Actualidad Literatura
Manzanares
el Real - España
24 de
noviembre de 2016
Gabriel García Márquez
y el color amarillo
Por Alberto Piernas
A pesar de carecer de un componente más
“plástico”, la literatura en sí misma evoca todo tipo de sensaciones, experiencias
y, también, colores. De hecho, muchos autores se han apoyado en el simbolismo
de estos como una forma de provocar un sentimiento o dotar de una personalidad
propia a su obra. Uno de los mejores ejemplos reside en Gabriel García Márquez
y el color amarillo que lucía en forma de rosas o que llegó a evocar en unas
mariposas que una vez inundaron cierto pueblo de Colombia.
Un año antes de la muerte de Gabriel García
Márquez, en 2013, una mujer apodada “La Polaca” rondó durante varios días la
residencia del Nobel en la ciudad colombiana de Cartagena de Indias. Los
pizzeros, tenderos y vendedores ya la conocían de tanto verla merodeando por la
puerta de Gabo o esperándole frente a la casa, en el hotel Santa Clara. Pero
siempre, eso sí, la veían con un ramo de rosas amarillas.
Literatura y color ©UnTipoSerio
Los seguidores de Gabriel García Márquez saben
de la predilección del escritor por el color amarillo. Durante su funeral en
2014 miles de mariposas hechas con papel amarillo flotaron por el Palacio de
Bellas Artes, en la mesa de Gabo nunca faltaban rosas de este color y en los
eventos públicos siempre se le veía con una flor amarilla solapada en su
chaqueta.
Gabriel García Márquez y el color amarillo de las rosas
que tanto le gustaban. ©UnTipoSerio
“Mientras haya flores amarillas nada malo
puede ocurrirme. Para estar seguro necesito tener flores amarillas (de
preferencia rosas amarillas) o estar rodeado de mujeres“, dijo una vez en una
entrevista.
Para Gabo el amarillo era el color de la fortuna
y la buena suerte, el de la bandera de su patria y el del guayacán, árbol de
las profundidades de Colombia donde una vez un niño escuchó atento las
historias de su abuela. El color del trópico que irradiaban obras como El amor
en los tiempos del cólera o, especialmente, Cien años de soledad, la obra que
mejor representa esa pasión de Gabriel García Márquez por el color amarillo.
Uno de los ejemplos cabe encontrarlo en el capítulo en el que el carpintero
toma medidas para el ataúd de Arcadio Buendía:
“Vieron a través de la ventana que estaba
cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas. Cayeron toda la noche
sobre el pueblo en una tormenta silenciosa, y cubrieron los techos y atascaron
las puertas, y sofocaron a los animales que durmieron a la intemperie. Tantas
flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una colcha
compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera
pasar el entierro”.
Tampoco nos olvidamos de Mauricio Babilonia,
el joven que trabajaba en la empresa bananera de Macondo:
“Cuando
Mauricio Babilonia empezó a perseguirla, como un espectro que sólo ella
identificaba en la multitud, comprendió que las mariposas amarillas tenían algo
que ver con él. Mauricio Babilonia estaba siempre en el público de los
conciertos, en el cine, en la misa mayor, y ella no necesitaba verlo para
descubrirlo, porque se lo indicaban las mariposas”.
Alguien asegura que las mariposas amarillas
existen en Colombia, el segundo país con mayor número de especies diferentes de
este insecto de todo el mundo.
También dicen que revolotean junto al mar;
allá por la Ciénaga Grande, donde no hay horizonte.
La simbología del color está más que presente
en la literatura (Lorca y el color verde del vestido de una de las hijas de
Bernarda Alba como símbolo rebeldía, el negro con el que Joyce condenada a la
Iglesia irlandesa o el sistema educativo de su país). Sin embargo, en el caso
de Gabriel García Márquez y el color amarillo esta simbiosis adquiere un
protagonismo aún más misterioso, quizás porque el realismo mágico sigue
haciéndonos creer que lo inimaginable puede formar parte de la vida cotidiana
en algunos lugares del mundo.
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CUBA DEBATE
La
Habana – Cuba
2 de
agosto de 2014
García Márquez, el último
encuentro
Por:
Ignacio Ramonet
Gabo, amigo íntimo de Fidel Castro. Gabo, Mercedes y
Fidel
en la casa de Birán (Holguín), donde nació el líder de la Revolución
cubana.
Me habían dicho que estaba residiendo en La
Habana pero que, como estaba enfermo, no quería ver a nadie. Yo sabía dónde
solía alojarse: en una magnífica casa de campo, lejos del centro. Llamé por
teléfono y Mercedes, su esposa, disipó mis escrúpulos. Con calidez me dijo: “En
absoluto, es para alejar a los pesados. Ven, ‘Gabo’ se alegrará de verte”.
A la mañana siguiente, bajo un calor húmedo,
remonté una alameda de palmeras y me presenté ante la puerta de la quinta
tropical. No ignoraba que sufría de un cáncer linfático y que se sometía a una
agotadora quimioterapia. Decían que su estado era delicado. Incluso le
atribuían una desgarradora ‘carta de adiós’ a sus amigos y a la vida… Temía
encontrarme con un moribundo. Mercedes vino a abrirme y, para mi sorpresa, me
dijo con una sonrisa: “Pasa. Gabo ya viene… Está terminando su partido de
tenis”.
Poco después, bajo la tibia luz del salón,
sentado en un sofá blanco, lo vi acercarse, en plena forma efectivamente, con
el pelo rizado todavía húmedo de la ducha y el bigote desgreñado. Vestía una
guayabera amarilla, un pantalón blanco muy ancho y zapatos de lona. Un
verdadero personaje de Visconti. Mientras bebía un café helado, me explicó que
se sentía “como un ave silvestre que se escapó de la jaula. En todo caso, mucho
más joven de lo que aparento”. Y agregó, “con la edad, compruebo que el cuerpo
no está hecho para durar tantos años como nos gustaría vivir”. Acto seguido, me
propuso “hacer como los ingleses, que nunca hablan de problemas de salud. Es de
mala educación”.
