Vanity Fair
Madrid –
España
23 de
noviembre de 2024
Entretenimiento
Adaptar Cien años de soledad
a la pantalla ha llevado
décadas… Aquí el porqué
Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, nunca
antes había sido llevada al cine o a la televisión porque el autor no lo
permitió en vida. Este 11 de diciembre, una década después de la muerte del
nobel colombiano, Netflix estrena la primera serie de esta obra maestra de la
literatura.
Por
Silvana Paternostro
UNA NOCHE DE JUNIO DE 1965 un fatigado Gabriel García Márquez regresaba a su hotel tras una jornada completa como guionista en el rodaje de una película a las afueras de Ciudad de México. Allí una joven pareja lo esperaba para hablar con él.
Gabo, como lo llaman en América Latina, tenía entonces treinta y tantos años y había publicado cuatro libros, pero su obra maestra, Cien años de soledad, tardaría aún un par de años en ser publicada. El autor llevaba mucho tiempo dándole vueltas a la historia y su confianza en la novela era inquebrantable. Le había afirmado a su hermano pequeño, Gustavo, que algún día escribiría un libro que se leería más que El Quijote, y tras su boda le había dicho a su mujer, Mercedes, que no se preocupara por el dinero porque a los 40 años publicaría una novela que todo el mundo conocería. Y así fue. Ahora, 57 años después de su
El Macondo ficticio se construyó en los Andes
colombianos.
Mauro González /Netflix © 2024.
primera edición, Netflix ha rodado la primera adaptación de Cien años de soledad, que llegará a la plataforma en formato de serie el próximo mes de diciembre. “El fondo García Márquez goza de muy buena salud”, afirma Pilar Reyes, directora editorial de Penguin Random House en España. Pero en 1965 Gabo era aún un escritor con necesidades económicas, aunque bien considerado entre los bibliófilos latinoamericanos. Vivía en Ciudad de México con su mujer y sus dos hijos pequeños. Era un fumador empedernido procedente del Caribe colombiano que se ganaba la vida escribiendo textos para una agencia de publicidad (cosa que odiaba), con algún que otro trabajo como guionista (cosa que prefería). Como estaban a punto de descubrir dos desconocidos que le habían pedido una entrevista, su capacidad para contar historias cautivadoras ya estaba en pleno apogeo en aquellos días de arduo trabajo.
La pareja –una intérprete alemana llamada Barbara Dohmann y el escritor de origen chileno Luis Harss– había aceptado el encargo de la editorial Harper & Row de entrevistar a autores latinoamericanos para hacer un libro que sirviera como carta de presentación de la obra de estos al público estadounidense. Gabo, encantado con la propuesta, empezó a contarles una historia. “Vino literalmente a nuestra habitación, se tumbó en nuestra cama, fumó un cigarrillo tras otro y se puso a hablar”, me dijo en Londres el año pasado Dohmann, quien luego tuvo una exitosa carrera como abogada. Más tarde, cuando leyó su siguiente novela, Dohmann se dio cuenta de que había escuchado en palabras de Gabo la historia de Cien años de soledad.
María Luisa Elío, una escritora y actriz española fallecida en 2009, recordaba que también le impresionó la locuacidad de Gabo. Ella y su marido, Jomí García Ascot, formaban parte del nutrido grupo de exiliados tras la Guerra Civil y conocieron a Gabo a través de escritores y cineastas con los que este se relacionaba. “Fuimos a comer y me habló de un cura que levitaba, y yo le creí”, relató Elío en 2001 cuando le pregunté por qué el gran novelista les había dedicado la novela a ella y a su marido. “Después de que nos quedamos solos y me contó todo el libro, le dije: ‘Si escribes esto, estarás escribiendo la Biblia”.
A principios de los años cincuenta, Gabo intentó escribir Cien años de soledad en unas bobinas de papel que cogió del periódico en el que trabajaba como reportero en Barranquilla (Colombia). Vivía junto a unas prostitutas en un hotel porque el alquiler era barato y le encantaba contar que estas le prestaban el jabón. Cuando Gabo terminó por fin de escribir la historia de “un pueblo tropical llamado Macondo que no aparece en ningún mapa”, como la describió Harss, envió el manuscrito al autor mexicano Carlos Fuentes. Era un tomo monstruoso, o “mamotreto”, como lo llamaba Gabo. Cuando Fuentes leyó la última página, escribió a su amigo para decirle que la grandeza de la novela lo había dejado “aplastado”.
Cien años de soledad salió por primera vez a la venta en junio de 1967 en Argentina. Según cuenta la leyenda, cuando su primera tirada de 10.000 ejemplares se agotó en apenas tres semanas, Gabo pidió al editor que le enviara en metálico el monto correspondiente a sus derechos de autor para que él y su familia pudieran sentir más visceralmente que lo que estaba ocurriendo era real. Tres años más tarde, cuando el libro se publicó en Estados Unidos, The New York Times lo calificó como un Génesis sudamericano. Gabo ganó el Premio Nobel de Literatura en 1982. Desde entonces, en América Latina adquirió la categoría de dios.
