31 de octubre de 2016

MEMORABILIA GGM 858



EL PAIS
Madrid - España
24 de octubre de 2016

Cultura

“Gabo veía lo que nadie ve”
El periodista colombiano Roberto Pombo recuerda su amistad
con Gabriel García Márquez y sus lecciones como reportero

Por Felipe Sánchez
 
Roberto Pombo, el pasado viernes en Madrid. Foto: Luis Sevillano

El director del diario El Tiempo, Roberto Pombo (Bogotá, 1956), se graduó como periodista en el único medio colombiano de izquierda de los años setenta, la revista Alternativa, impulsada por Gabriel García Márquez y en cuyo seno hizo su primera cobertura, la de la toma de la embajada de República Dominicana a manos de la guerrilla del M-19 en 1980. Hoy dirige un periódico centenario, el de mayor circulación en el país, y acaba de publicar El tiempo por cárcel (Debate, 2016), un libro de conversaciones con el escritor colombiano Juan Esteban Constaín sobre su historia y la del país, que presentó la semana pasada en España.

¿Qué aprendió de García Márquez?
Gabo deja varias lecciones. Una muy envidiable era su capacidad para, con una mirada diferente a la de todo el mundo, poner la cámara en un contraplano y ver lo que nadie ve –para decirlo en términos cinematográficos–. La originalidad de la visión del periodista siempre fue una obsesión suya. Tener una mirada diferente, y eso es una gran enseñanza.

Pombo viajó a México a principios de siglo a liderar allí la expansión de la revista colombiana Cambio, para la que entrevistó junto al autor de Cien años de soledad al subcomandante Marcos, en 2001. El líder revolucionario había cruzado medio país norteamericano desde Chiapas, al sur, y “se había tomado prácticamente toda Ciudad de México con su gente”.

¿Cómo fue esa entrevista?
Muy intimidante, sobre todo porque Gabo se quedó callado casi todo el tiempo y yo era el que hacía las preguntas. Yo lo miraba como diciendo “¿ya?”. Seguí hasta que se acabó mi batería y comenzó él con unas preguntas mucho más interesantes. Las mías eran las de temas políticos, las obvias. Las de él trataban de encontrar quién era el personaje que teníamos enfrente. Lo primero que le dijo fue: “Se nota que tiene un gran bagaje cultural. ¿Usted se crió en un ambiente de mucha lectura?”. Marcos se sorprendió y contestó que su mamá era maestra. Entonces arrancó una conversación sobre sus influencias literarias… Digamos que la parte de reportería clásica la hice yo y él puso como siempre la cámara en contraplano.

Director de El Tiempo desde 2009, Pombo ha sido figurante de telenovelas, libretista de programas de concursos, reportero en la costa Caribe, director de revistas y de noticieros radiales y televisivos. “Mi vida periodística ha estado ligada a la violencia”, reflexiona, con una experiencia de más de 35 años de oficio a cuestas en un país envilecido por la guerra. “Y al mismo tiempo ha tenido como hilo conductor los distintos procesos de paz, que al final parecieran una sola conversación que empezó en 1982 y que está terminando ahora. Por eso veo con tanto entusiasmo la posibilidad de que por fin se firme un acuerdo”.

Santos prometió seguir la política de mano dura de Álvaro Uribe en la campaña de 2010. ¿Por qué lo respaldó?
Para los problemas del país me parecía que la experiencia y la actitud de Santos eran mejores, y que tenía más empaque de gobernante que [el académico independiente] Antanas Mockus. Pero nunca lo vi como si Santos fuera la guerra y Mockus fuera la paz. Conozco al presidente desde hace muchísimos años y pese a haber sido el ministro de la guerra en la época de Uribe, participó activamente en muchos de los procesos de paz anteriores.

Uribe es el líder oficioso de los opositores a los actuales acuerdos entre el Gobierno y las FARC que buscan poner fin a un conflicto armado de más de medio siglo. Tras cerca de cuatro años de diálogos en La Habana, el documento final fue sometido a un plebiscito el pasado día 2. Los críticos del acuerdo ganaron por 54.000 votos (en medio de una abstención del 63%) y el Gobierno se ha comprometido a discutir sus contrapropuestas.

¿Están cerca de un nuevo acuerdo?
Si se trata del acuerdo que quiere Uribe, estamos lejísimos. Los cambios que pide son de tal magnitud que habría que hacer un documento totalmente distinto. Pero tanto para el Gobierno como para las FARC, el tiempo corre en su contra. La situación es muy delicada y vulnerable. Una guerrilla desmovilizada, todavía con armas, con plazos diferentes a los proyectados y con problemas técnicos muy complejos para la verificación internacional…

Los opositores exigen, entre otras cosas, que los líderes de la guerrilla no participen en política, que paguen penas de cárcel y que los crímenes de la guerra no se juzguen en un tribunal especial, sino en la Corte Suprema. “El conflicto armado colombiano es muy viejo y durante la última década ha sido muy lejano para la gente de las ciudades. Entonces, a muchos les parece que las concesiones a la guerrilla son excesivas, porque no sienten que lo que se está recibiendo sea equivalente a lo que se está dando”, observa Pombo. “Ahora hay que buscar fórmulas creativas y políticamente serias para que las cosas avancen”.


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ARCADIA
Bogotá – Colombia
25 de octubre de 2016

Gabo y una flor en un avión
La filósofa Andrea Mejía comparte el recuerdo de cuando conoció a Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha porque, en un país tan polarizado, siente “que tenemos que agarrarnos de la belleza. De la poca y pequeña”.