La brisa levantaba muy alto las cortinas de
las inmensas ventanas y la sala empezó a parecerse a un barco volador. Le comenté
cuánto me gustó el primer tomo de su autobiografía, Vivir para contarla “Es tu
mejor novela”. Sonrió y se ajustó las gafas de gruesa montura: “Sin un pocde
imaginación es imposible reconstruir la increíble historia de amor de mis
padres. O mis recuerdos de bebé… No olvides que sólo la imaginación es
clarividente. A veces es más verdadera que la verdad. Basta con pensar en Kafka
o Faulkner, o simplemente en Cervantes”, afirmó. Cual trasfondo sonoro, las
notas de la Sinfonía del Nuevo Mundo, de Antonin Dvorak, inundaban el salón con
una atmósfera a la vez alegre y dramática.
Había conocido a García Márquez unos cuarenta
años atrás, hacia 1979, en París, con mi amigo Ramón Chao. Gabo había sido
invitado por la Unesco y, junto con Hubert Beuve-Méry, el fundador de Le Monde
diplomatique, formaba parte de una comisión, presidida por el Premio Nobel Sean
McBride, encargada de elaborar un informe sobre el desequilibrio Norte-Sur en
materia de comunicación de masas. En aquella época, había dejado de escribir novelas,
por una prohibición autoimpuesta que debía durar mientras Augusto Pinochet
estuviera en el poder en Chile. Todavía no había recibido el Premio Nobel de
literatura, pero ya era inmensa su celebridad. El éxito de Cien años de soledad (1967) lo había convertido en el escritor de
lengua española más universal desde Cervantes. Recuerdo haber quedado
sorprendido por su baja estatura e impresionado por su gravedad y seriedad.
Vivía como un anacoreta y sólo abandonaba su habitación, transformada en celda
de trabajo, para dirigirse a la Unesco.
En cuanto al periodismo, su otra gran pasión,
acababa de publicar una crónica donde describía el asalto de un comando
sandinista al Palacio Nacional de Managua, en Nicaragua, que había precipitado
la caída del dictador Anastasio Somoza. Aportaba detalles prodigiosos, dando la
impresión de haber participado él mismo en el hecho. Quise saber cómo lo había
logrado. Me contó: “Estaba en Bogotá en el momento del asalto. Llamé al general
Omar Torrijos, presidente de Panamá. El comando acababa de encontrar refugio en
su país y todavía no había hablado con los medios de comunicación. Le pedí que
avisara a los muchachos que desconfiaran de la prensa, porque podían deformar
sus palabras. Me respondió: ‘Ven. Sólo hablarán contigo’. Fui y junto con los
jefes del comando, Edén Pastora, Dora María y Hugo Torres, nos encerramos en un
cuartel. Reconstruimos el acontecimiento minuto a minuto, desde su preparación
hasta el desenlace. Pasamos la noche allí. Agotados, Pastora y Torres se quedaron
dormidos. Yo seguí con Dora María hasta el amanecer. Volví al hotel para
escribir el reportaje. Luego, regresé para leérselo. Corrigieron algunos
términos técnicos, el nombre de las armas, la estructura de los grupos, etc. El
reportaje se publicó menos de una semana después del asalto. Dio a conocer la
causa sandinista en el mundo entero”.
Volví a ver a Gabo muchas veces, en París, La
Habana o México. Teníamos un desacuerdo permanente acerca de Hugo Chávez. Él no
creía en el comandante venezolano. Yo, en cambio, consideraba que era el hombre
que iba a hacer entrar América Latina en un nuevo ciclo histórico. Aparte de
eso, nuestras conversaciones siempre eran muy (¿demasiado?) serias: el destino
del mundo, el futuro de América Latina, Cuba…
Sin embargo, recuerdo que una vez me reí hasta
las lágrimas. Yo volvía de Cartagena de Indias, suntuosa ciudad colonial
colombiana; había divisado su casona tras las murallas y había hablado con él
al respecto. Me preguntó: “¿Sabes cómo adquirí esa casa?”. Ni idea. “Desde muy
joven quise vivir en Cartagena –me contó–. Y cuando tuve el dinero, me puse a
buscar una casa allí. Pero siempre era demasiado caro. Un amigo abogado me
explicó: ‘Creen que eres millonario y te aumentan el precio. Déjame buscar por
ti’. Unas semanas después, encuentra la casa, que en ese entonces era una vieja
imprenta casi en ruinas. Habla con el propietario, un ciego, y entre ambos
acuerdan un precio. Pero el anciano pone una exigencia: quiere conocer al
comprador. Viene mi amigo y me dice: ‘Tenemos que ir a verlo, pero no debes
hablar. Si no, en cuanto reconozca tu voz, triplicará el precio… Él es ciego,
tu serás mudo’. Llega el día del encuentro. El ciego empieza a hacerme
preguntas. Le respondo con una pronunciación indescifrable… Pero, en un
momento, cometo la imprudencia de responder con un sonoro: ‘Sí’. ‘¡Ah! –salta
el anciano–, conozco esa voz. ¡Usted es Gabriel García Márquez!’. Me había
desenmascarado… Enseguida agrega: ‘Vamos a tener que revisar el precio. Ahora,
la cosa es diferente’. Mi amigo intenta negociar. Pero el ciego repite: ‘No. No
puede ser el mismo precio. De ninguna manera’. ‘Bueno, ¿cuánto, entonces?’ –le
preguntamos, resignados–. El anciano reflexiona un instante y dice: ‘La mitad’.
No entendíamos nada… Entonces, nos explica: ‘Ustedes saben que tengo una
imprenta. ¿De qué creen que viví hasta ahora? ¡Imprimiendo ediciones piratas de
las novelas de García Márquez!’”.