Me familiaricé con la obra de Gabo porque nací́ en Barranquilla, la ciudad portuaria donde él trabajaba como reportero, y mi infancia estuvo impregnada del mismo espíritu exuberante y la misma forma de narrar historias que impulsaron su obra. Lo conocí en 1995, cuando yo era periodista independiente en Nueva York y me presenté a un taller de escritura que él impartía en Cartagena. Fueron tres días inolvidables, en los que nos aconsejó que nuestro objetivo como narradores era atrapar por completo a los lectores: “Escribir es un acto hipnótico”. Me di cuenta de lo mucho que le gustaba a Gabo citar nombres – una vez Fidel Castro se había comido 18 bolas de helado delante de él–, pero lo que más me impresionó fue lo mucho que me recordaba a mi propia familia. Me asombraba la forma en que había convertido las monótonas experiencias cotidianas de la vida caribeña en un reino literario de peso universal.
¿Consiguió Gabo escribir El Quijote latinoamericano? “Es una obra de arte innovadora”, afirma Gene Bell-Villada, coeditor del Oxford Handbook of Gabriel García Márquez. A lo que su compañero de edición, Ignacio López-Calvo, añade: “Este libro es en realidad la encarnación de la literatura mundial, circula a escala internacional, se ha traducido a muchísimos idiomas y ha sido apreciado e imitado por muchísimos lectores y escritores alrededor del mundo”. Todavía tiene fuerza. El otoño pasado, Dua Lipa publicó una foto de ella sosteniendo la novela. “Es irresistible”, escribió.
Antes de Cien años de soledad pocos habían oído el término realismo mágico. Ahora se utiliza habitualmente para evocar la literatura de todo un continente. La fórmula de Gabo, que tardó unos 17 años en gestarse, mezclaba La metamorfosis de Kafka, La señora Dalloway de Woolf y las crónicas de Indias españolas con Faulkner y Hemingway. Superpuso las técnicas de sus maestros literarios a historias que recogió de primera mano, sobre todo de los primeros ocho años de su existencia, cuando vivía con sus abuelos en Aracataca, un pueblo marginado que había experimentado las guerras, el auge y la decadencia que luego describió en su Macondo imaginario. Desde entonces, los escritores latinoamericanos han vivido a la sombra de García Márquez y del realismo mágico. Autoras como Isabel Allende y Laura Esquivel se vieron muy influidas por él. En cambio, otros, como el chileno Alberto Fuguet y el mexicano Jorge Volpi, rechazaron abiertamente su influencia y desoyeron las advertencias de que no tenían ninguna posibilidad de ser publicados en Estados Unidos si en sus novelas no aparecían abuelas voladoras.
La etiqueta ha resultado imposible de esquivar. “Escribo realismo”, me dice por teléfono desde Ciudad de México la novelista Guadalupe Nettel. Uno de sus cuentos trata de una familia que come insectos para revertir una maldición, por lo que los críticos se refieren a su obra como realismo mágico. “Yo lo escribo como realismo”, dice. “En México tenemos estas costumbres. Sin embargo, en Estados Unidos llaman ‘realismo mágico’ a todo lo que no pueden etiquetar”.
Con su espléndida adaptación en una miniserie de 16 episodios, Netflix espera presentar a nuevos públicos la saga de siete generaciones de la condenada familia Buendía y sus excéntricas, salvajes, apasionadas, corruptas, inocentes, volubles, incestuosas, hermosas, tristes y a menudo delirantes vidas en Macondo.
Es una apuesta trascendental (y arriesgada). Le pregunto a Francisco Ramos, vicepresidente de Contenidos para Latinoamérica de Netflix y padrino del proyecto, si la de Cien años de soledad será una versión tropical de otras dos series de éxito centradas en familias: Juego de tronos y The Crown. “Bueno, los Buendía son, sin duda, más divertidos que los Windsor”, me dice por videollamada desde Ciudad de México y sin perder detalle. La materia prima está ahí. Como bien sabía García Márquez, lo difícil es la ejecución.
Gabo siempre amó el séptimo arte. Su hijo
mayor, Rodrigo García Barcha, guionista y director de cine, rememora la
fascinación de su padre por Barbarroja, de Akira Kurosawa; Jules y Jim, de
Truffaut; y Providence, de Alain Resnais, por citar algunas. También le
gustaba el director Sam Peckinpah y sentía debilidad por los neorrealistas
italianos. García Barcha recuerda que, cuando era un adolescente, sus padres
lo llevaron a ver El último tango en París y Diario íntimo de Adèle H.
En los años setenta, después de que Gabo se hiciera relativamente rico, dedicó mucho tiempo y dinero a la industria audiovisual. Participó en la producción de televisión en Colombia, escribió guiones y ayudó a crear una escuela de cine en Cuba, donde impartía talleres de guion. Fernando Restrepo, su socio en la empresa colombiana, me contó una vez que Gabo intentó crear una productora de cine a la que pensaba llamar Soledad & Compañía, título que más tarde tomé prestado para una historia oral que describí sobre su vida.
