EL TIEMPO
Bogotá –
Colombia
13 de
septiembre de 2013
Entrevista
con la figura de la fotografía
que
inmortalizó en su cámara a García Márquez.
Rodrigo Moya, el fotógrafo del
Nobel colombiano, regresa a casa
Por:
Óscar Domínguez G. |
ESPECIAL PARA EL TIEMPO
A su puerta tocó el Nobel García Márquez para
que le tomara fotos decisivas: la primera (1967) para la carátula de un libro
que no se sabía para dónde iba: Cien años
de soledad; la segunda (1977) para que inmortalizara el derechazo que le
propinó el peruano Mario Vargas Llosa, que le dejó un ojo colombino por celos o
diferencias políticas. O por ambos.
Gabriel García Márquez y el fotógrafo colombiano Rodrigo
Moya, en México.
Foto: Guillermo Angulo
El acosado por el Nobel es el fotorreportero y
documentalista Rodrigo Moya Moreno, todo un personaje en el exterior, anónimo
en Colombia. Setenta y siete años después (tiene 79) de haber nacido en
Medellín, regresa a su ciudad para hablar de su oficio el viernes 20 de
septiembre, en la Fiesta del Libro.
“En toda mi infancia y juventud –relata–, el
factor Colombia estuvo presente cada día y en cada rincón. Mi madre dejó su
patria para siempre, pero trajo partes y siempre las tuvo en su casa mexicana.
Así que no en los genes, pero sí en la biósfera donde crecí, tuve dos patrias:
una real, y otra mítica, pero más divertida”.
¿No es
una deliciosa ironía que venga a conocer la ciudad 77 años después de haber
nacido en ella?
Más que ironía, es algo insólito y jubiloso.
Le digo que ya no me interesa conocer más mundo, sino entender un poco más el
que vivo y viví. Con Medellín y Bogotá en perspectiva, me siento colmado en
este momento.
¿Cómo se
dejó convencer del maestro Guillermo Angulo y se involucró en la fotografía?
Él no tuvo que convencerme. Más bien me motivó
y dirigió esa vocación con todo el empeño y rigor de un maestro renacentista
que toma el futuro de su discípulo como un asunto propio. Angulo detonó un
inconsciente largamente postergado y me sacó de la bruma, pues yo era un
estudiante fracasado de ingeniería que buscaba cómo ganarse la vida fuera del
ámbito familiar que estaba abandonando. Guillermo Angulo me cambió las derivadas,
el cálculo integral y la geometría descriptiva por la óptica y la magia
inigualable del cuarto oscuro.
¿Por qué
adoptó la fotografía documental y no otra?
La foto documental es la madre de todas las
fotografías. Es la única que nos aproxima a la vida, a la gente y a sus
realidades a través de la acción y la observación. Nos da una idea de lo que es
el mundo y la vida de los otros. Nos enseña a ver, más que a ser vistos. Ser
fotógrafo artista me da pereza, además de que la buena foto documental lleva en
sí su propio arte y las ficciones que tienen la vida y el propio fotógrafo.
¿Qué
tiene que ver su condición de fotógrafo con García Márquez?
Nada, excepto las fotos que le hice, la
amistad que invariablemente decantan las jerarquías y el tremendo afecto y
admiración que le profeso. Ahora que ya no es un hombre tan glamoroso y está
recluido, lo siento más dentro de mi corazón.
¿Cómo
llegó García Márquez a su casa en México?
A la casa de mis padres –a veces considerada
una embajada alterna en tiempos de dictaduras– llegaban muchos colombianos,
varados o talentosos o ambas cosas. Pasaron muchas celebridades. Vi a Gabo en
casa, tal vez a finales de los años 50, pero me parecía más bien antipático.
Después de leerlo me convertí en uno de esos millones de lectores y
admiradores.
¿Cómo
recuerda al entonces futuro Nobel?
Nunca hubo una relación frecuente, íntima,
pero sí afectuosa, con encuentros siempre cordiales a lo largo de muchos años.