Aquel ataque de risa todavía resonaba en mi
memoria cuando, en la casa de La Habana, proseguía mi conversación con un Gabo
envejecido, aunque intelectualmente tan vivo como siempre. Me hablaba de mi
libro de entrevistas con Fidel Castro “Estoy muy celoso –me decía, riendo–,
tuviste la suerte de pasar más de cien horas con él.”. “Soy yo el que está
impaciente por leer la segunda parte de tus memorias –le respondí–. Por fin vas
a hablar de tus encuentros con Fidel, a quien conoces desde hace mucho más
tiempo. Tú y él sois como dos gigantes del mundo hispano. Si se compara con
Francia, sería algo así como si Victor Hugo hubiera conocido a Napoleón...”.
Lanzó una carcajada, al tiempo que alisaba sus espesas cejas. “Tienes demasiada
imaginación… Pero te voy a decepcionar: no habrá segunda parte… Sé que mucha
gente, amigos y adversarios, de alguna manera esperan mi ‘veredicto histórico’
sobre Fidel. Es absurdo. Ya escribí lo que tenía que escribir sobre él. Fidel
es mi amigo y lo será siempre. Hasta la tumba”.
El cielo se había oscurecido y la sala, en
pleno mediodía, estaba ahora sumida en la penumbra. La conversación se había
vuelto más lenta, más apagada. Gabo meditaba con la mirada perdida y yo me
preguntaba: “¿Es posible que no deje ningún testimonio escrito de tantas
confidencias compartidas en amistosa complicidad con Fidel? ¿Lo habrá dejado
para una publicación póstuma cuando ya ninguno de los dos esté en este mundo?”.
Afuera, una lluvia torrencial se precipitaba
desde el cielo con la fuerza de las borrascas tropicales. La música había
enmudecido. Un fuerte perfume a orquídeas invadía el salón. Miré para Gabo. Tenía
el aspecto agotado de un viejo gatopardo colombiano. Permanecía allí,
silencioso y meditativo, mirando fijamente la lluvia inagotable, compañera
permanente de todas sus soledades. Me escabullí en silencio. Sin saber que lo
veía por última vez.
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EL UNIVERSAL
Cartagena
de Indias – Colombia
11 de
diciembre de 2016
El Claustro de la Merced,
secretos frente al mar
Por Gustavo Tatis Guerra
@ElUniversalCtg
El Claustro de la Merced en 2001. // Archivo El Universal
En un instante cierro los ojos para recordar cómo pudo
haber sido el Convento de la Merced en el atardecer del siglo XVII, y lo que
veo es una serie de monjas caminando bajo la luz liviana del ocaso frente al
mar que no cesa de golpear en la orilla.
Ahora, el historiador Alfonso Múnera Cavadía,
a pocos pasos del monumento donde reposan las cenizas de García Márquez, ha
dicho que el escritor ha sido clarividente al decir que uno de los encantos de
Cartagena de Indias es el raro destino que tienen sus casas, que mudan en el
tiempo, como quien desnuda la piel de colores de la arquitectura republicana y
descubre la otra piel guardada y oculta de los colores de la Colonia. Un
secreto revelado el 22 de mayo de 2016 en los labios del periodista y escritor
Juan Gossaín, fue que en un encuentro, el autor de Cien años de soledad le
confesó que no solo le fascinaba vivir en Cartagena de Indias, sino que su
deseo era que sus cenizas reposaran aquí. Su deseo fue cumplido por su esposa
Mercedes Barcha y sus hijos Rodrigo y Gonzalo, quienes en una ceremonia sobria
y en privado, dejaron las cenizas en una urna bajo el busto de bronce de un
García Márquez otoñal esculpido por la artista británica Katie Murray. Pero fue
clarividente García Márquez porque no sólo encontró su morada eterna a cien
metros de su propia casa y en un claustro que tiene el nombre de su mujer, sino
que exactamente debajo de donde se depositaban sus cenizas encontraron un
aljibe colonial con una cruz de piedra tallada. Pero en asuntos de mudanzas, en
el mismo sitio donde depositaron las cenizas no solo deambulaban las monjes y
las monjas de hace más de trescientos años, sino los ejércitos populares de la
primera rebelión independista liderada por Pedro Romero, y en ese mismo lugar,
los ejércitos de la reconquista de Pablo Morillo convirtieron el recinto
colonial en cárcel de los sublevados, y en lugar estratégico para las
ejecuciones del Sitio de Morillo de 1815. Un siglo después, el mismo claustro
fue el Tribunal de Justicia, y otro siglo después, sede de la Universidad Jorge
Tadeo Lozano y más tarde, una de las sedes de la Universidad de Cartagena. Por
ese mismo claustro ha mudado el tiempo sus razones y sus ilusiones: ha sido
sede del Salón de Arte Joven Blasco Caballero, sede del nacimiento de la
Fundación Cultural Héctor Rojas Herazo, del Salón Nacional de Artistas,
escenario del Foro Internacional de Patrimonio y Restauración, escenario de
encuentro del Hay Festival Cartagena y espacio de conciertos y debates del
Cartagena Festival Internacional de Música. En enero de 2004 el artista Enrique
Grau le pidió al Ministerio de Cultura y a la Alcaldía de Cartagena, que
intercedieran para que el claustro se convirtiera en el Museo y Centro Cultural
Enrique Grau.
El 2 de diciembre de este 2016, el rector de
la Universidad de Cartagena, Édgar Parra Chacón y el vicerrector de
Investigaciones, Alfonso Múnera, inauguraron el Claustro de la Merced como
nuevo espacio Académico y Cultural alrededor del Patio Gabriel García Márquez,
que contiene sus cenizas, precisando que allí se desarrollará una agenda
cultural permanente que honrará la memoria y la vida y obra del más grande
escritor que ha tenido Colombia en todos los tiempos. Se habilitarán pronto los
espacios para un auditorio, sala de exposiciones, lanzamiento de libros,
conciertos, una biblioteca y una librería especializada en toda la obra de
García Márquez, en español e inglés, y libros de estudio sobre su obra. El
segundo piso se habilitará para un gran auditorio multicultural. Será sede de
un encuentro mundial sobre la obra del escritor. Además, se abrirá una tienda
de souvenires para los viajeros del mundo que desde mayo convirtieron este
claustro en lugar de peregrinación universal. El Claustro de la Merced inicia
una nueva vida bajo la mirada silenciosa y eterna de García Márquez.