Dos de sus obras más apreciadas –Crónica de una muerte anunciada y El amor en los tiempos del cólera– han sido llevadas al cine, pero ninguna de ellas ha hecho justicia a las novelas. La primera, dirigida por Francesco Rosi, parecía una absurda opereta italiana. La segunda, dirigida por Mike Newell, era caricaturesca y sobredramatizada, y estaba protagonizada por actores no colombianos que hablaban en inglés. “Verdaderamente horribles”, dice López-Calvo por correo electrónico sobre muchas de las adaptaciones, y añade que cree que la pequeña pantalla le sentará bien a la novela. “Una serie de televisión parece hoy ideal para una obra tan compleja y sofisticada. En los últimos años las series de televisión han cambiado radicalmente... Quizá a Gabo le habría parecido una buena idea, ¡quién sabe!”.
López-Calvo se refiere al hecho de que Gabo nunca quiso que su libro más famoso fuera llevado al cine, pues prefería que los lectores imaginaran los personajes por su cuenta. Decía que se necesitarían unas 100 horas para contar bien la historia y que la única forma en que podía siquiera empezar a concebir la posibilidad de una adaptación era que fuera en español y rodada en Colombia.
Pero en realidad, Gabo decía muchas cosas, y a menudo intencionadamente contradictorias. Le encantaba salir con las estrellas de Hollywood –visitó a Robert Redford en el Instituto Sundance, y Francis Ford Coppola cocinó pasta en su casa de La Habana–, aunque se negó a vender los derechos de su obra maestra a lumbreras como William Friedkin, Werner Herzog y Dino De Laurentis. Sin embargo, existe una adaptación japonesa de 1981 no muy conocida. Poco después de la muerte de Gabo en 2014, le pregunté a su agente, la legendaria Carmen Balcells, si alguna vez habría una adaptación verdadera y completa de la novela. Su respuesta fue rotunda: “Él nunca quiso que se hiciera una película de Cien años de soledad. Y aún hoy es un deseo respetado por su familia, que creo que se mantendrá en el tiempo”. Sus hijos tienen un recuerdo diferente de los deseos de su padre. “Siempre estuvo un poco tentado de llevar los libros al cine”, afirma García Barcha, pero “dijo tantas veces que no, que las ofertas desaparecieron”.
La viuda de Gabo, Mercedes, murió en el año 2020, así que ahora todas las decisiones están en manos de García Barcha y de su hermano, Gonzalo. “Gabo nos dijo que, una vez muerto, podíamos hacer lo que quisiéramos”, asegura García Barcha. “Simplemente no me molesten”. Semejante proclama me suena a las frases lapidarias que Gabo pondría en voz de alguno de sus personajes. El hijo del autor continúa con otra de ellas: “Son los vivos los que tienen que tomar decisiones”.
Los hermanos han sido criticados en algunos sectores por permitir la adaptación de Netflix y por la publicación en marzo de este año de En agosto nos vemos, una novela inacabada que Gabo, que ya sufría de demencia avanzada, había ordenado destruir. El libro ha tenido críticas dispares: la mayoría elogiosas y respetuosas en Colombia, terribles en Estados Unidos. “Cuando leo que estamos siendo avariciosos, me siento triste durante unos minutos, pero al final son las decisiones que tenemos que tomar”, comenta García Barcha.
En 2018 Ramos, que acababa de ser nombrado en Netflix con su nuevo cargo, estaba listo para llevar la oferta del streaming latinoamericano a otro nivel. La filosofía de la plataforma de ir a lo local ya había demostrado su eficacia en todo el mundo: The Crown es británica. El juego del calamar es surcoreana. La casa de papel es española. La casa de las flores es mexicana. Había llegado la hora de replicar esta fórmula en los países sudamericanos. (Narcos transcurre en Colombia y México, pero es una producción estadounidense de Netflix). La idea de adaptar Cien años de soledad empezó a colarse en las reuniones de empresa, y finalmente se consolidó. Ramos se puso manos a la obra, pero primero tuvo que negociar con Mercedes, que en aquel momento aún formaba parte de los herederos con poder de decisión. La familia de Gabo exigió que la serie tuviera la duración que requería la historia, que fuera en español y que se rodara en Colombia. Los hijos de Gabo se sumaron como productores ejecutivos.
Macondo se construyó cerca de Ibagué, una ciudad de los Andes. Está lejos del Caribe, pero tiene una topografía montañosa similar a la de los alrededores de Aracataca, donde las faldas de la Sierra Nevada de Santa Marta caen en cascada sobre el mar. Eugenio Caballero (El laberinto del fauno) y Bárbara Enríquez (Roma) han diseñado los decorados, por lo que este Macondo en los Andes promete ser precioso. En el plató, al igual que en la novela, Macondo pasa de ser una aldea con cabañas de paja para 20 familias a un pueblo en toda regla. Todo se ha construido a escala humana. Se puede pasear por la casa de los Buendía, la farmacia, el bar y el mercado.
“Los Buendía son, sin duda, más divertidos que los Windsor”, me dice Francisco Ramos, vicepresidente de contenidos para Latinoamérica de Netflix.
Algunos de los admiradores más apasionados de Gabo tendrán reparos en ver a personajes que han vivido en su imaginación durante las últimas seis décadas. “No quiero que Netflix me diga cómo es el coronel Aureliano Buendía”, apunta el colombiano Gustavo Arango, profesor de Literatura y autor de dos libros sobre García Márquez. “Al igual que cualquier otro colombiano, siempre me he imaginado que se parece a mi abuelo”.