Luego hicimos mayor amistad por medio de Angulo. A los 19 años, dejé la casa
paterna y de mi vista desapareció la colonia colombiana que tanto rodeaba a mi
madre. En las dos ocasiones en que le hice fotos, fue el propio Gabo quien tocó
a mi puerta. En la de 1967 lo acompañaba Guillermo. Cuando visitaba a Gabo en
su casa nunca llevé cámara. Ya era un personaje y no quería montarme en su
prestigio. Fue lo mismo con varios amigos célebres que pasaron por mi vida.
Cuando les hice fotos fue a petición expresa de ellos.
¿Cómo el
fotógrafo Moya no aprovechó la presencia continua de Gabo en sus visitas a su
casa en México?
Siempre fui un fotógrafo distante del poder y
de la fama. Las dos ocasiones en que lo fotografié él fue a mi casa. Me tenía
confianza, supongo, y seguro conmigo se sentía más relajado, porque es evidente
que no se siente del todo cómodo frente a un lente. Una vez, uno de sus hijos
nos fotografió a mi esposa y a mí con él en su casa de Cuernavaca. (O tal vez
fue el propio Angulo). No iba yo a sacar la cámara a media reunión para empezar
a acribillarlo. Así me sucedió con muchos famosos ya muertos o en trance, y tal
vez me arrepiento, porque eran admirables y me gustaría tenerlos en mi archivo,
que mucho tiene de historia y de criptas o de catacumbas. La fotografía siempre
tiene algo necrófilo, de pasado irremediable, de nostalgia sin fin, el aviso de
que todo es perecedero. A veces pienso que las fotos viejas no son los muertos
que imaginamos, sino que son ellos quienes nos están viendo pasar, pensando tal
vez: eso quedará de ellos, una fotografía.
¿En qué
circunstancias lo escoge Gabo para que le tome las fotos para un libro que
nadie sabía para dónde iba: Cien años de soledad?
De las 30 que le tomé en 1967 para Cien años de soledad no usaron ni una
porque el diseñador, buen pintor pero pésimo diseñador gráfico, prefirió un
libro sin la foto del autor. Pero una de ellas salió en la primera edición en
inglés de la Penguin Book. No suelo seguir muy de cerca el destino de las fotos
que hago, excepto cuando me las compran museos, coleccionistas fuertes o
editoriales, que de eso vivo.
Diez
años después lo escogió el Nobel para hacerle las fotos del derechazo que le
propinó Vargas Llosa, que lo puso fuera de combate con un ojo colombino.
Para las fotos del ojo moro me costó un huevo
sacarle una sonrisa de una fracción de segundo, porque tenía cara como para los
funerales de la Mamá Grande. Realmente, Varguitas lo había dejado mal y se veía
más bien triste o deprimido. Pero la sonrisa que le saqué hizo de aquel
desaguisado una cosa sin importancia. Al terminar, Gabo me dijo al despedirse:
“Me mandas un juego y guardas los negativos”.
Gabo le
da una explicación política al derechazo. Su esposa, Mercedes, lo atribuye a
los celos. ¿Qué pasó?
Solo ellos lo saben. El hecho ocurrió en la
premier privada de aquella película sobre los supervivientes de un avionazo en
los Andes. No se veían hacía tiempo, y dicen que Gabo se acercó con los brazos
abiertos para abrazarlo, y Varguitas lo recibió con su aún hoy famosa derecha.
Escribí una crónica de esa sesión en La Jornada en 2007, cuando Gabo cumplió
los 80. (Léase a continuación. N del E.)
¿Traerá
su cámara fotográfica a Medellín?
Llevaré si acaso una cámara de 35 mm de los
años 80, pero veo mal y no puedo controlar los indicadores. Con una foto buena
que tome de Medellín me daré por servido. Nunca disparé mucho.
** ** **
Esta es
la nota periodística mencionada en la entrevista arriba (N del E.)
LA JORNADA
México D.
F.
