MEMORABILIA
GGM
Cali – Colombia
24 de septiembre de 2013
Selección de hechos entre García
Márquez y Alvaro Mutis
Gabo y Mutis
Compilación de Fernando Jaramillo
* Ahora Mutis trabaja para la ESSO. Siente admiración por el periodista costeño. Lo llamó, le dijo que se estaba «oxidando en la provincia» y le mandó un pasaje para que viajara a Bogotá. Después de pensarlo detenidamente y calcular que tal vez esa fuera la manera de poderse casar con Mercedes, compró vestido, camisa, corbata, zapatos y utilizó el pasaje para ir a ver que le deparaba el destino en Bogotá.
* En Bogotá Gabo se la pasaba en la oficina de Mutis que era en el mismo
edificio en donde funcionaban las instalaciones de El Espectador en la Avenida Jiménez.
Allí caían de improviso muchas veces sin mencionar ninguna vinculación entre
Gabo y el periódico. De repente, meses más tarde le ofrecieron un puesto en la
nomina del conocido diario con un sueldo increíble para Gabo,: 900 pesos mensuales.
Mutis, el pintor Fernando Botero y GGM en Bogotá. 1960
* El 26 de junio de 1961, Mutis recibe a la familia García Barcha que acaba de llegar en tren en un viaje por tierra desde Nueva York donde Gabo había renunciado a la dirección de la oficina Prensa Latina. De allí Mutis los llevó a instalarse en un apartamento de la calle Mérida.
* Mutis llevó a Gabo a la Universidad de Veracruz en el estado de Xalapa, para que le publicaran Los funerales de la mamá grande. Con el anticipo de 1000 pesos pagó el arriendo y dio la cuota inicial de una nevera.
* Un dia Mutis le llevó unos libros y le dijo: «lea esto, pendejo. Para que no joda». Había llegado con Pedro Páramo y El llano en llamas obras de Juan Rulfo. Leyó Pedro Páramo esa misma noche. Cuando llegó Mutis al día siguiente, Gabo ya iba como en la tercera parte de El llano en llamas, le dijo: «esto es un escritor, ¡esto es un clásico!, esto es una cosa extraordinaria»
* En 1959, luego de tres años de estar viviendo en México, Mutis pasó 15 meses encerrado en el Palacio de Lecumberri, en el D. F. Lo acusaban de haber malversado fondos de la Esso cuando era su jefe de relaciones públicas en Colombia, financiando con esa plata los excesos de sus amigos; “un crimen que todos cometimos y solo él pagó”, dijo García Márquez
* Mutis fue asiduo asistente junto con otros amigos a la casa de García Márquez en la época en que este escribía Cien años de soledad. «Amigos que le brindaron su apoyo a lo largo de un año entero y se convirtieron así en testigos privilegiados de la construcción de uno de los pilares de la literatura universal», al decir de Gerald Martin en su biografía de García Márquez.
* Mutis era representante de la 20th Century Fox para America Latina. Cuando estuvo terminada Cien años de soledad tuvo que viajar a Buenos Aires y Gabo le pidió que llevara una segunda copia del manuscrito a Paco Porrúa de Editorial Suramericana.
* Un dia llegó Gabo a la casa de Mutis a avanzada hora de la noche. Abre Mutis y le dice:
– Aja, ¿y por que esa cara? ¿Te peleaste con Mercedes?
–No. Peor. Me gané el Nobel
* Según palabras de Gabo la colaboración de Mutis fue fundamental, en el discurso “Brindis por la poesía” que Gabo dijo en la Sala Azul del ayuntamiento de Estocolmo en el banquete ofrecido por los reyes a quienes recibieron los premios Nobel. «Lo hicimos a cuatro manos», dijo.
* Cuando regresaron a México se sentó con Mutis y le dijo: «Cuéntame como fue esa vaina de Estocolmo. Yo no me acuerdo de nada. Solo recuerdo los relámpagos de los fotógrafos y las mismas preguntas de siempre de los periodistas».
