20 de mayo de 2014

MEMORABILIA GGM 734



EL ESPECTADOR
Bogotá - Colombia
18 de abril de 2014

Un señor que nos conocía a todos

¿Por qué tanto revuelo con la muerte de Gabo? La respuesta es obvia:
porque es... porque era uno de los grandes de la historia de las letras.

Por: Julio César Londoño

El Homero del Caribe, digamos. ¿Y cómo sabemos que era el Homero del Caribe? La respuesta ya no es tan obvia. Quizá ni él mismo lo sabía. Una tarde en la habana, William Ospina se lo preguntó: ¿cómo hace usted para atrapar con un mismo lenguaje a lectores tan distintos, a ingenieros, críticos, diplomáticas, estudiantes, lectores de edad...?

Gabo no necesitó ni un segundo para responder: "Ese es mi secreto, William", dijo, y sonrió. Pero Ospina, que jamás ha sonreído a destiempo, no celebró el chiste malo del minotauro de Cataca. Se quedó más serio que un tramposo, encuellándolo con la mirada. Entonces Gabo buscó la respuesta en las olas que rompían contra el malecón, y al fin dijo: "No sé, viejo, no sé... pero a veces tengo la sospecha de que todo se reduce a algo muy simple: hay que encontrar la palabra justa para que el lector no se despierte". La respuesta me sorprendió. Siempre había pensado que el riesgo estribaba en que el lector se durmiera, y ahora venía este señor a decir todo lo contrario. Y tenía razón. Es una respuesta que encierra, como todas sus declaraciones, una poética. Gabo entendía la narrativa como un acto de hipnosis, como un sueño matemáticamente controlado por el autor. Un solo error –una coma despistada, un vocablo impropio, una narradez– y el lector se despierta y el hechizo se rompe de manera irreparable.

También encierra una estética la definición de poesía que dio en 1982. "La poesía -explicó en su lección de Estocolmo- es la energía secreta que cuece los garbanzos en la cocina". No es una frase, es un credo. Para él, no había distancia alguna entre las palabras y las cosas. No pensaba, como creíamos algunos, que las rosas eran más rojas en Alejandría ni que los ruiseñores cantaban mejor en Hungría ni que la única literatura buena era la inglesa ni que había que morir en París con aguacero. No. Creía, desde el fondo de sus huesos, en los méritos balsámicos y poéticos del cilantro y en el lenguaje de las mujeres y en los delirios de los hombres. Gilbert Keith Chesterton ya lo había explicado todo muchos años antes. "Hay autores que encuentran su inspiración en la historia o en alguna tradición ilustre, otros la encuentran en los libros, otros en la calle. Unos pocos son capaces de encontrar poesía incluso en su propia familia".

Gabo, sobra decirlo, era un hombre lo bastante atento como para descubrir lo literario en lo prosaico, la aguja en el pajar, la perla en la hojarasca. Y sabía editar, por supuesto, es decir, acuñar hipérboles poderosas, mantener tirante la cuerda de la tensión, derrochar adjetivos precisos, volver al barroquismo cuando la estética pedía austeridad, buscar maneras nuevas para decir cosas viejas, embromarse con algunas supersticiones (su aversión por los gerundios, los endecasílabos, los adverbios terminados en mente) y darle verosimilitud a los embustes más descarados. Siempre estaba buscando cómo lograr, por ejemplo, que un hilo de sangre corra tres cuadras, doble una esquina, cruce la calle, suba unos escalones, atraviese un zaguán y llegue a los pies de una mujer que gritará: ¡Mataron a José Arcadio!

Una vez le pregunté a su mejor lector cuál era el secreto de Gabo, y Alejandro Almario ensayó esta respuesta: quizá fueron dos: el primero fue que lo educaron las maestras del lenguaje, las mujeres. El segundo estribó en que, de alguna manera, logró conocernos a todos. Por esto sabía cómo y dónde herirnos exactamente y cómo decirlo con palabras que no pudiéramos olvidar nunca.

