25 de enero de 2021

MEMORABILIA GGM 914

MEMORABILIA GGM

Cali – Colombia

2 de enero de 2021

 

Tomado del libro

El cerebro y la rosa

De Julio Cesar Londoño

El Bando Creativo

Pág. 145 y ss.

Agosto de 2020

 

Cuando se le secó

el celebro a Gabo

 

Alonso Quijano fue un hombre sensato hasta que «la lectura de libros de caballería le secó el celebro».  Entonces se creyó el Quijote de la Mancha y salió a «desfacer agravios, socorrer viudas y amparar doncellas, en especial aquellas que andaban con toda su virginidad a cuestas». Al parecer a Gabo le sucedió lo mismo, solo que en este caso el origen del mal no fue la lectura sino la escritura. El suceso es comprensible. Lo maravilloso es que no le hubiese sucedido antes, que la composición de diez novelas, 47 cuentos y miles de artículos de prensa no le hubiese dejado exangüe el cerebro mucho antes. Hay que considerar, además, que sus libros no son rellenos descriptivos, como hacían los novelistas del siglo XIX, ni disquisiciones históricas como las que le gustaban a Walter Scott, ni reflexiones políticas, como estila Vargas Llosa, sino máquinas de fascinación capaces de cautivar al mundo, fábulas llenas de personajes tan vigorosos que ya han pasado a formar parte del imaginario colectivo contemporáneo, historias escritas con un lenguaje que es un arte combinatorio de exploración de las infinitas posibilidades del castellano, de sus innumerables maneras de decir.

Pero luego ese cerebro prodigioso dio muestras de inocultable fatiga. El primer síntoma de agotamiento se advirtió en Vivir para contarla, el primer tomo de sus memorias. Es un buen libro, sin duda, pero allí empezó a hacer algo que no había hecho nunca, rellenar. Al episodio del asesinato de Gaitán le dedicó demasiadas páginas, un número excesivo para un episodio tan manido, para una persona de la que tanto se ha escrito, para el caudillo que aspiraba a la Presidencia de la República luego de fracasar en el Ministerio de Salud, en el Ministerio del Trabajo y en la Alcaldía de Bogotá. Para un hombre que debe, como Galán, su mitológico tamaño a su muerte trágica.

E1 mismo reconoció que la «cuerda» se le estaba acabando A finales de 2005 le dijo a Xavi Ayén, del periódico La Vanguardia de México (sic); «Ya no me despierto por la noche asustado tras haber soñado con los muertos de que me hablaba mi abuela en Aracataca, cuando era niño,  y creo que eso tiene que ver con lo mismo, con que se me acabó el tema».

Su discurso en el Congreso de la Lengua Cartagena fue otra demostración de agotamiento. Era un momento que ameritaba la escritura de «aunque fuera un soneto», como decía mi tía lmelda para conminarnos a festejar el cumpleaños de algún pariente. Pero no, Gabo se limitó a «cortar y pegar» como cualquier chico desaplicado. Volvió a contar la historia de las joyas de Mercedes, que resultaron ser vidrio puro cuando las llevaron al Monte de Piedad; volvió a contar el drama del envío del original de Cien años por correo a Buenos Aires, un mamotreto que pesaba tanto que tuvo que quitarle la mitad porque la plata no le alcanzaba para sufragar los portes postales, y solo luego se percató de que había enviado la segunda parte. Todo el mundo celebró esos chistes porque Gabo es nuestro bienamado y porque era el dueño de casa, pero todos conocían esas historias y esperaban que el escritor vivo más importante del mundo se tomara la molestia de escribir algo original, siquiera un soneto, en lugar de asestamos esos venerables refritos.

«Lo que pasa -me explica un buen hombre- es que para Gabo estas cosas no son importantes. Está «ñato» de homenajes y el boato de las ceremonias lo aterra porque le da la impresión de estar asistiendo a su propio funeral. Por eso escribió cualquier cosa para salir del paso».

Disiento, buen hombre. Este no era un homenaje más. Era un momento «cabalístico», algo importante para un sujeto tan supersticioso como él, porque se celebraban tres aniversarios importantes en números redondos: los 80 años de su edad, los 40 de Cien años y los 25 del Nobel. Y estaban allí varios hombres de poder, gremio que lo fascinaba (Juan Carlos de Borbón, Bill Clinton, Álvaro Uribe) y escritores tan famosos como Carlos Fuentes, tan tiernos como Skármeta y tan talentosos como Antonio Muñoz Medina, y 300 notables más, y la Real Academia Española lanzaba un millón de ejemplares de Cien años. Definitivamente, no era un homenaje más.