* El general en su laberinto partió de una idea que tenía Mutis hacia muchos años de la cual tenía un fragmento con el titulo de El ultimo rostro. Gabo hizo que Mutis reconociera que nunca iba a terminar ese proyecto y acometió la escritura de la novela histórica.
* De su relación con Gabo, Mutis dijo en la XXI Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL) de 2007 que era una amistad sincera y entrañable: "Ha sido muy armónica, llena de afecto, de lealtad. Nunca hemos tenido la menor discusión sobre nada. Siempre hemos estado unidos en todo. Lo siento como algo fraterno", reveló.
* Al funeral de Mutis no asistió Gabo por que no se encontraba en territorio mexicano. Mercedes llegó sola a las honras fúnebres.
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Mi amigo Mutis
Texto del discurso que leyó García Márquez
en Bogotá el 25 de agosto de 1993,
con motivo de la celebracion del
cumpleaños 70 de Mutis. Cena de gala
en el Palacio de Nariño,
sede de la presidencia de Colombia.
Alvaro Mutis y yo habíamos hecho el pacto de no hablar en público el
uno del otro, ni bien ni mal, como una vacuna contra la viruela de los elogios
mutuos. Sin embargo, hace 10 años justos y en este mismo sitio, él violó aquel
pacto de salubridad social, sólo porque no le gustó el peluquero que le
recomendé. He esperado desde entonces una ocasión para comerme el plato frío de
la venganza, y creo que no habrá otra más propicia que ésta.
Alvaro contó entonces cómo nos había presentado Gonzalo Mallarino en la
Cartagena idílica de 1949. Ese encuentro parecía ser en verdad el primero,
hasta una tarde de hace tres o cuatro años, cuando le oí decir algo casual
sobre Félix Mendelssohn. Fue una revelación que me transportó de golpe a mis
años de universitario en la desierta salita de música de la Biblioteca Nacional
de Bogotá, donde nos refugiábamos los que no teníamos los cinco centavos para
estudiar en el café. Entre los escasos clientes del atardecer yo odiaba a uno
de nariz heráldica y cejas de turco, con un cuerpo enorme y unos zapatos
minúsculos como los de Buffalo Bill, que entraba sin falta a las cuatro de la
tarde, y pedía que tocaran el concierto de violín de Mendelssohn. Tuvieron que
pasar 40 años, hasta aquella tarde en su casa de México, para reconocer de
pronto la voz estentórea, los pies de Niño Dios, las temblorosas manos
incapaces de pasar una aguja por el ojo de un camello.
"Carajo", le dije derrotado."De modo que eras tú".
Lo único que lamenté fue no poder cobrarle los resentimientos
atrasados, porque ya habíamos digerido tanta música juntos, que no teníamos
caminos de regreso. De modo que seguimos de amigos, muy a pesar del abismo
insondable que se abre en el centro de su vasta cultura, y que ha de separarnos
para siempre: su insensibilidad para el bolero.
Alvaro había sufrido ya los muchos riesgos de sus oficios raros e
innumerables. A los 18 años, siendo locutor de la Radio Nacional, un marido
celoso lo esperó armado en la esquina, porque creía haber detectado mensajes
cifrados a su esposa en las presentaciones que él improvisaba en sus programas.
En otra ocasión, durante un acto solemne en este mismo palacio presidencial,
confundió y trastocó los nombres de los dos Lleras mayores. Más tarde, ya como
especialista de relaciones públicas, se equivocó de película en una reunión de
beneficencia, y en vez de un documental de niños huérfanos les proyectó a las
buenas señoras de la sociedad una comedia pornográfica de monjas y soldados, enmascarada
bajo un título inocente: El cultivo del naranjo. Fue también jefe de relaciones
públicas de una empresa aérea que se acabó cuando se le cayó el último avión.
El tiempo de Alvaro se le iba en identificar los cadáveres, para darles la
noticia a las familias de las víctimas antes que a los periódicos. Los
parientes desprevenidos abrían la puerta creyendo que era la felicidad, y con
sólo reconocer la cara caían fulminados con un grito de dolor.