Sin embargo, cuando me muestran algunas de las primeras secuencias en Bogotá, disfruto viendo esos rostros en localizaciones que, para mí, parecen sacadas de una Colombia bíblica. Reconozco la llegada de Melquíades, el gitano que perturba el idílico pueblo cuando aparece con su impresionante imán y su lupa; y el advenimiento de Rebeca, la niña que come tierra con las manos. Disfruto con el enfado con el que el patriarca de los Buendía recibe al funcionario del gobierno que llega a la puerta de su casa creyendo que puede decir a los habitantes de Macondo lo que tienen que hacer. El vestuario es elaborado, cada detalle está perfectamente estudiado. Los actores tienen todos rostros sorprendentes. No hay grandes estrellas en la producción, aunque muchos de los intérpretes son respetados actores locales, como Claudio Cataño en el papel del coronel Aureliano Buendía, Marleyda Soto como la anciana Úrsula Iguarán y Diego Vásquez como el anciano José Arcadio Buendía. Los figurantes se prepararon asistiendo a talleres de teatro.
Al igual que la novela, la serie Cien años de soledad es parca en diálogos. “Desde luego, no es Succession”, dice Alex García López, el director principal, en una videollamada desde Barcelona. (Sin embargo, algunas de las frases que escucho son memorables: cuando Úrsula Iguarán da a luz a su primer hijo, “nace con nalgas de mujer”). García López también me dice que la serie no será como la “fantasmagórica Harry Potter, que cuando aparece un espectro se ve un halo y sube la música”. Eso responde a la pregunta del realismo mágico: a Netflix no le interesan los llamativos (y caros) efectos especiales.
La dirección se reparte entre dos latinoamericanos. García López nació en Argentina y tiene amplia experiencia trabajando en grandes producciones estadounidenses, incluidas algunas series de Marvel. La otra responsable es la guionista y directora de origen colombiano Laura Mora, que mantiene una larga relación con Netflix y cuyas películas, Los reyes del mundo y Matar a Jesús, han sido aclamadas en festivales. Los estilos de los realizadores no podrían ser más diferentes. García López es vertiginoso –“Quería mucho movimiento, captar el caos”–, mientras que Mora es contemplativa –“Soy una purista del cine”–. García López filma desde arriba; Mora, desde una perspectiva más íntima. García López menciona a Kusturica y Terrence Malick. Mora hace referencia a Fellini y a Lucrecia Martel. “Creo que nos eligieron porque somos muy distintos y porque somos un buen complemento”, apunta Mora en una videollamada desde su Medellín natal.
También reflejan las dos historias que componen la novela. Cien años de soledad ofrece una historia metafórica de la civilización en sentido amplio, así como la más específica de Colombia y el Caribe. En realidad, el libro nunca menciona fechas y juega con el tiempo. Esta adaptación –concebida por José Rivera, guionista nominado al Oscar por Diarios de motocicleta– es lineal y se ciñe a lo que ocurrió en Colombia entre 1850 y 1950. García López, quizá por no ser colombiano, ve el mensaje universal sobre el fracaso de las sociedades. Mora destaca la tragedia de Colombia y la incapacidad del país para encontrar una forma de convivencia tras un siglo de violencia. Ambos directores se apresuran a señalar que su adaptación será tan exigente como la novela. “No es un entretenimiento ligero”, dice Mora, que la compara con el tono y el alcance de Los asesinos de la luna. “Trata temas importantes y fuertes. Un universo complejo”.
Rodar la serie, sobre todo en Colombia, ha supuesto hacer justicia a una obra de arte considerada símbolo de orgullo patrio. Vásquez, que interpreta al anciano José Arcadio Buendía, a veces se emociona tanto que llora en el rodaje. No puede creer que la vida le haya dado la oportunidad de interpretar a un personaje tan emblemático, aunque pase gran parte del tiempo atado a un árbol.
García López cuenta que durante la producción en Colombia continuamente escuchaba: “Esto es tan importante para nosotros, esta historia es tan colombiana”. “Yo decía: ‘Sí, pero una vez que un libro vende 50 millones de ejemplares en todo el mundo, se convierte en un fenómeno global. Ya no te pertenece a ti. Pertenece a la humanidad”.
Son las cuatro de la tarde y el sol caribeño amaina cuando me reúno con Gabriel Eligio Torres García, sobrino de Gabo, en el Parque de Bolívar, una de las principales plazas de la Cartagena colonial. Gabo Gabo, como se le conoce, organiza tours a pie por los lugares que frecuentaba su tío. En estos recorridos integra tanto personajes de ficción como lugares reales que Gabo menciona en sus novelas, especialmente El amor en los tiempos del cólera, ambientada en su mayor parte en una ciudad inspirada en este puerto amurallado.
Gabo Gabo (apodo que le puso su famoso tío para distinguirlo de los otros tres Gabrieles de su familia) me saluda con la típica calidez caribeña, como si nos conociéramos de toda la vida. Señala el banco del parque donde estaba sentado y me cuenta que Gabo pasó allí mismo su primera noche en Cartagena. Corría el año 1948. Había abandonado la carrera de Derecho en Bogotá tras decidir que se rebelaría contra las expectativas de sus padres y dedicaría su
El joven José Arcadio Buendía (interpretado por el
actor colombiano Marco Antonio González) y la joven Úrsula Iguarán (la
también colombiana Susana Morales) buscan un terreno donde construir el pueblo
que será Macondo. Mauro
González /Netflix © 2024.
vida a escribir. “No fue a casa de sus padres
porque sabía que su madre se daría cuenta con solo mirarlo”. Mintió y dijo
que se matricularía en la facultad de Derecho de Cartagena y convenció a un
familiar para que le trajera el dinero que necesitaba para una habitación.