Pero la prueba más contundente de su desfallecimiento creativo es Memoria de mis putas tristes. Desde Ojos de perro azul, ese tomito de cuentos surrealistas, atmósfera onírica y fantasía burda, Gabo no escribía nada tan malo. Aquí el problema no es de estilo. Su castellano sigue siendo vigoroso y camaleónico. Es decir, que toma siempre la coloratura exacta del entorno y la época, pero el argumento es desangelado. Que un viejito se agencie una niña pasa celebrar su cumpleaños número 90, que duerma con ella sin tocarla y se limite a olería y a contemplarla toda la noche, no es tema suficiente para una novela. A lo sumo daba para un cuento o para un poemita decadente, o para una anécdota de salón sobre las excentricidades sexuales de los millonarios japoneses viejos.

El libro no es erótico porque el protagonista, como el autor, están demasiado viejos, se encuentran más allá del bien y del mal y carecen del morbo necesario, y el tema no fue bien recibido porque el palo va no está para cucharas. Hace cincuenta año la pedofilia era de buen tono, una aberracioncilla que a nadie alarmaba. En 1955 Vladimir Navokov publicó Lolita el mundo lo ovacionó. En la película Novecento hay una escena de pederastia que los críticos ni siquiera mencionaron. En la misma Cien años hay dos niñas,  Rebeca y una gitanita, que son iniciadas en los misterios del sexo antes de cumplir los 12 años, y nadie se despeinó por ello.  Aureliano Buendía se compromete con Renata Remedios, la hija de don Apolinar Moscote (no confundir con Remedios, la bella) cuando la pequeña todavía se orinaba en la cama.

Pero esos tiempos ya pasaron. Ahora los niños son sagrados y la pedofilia es algo tan maloliente como la misma palabra.

Muchos dirán que no importa. ¿Qué tanto es un libro flojo en medio de tantos libros deliciosos? Estoy de acuerdo. Él ya tenía todo el derecho luego de dictamos esa clase magistral de literatura y de vida que es su obra, luego de regalamos tantas horas tantos años de felicidad de aburrimos un poco, y este desliz no alcanza a empañar su alto magisterio.

Aunque todo parecía indicar que ya estaba seco ese magín que creíamos infinito, ese corazón de donde brotaron las mil y una noches latinoamericanas, sus lectores aún esperábamos el canto del cisne el último milagro. Habría sido magnífico que se hubiera resuelto a escribir el segundo tomo de sus memorias, así tuviese que mencionar a Vargas Llosa, a Plinio Apuleyo Mendoza ya otros amigos que ya no amaba. Podría no mencionarlos. 0 mencionarlos de manera noble y discreta. O tirárselos, citarlos como actores de reparto, «poetas menores del hemisferio austral». O hablarnos de los presentimientos del general Omar Torrijos en la víspera de su misterioso accidente; o del día en que se quedó encerrado con el papa en la Biblioteca Vaticana; o de las diligencias secretas que realizó por encargo de sus amigos poderosos para buscarles salida a ciertos conflictos internacionales; o decimos si es verdad que vio llorar a Fidel Castro cuando tuvo que ordenar el Fusilamiento de su amigo del alma, el coronel Antonio de la Guardia, un héroe nacional involucrado, quizá por orden de! mismísimo «comandante», en el tráfico internacional de drogas. Si Gabo escribió ficciones memorables con el tema del poder, ¿qué no hubiera hecho con todo lo que sabía del poder real de los líderes con los que tuvo trato íntimo? ¿Estará ya escrito el volumen y guardado bajo siete vellos con instrucciones precisas para que se publique mucho después de mi muerte, cuando todos los involucrados sean polvo?

Si no Fuera así, si no hay más «memorias», o si el segundo tomo resultare más flojo que Memoria de mis putas tristes, no importa. De todas maneras, señor Gabriel García Márquez, usted ya tiene un lugar asegurado en la primera fila de la historia universal de la literatura y en la yema de los dedos de los lectores.

 

Un señor que nos

conocía a todos

 

¿Por qué tanto revuelo con la muerte de Gabo? La respuesta es obvia: porque era uno de los grandes de la historia de las letras. El Homero del Caribe, digamos. ¿Y cómo sabemos que era así de enorme? La respuesta ya no es tan obvia. Quizá ni él mismo lo sabía. Una tarde en La Habana, William Ospina se lo preguntó: «¿Cómo hace usted para atrapar con un mismo lenguaje y en la misma página a lectores tan distintos, a ingenieros, oficinistas, estudiantes, eruditos...?».