En otro empleo más grato había tenido que sacar de un hotel de
Barranquilla el cadáver exquisito del hombre más rico del mundo. Lo bajó en
posición vertical por el ascensor de servicio en un ataúd comprado de
emergencia en la funeraria de la esquina. Al camarero que le preguntó quién iba
dentro, le dijo: "El señor obispo". En un restaurante de México,
donde hablaba a gritos, un vecino de mesa trató de agredirlo, creyendo que en
realidad era Walter Winchell, el personaje de Los Intocables que Alvaro doblaba
para la televisión. Durante sus 23 años de vendedor de películas enlatadas para
América Latina, le dio 17 veces la vuelta al mundo sin cambiar el modo de ser.
Lo que más aprecié desde siempre es su generosidad de maestro de
escuela, con una vocación feroz que nunca pudo ejercer por el maldito vicio del
billar. Ningún escritor que yo conozca se ocupa tanto como él de los otros, y
en especial de los más jóvenes. Los instiga a la poesía contra la voluntad de
sus padres, los pervierte con libros secretos, los hipnotiza con su labia
florida y los echa a rodar por el mundo, convencidos de que es posible ser
poeta sin morir en el intento.
Nadie se ha beneficiado más que yo de esa escasa virtud. Ya conté
alguna vez que fue Alvaro quien me llevó mi primer ejemplar de Pedro Páramo y
me dijo: "Ahí tiene, para que aprenda". Nunca se imaginó en la que se
había metido. Pues con la lectura de Juan Rulfo aprendí no sólo a escribir de
otro modo, sino a tener siempre listo un cuento distinto para no contar el que
estoy escribiendo. Mi víctima absoluta de ese sistema salvador ha sido Alvaro
Mutis desde que escribí Cien Años de Soledad. Casi todas las noches fue a mi
casa durante 18 meses para que le contara los capítulos terminados, y de ese modo
captaba sus reacciones aunque no fuera el mismo cuento. El los escuchaba con
tanto entusiasmo que seguía repitiéndolos por todas partes, corregidos y
aumentados por él. Sus amigos me los contaban después tal como Alvaro se los
contaba, y muchas veces me apropié de sus aportes. Terminado el primer borrador
se lo mandé a su casa. Al día siguiente me llamó indignado:
"Usted me ha hecho quedar como un perro con mis amigos", me
gritó. "Esta vaina no tiene nada que ver con lo que me había
contado".
Desde entonces ha sido el primer lector de mis originales. Sus juicios
son tan crudos, pero también tan razonados, que por lo menos tres cuentos míos
murieron en el cajón de la basura porque él tenía razón contra ellos. Yo mismo
no podría decir qué tanto hay de él en casi todos mis libros, pero hay mucho.
Me preguntan a menudo cómo es que esta amistad ha podido prosperar en
estos tiempos tan ruines. La respuesta es simple: Alvaro y yo nos vemos muy
poco, y sólo para ser amigos. Aunque hemos vivido en México más de 30 años, y
casi vecinos, es allí donde menos nos vemos. Cuando quiero verlo, o él quiere
verme, nos llamamos antes por teléfono para estar seguros de que queremos
vernos. Sólo una vez violé esta regla de amistad elemental, y Alvaro me dio
entonces una prueba máxima de la clase de amigo que es capaz de ser.
Fue así: ahogado de tequila, con un amigo muy querido, toqué a las
cuatro de la madrugada en el apartamento donde Alvaro sobrellevaba su triste
vida de soltero y a la orden. Sin explicación alguna, ante su mirada todavía
embobecida por el sueño, descolgamos un precioso óleo de Botero, de un metro y
veinte por un metro; nos lo llevamos sin explicaciones e hicimos con él lo que
nos dio la gana. Alvaro no me ha dicho nunca una palabra sobre el asalto, ni movió
un dedo para saber del cuadro, y yo he tenido que esperar hasta esta noche de
sus primeros 70 años para expresarle mi remordimiento.
Otro buen sustento de esta amistad es que la mayoría de las veces en
que hemos estado juntos, ha sido viajando. Esto nos ha permitido ocuparnos de
otros y de otras cosas la mayor parte del tiempo, y sólo ocuparnos el uno del
otro cuando en realidad valía la pena. Para mí, las horas interminables de
carreteras europeas han sido la universidad de artes y letras donde nunca estuve.