Gracias, Alejandro. ¡Chapeau, Gabo!

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EL PAIS
Madrid – España
18 de abril de 2014 

EDITORIAL

Ha muerto un mundo
El Nobel colombiano García Márquez animó a los
latinomericanos a dar voz a sus dramas y desafíos

Fue uno de los grandes escritores del siglo XX. Creó un mundo propio, como otros fabuladores de su estirpe, como Faulkner, Borges u Onetti, y ahora es imposible decir si lo que fabuló fueron sueños suyos u otra manera de ver la realidad. “La realidad copia a los sueños”, dijo. Ese mundo que inventó a partir de lo que vio de niño en Aracataca se llama Macondo y tuvo su territorio principal en una de las mejores novelas de la lengua española, Cien años de soledad.Como periodista, fue un maestro de la crónica, el reportaje y la columna, y tuvo discípulos de todas las generaciones, hasta ahora mismo.

Desde Aracataca, donde nació, hasta el último confín del mundo, sus libros y su universo hicieron inconfundible el nombre con el que lo llamaban sus amigos, sus compañeros de las redacciones colombianas, sus colegas y hasta sus adversarios, Gabo, Gabriel García Márquez. Ganó el premio Nobel de Literatura en 1982, cuando aún era un joven novelista ávido de historias. Y siguió siendo, ya como el gran fabulista que fue, un periodista que quiso promover diarios “para contar cómo es la vida de la gente”. Animado por ese afán que lo movió a estar en contacto con los sucesos durante los mejores años de su juventud y de su vida, terminó creando una fundación para enseñar a jóvenes a encariñarse con el que él llamó “el más bello oficio del mundo”.

Su trayectoria personal como escritor y como periodista es solo una de las facetas de su inabarcable personalidad. Pues también fue observador político, consejero de altos mandatarios que buscaban en él la experiencia y la perspicacia, e interesado testigo de las revoluciones (y de las contrarrevoluciones) que se desarrollaron en América Latina. Medió para que su país, Colombia, recuperara la paz que perdió hace más de cincuenta años y dio testimonio de los episodios que vivió de cerca con la lente del enorme periodista que fue. En cuanto a esa parte del continente, siempre se mostró optimista. “Yo creo que vamos a salir adelante los latinoamericanos”, dijo en una ocasión, en la que afirmó también: “Tal vez terminemos en América Latina por inventar fórmulas que la autosuficiencia y el narcisismo europeo no han logrado en 2.000 años”.

Ese fue su territorio personal, América, y ese fue, como periodista y como ciudadano, el ámbito de su compromiso y de su esperanza. Pero como fabulador no tuvo frontera alguna; escribía para desafiar la realidad, para ponerles nuevos nombres a las cosas que jamás nadie había visto. Era un creador metódico, que escribía escuchando a Bach y mirando hacia territorios que convirtió en mitos sin los cuales no pueden concebirse ni la literatura ni la vida de los hombres que lo leyeron. Es un escritor, un periodista, y su mundo es ya uno de los mitos de nuestro tiempo. Ha muerto Gabo, deja un mundo.

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SEMANA
Bogotá - Colombia
26 de abril de 2014

‘Cien años de soledad’
para María Fernanda Cabal

Por Daniel Samper Ospina

El cuerpo de José Arcadio Buendía fue hallado sin vida en una zona aledaña a Macondo vestido con uniforme guerrillero.

Con el ánimo constructivo de que la honorable representante María Fernanda Cabal recoja sus palabras y le asigne a García Márquez un lugar en el cielo, he preparado para ella esta versión de ‘Cien años de soledad’ que será de todo su gusto; de este modo ya no solo no tendrá que leerse jamás la versión original, sino que sabrá admirar a Gabo como corresponde.