Gabo no necesitó ni un segundo para responder: «Ese es mi secreto, William», dijo sonriendo. Pero Ospina, que jamás ha reído a destiempo, no celebró el chiste malo del minotauro de Aracataca. Se quedó más serio que un tramposo, encuellándolo con la mirada. Entonces Gabo buscó la respuesta en las olas que rompían contra el malecón, y al fin dijo: «No sé, viejo, no sé... pero a veces tengo la sospecha de que todo se reduce a algo muy simple: hay que encontrar siempre la palabra justa para que el lector no se despierte». La respuesta me sorprendió. Siempre había pensado que el riesgo era que el lector se durmiera, y ahora salía el maestro a decir que debíamos velarle el sueño. Y tema razón. Es una respuesta que encierra, como todas sus declaraciones, una poética. Gabo entendía la narrativa como un acto de hipnosis, como un sueño matemáticamente controlado por el autor. Un solo error -una coma despistada, un vocablo impropio, una «narradez»- y el lector se despierta y el hechizo se rompe de manera irreparable.

También hay una estética en la definición de poesía que dio en 1982. «La poesía -explicó en su lección de Estocolmo- es la energía secreta que cuece los garbanzos en la cocina». No es una frase, es un credo. Para él, no había distancia alguna entre las palabras y las cosas. No pensaba, como creíamos algunos, que las rosas eran más rojas en Alejandría, ni que los ruiseñores cantaban mejor en Hungría, ni que la única literatura buena era la inglesa, ni que había que morir en París con aguacero. No. Creía, desde el fondo de sus huesos, en los méritos balsámicos y poéticos del cilantro y en el lenguaje de las mujeres y en los delirios de los hombres. Gilbert Keith Chesterton ya lo había explicado todo muchos años antes. «Hay autores que encuentran su inspiración en la historia o en alguna tradición ilustre, otros la encuentran en los libros, otros en la calle. Unos pocos son capaces de encontrar poesía incluso en su propia familia».

Gabo, sobra decirlo, era un hombre lo bastante atento como para descubrir lo literario en lo prosaico, la aguja en el pajar, la perla en la hojarasca. Y sabía editar, por supuesto, es decir, acuñar hipérboles poderosas, mantener tirante la cuerda de la tensión, derrochar adjetivos precisos, volver al barroquismo cuando la estética pedía austeridad, buscar maneras nuevas para decir cosas viejas, embromarse con algunas supersticiones pueriles (su aversión por los gerundios, las frases endecasílabas, los adverbios terminados en mente) y darle verosimilitud a los embustes más descarados. Siempre estaba buscando cómo lograr, por ejemplo, que un hilo de sangre corriera tres cuadras, doblara una esquina, cruzara la calle, subiera irnos escalones, atravesara un zaguán y llegara a los pies de una mujer que gritara: ¡Mataron a José Arcadio!

Una vez le pregunté a su mejor lector cuál era el secreto de Gabo, y Alejandro Almario ensayó esta respuesta:

Quizá fueron dos los secretos. El primero fue que lo educaron las maestras del lenguaje, las mujeres. El segundo estribó en que nos conocía perfectamente a todos. Por esto sabía siempre dónde herimos y cómo contar las historias con palabras que no pudiéramos olvidar nunca.

 Gracias, Alejandro. ¡Chapeau, Gabo!

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EL PAIS

Madrid – España

30 de diciembre de 2020

Cultura

Llueve sobre

‘Cien años de soledad’

Álvaro Santana-Acuña, de la Universidad de Austin, donde se guarda el legado de García Márquez, publica en inglés una reveladora biografía de la novela

1

Por Juan Cruz

Tenerife – 

Álvaro Santana-Acuña nació en La Laguna (Tenerife) hace 43 años. Probablemente esa es la ciudad canaria más lluviosa, pero fue en Harvard, en 2007, donde asoció el diluvio con Cien años de soledad, la principal novela de Gabriel García Márquez, en la que llueven hasta mariposas. Diluviaba sobre Harvard cuando él tenía que reunirse con la directora de su tesis y le vino a la cabeza el inmenso chubasco sobre Macondo, así que cuando la profesora le hizo esa sugerencia (“¿Por qué no trabajas en un proyecto sobre cómo Cien años de soledad se convirtió en un clásico?”) no pudo decirle que él ya había tenido la misma ocurrencia viendo llover en Harvard.

 

Gabriel García Márquez, en Roma, en 1969.