De Barcelona a Aix-en-Provence aprendí más de 300 kilómetros sobre los cátaros
y los papas de Aviñón. Así en Alejandría como en Florencia, en Nápoles como en
Beirut, en Egipto como en París.
Sin embargo, la enseñanza más enigmática de aquellos viajes frenéticos
fue a través de la campiña belga, enrarecida por la bruma de octubre y el olor
de caca humana de los barbechos recién abandonados. Alvaro había manejado
durante más de tres horas, aunque nadie lo crea, en absoluto silencio. De
pronto dijo: "País de grandes ciclistas y cazadores". Nunca nos
explicó qué quiso decir, pero nos confesó que él lleva dentro un bobo
gigantesco, peludo y babeante, que en sus momentos de descuido suelta frases
como aquella, aun en las visitas más propias y hasta en los palacios
presidenciales, y tiene que mantenerlo a raya mientras escribe, porque se
vuelve loco y se sacude y patalea por las ansias de corregirle los libros.
Con todo, los mejores recuerdos de esa escuela errante no han sido las
clases, sino los recreos. En París, esperando que las señoras acabaran de
comprar, Alvaro se sentó en las gradas de una cafetería de moda, torció la
cabeza hacia el cielo, puso los ojos en blanco y extendió su trémula mano de
mendigo. Un caballero impecable le dijo con la típica acidez francesa: "Es
un descaro pedir limosna con semejante suéter de cachemir". Pero le dio un
franco. En menos de 15 minutos recogió 40.
En Roma, en casa de Francesco Rosi, hipnotizó a Fellini, a Mónica
Vitti, a Alida Valli, a Alberto Moravia, a la flor y nata del cine y de las
letras italianas, y los mantuvo en vilo durante horas, contándoles sus
historias truculentas del Quindío en un italiano inventado por él, y sin una
sola palabra de italiano. En un bar de Barcelona recitó un poema con la voz y
el desaliento de Pablo Neruda, y alguien que había escuchado a Neruda en
persona le pidió un autógrafo creyendo que era él. Un verso suyo me había
inquietado desde que lo leí: "Ahora que sé que nunca conoceré
Estambul".
Un verso extraño en un monárquico insalvable, que nunca había dicho
Estambul sino Bizancio, como no decía Leningrado sino San Petersburgo mucho
antes de que la historia le diera la razón. No sé por qué tuve el presagio de
que debíamos exorcizar aquel verso conociendo Estambul. De modo que lo convencí
de que nos fuéramos en un barco lento, como debe ser cuando uno desafía al
destino. Sin embargo, no tuve un instante de sosiego durante los tres días que
estuvimos allí, asustado por el poder premonitorio de la poesía. Sólo hoy,
cuando Alvaro es un anciano de 70 años y yo un niño de 66, me atrevo a decir
que no lo hice por derrotar un verso, sino por contrariar a la muerte.
De todos modos, la única vez en que de veras me he creído a punto de
morir, también estaba con Alvaro. Rodábamos a través de la Provenza luminosa,
cuando un conductor demente se nos vino encima en sentido contrario. No me
quedó otro recurso que dar un golpe de volante a la derecha sin tiempo para
mirar adónde íbamos a caer. Por un instante sentí la sensación fenomenal de que
el volante no me obedecía en el vacío. Carmen y Mercedes, siempre en el asiento
posterior, permanecieron sin aliento hasta que el automóvil se acostó como un
niño en la cuneta de un viñedo primaveral. Lo único que recuerdo de aquel
instante es la cara de Alvaro en el asiento de al lado, que me miraba un
segundo antes de morir con un gesto de conmiseración que parecía decir:
"¡Pero qué está haciendo este pendejo!".