6 de
marzo de 2007
La terrífica historia
de un ojo morado
FOTO y
artículo de Rodrigo Moya
La
imagen de Rodrigo Moya, fotógrafo colombiano naturalizado mexicano, según su
autor, ocurrió el 14 de febrero de 1976, en la colonia Nápoles, de Ciudad de
México, cuando el Gabo se presentó con un ojo morado y una herida en la nariz
provocada por un puñetazo que le propinó dos días antes su colega y hasta ese
momento gran amigo, Mario Vargas Llosa
Tal vez Gabriel García Márquez sea el más
popular de los mortales, porque es asombrosa la cantidad de gente que en una
reunión o fiesta cualquiera se refiere al escritor como ''el Gabo", como
si lo conociera de toda la vida o fueran primos hermanos del premio Nobel.
Algunos hasta hablan de él como ''el Gabito", pero en más de una ocasión
he descubierto a ciencia cierta que dicha familiaridad es ficticia, y que
quienes lo tratan con tal confianza quizás lo han leído de cabo a rabo, pero
nuca han cruzado una palabra con él.
Mi madre, Alicia Moreno de Moya, sí que podía
referirse a Gabriel García Márquez y a Mercedes Barcha, su esposa, como amigos
muy cercanos, y referirse a él como mi Gabito o Gabo de mi alma, y a Mercedes
como Meche linda, o mijita linda, y en medio de cualquier diálogo soltar un ¡eh
Ave María!, o unos más contundentes carajos y varios pendejos, que a veces eran
de cariño, y a veces simplemente una especie de sustantivo o calificativo de
difusas connotaciones.
Y es que Alicia era una colombiana de
Medellín, una antioqueña de pura cepa, una auténtica paisa, como la definía el
propio García Márquez. El y Mercedes la querían como una de los mejores
representantes de la colombianidad en México, por allá a principios de los años
60 del siglo pasado, cuando lo conocí en aquella casa de mi madre que era una
especie de embajada paralela de Colombia en México, cuando la oficial estaba
ocupada por los militares de la dictadura en turno.
En alguna de aquellas fiestas de intelectuales
y artistas de destinos aún inciertos, el tal Gabo no me cayó muy bien que
digamos. En plena reunión él se tendió en uno de los largos sofás, la cabeza
apoyada en el brazo acodado, y desde esa posición como de maharajá aburrido
sostenía escuetos diálogos, o emitía juicios contundentes o frases entre
ingeniosas y sarcásticas. Estaban aún lejos Cien
años de soledad y el premio Nobel, pero el paisano de mi madre se
comportaba ya con una seguridad y cierta arrogancia intelectual que no a todos
agradaba. Poco después leí La hojarasca,
y luego Relato de un náufrago, y El coronel no tiene quien le escriba, y
todo lo que escribiría a lo largo de los siguientes casi 50 años, y entendí entonces
porqué aquel tipo de bigote y gestos como de fastidio y pocas pero contundentes
palabras como de frases célebres, podía recostarse en el sofá en medio de una
ruidosa tertulia y decir lo que le viniera en gana.
Por aquellas tertulias en la casa materna fue
que tuve cercanía amistosa con García Márquez, con Mercedes y sus hijos
adolescentes, Rodrigo y Gonzalo. Yo sí tenía el derecho de llamarlo Gabo, pero
nunca llegué a llamarlo Gabito, pues de alguna manera lo he visto como un
gigante al que no le van los diminutivos. Siendo fotógrafo y amigo, no le pedí
alguna vez que posara para mí, y cuantas veces los visité en su casa fue sin la
cámara en el hombro. Ahora tal vez me arrepiento.