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ABC
Madrid –
España
12 de
diciembre de 2016
Cultura
– Libros
La Ransom Center suma la
biblioteca
a su universo de García Márquez
El gran archivo texano adquiere más de 180 libros
con citas y dedicatorias al Nobel colombiano
Por
Manuel Erice
Corresponsal
en Washington
La felicitación que Neruda dedicó al gran escritor
colombiano – ABC
Primero fue el fruto. Ahora llega el árbol. El
Harry Ransom Center, el impresionante archivo de la Universidad de Texas, donde
descansan los legados de algunos de los más grandes de la literatura universal,
acaba de incorporar más de 180 libros de la biblioteca personal de Gabriel
García Márquez. Fuente de inspiración creadora, pero también parte del universo
personal del Nobel colombiano, con la que la institución de la Universidad de
Texas sigue agrandando su exclusivo legado.
Desde que la Harry Ransom Center adquiriese a
su familia hace dos años la herencia literaria y vital del genio de Zacatecas,
sus gestiones para enriquecer el mundo García Márquez, que mima en sus cuidados
sótanos, no se detienen. Los ejemplares sumados en la nueva adquisición,
valorada por la bibliotecaria del centro, Amy Brown, como un verdadero «viaje a
la república de las letras latinoamericanas», incluyen dedicatorias, firmas y
anotaciones, que desvelan más información sobre las relaciones personales del
célebre escritor. En ellos, García Márquez y su mujer, Mercedes, reciben
cariñosos mensajes de destacadas figuras del mundo de la cultura y la política,
casi todos ellos amigos, como Isabel Allende, Richard Avedon, Bill Clinton,
Fidel Castro, Pablo Neruda, Carlos Fuentes, J. M. Coetzee, Toni Morrison y
Mario Vargas Llosa, entre otros.
La nueva compra del Harry Ransom Center, que
también supone la incorporación de una serie de obras escritas por el Nobel
(1982), con sus propias anotaciones, incluye hasta quince obras del poeta y
novelista colombiano Álvaro Mutis, de quien más libros tenía guardados García
Márquez en su biblioteca personal. Autores de hasta quince países latinoamericanos
más, con presencia mayoritaria de Cuba, Argentina, Chile, México, Uruguay,
Venezuela y Perú.
Entre los ejemplares de presentación más
antiguos, destaca la primera edición de las Obras Completas (Y Otros Cuentos)
de Augusto Monterroso, el escritor hondureño, adoptado guatemalteco. El autor
de «Cien años de soledad» se referiría así a la herencia literaria del también
Premio Príncipe de Asturias: «Este libro hay que leerlo manos arriba. Su
peligrosidad se funda en la sabiduría solapada y la belleza mortífera de la
falta de seriedad».
Esta destacada selección de la biblioteca de
García Márquez cuenta con muchos de los representantes del llamado boom de la
literatura de la América hispana, desde los años 70 y 80, con «Rayuela», de
Julio Cortázar; «El obsceno pájaro de la noche», de José Donoso, y una relación
de obras de Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Juan Rulfo.
La biblioteca personal de este grande de las
letras hispanas también pone al descubierto dos libros escritos en 2010 por el
recientemente fallecido Fidel Castro: «La victoria estratégica» y «La
contraofensiva estratégica». En reiteradas ocasiones, cuando fue preguntado por
las críticas que recibía, García Márquez calificó su relación con el dictador
cubano de «amistad intelectual».
Enterado de la noticia, el biógrafo oficial
del Nobel colombiano, Gerald Martin, como él mismo se declara, valoró la
adquisición asegurando que «muy poca gente había tenido acceso a su
biblioteca». El profesor emérito de Lenguas Modernas de la Universidad de
Pittsburgh aseguró estar «muy complacido» por la adquisición, y se mostró
dispuesto a «tomar un vuelo desde Londres mañana y pasar un año, o más, entre
las riquezas del Harry Ransom Center». Su particular «sueño americano», según
aseguró.
El archivo-biblioteca de la Universidad de
Texas desembolsó a la familia 2,2 millones de dólares, en 2014, para hacerse
con todo el legado del escritor, que incluye más de cincuenta años de creación
literaria, con diez libros originales, entre ellos el manuscrito de «Cien años
de soledad», así como 43 álbumes de fotografías personales y un sinfín de
notas, recuerdos y vivencias del autor. La Ransom Center tiene abierta la
colección en su página web, pero sólo para su uso en investigación.
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EL PAIS
Cali –
Colombia
13 de diciembre
de 2016
Columna
de opinión
Realismo mágico
Por Aura Lucía Mera
Bien lo dijo el escritor Fabio Martínez en la
cinemateca de La Tertulia el sábado pasado, 10 de diciembre, refiriéndose a la
entrega de los Premios Nobel a dos colombianos con 34 años de diferencia. “En
un país que no lee, Gabriel García Márquez gana el Premio Nobel de Literatura;
en un país que lleva matándose sin tregua más de medio siglo el presidente Juan
Manuel Santos gana el Premio Nobel de la Paz. Si esto no es realismo mágico, ya
me dirán qué es”.
Esta frase que me quedó grabada se realizó
durante el lanzamiento del libro ‘Gabriel García Márquez, Literatura y
Memoria’, editado por la Universidad del Valle, coordinado por el profesor de
la Escuela de Estudios Literarios y del Doctorado en Historia Cultural de
Colombia Juan Moreno Blanco, libro que recoge las diferentes miradas sobre el
escritor.