VITTORIANO RASTELLI / GETTY IMAGES

Lo cuenta en una atmósfera bien macondiana, el parque García Sanabria de Santa Cruz. Él entró en contacto con la literatura del Nobel mientras estudiaba con el profesor Daniel Duque en el Instituto Cabrera Pinto de La Laguna. Duque lo puso a trabajar sobre El coronel no tiene quien le escriba, y fue en una de aquellas clases donde escuchó por primera vez el nombre de Aracataca, donde suceden la lluvia, las mariposas, los grandes árboles, las piedras prehistóricas, la fábrica del hielo y otros milagros que conforman el mundo de Macondo y de Cien años de soledad. A partir de ahí leyó este libro cuya vida ha sido su obsesión como estudiante en Harvard y, ahora, como profesor e investigador en Austin (Texas), donde se guarda el inmenso archivo de Gabriel García Márquez.

Consecuencia de esa obsesión por lo que sucedió en Macondo es Ascenso a la gloria, biografía de ‘Cien años de soledad’, que acaba de salir en inglés (Columbia University Press) y cuya versión en español prepara ahora. “Del libro me fascinó la fluidez, y, en mi adolescencia, las descripciones de la vida sexual de los personajes, de los olores… En mi tierra es fácil tener esa sensación de que estás en lo que se cuenta en Cien años de soledad”.

Lectores concernidos

Alvaro Santana, escritor, en el parque García Sanabria de Santa Cruz de Tenerife.

Foto: Rafa Avero

¿No será que todo lector de esa novela ve en ese libro algo que le concierne? “Ese es el gran secreto de la novela y la gran dificultad de lo que supone escribir en literatura. En la entrevista que le dio a Luis Harss [autor de Los nuestros, primera indagación en lo que se acabaría llamando el boom] ya cuenta García Márquez, que aún no la había escrito, que se siente capaz de poder escribir una novela que integrase lo sensible, el héroe, las batallas, el amor, el drama, la comedia, la tragedia, la alegría. Son los elementos que hacen falta para lograr algo que llegue a muchos lectores… Como dice Natalia Ginzburg, en los años sesenta la novela burguesa estaba en crisis y García Márquez innova desde la vuelta al pasado. Como comenta Domingo Pérez Minik, Gabo propone un trabajo revolucionario porque devuelve la novela a su esencia más básica, que es el narrar”.

“Sufre cuando escribe la novela. Pasó miseria. Ya había cerrado su contrato con Carmen Balcells y sabía que el boom estaba en marcha. Trato de descifrar en mi libro ¿qué ocurrió en el verano de 1965 para que Gabo se sentase a escribir la novela? Carmen Balcells viaja de Barcelona a México y se reúne con todos los editores y escritores para cerrar contratos con ellos. [José Manuel] Caballero Bonald le había contado en 1962 que por ahí andaba ese joven escritor… Es visible. Sus libros se van vendiendo, y él está convencido de que ese que lo mantiene sin sueño será un trancazo. Y le dice a Plinio Apuleyo: ‘Este es nuestro momento”. Santana-Acuña relata los estados de ánimo de Gabo, su obsesión por no perder el tiempo, y en junio de 1966 hace en México una lectura. El periódico que da la noticia de esa lectura en la UNAM lo anuncia como Gabriel García. Él quería “que digan si les gusta o no aquellos que no me conocen..., y ahí fue cuando se convenció de que la novela era buena”. “Fabulosa”, le dijo el editor de Sudamericana, Paco Porrúa. Y empezó un boca a boca inmenso.

Sin un dato fuera de lugar, como un entomólogo pinchando mariposas, Santana-Acuña cuenta esa historia de éxito del clásico del siglo XX. “Es un libro rabiosamente humano. Gabo no solo escribió una novela buena. Es que publicó muchas novelas buenas. Y uno tiene donde elegir”. En ninguna, por cierto, llovió tanto, y eso es lo que él sintió, cuando se decidió a hacer su trabajo sobre el ascenso a la gloria de Cien años de soledad mientras llovía sobre Harvard como llovió una vez en Macondo. Y como tantas veces llueve sobre La Laguna.

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2 comentarios:

MEMORABILIA GGM dijo...

Julio César Londoño pide "no confundir" a "Renata Remedios, la hija de don Apolinar Moscote" con Remedios, la bella, pero hay que decir que él confunde a Remedios Moscote, la hija de don Apolinar Moscote (y que es con quien se compromete Aureliano Buendía), con Renata Remedios Buendía, hija de Aureliano Segundo Buendía y Fernanda del Carpio, a quien llamaban Meme.

Joaquín Mattos Omar

elcinesinirmaslejos dijo...

Excelente