“Mientras tanto, esperaba y dormía aquí, hasta que pasaron dos policías, se
fumaron todos sus cigarrillos y se lo llevaron a la comisaría”, dice Gabo
Gabo.
Gracias a la recomendación de un amigo, Gabo fue contratado para escribir editoriales en El Universal, me explica mi guía mientras pasamos por delante del destartalado edificio que albergaba al periódico. A los 21 años Gabo atravesó los arcos conocidos como la Torre del Reloj y se dio cuenta de que Cartagena se convertiría en su hogar en el Caribe. Gabo Gabo cita las memorias de su tío, Vivir para contarla: “No pude reprimir el sentimiento de haber vuelto a nacer”.
A finales de los sesenta Gabo compró una antigua fábrica de tejidos frente al mar y contrató a Rogelio Salmona, el mejor arquitecto de Colombia, para construir su palacete de ladrillos rojos. Fue allí donde llegó a “oler las guayabas”, la metáfora que utilizó para referirse a su añoranza del trópico. Cartagena, con su historia y arquitectura coloniales –la fortaleza que mantuvo a raya a los piratas–, es una de las ciudades más hermosas e históricas del Caribe. También era el lugar donde habían ido a parar sus padres y la mayoría de sus hermanos, que se reunían siempre allí para celebrar el Año Nuevo. A Gabo le encantaba pasear por las calles y que lo reconocieran si necesitaba un baño de fama, que a veces lo requería.
Gabo Gabo salpica sus historias con detalles familiares indiscretos. Me cuenta que heredó el papel de narrador de la tradición familiar después de que su tío Jaime, hermano de Gabo, sucumbiera a la demencia. “Vivimos con la bendición de nuestra capacidad para contar historias y con la maldición de la pérdida de memoria”, sentencia Gabo Gabo. “Mi tío escribió sobre la plaga del olvido en Cien años de soledad, y aquí estamos 50 años después: una premonición hecha realidad”. La enfermedad de Rita, la madre de Gabo Gabo, está tan avanzada que no reconoce a su hijo.
El ocaso se aproxima mientras caminamos hacia
la casa de Gabo. De los relatos de Gabo Gabo se desprende claramente hasta qué
punto Gabo extraía sus historias y personajes de incidentes y personas de la
vida real. Margot, la hermana de Gabo Gabo, no solo comía tierra como Rebeca,
sino que era tan rencorosa como Amaranta, ambas personajes de Cien años de
soledad. El personaje de Cándida Eréndira, la pobre muchacha que es paseada y
prostituida por su abuela por el desierto en el cuento que lleva su nombre,
está basado en una criada que servía a todos sus tíos, incluido Gabo. Me
estremezco ante algunos de estos detalles íntimos. “¿Se oponía Gabo a que se
contaran tales indiscreciones?”, pregunto. Según Gabo Gabo, el consejo del gran
escritor fue bastante directo: “Asegúrate de cobrar dinero por ellas”.
La habilidad de la familia para relatar
historias, me dice Gabo Gabo, proviene de una antigua tradición en la cual
todos se sentaban juntos y contaban y volvían a contar la historia de su
familia inmediata y sus antepasados. “Puedo identificar a cada uno de mis tíos
y tías en Cien años de soledad”, dice. A su abuela no le impresionaba cómo
Gabo, que normalmente solo se limitaba a escuchar durante esas sesiones de
narración, reciclaba historias familiares reales en su ficción. Siempre
decía que prefería a su hija Aida Rosa, que era monja, que a su hijo, que era
premio Nobel.
Gabo Gabo señala una mansión colonial blanca con balcones. “Esa fue la inspiración para la casa de Fermina Daza en El amor en los tiempos del cólera”, comenta. Me pregunta si recuerdo cómo murió su marido, el doctor Urbino. “Sí, se cayó de una escalera intentando coger un loro”, respondo. “Así es exactamente como murió el abuelo de Gabo. Así que mi tío tomó ese detalle –algo que ocurrió cuando tenía ocho años– y, pum, lo agarró cuando lo necesitó”, me cuenta.
Después del paseo, visitamos a Jaime Abello, actual director de la Fundación Gabo, una organización que García Márquez creó en 1995 para promover el periodismo independiente y que también se ha convertido en un importante guardián del legado del escritor. Encontramos a Abello sentado en su escritorio, con un retrato de Gabo a sus espaldas. Está emocionado por mostrarnos su último proyecto: un libro de 650 páginas escrito por Juan Valentín Fernández, un médico español que pasó una década rastreando todos los detalles clínicos así como los doctores de la vida real que García Márquez mencionaba en su ficción. “Fíjate qué exhaustivo fue Gabo”, señala Abello mostrándome el manuscrito. “Todo, todo está basado en la realidad”. Se vuelve hacia Gabo Gabo: “¿Te acuerdas de los cuestionarios?”. Los hermanos, amigos y socios más cercanos de García Márquez recibían páginas de preguntas. Abello recibió uno cuando Gabo trabajaba en la parte de sus memorias dedicada a su estancia en Barranquilla. “No solo quería saber el nombre de los burdeles, sino el tamaño de las habitaciones”.