Textos de Fabio Martínez, Carmiña Navia,
German Vargas Cantillo, Álvaro Bautista Cabrera, Suzanne Jill Levine, Piedad
Bonnet, Juan Gabriel Vásquez, Ramón Illan Bacca, Aracelly Esparza, entre otros,
nos llevan a nuevas dimensiones, casi desconocidas sobre García Márquez.
Como escribe Moreno Blanco en su ensayo
‘García Márquez en clave Wayuu’, “busco señalar la homología existente entre
las imágenes de lo sobrenatural garciamarquiano y las del universo imaginario
de la civilización wayuu, a la que pertenecía la servidumbre que participo en
la crianza del escritor en la casa de Aracataca.
Simultáneamente a este conversatorio, el
presidente Juan Manuel Santos recibía el Nobel de Paz, con unas palabras que
también pasarán a la historia. Discurso impecable. Citó a García Márquez
refiriéndose al desconcierto con que recibió Colombia esa infausta noticia de
que el No a la paz había ganado por una inverosímil minoría, reflejando lo que
estaba sucediendo en el alma de millones de colombianos: “Era como si Dios
hubiera resuelto poner a prueba toda la capacidad de asombro y mantuviera a los
habitantes de Macondo en un permanente vaivén entre el alborozo y el desencanto,
la duda y la revelación, hasta el extremo de que ya nadie podía saber a ciencia
cierta dónde estaban los límites de la realidad...”.
En otro párrafo magistral Santos afirma:
“...Es insensato pensar que el fin de los conflictos sea el exterminio de la contraparte.
La victoria final por las armas -cuando existen alternativas no violentas- no
es otra cosa que la derrota del espíritu humano”. “...Y lo recibo -sobre todo -
en nombre de las víctimas, de más de 8 millones de víctimas y desplazados cuyas
vidas han sido devastadas por el conflicto armado y más de 220.000 mujeres
hombres y niños, que para nuestra vergüenza han sido asesinados en esta
guerra”.
También se refiere, “a la gran paradoja que me
he encontrado: mientras muchos que no han sufrido en carne propia el conflicto
se resisten a la paz, son las víctimas las más dispuestas a perdonar, a
reconciliarse y a enfrentar el futuro con un corazón libre de odio”.
PD. García Márquez, hace 32 años, en
Estocolmo: “Una Segunda oportunidad sobre la tierra”. Juan Manuel Santos a que
“Lo imposible puede ser posible”. Depende de todos nosotros los colombianos no
desperdiciar esta segunda oportunidad y que nos unamos para hacer posible lo
que parecía imposible. Esa es nuestra responsabilidad individual. Basta de odios.
¡No Más!
PD. Estoy hechizada con la belleza de los
árboles iluminados con nidos de oropéndolas. Unamos nuestras manos y mirémonos
de frente. Todos somos hermanos.
El libro de que trata esta columna
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EL PAIS
Cali –
Colombia
10 de diciembre
de 2016
Nobel Gabriel García Márquez,
facilitador silencioso
de otros procesos de paz
Autor:
Redacción de El País
Gabriel García Márquez, premio Nobel de
literatura colombiano, fue un diplomático en la sombra en distintos procesos de
paz del país en los últimos 40 años.
Su amistad con el líder Fidel Castro y su
simpatía con la revolución cubana, sumada a su posición de izquierda, le
permitieron a ‘Gabo’ un acercamiento con el jefe de Estado cubano que
facilitaron la búsqueda de una salida negociada al conflicto colombiano.
El escritor Fabio Martínez, docente de la
Universidad del Valle e investigador de la vida y obra del Nobel, comenta que
esa proximidad a Castro convirtió a García Márquez “en un diplomático que abría
puertas y servía de puente entre las partes”.
La
amistad de Gabriel García Márquez con Fidel Castro facilitó
los diálogos de paz
que se firmaron. Foto: Elpais.com.co | AFP
Desde que recibió el máximo galardón de las
letras en 1982, ‘Gabo’ se convirtió en un embajador de la paz del país. Desde
Cuernavaca, México, donde se estableció, mantuvo contacto con los presidentes
Virgilio Barco, Belisario Betancourt, Andrés Pastrana, Juan Manuel Santos e,
“incluso, con Álvaro Uribe, que también luchó por sentarse a dialogar con las
Farc, pero estas se negaron”, comenta Martínez.
El Nobel de Literatura incidió en el proceso
de paz con el M-19, dada su amistad con el presidente de entonces, Belisario
Betancur, un conservador demócrata, muy inclinado a las letras, la poesía y las
artes. También tuvo influencia diplomática en los diálogos de Maguncia
(Alemania) de Betancur con el ELN, de tendencia procubana.
Para el politólogo y docente de la Universidad
del Valle, Héctor Alonso Moreno, García Márquez siempre fue un facilitador de
paz totalmente comprometido con la búsqueda de una solución al conflicto
armado, al punto de que en un momento
dado eso llegara a poner en riesgo su propia libertad.
“Él fue un incomprendido por parte de la
inteligencia militar en su momento, porque se le sindicó de ser miembro del
M-19, pero fue un hombre amante de la paz, un facilitador con su prestigio y
sus relaciones internacionales para que en Colombia por fin se consolidara la
paz”, dice Moreno.
Lamentablemente, cuenta, en los años 80, en la
época del gobierno de Julio César Turbay Ayala, García Márquez quiso regresar a
radicarse en Colombia, pero fue sujeto de persecución política y eligió
establecerse en México. “El general Camacho Leyva estaba muy interesado en
meterlo preso, época en la que se detuvo a intelectuales como el poeta Luis
Vidales”, dice el politólogo.
No obstante, la amistad del Nobel con Fidel
Castro y su inclinación hacia la izquierda democrática en América Latina, lo
llevó a propiciar acercamientos con el gobierno de Virgilio Barco.
Moreno resalta que los comandantes del M-19
eran costeños y eso generaba empatía: Jaime Báteman, un samario alegre, con una
visión nacionalista. Igual con Carlos Pizarro, cartagenero. “Todas esas
amistades permitieron un acercamiento con el Gobierno de Barco y de ahí viene
el proceso de paz con el M-19”, resalta Moreno.
