TIEMPO
Bogotá – Colombia
17 de abril de 2014

EDITORIAL |

Gabriel García Márquez, 1927-2014

Ahora, cuando acaba de apagarse la luz en la existencia del colombiano más notable de todos los tiempos, hay que agradecer de nuevo todo lo que él dio al país, a América Latina y a la literatura universal.

Hace ya casi 30 años, Gabriel García Márquez habló en una entrevista sobre la muerte. “Es como si, de pronto, se apagara la luz”, dijo. Y agregó que no tenía miedo a morir, pero le parecía lamentable que, siendo “la experiencia más importante de la vida, sobre ella no podré escribir una novela”. Ahora, cuando acaba de apagarse la luz en la existencia del colombiano más notable de todos los tiempos, hay que agradecer de nuevo todo lo que él dio al país, a América Latina y a la literatura universal.

Mucho antes, frente a un público lector que aún no lo conocía, el escritor habría de recordar quién era y de expresarlo en estilo cervantino. “Yo, señor, me llamo Gabriel García Márquez. Lo siento: a mí tampoco me gusta este nombre, porque es una sarta de lugares comunes que nunca he logrado identificar conmigo. Nací en Aracataca (Colombia), hace casi cuarenta años y todavía no me arrepiento. Mi signo es Piscis y mi mujer es Mercedes. Esas son las dos cosas más importantes que han ocurrido en la vida, porque gracias a ellas, al menos hasta ahora, he podido sobrevivir escribiendo”.

Pese a su inclinación por augurios y cábalas, en ese momento no podía adivinar Gabo –apodo que le gustaba más que su nombre– todas las cosas importantes que aún estaban por ocurrirle. Desde la publicación en 1967 de Cien años de soledad, considerada heredera de El Quijote, hasta la obtención del Premio Nobel de Literatura en 1982. Antes, en medio y después de estas fechas llevó una vida apasionante que él relató parcialmente en Vivir para contarla (2002), donde cuenta las andanzas de un niño triste educado por sus abuelos, que se educó en un internado de Zipaquirá, fue vendedor trashumante de enciclopedias, desarrolló una incancelable carrera de periodista, deambuló más tarde por Europa, se estableció en México, regresó a Colombia y salió al exilio por razones políticas, recibió medallas y títulos honoris causa, fue amigo de poderosos políticos internacionales, cantó vallenatos y bailó boleros en reuniones íntimas, concedió centenares de entrevistas, impartió lecciones de periodismo y narrativa, soñó con grandes películas, publicó más de cuarenta títulos y vendió millones de libros. En la década de 1990 emprendió otros proyectos periodísticos de envergadura, como el noticiero QAP y la revista Cambio, incluida, posteriormente, su edición mexicana. También “conspiró” reiteradamente a favor de la paz, recibió críticas de sus enemigos políticos, luchó durante años contra el cáncer y fue condecorado por gobiernos y venerado para siempre.

De todas las facetas de Gabo se ocuparán los medios de comunicación en estos días. Unos recordarán la vida de quien se definió como “uno de los 16 hijos del telegrafista de Aracataca” y otros escudriñarán sus relaciones con Fidel Castro, quien ya confesó que eran sobre todo literarias y se convirtió, por influencia de GGM, en voraz lector de best sellers. Las agencias de prensa repetirán que un grupo de intelectuales escogió en el 2007 las 20 mejores novelas de todos los tiempos, y Cien años de soledad era una de ellas; en las cátedras de literatura se multiplicarán los alumnos interesados en presentar una tesis sobre la obra garciamarquiana, como ya lo han hecho centenares de graduandos alrededor del mundo.

En este espacio queremos destacar, al margen de los anteriores puntos, lo que significó García Márquez para Colombia y América Latina. Aunque siempre rehusó vestir la demagógica camiseta del patriotismo fácil, no hay connacional que haya divulgado más extensamente el nombre de Colombia que él. Para empezar, creó un mundo literario que supera la literatura y se transmuta a la realidad tanto como esta sirvió de inspiración a aquella en su pluma. “No hay una sola línea de mis libros que no corresponda a una experiencia de la realidad”, señaló en 1977. Macondo, pues, ya no es un país imaginario cuyos linderos se estrechan en las páginas de un libro, sino la expresión de una cultura, una geografía y una idiosincrasia que ha originado nuevas obras –cuentos, novelas, telenovelas–, que incorpora como elemento de identidad el humor (“mamagallismo es entrarles a las cosas más fastidiosas como si no las estuviéramos tomando en serio, por miedo a la solemnidad”) y que solo puede explicarse por la mezcla racial colombiana.

Fruto de la interpretación y validación poética de la realidad es la nueva dimensión que adquirieron la región caribe y sus habitantes en el mapa sociosicológico nacional. Conviene recordar que Gabo fue parte de un gran impulso cultural que surgió a orillas del Caribe.

Él recuperó, además, el sereno orgullo nacional. Cuando nuestro país era sinónimo de narcotráfico, él aportó con su Nobel una refrescante bocanada de prestigio. Y al coronar lo que parecía una utopía, mostró a otras figuras nacionales que era posible alcanzar lo más alto, como lo han hecho, en su campo y a su medida, Fernando Botero, Shakira, Carlos Vives, Rodolfo Llinás, Falcao García, César Rincón y algunos cuantos más.

Por otra parte, García Márquez supo reconocer que “el torrente incontenible de la cultura popular es el padre y la madre de todas las artes”. Esta declaración recoge un trascendental vuelco que se ha dado en América Latina, que durante años buscó sus fuentes culturales en Grecia, en el Siglo de Oro, en Francia, en las comunidades precolombinas y acabó reconociéndolas en las expresiones más sencillas y genuinas de nuestros pueblos.

Muere García Márquez sin ver a Colombia en paz, una de sus obsesiones que, a lo mejor, habría podido satisfacer dentro de algunos meses. Pero, como dijo el coronel Aureliano Buendía, “uno no se muere cuando debe, sino cuando puede”.



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