Estos exabruptos de Alvaro nos sorprenden menos a quienes conocimos y
padecimos a su madre, Carolina Jaramillo, una mujer hermosa y alucinada que no
volvió a mirarse en un espejo desde los 20 años porque empezó a verse distinta
de como se sentía. Siendo ya una abuela avanzada andaba en bicicleta y vestida
de cazador, poniendo inyecciones gratis en las fincas de la sabana. En Nueva
York le pedí una noche que se quedara cuidando a mi hijo de 14 meses mientras
íbamos al cine. Ella nos advirtió con toda seriedad que tuviéramos cuidado,
porque en Manizales había hecho el mismo favor con un niño que no paraba de
llorar, y tuvo que callarlo con un dulce de moras envenenadas. A pesar de eso
se lo encomendamos otro día en los almacenes Macy's, y cuando regresamos la
encontramos sola. Mientras los servicios de seguridad buscaban al niño, ella
trató de consolarnos con la misma serenidad tenebrosa de su hijo:
"No se preocupen. También Alvarito se me perdió en Bruselas cuando
tenía siete años, y ahora vean lo bien que le va".
Por supuesto que le iba bien, si era una versión culta y magnificada de
ella, y conocido en medio planeta, no tanto por su poesía como por ser el
hombre más simpático del mundo. Por dondequiera que pasaba iba dejando el
rastro inolvidable de sus exageraciones frenéticas, de sus comilonas suicidas,
de sus exabruptos geniales. Sólo quienes lo conocemos y lo queremos más sabemos
que no son más que aspavientos para asustar a sus fantasmas. Nadie puede
imaginarse cuál es el altísimo precio que paga Alvaro Mutis por la desgracia de
ser tan simpático. Lo he visto tendido en un sofá, en la penumbra de su
estudio, con un guayabo de conciencia que no le envidiaría ninguno de sus
felices auditores de la noche anterior. Por fortuna, esa soledad incurable es
la otra madre a la que debe su inmensa sabiduría, su descomunal capacidad de
lectura, su curiosidad infinita, y la hermosura quimérica y la desolación
interminable de su poesía.
Lo he visto escondido del mundo en las sinfonías paqui-dérmicas de
Bruckner como si fueran divertimentos de Scarlatti. Lo he visto en un rincón
apartado de un jardín de Cuernavaca, durante unas largas vacaciones, fugitivo
de la realidad por el bosque encantado de las obras completas de Balzac. Cada
cierto tiempo, como quien va a ver una película de vaqueros, relee de una
tirada En busca del tiempo perdido. Pues una buena condición para que lea un
libro es que no tenga menos de 1.200 páginas. En la cárcel de México, adonde
estuvo por un delito del que disfrutamos muchos escritores y artistas, y que
sólo él pagó, permaneció los 16 meses que él considera los más felices de su
vida.
Siempre pensé que la lentitud de su creación era causada por sus
oficios tiránicos. Pensé además que estaba agravada por el desastre de su
caligrafía, que parece hecha con pluma de ganso, y por el ganso mismo, y cuyos
trazos de vampiro harían aullar de pavor a los mastines en la niebla de
Transilvania. El me dijo cuando se lo dije, hace muchos años, que tan pronto
como se jubilara de sus galeras iba a ponerse al día con sus libros. Que haya
sido así, y que haya saltado sin paracaídas de sus aviones eternos a la tierra
firme de una gloria abundante y merecida, es uno de los grandes milagros de
nuestras letras: ocho libros en seis años.
Basta leer una sola página de cualquiera de ellos para entenderlo todo:
la obra completa de Alvaro Mutis, su vida misma, son las de un vidente que sabe
a ciencia cierta que nunca volveremos a encontrar el paraíso perdido. Es decir:
Maqroll no es sólo él, como con tanta facilidad se dice. Maqroll somos todos.
Quedémonos con esta azarosa conclusión, quienes hemos venido esta noche
a cumplir con Alvaro estos 70 años de todos. Por primera vez sin falsos
pudores, sin mentadas de madre por miedo de llorar, y sólo para decirle con
todo el corazón, cuánto lo admiramos, carajo, y cuánto lo queremos.
Gabriel García Márquez
GGM y familiares celebrando el cumpleaños 90 de Mutis. Ciudad de Mexico, agosto de 2013
Mutis y GGM en homenaje de la Feria Internacional del Libro en Guadalajara, Mexico. 2007
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