Martínez afirma que “García Márquez nunca
abandonó el país. Desde hace unos 40 años ayudó en los procesos de paz,
anhelaba que no hubiera esas polarizaciones tan profundas, pero pedía que nunca fuera registrado por los
medios de comunicación”.
Para él, el autor de Cien Años de Soledad, siempre cumplió un papel de diplomático, de
embajador internacional de la paz, en una labor silenciosa: “No hay mucha
información concreta al respecto, porque siempre quería pasar de manera
discreta frente a sus buenos oficios por la paz de Colombia”.
Destaca que ‘Gabo’ comprendió que la lucha
armada era la ruta equivocada, que había que atajar toda esa estela de muerte
por la experiencia de Bolivia, Venezuela y otros países.
Con los Santos
Con Juan Manuel
Santos, ‘Gabo’ tuvo una buena relación, pero más con su hermano Enrique Santos,
cofundador de la revista Alternativa, publicación emblemática de la izquierda
colombiana.
“Los
dos (Santos), cumplieron una función importante en el proceso que se acaba de
firmar con las Farc, porque si Juan Manuel ganó la presidencia levantando la
bandera de la Paz, Enrique fue su amigo (de ‘Gabo’) personal, de proyectos y
allí fluyó todo para que se dieran las conversaciones con ellos dos y un grupo
de amigos de Cuba y del proceso cubano, de ahí que no es gratuito que las
negociaciones hayan sido en ese país”, explicó Fabio Martínez.
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EL ESPECTADOR
Bogotá /
Colombia
7 de
diciembre de 2016
Cultura
El día que conocí a
Fidel Castro en La Habana
Por: Eduardo Márceles Daconte*
Un día de agosto de 1981, llegó a mi apartado
aéreo 6863 de Bogotá una carta de invitación del gobierno revolucionario de
Cuba para asistir al Encuentro de intelectuales y artistas por la soberanía de
Nuestra América en La Habana, del 4 al 7 de septiembre de 1981.
Se trataba de una de las actividades más
ambiciosas de todas cuantas se hayan organizado en aquella hermosa isla. Esa
mañana del 2 de septiembre nos reunimos en el aeropuerto El Dorado los miembros
de la delegación colombiana que asistiríamos a la convocatoria. Si bien hasta
aquel momento desconocíamos quiénes eran nuestros compañeros de viaje, en la
sala de espera nos encontramos con el escritor Arturo Alape, el artista Pedro
Alcántara Herrán, el dramaturgo y director del TEC (Teatro Experimental de
Cali) Enrique Buenaventura, el director del teatro La Candelaria Santiago
García, el escritor y crítico literario Jaime Mejía Duque, el rector de la
Universidad Central de Bogotá Jorge Enrique Molina, el ensayista y académico
Isaías Peña Gutiérrez, el cinematografista Jorge Silva y el laureado poeta Luis
Vidales. De Europa llegaría otra delegación colombiana conformada por el
escritor e historiador del arte Álvaro Medina, radicado en París, el artista
visual y profesor universitario Fabio Rodríguez Amaya y su esposa, Carmenza
Bradford de Rodríguez, a la sazón arraigados en Milán (Italia), a quienes
saludamos a nuestra llegada. De México, donde estaba exiliada en casa de Gabo,
arribó la escultora Feliza Bursztyn para reencontrarse con sus viejos y
queridos amigos, aunque el Gobierno negara cualquier persecución contra la
destacada artista. El invitado especial era el escritor Gabriel García Márquez,
y su esposa Mercedes Barcha (radicados en México), quienes ocupaban el
penthouse del hotel.
En aquella época no había vuelos directos a La
Habana desde Bogotá, así que aterrizamos en la ciudad de Panamá para esperar el
vuelo a Cuba al día siguiente. Nos hospedamos en un hotel del centro urbano de
a dos por habitación. Cuando empezaron a preguntar a quién queríamos de
compañero, ninguno quería compartir el cuarto con Vidales. Corrió la voz entre
nosotros de que el poeta roncaba como un león exhausto, hasta que Isaías se
ofreció de voluntario para estar con él y fin del dilema. Esa tarde salimos en
patota a recorrer el centro comercial y a tomar algunas cervezas en el bar del
hotel. A la mañana siguiente abordamos el avión que nos llevó a La Habana.
Nos esperaba un comité de recepción en medio
de un conjunto musical que entonaba viejos sones del trío Matamoros. Nos
entregaron las escarapelas de identificación y el programa del encuentro.
Abordamos una buseta con otras delegaciones que habían arribado al mismo tiempo
y nos hospedaron en el Havana Riviera, lujoso hotel expropiado a la mafia
estadounidense dueña de casinos y cabarets, con una hermosa vista del malecón y
más allá el mar Caribe. En la recepción me informaron que compartiría la
habitación con mi viejo amigo el artista visual Pedro Alcántara. Cuando bajé a
la recepción temprano la mañana del día siguiente, vi la figura conocida de
Gabriel García Márquez, enfundado en un overol azul de gasolinero, conversando
con el recepcionista. El lobby estaba desierto, así que me aproximé al escritor
y me presenté:
Eduardo
Márceles Daconte durante el Encuentro de intelectuales y artistas por la
soberanía de Nuestra América en La Habana.
“Gabo,
yo me llamo...”, mencioné mi nombre con énfasis en el Daconte pues ya había él
utilizado ese apellido para su cuento El rastro de tu sangre en la nieve,
quizás uno de sus mejores, que integraría tiempo después su colección Doce
cuentos peregrinos.
Gabo me miró con algo de sorpresa en sus ojos
y me preguntó: “¿Acaso eres de Aracataca…?”.
Cuando respondí que sí, lanzó un grito que
asustó a los escasos huéspedes a esa hora: “¡Ahora sí se jodió esta vaina, dos
cataqueros en La Habana…!”