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento de un grupo paramilitar nacido como respuesta lógica y comprensible al desborde de la guerrilla y a la incapacidad del Estado para contenerla, el coronel Aureliano Buendía, que sería muy coronel y todo lo que uno quiera, pero que en el fondo era un peligroso comandante guerrillero infiltrado, como lo comprobó posteriormente Inteligencia Militar y lo comentó de modo magnífico en su programa el doctor Fernando Londoño Hoyos; el coronel Aureliano Buendía, o alias Aureliano, para que seamos claros, recordó aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer ‘el Hielo’. ‘El Hielo’ es una forma cariñosa de referirse a Óscar Iván Zuluaga, cuyo evidente carisma le ha valido ese mote entre los asesores de campaña. Macondo era entonces una aldea de 20 casas de barro y caña brava, pero de un tamaño decente, no como las que está entregando el gobierno amañado y traidor de Juan Manuel Santos, quien entregó la patria al Castro-chavismo y quiere perpetuarse en el poder a punta de gabelas como las de estas tales casas, que además no son 100.000, o ¿dónde están las pruebas? Las casas estaban construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas, donde se bañaba el expresidente Uribe con un séquito de escoltas, funcionarios y niños de la región, quienes admiraban su protuberancia pectoral, su manera de sonarse y la técnica con que lograba nadar sin hundir la cabeza en la corriente. El río se precipitaba por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como los tres huevos prehistóricos que en determinadas volteretas se le podían entrever al ex mandatario. El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Una de esas cosas era Óscar Iván Zuluaga, cuya candidatura no tiene nombre, y por eso el expresidente Uribe lo señaló con el dedo durante una convención en Corferias. Por eso debemos apoyarlo.

Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Los gitanos no estarían recogiendo café. Y además eran gitanos. Eso despertó las primeras dudas, todas válidas, en algunas personas de bien que estaban interesadas en preservar el orden y la seguridad de la aldea, y que no pensaban permitir que la subversión se tomara la zona. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el alias de Melquiades y parecía del quinto frente de las Farc, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos y los calderos y las pailas y los clavos se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de alias Melquiades. Fierros que, dicho sea de paso, eran de buen calibre y carecían de licencia de porte, como posteriormente comprobaron las autoridades. “Las cosas tienen vida propia –pregonaba el presunto guerrillero con áspero acento–; todo es cuestión de encontrarles el ánima”, que es, justamente, lo que dicen sobre Óscar Iván sus asesores. Por eso debemos apoyarlo.

José Arcadio Buendía, un sospechoso líder sindical de la zona, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra, lo cual podía contrariar la confianza inversionista de la firma canadiense AngloGold Ashanti, que tenía la exclusividad de explotación de la zona con licencia de la Anla.

Influidos por algunos gamonales leales al doctor Uribe, los aldeanos de Macondo fueron a las urnas y derrotaron a este gobierno traidor que le entregó el país a Timochenko y a Maduro y a los hermanos Castro, y ‘el Hielo’ ganó la Presidencia. Floreció la vida. Regresó la seguridad democrática. Agentes encubiertos detuvieron a alias Melquiades, quien efectivamente resultó siendo un comandante muy importante de la banda terrorista Farc, y poco a poco la aldea recuperó su cohesión social. Agradecidos por las condiciones de seguridad del sector, prestantes ganaderos de Montería negociaron predios a precios irrisorios y se instalaron en la zona. Inversionistas antioqueños compraron miles de hectáreas. Los habitantes de Macondo se convirtieron en jornaleros. Diversas multinacionales invirtieron en la zona. La empresa Greystar explotó con éxito la minería aurífera dentro del río, que se llenó de mercurio, es cierto, pero no volvió a registrar ahogados. El cuerpo de José Arcadio Buendía fue hallado sin vida en una zona aledaña a Macondo vestido con uniforme guerrillero, pero nadie se conmovió con la noticia porque los aldeanos estaban felices de que el uribismo tuviera una segunda oportunidad sobre la Tierra.



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