Por eso, fue natural que el 29 de noviembre de
1966 el Gabo apareciera por mi apartamento en los Edificios Condesa para que le
tomara algunas fotografías para ilustrar la solapa o la contraportada del libro
que había terminado después de dos años de trabajo, y estaba ya en manos de los
editores. Llegó acompañado de nuestro mutuo amigo Guillermo Angulo, quien había
sido mi maestro, pero en esos años trabajaba como cónsul de Colombia en Estados
Unidos. El saco que había escogido Gabo para aquella sesión era despampanante,
y estuve tentado de sugerirle mejor una foto en camisa arremangada o prestarle
una de mis chamarras, pero usaba la prenda con tal naturalidad que adiviné que
la amaba y así las fotos se hicieron a su manera. La foto era para Cien años de soledad, cuya edición se
preparaba en Buenos Aires. Pero nadie sabía, quizás ni él mismo, lo que ese
título significaría en la historia de la literatura.
Casi 10 años después, el 14 de febrero de
1976, Gabriel García Márquez volvió a tocar el timbre de mi casa, ya por
distintos rumbos, en la colonia Nápoles, para que le tomara otras fotografías.
Esa vez lo notable no era el saco de cuadritos, sino el tremendo hematoma en el
ojo izquierdo y una herida en la nariz, causada por el puñetazo que dos días
antes le había propinado su colega y hasta ese momento gran amigo Mario Vargas
Llosa.
El Gabo quería una constancia de aquella
agresión, y yo era el fotógrafo amigo y de confianza para perpetuarla. Claro
que pregunté azorado qué había pasado, y claro también que Gabo fue evasivo y
atribuyó la agresión a las diferencias que ya eran insalvables en la medida que
el autor de La guerra del fin del mundo
se sumaba a ritmo acelerado al pensamiento de derecha, mientras que el escritor
que 10 años después recibiría el premio Nobel, seguía fiel a las causas de la
izquierda. Su esposa Mercedes Barcha, quien lo acompañaba en aquella ocasión
luciendo enormes lentes ahumados, como si fuera ella quien hubiera sufrido el
derechazo, fue menos lacónica y comentó con enojo la brutal agresión, y la
describió a grandes rasgos: En una exhibición privada de cine, García Márquez
se encontró poco antes del inicio del filme con el escritor peruano. Se dirigió
a él con los brazos abierto para el abrazo. ¡Mario...! Fue lo único que alcanzó
a decir al saludarlo, porque Vargas Llosa lo recibió con un golpe seco que lo tiró
sobre la alfombra con el rostro bañado en sangre. Con una fuerte hemorragia, el
ojo cerrado y en estado de shock, Mercedes y amigos del Gabo lo condujeron a su
casa en el Pedregal. Se trataba de evitar cualquier escándalo, y el
internamiento hospitalario no habría pasado desapercibido. Mercedes me
describió el tratamiento de bisteces sobre el ojo, que le había aplicado toda
la noche a su vapuleado esposo para absorber la hemorragia. Es que Mario es un
celoso estúpido, repitió Mercedes varias veces cuando la sesión fotográfica
había devenido charla o chisme.
Según los comentarios que recuerdo de aquella
mañana, mientras ambas parejas vivían en París los García Márquez habían
tratado de mediar los disturbios conyugales entre Vargas Llosa y su esposa
Patricia, acogiendo sus confidencias. Como suele suceder, los consejos o
comentarios de la pareja colombiana rebotaron hacia Vargas Llosa cuando éste
volvió al redil y se reconcilió con su esposa. Y lo que sea que se hubiese
dicho o sucedido, el caso es que el peruano se sentía gravemente ofendido, y su
furia la resolvió de aquella manera expedita y salvaje. Guarda las fotos y
mándame unas copias, me dijo el Gabo antes de irse. Las guardé 30 años, y ahora
que él cumple 80 años, y 40 la primera edición de Cien años de soledad, considero correcta la publicación de este comentario
sobre el terrífico encuentro entre dos grandes escritores, uno de izquierda, y
otro de contundentes derechazos.
* Rodrigo Moya nació en Colombia en 1935 y se naturalizó
mexicano.
Es uno de los fotógrafos más importantes en la historia
contemporánea.
Entre su trabajo destaca la documentación de los
movimientos guerrilleros,
incluido un libro con material hasta aquel entonces
inédito de
fotografías del Che Guevara, y su colaboración
con Salvador Novo en trabajos de crónica urbana
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