Entonces me agarró por el brazo y señalando un
sofá, nos sentamos a conversar. Su primera pregunta, que se repetiría en
nuestros encuentros futuros, fue: “¿Cómo están las cosas por Cataca?”,
utilizando la forma abreviada del nombre que siempre utilizamos los nativos
para referirnos a Aracataca. Para mí era un sueño hecho realidad estar allí
conversando con mi más admirado escritor, de modo que sus palabras eran música
celestial para mis oídos. Parecía que tenía ganas de rememorar su terruño
porque me contó algunas anécdotas, entre ellas la más memorable fue aquella de
cuando estaba escribiendo Cien años de
soledad en México.
“Imagínate que cuando escribía la novela, para
bautizar a un personaje recordé a tu abuelo Antonio Daconte, quien fue muy
generoso con mi abuelo Nicolás R. Márquez y conmigo, pues nos dejaba entrar
gratis a su cine Olympia, así que escribí su nombre, pero el personaje se me
fue volviendo marica, entonces lo cambié por Pietro Crespi, quien fue un
afinador de pianos que mi mamá conoció en Barranquilla, porque, a decirte
verdad, pensé qué iría a decir tu tío Galileo Daconte cuando leyera la novela.
Mínimo me daba una trompada”, dijo con un gesto del brazo rompiendo el aire.
Después, a medida que bajaban al lobby los
invitados al encuentro, se fue formando un corrillo alrededor de Gabo y dimos
por terminada esa animada tertulia. Las reuniones en el Centro de Convenciones
del Parque Lenin, una edificación en medio de un amplio espacio arborizado,
empezaban puntuales a las 9 a.m., hasta la hora del almuerzo, y proseguían por
la tarde hasta la puesta del sol, cuando regresábamos al hotel. Era una cascada
de ponencias que fatigaban por su reiterativa condena al imperialismo yanqui,
el estado de la lucha contra los regímenes dictatoriales de América Latina en
aquel momento y la gratitud por el apoyo de Cuba a las organizaciones
revolucionarias. En total éramos alrededor de 300 invitados de América Latina,
islas del Caribe, España, Francia y Estados Unidos, un gigantesco operativo de
máxima organización logística, un monumental y generoso esfuerzo del gobierno
cubano, pues la invitación incluía el pasaje aéreo, el alojamiento y la
alimentación en aquel hotel de 5 estrellas.
No era ninguna sorpresa sentarse en el comedor
a la hora del almuerzo o en los asientos de los buses que nos llevaban y
traían, con el director de cine Fernando Birri, el sociólogo Néstor García
Canclini, el pintor Julio Le Parc o los escritores Osvaldo Soriano y David
Viñas, de Argentina; el escritor George Lamming, de Barbados; el famoso escritor
y religioso Frei Betto y el actor Fernando Peixoto, de Brasil; el novelista
Fernando Alegría, el pintor Mario Toral o el escritor Volodia Teitelboim
(exiliado en Moscú), de Chile; los artistas Oswaldo Guayasamín y Eduardo
Kingman, de Ecuador; el escritor José Agustín Goytisolo o el pintor Antonio
Saura, de España; los poetas Claribel Alegría y Roberto Armijo, de El Salvador;
el escritor Luis Cardoza y Aragón, el dramaturgo Manuel Galich (exiliado en
Cuba), el cuentista Augusto Monterroso, con su bella y joven esposa Bárbara, de
Guatemala (radicados en México); los poetas Efraín Huerta, Jaime Labastida,
Thelma Nava, las artistas Marta Palau y Raquel Tibol, los escritores Eraclio
Zepeda y Pablo González Casanova, de México.
La delegación nicaragüense estaba encabezada
por el poeta Ernesto Cardenal y los escritores José Coronel Urtecho y Lisandro
Chávez Alfaro. De Panamá llegaron, entre otros, Chuchú Martínez, escritor y
guardaespaldas de Omar Torrijos, y los escritores Rogelio Sinán y Bertalicia
Peralta; el escritor Alfredo Bryce Echenique y el crítico literario Antonio
Cornejo Polar, de Perú; el sociólogo y teórico independentista Manuel
Maldonado-Denis y el poeta Clemente Solo Vélez, de Puerto Rico, y no podían
faltar el cuentista y expresidente Juan Bosh, de República Dominicana; los
escritores Mario Benedetti, Eduardo Galeano, Alfredo Gravina, Jorge Musto, los
artistas Luis Camnitzer y José Gamarra, así como el músico popular Alfredo
Zitarrosa, de Uruguay, y por último, los escritores Luis Britto García y Miguel
Otero Silva de Venezuela. Una nómina de lujo representativa de los países
invitados.
Sólo la representación de Cuba era de 64
integrantes de todos los sectores culturales, desde los cinematografistas
Santiago Álvarez, Tomás Gutiérrez Alea y Sergio Corrieri, los escritores Ángel
Augier, Miguel Barnet, Manuel Cofiño López, Eliseo Diego, Roberto Fernández
Retamar, Norberto Fuentes, Nicolás Guillén, Nancy Morejón, Lisandro Otero,
Félix Pita Rodríguez, Graciella Pogolotti, Onelio Jorge Cardoso y Cintio Vitier,
entre muchos más, hasta el diseñador Félix Beltrán, los artistas Wilfredo Lam,
René Portocarrero, Flavio Garciandía, y los músicos Pablo Milanés, Leo Brouwer
y Silvio Rodríguez, para no alargar la lista.
Una de esas mañanas soleadas y cálidas, mientras
escuchábamos el monótono ronroneo de las interminables ponencias, estaba
sentado entre Gabo e Isaías Peña cuando nuestro admirado escritor inclinó la
cabeza y en voz baja me preguntó: “Oye Eduardo, ¿tú no estás aburrido…?”.
A lo que respondí: “Claro que sí”, entonces le
hice la pregunta a Isaías, quien cabeceaba del trasnocho y respondió que sí.