Abello toma entonces otro libro publicado por la fundación, titulado Gabo, periodista, una cronología de su vida como reportero y una recopilación de sus citas sobre la profesión. Abre el libro y me pide que lea una: “Mis libros son libros de periodista, aunque no mucha gente los vea como tales. Pero estos libros implican una tonelada de investigación, comprobación de datos, rigor histórico y dedicación a los hechos, lo que en esencia los convierte en obras de reportaje ficcionalizadas o fantaseadas. Los métodos de investigación y manejo de datos son los de un periodista”. Abello cierra el libro con determinación: “La verdadera magia es la escritura de Gabo”.
La publicación póstuma de la última novela de Gabo, combinada con la promesa de la serie de Netflix, ha desatado la Gabomanía en Colombia. Todo aquel que se precie ha escrito una columna en el periódico, ha grabado un pódcast o ha colgado en las redes sociales una fotografía con el gran hombre. El Gobierno ha organizado una Ruta Macondo, con la esperanza de que, al igual que los fans de Juego de Tronos visitan Croacia para ver dónde se rodó la serie, los seguidores de los escritos de Gabo vengan a Colombia para visitar las localizaciones de Cien años de soledad. En Barranquilla, los lectores de Gabo ya pueden alojarse en la habitación 204 de un hotel que dice haber sido aquella pensión donde una vez escribió y pidió jabón prestado.
La escritora colombiana Carolina Sanín está
en desacuerdo con toda esta narrativa improvisada que se apodera de su país.
Incluso se niega a llamar Gabo al novelista. Se merece algo mejor que ese
enfoque pintoresco, insiste. “García Márquez escribió una epopeya sobre el
nacimiento y el renacimiento de la civilización, escrita desde el otro lado
del mundo. Es el Homero de América Latina”, me dice mientras nos sentamos en
una cafetería de Bogotá, donde creció. “Él era plenamente consciente de la
magnitud de ese libro. Fue una iluminación que definió la diferencia entre el
Viejo y el Nuevo Mundo. Y por qué somos diferentes”.
Cuando se publicó En agosto nos vemos, su argumento de venta era que la protagonista era una mujer moderna que se atrevía a explorar su sexualidad fuera de su matrimonio. Me parece entrañable ver a García Márquez asumir este riesgo. Habla de su resistencia y disciplina, que lo llevaron a terminar sus novelas: contra viento y marea a los 20 años y contra viento y marea a los 80, con la espada de Damocles de la demencia pendiendo sobre él. Pero una generación de mujeres más jóvenes se indigna ante la comercialización de esa novela corta. “Sinceramente, las lectoras de hoy no necesitamos que alguien parecido a un abuelo nos dicte nuestro camino hacia la libertad, sexual o de otro tipo”, dice Nadia Celis, escritora de origen colombiano y profesora del Bowdoin College especializada en lecturas feministas del Caribe.
Celis también puede ser crítica con su héroe literario. “Que critique su retrato de las mujeres no significa que no admire al autor o que desestime la importancia de su obra”, afirma. En Cien años de soledad, Remedios Moscote tiene nueve años cuando es vista por su pretendiente Buendía, se casa justo después de su primera menstruación y muere justo antes de dar a luz a gemelos. En El amor en los tiempos del cólera, Florentino Ariza toma como amante a una niña de 12 años mientras espera que Fermina, el amor de su vida, se rinda ante él. Cuando finalmente lo hace, él la abandona. América Vicuña se suicida a los 14 años. “Cuando me di cuenta de que había leído y amado ese libro en mi adolescencia y no había visto el abuso de América Vicuña, sollocé”, apunta Celis.
La boda de José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán. Mauro González /Netflix © 2024
Más tarde, Celis deja un mensaje en mi teléfono. “Cien años de soledad es una advertencia sobre nuestra capacidad de autodestrucción, especialmente provocada por los hombres”, afirma con una confianza catedrática. “Es un manual del patriarcado”. García Márquez podía ver la destrucción causada por la codicia y el poder. “Lamentablemente, pasó por alto la complicidad de los hombres a la hora de dominar a las mujeres”.
Las cenizas de Gabo y Mercedes están enterradas en el patio del Convento de la Merced de Cartagena. Un busto de Gabo, sonriente y bigotudo, las vigila. Su lugar de descanso, rodeado de arbustos con diminutas flores rosas, está atendido por un jardinero que parece tan interesado en charlar con los visitantes como en cuidar las plantas. Ha oído que Gabo nunca llegó a escribir sus libros. De hecho, me dice con un guiño de complicidad, todos fueron escritos por un campesino que le pasaba al nobel las páginas completas. Gabo solo tenía que llevarlos a una editorial.
Un turista mexicano, con un ejemplar de uno de los libros de Gabo en la mano, interrumpe. Quiere una fotografía delante del monumento. “Me encanta Gabo”, afirma sin reservas.