Entonces Gabo me susurró: “Vamos a salir uno a uno con disimulo y nos
encontramos a la salida”. Salió Isaías, luego salí yo y por último Gabo
apareció sonriente y nos dijo: “Voy a llamar la limosina para que nos lleve a
la playa”. Nos miramos sorprendidos y casi de inmediato llegó el carro con su
conductor. “Vamos para el hotel”, ordenó y cuando llegamos comentó: “Voy a subir
a buscar el traje de baño e invitar a Mercedes. Ustedes hagan la misma cosa”.
Nos volvimos a encontrar en el lobby con Gabo y Mercedes y salimos para la
playa de Santa María del Mar, donde Gabo tenía una casa de descanso asignada
por el Estado.
Mercedes se quedó en la casa en compañía de un
cocinero a preparar el almuerzo y nosotros salimos para la playa, a unos 100
metros de la casa. Ya tirados sobre la arena caliente, Gabo nos contó muchas
anécdotas de su vida de escritor, entre ellas algunas técnicas literarias que
me hubiera gustado escribir y recordar, pero estábamos en un plan de descanso y
ninguno se atrevía a romper la magia de aquel momento histórico para nosotros.
A veces nos entrábamos al mar a nadar o echarnos agua como niños juguetones. Después
del almuerzo, Mercedes nos señaló una habitación con dos camas para hacer la
siesta y ellos se retiraron a su aposento. A eso de las 5 de la tarde
regresamos al hotel.
A diferencia de los días anteriores, en la
programación nada estaba agendado para esa noche, sólo decía “Noche sorpresa”.
Nos indicaron que estuviéramos en el lobby a las 7 p.m. Entre nosotros
comentábamos que seguro nos llevarían al Cabaret Tropicana, como sucedería la
siguiente noche, pero en su lugar los buses se estacionaron frente al Palacio
de la Revolución, en cuyo lobby hay un inmenso mural del célebre artista René
Portocarrero. Nos recibieron con mojitos y un conjunto de música de cuerdas.
Era realmente un placer saludar y conversar con personajes a quienes conocíamos
por su vida y sus obras. De pronto, un funcionario dijo en voz alta:
“Compañeros, por favor, hacer aquí un semicírculo”, y todos procedimos a hacer
lo ordenado. Se abrió una puerta y apareció Fidel Castro vestido con uniforme
verde oliva flanqueado por García Márquez y el poeta y ensayista Roberto
Fernández Retamar.
Los seguía un carrito de mercado lleno de
hermosas cajitas con festones de regalo. El comandante estrechaba la mano de
cada invitado, preguntaba su nombre, país de origen y le entregaba una botella
de cerámica saporrita con la marca Isla del Tesoro, Ron de Cuba, el diseño de
un pequeño baúl de piratas y lacrada con un sello rojo. Cuando llegó donde yo
estaba, Gabo me presentó con mi nombre y le comentó: “También es de Aracataca”.
Fidel sonrió y yo, azorado por la inesperada salida del protocolo, sólo atiné a
decir: “Mucho gusto, comandante, gracias”. No me pareció tan alto como lo
imaginaba y se veía contento de tener a tantos artistas bajo el techo de aquel
legendario edificio desde donde regía los destinos de la isla. Cuando terminó
de entregar los regalos, se abrió una puerta grande y el mismo funcionario nos
invitó a seguir para una cena con suculentos manjares estilo bufet, todos los
mojitos que pudiéramos beber y amenizada por un conjunto musical. En una mesa
cercana a la nuestra departían algunos escritores y artistas de diversos países
en compañía de Fidel y Gabo, que reían de los chistes que contaba Fernández
Retamar.
Gabriel García Márquez en la playa Santa María del Mar,
Cuba, 1981.
Ya era medianoche cuando todos achispados
salimos de allí, felices de haber experimentado un encuentro inolvidable con la
crema y nata de la intelectualidad hispanoamericana y compartido con el
personaje que sin duda partió en dos la historia de América Latina y el Caribe,
influyendo en los destinos de lejanos países de África y Asia. Temprano en la
mañana del 8 de septiembre nos llevaron al aeropuerto para el viaje de regreso
con escala en Panamá. El avión de Braniff con destino a Bogotá se retrasó y ya
de noche, mientras volaba por encima del tapón del Darién, nos embistió una
tormenta tropical. Llovía de manera torrencial y un rayo alcanzó uno de sus
motores, el avión perdió altura de manera abrupta y el sonido de los motores
era un rugido lastimoso de ciclos rápidos e irregulares.
Todos imaginábamos el más infame de los
destinos, unas monjas lloraban mientras rezaban el rosario a gritos, junto a mí
iban dos beisbolistas que venían de participar en un campeonato de pelota
caliente en Cuba, se veían aterrados, pálidos y transparentes. Entonces pensé,
si nos vamos a estrellar, por lo menos voy a beber el ron que me regaló Fidel.
Destapé la botella y bebí a sorbos acelerados el ron sin llegar a sentirme
embriagado, sólo experimenté un sosegado júbilo hasta que el avión comenzó a
retomar su ruta. Ya en tierra nos abrazamos emocionados sin dejar de comentar
el tremendo susto que habíamos pasado. La escultora Feliza Bursztyn lloraba de
la impresión sin presentir que aquel viaje marcaría para ella y para siempre un
trágico destino a causa del inocente encargo de su más querido amigo.
* Escritor, curador de artes visuales e investigador
cultural, es autor, entre otros, de ¡Azúcar!: La biografía de Celia Cruz, Los
recursos de la imaginación: Artes visuales de la región andina y la región
Caribe y la novela El umbral de fuego (2015).
1 comentario:
Valiosa y enriquecedora información en esta MemorabiliaGGM. Gracias. Felicitaciones! Sobre el libro "GABRIEL GARCÍA MARQUEZ Literatura y Memoria", editado por la Universidad del Valle, sugerimos acceder y navegar: http://ntc-narrativa.blogspot.com.co/2016_11_29_archive.html .
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