Un guardia de seguridad se une a nuestra conversación. “Algunos vienen y se arrodillan ante él”, apunta.
“Sí, pero él no escribió los libros”, insiste el jardinero.
El guardia señala el segundo piso del
claustro, donde dice que el fantasma de Mercedes se aparece a mediodía cuando
se dirige a calentar su comida en el microondas. También habla del gato del
claustro que se asilvestró cuando llegaron sus cenizas. Es una historia
complicada relacionada de alguna manera con la noticia de que en 1990 Gabo
engendró una hija fuera del matrimonio. No puedo evitar preguntarme por todas
las cosas que Gabo dejó atrás, todas las historias en el aire.
“¿Quién lo cuidará todo?”, me pregunto en voz alta. La respuesta del guardia no puede ser más sencilla, más poética, más acorde con el estilo de García Márquez:
“Los vivos”.
** ** **
Trailer oficial de
Netflix de Cien años de soledad
** ** **
Nueva Mujer
Bogotá - Colombia
24 de
noviembre de 2024
Espectáculos
Cien Años de Soledad:
el realismo mágico documentado
desde la historia del vestido
La serie tuvo como reto el
plasmar la magia del universo de Gabriel García Márquez en la historia del
Caribe colombiano en el siglo XIX.
Por Luz Lancheros
Lo más desafiante
de la serie de Netflix, ‘Cien Años de Soledad’, aparte de los retos de adaptar
el estilo de un genio como Gabriel García Márquez, era plasmar en lo material -
y la relación que tienen los personajes con los objetos- todo su universo.
En el vestuario,
algunas referencias eran claras: los miriñaques de la abuela de Úrsula, los
lazos de organdí de Remedios Moscote, las piezas heredadas, el vestido de boda
de Rebeca, entre otros. La apariencia fantástica del gitano Melquíades. Pero
¿cómo llevar a la realidad a los Buendía y a Macondo en un contexto como el
siglo XIX en el caribe colombiano?
Esta fue la tarea
que la experimentada Catherine Rodríguez, diseñadora de vestuario, tuvo en sus
manos. Ella, quien ha trabajado en películas que reflejan la colombianidad en
historias como ‘El abrazo de la serpiente’ o ‘Pájaros de Verano’, investigó con
su equipo toda la documentación al respecto: desde las ilustraciones de la
Comisión Corográfica del siglo XIX, hasta las ilustraciones de los viajeros que
pasaron por Colombia en aquella época, entre otros retratos costumbristas.
El vestuario de 'Cien Años de Soledad'
El vestuario se basó en las investigaciones sobre los
archivos históricos del país Cien Años de Soledad S1. Susana Morales as Úrsula
Iguarán in Cien Años de Soledad. Cr. Mauro González /Netflix ©️2024 (Mauro
González / Netflix)
Además, tuvo
acceso a textiles y piezas de la época para recrear su visión de los Buendía,
que pasan de la pieza campesina tradicional predominante en el país (con toques
caribes) a la influencia de la moda apenas Macondo prospera y se abre al mundo.
Todos estos
cambios fueron retratados con rigurosidad y con un estudio pleno con los
detalles: por ejemplo, en la boda de Úrsula Iguarán con José Arcadio Buendía,
los detalles de los insectos en el vestido de la boda de la matriarca son los
que tenían las mujeres que no se podían permitir adorno alguno, para comenzar.
NUEVA MUJER
COLOMBIA habló con la diseñadora de vestuario sobre los detalles del vestido y
el cuerpo en una de las producciones más esperadas del año.
-Si bien hay una
rigurosa investigación con respecto al vestuario en Colombia en el siglo XIX,
¿cuál es la aproximación artística y personal suya hacia esta obra?
Mi aproximación al
diseño de vestuario siempre ha sido como ser lo más fiel a la verdad posible.
Pues porque ellos existían en un contexto que es el Caribe en Colombia en el
siglo XIX. Entonces, si bien hay una investigación y hay una guía del libro muy
importante, no puedo desconocer que ellos eran colombianos que habitaban en
este espacio y tiempo específico.
Entonces, tengo
que encontrar dentro de las referencias de investigación cosas que se acomodan
a los personajes mediante la conceptualización, así que eso es lo que vamos a
ver dentro de la obra. Por otro lado, al diseñar los personajes, se tuvo en
cuenta la utilidad que tenía el vestuario en la época.
El vestuario tuvo un extenso equipo de producción para
narrar el realismo en la cotidianidad Cien Años de Soledad. Cr. Mauro González / Netflix ©2024 (Mauro
González / Netflix/Netflix / Mauro González A. - @MauroGonzalezA)
-En el capítulo
cuatro se ve el crecimiento de Macondo y la llegada inevitable de la influencia
europea. ¿Cómo es la escogencia de estampados, y cómo es recrear siluetas como
la eduardiana, entre otras, a este Caribe colombiano de finales de siglo XIX?
Hay un museo del
siglo XIX aquí en Colombia y nosotros tuvimos acceso a todas las prendas del
mismo. También hay fotos de gente de capitales en Colombia.
Entonces,
empezamos a integrar esas siluetas algo disminuidas, porque Macondo no era ni
Medellín, ni Bogotá, ni Santander, ni Bucaramanga. Las tropicalizamos. Por
ejemplo, en el matrimonio de Úrsula, ella tiene un vestido que es
extremadamente victoriano. Tiene un corsé, tiene sus ballenas, su pico. Ya para
mitad de temporada metemos elementos de moda más específicos con los
estampados.
Tengo un libro con
los estampados de este siglo y, claro, el tema es encontrar elementos textiles
que me hablen de la época, pero también me hablen de los personajes. Entonces,
por ejemplo, cuando están con Pietro Crespi, Rebeca y Amaranta Buendía tienen
estampados muy florales. Eso habla también de un momento que ellas están
viviendo y es, la madurez de su vida, que están en edad de casarse. También hay
puntos geométricos.
Con Pietro Crespi,
a su vez, vemos todos los bordados de la época para los europeos. Es además el
primer personaje que vemos en chalecos y con un tono diferente al de su saco.
Con él vemos elementos de moda que evolucionan a lo largo de la temporada, con
la llegada de las Moscote.
Vemos también la
transición al polizón, pero es un polizón como costero, no es un polizón
Londres-Paris-New York, sino es un polizón más costero, más naval.
Ahora, con
personajes fuera del contexto del Caribe colombiano, ¿cómo hacerlos creíbles
dentro de una ficción como la de Gabo? Lo digo por Melquiades.
Hay documentación
de los gitanos en Perú y Colombia. Nosotros intentamos no hacerlos tan
desarrapados, porque la documentación sí habla de gente con ropa muy deshecha,
pero creo que la virtud de Melquiades en la obra es traer la ciencia y el
conocimiento a Macondo.
Entonces, además
que la descripción del libro sobre Melquiades, pues, es muy grandilocuente.
Hicimos así, un Melquiades diferente, pero natural al pueblo. Los gitanos son
los que traen el terciopelo, que además también es, pues, un material muy
europeo.
Es por eso que el
chaleco de Melquiades tiene unos decorados que nosotros hicimos manualmente con
hojas, pero, además, Melquiades tiene palabras en sánscrito en la camisa.
Claro, hay detalles que no se ven, pero tienen, por ejemplo, símbolos
alquímicos. Es así como intentamos que los personajes dialogan sin verse ajenos
al espacio.
¿Cómo lograr ese
desgaste cotidiano del vestuario, esa patina, tan clave en un contexto hostil
como el de la colonización de tierras en el siglo XIX en Colombia?
Nosotros tenemos un
pequeño departamento dentro del departamento de vestuario y hacemos procesos
textiles sobre toda la ropa. Entonces, toda la ropa tiene pátinas y tenemos
también una paleta de color para las mismas. Ahora bien: el suelo de Macondo es
de arena, entonces todos los filos de todas las faldas la tienen, porque eso
era lo usual de la época. Las mujeres que caminaban, pues, tenían los filos de
las faldas sucios. Hay sudores, las camisas no son blancas.
De hecho, tenemos
varios tonos de blancos cálidos y fríos. Esto ha sido todo un desarrollo textil
que también ha oscilado entre tinturas y aplicaciones externas: aerógrafo,
compresor, pátinas de sobreponer aceites.
Por otro lado, en
este trabajo diferenciamos las clases sociales. Pero justo, cuando llega la
guerra civil, se verá más suciedad y transpiración. Es un reto que hemos
asumido y se ve muy real.
La guerra civil
marca la novela. La serie. ¿cómo fue crear esos uniformes?
La Guerra de los
Mil Días está súper documentada en Colombia. Pero eso era un era una mezcla
enorme, porque se podían hacer uniformes azules, azules con rojo, azules con
verde, azules con café etc. Nosotros decidimos hacer todos los uniformes
azules, y quienes pertenecían al bando de Aureliano, que estuviesen de civiles.
Esto, para generar
una división de bandos, porque la documentación dice que incluso los
guerrilleros liberales robaban prendas a los contrarios. Así que decidimos
separarlos conceptualmente y así desarrollamos los uniformes a través de esta
investigación tan interesante. También hemos tomado decisiones específicas pero
para ayudar a la narrativa.
Moda y Macondo: una historia que continúa
La moda colombiana ha tomado inspiración para colecciones y relatos desde el universo garcíamarquiano. Silvia Tcherassi lanzó en 2016, a través de volados y estampación digital, la colección ‘Las mujeres de Macondo’, donde se inspiró en elementos del Caribe y retratos de aquellas mujeres que enmarcan los personajes que creó el escritor de Aracataca para mostrar su visión ensoñadora y nostálgica de su universo.
Por su parte, Juan
Pablo Socarrás -quien conoció al escritor- tiene dentro de su línea creativa
las historias de su familia y el Caribe para varias de sus colecciones. De
hecho, la abeja broche de su marca representa a una parienta suya, con
historias de migración, como las del Caribe.
Asimismo, hay
marcas como Artesanos de Macondo que hacen los pescados de oro de Aureliano
Buendia y Johanna Ortiz ha tomado muchos elementos de este Caribe ensoñador que
se ven en personajes de ‘Encanto’ como Isabella Madrigal.
La película de
Disney también toma mucho del mundo de Cien Años de Soledad para la
construcción del vestuario de sus personajes, aunque ellos sí integran varias
regiones de Colombia en el proceso.
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