Por Andrea Mejia
 
García Márquez y Barcha llegando a Aracataca por tren en 2007. Crédito: Alejandra Vega / AFP.

Como el vuelo La Habana-Bogotá estaba sobrevendido, me asignaron un asiento en primera clase. Qué suerte, pensé. Al lado mío, separado por el corredor, iba sentado García Márquez. No me pareció extraño. Solo pensé en lo difícil que iba a ser llegar a mi puesto. Un enjambre de personas se amontonaba en torno a él, impidiendo el estrecho pasaje. Todo el mundo quería una foto o un autógrafo. O una foto y un autógrafo. Una foto Maestro, le decían. Pero dejen sentar a Mercedes, que lleva toda la vida parada, decía él. Mercedes era su esposa y había quedado atrapada en la multitud. Vi que la cosa iba a tardar. Me senté en uno de los brazos de una silla que estaba dos filas delante de la mía y suspiré. Les rogamos a los señores pasajeros ocupar sus puestos, repetía la azafata por el altavoz sin perder la calma, aunque a mí me empezaba a faltar el aire. Todo el avión estaba de pie y los pasajeros parecían multiplicarse por 100 cada segundo. Por fin la gente tuvo que ocupar sus sillas para el despegue y yo encontré el camino a mi puesto. Antes de sentarme, sonreí a Mercedes que estaba en la ventanilla, al lado de su esposo. Llevaba un vestido blanco y suelto y un collar de grandes piedras azul cielo. Me hubiera gustado pedirle un autógrafo a ella.

Nunca puedo leer mientras despegan los aviones. Siempre estoy esperando el momento en que el avión se estrella contra el suelo como castigo por intentar desafiar la ley de la gravedad. Cuando se apagaron las luces del cinturón de seguridad pude abrir mi morral y buscar en el fondo el libro que llevaba dentro: las Seis propuestas para el próximo milenio de Italo Calvino. Solo había leído la primera conferencia, Levedad. Busqué los párrafos en los que Calvino se acuerda de la historia de Perseo y habla de la delicadeza que se necesita para ser un vencedor de monstruos. ¡Cuánta razón!, pensé. Una vez Perseo ha acabado con Medusa cortándole la cabeza, libera a su chica (lo que puede parecer aburrido pero desde cierta perspectiva resulta irreprochable), y después “decide hacer lo que cualquiera de nosotros haría después de semejante faena: lavarse las manos”. Por supuesto, pensé. El problema es qué hace mientras tanto con la cabeza de la horripilante criatura. Entonces Calvino decide que en ese punto lo mejor es citar directamente Las metamorfosis de Ovidio: “Para que la áspera arena no dañe la cabeza con pelo de serpientes, Perseo mulle el suelo cubriéndolo con una capa de hojas, extiende encima unas ramitas nacidas bajo el agua, y en ellas posa, boca abajo, la cabeza de la medusa”. El pasaje que sigue es el mejor momento de la conferencia, porque las ramitas acuáticas se transforman en coral.

¿Qué estás leyendo? Me sobresalté. ¿Yo?, pensé. ¿Y quién más iba leyendo cerca nuestro? Levanté la cabeza para inspeccionar. Una señora sostenía la cartilla de seguridad del avión frente a sus ojos. Quinientas pulseras doradas tintineaban en sus brazos. A lo mejor su momento de pánico en los aviones no coincidía con el mío, pensé. Yo no sabía si eso contaba como leer, pero en un destello de lucidez me dije que en todo caso el que preguntaba podía darse cuenta sin dificultad de que lo que leía la señora de las pulseras eran las instrucciones que hay que seguir con cuidado cuando un avión va a estrellarse contra el suelo. La pregunta entonces no tenía ningún sentido. Muéstrame ese libro. Era él, con su acento caribe impecable y dulce. Le mostré el libro. La portada con la foto de Calvino amarilla y sepia y las letras azules del título temblaba entre mis manos. Así que ya estoy enamorada, pensé. Es el mejor libro que he leído en mi vida, me dijo. Me reí. Solo he leído la primera conferencia, le dije. Le hablé de la cama de ramitas marinas que se transforman en coral al contacto con la cabeza del monstruo. Y le hablé de otro tipo que aparece en la conferencia, no tan capaz como Perseo, pero al que le gustaba saltar sobre las tumbas. No me acuerdo cómo se llama, le dije. Claro, me dijo, Cavalcanti. Pero él salta solo porque tiene las piernas muy largas y flacas, agregó. El cementerio es su pista de entrenamiento. ¿Cómo te llamas? Andrea, ¿y tú? Gabriel. Era un chiste, le dije, pero muy malo. Tráenos por favor dos uijqui, le dijo a la azafata que sonrió y le dijo, enseguida, Maestro. Yo no entendía por qué todo el mundo le decía Maestro, pero a lo mejor tenía que ver con el hecho de que nadie sobre la Tierra podía pronunciar tan bien como él la palabra whisky. García Márquez tenía que ser una autoridad fonética mundial. Nuestras mesitas auxiliares se habían desplegado mágicamente y sobre ellas brillaban dos vasos llenos de hielo y uijqui.

Di un sorbo pequeño de mi vaso y le pregunté si se acordaba del cuento de Kafka al final de la conferencia. Es un cuento muy raro, le dije. Recuérdamelo, me dijo él. Obedecí. Un hombre sale a buscar carbón con un balde en el invierno. Usa el balde como caballo volador y la esposa del que vende carbón en una carbonera subterránea lo ahuyenta con la mano, como a una mosca, sin querer venderle un solo trozo de carbón. Al hombre no se le ocurre bajarse del balde. La mujer agita tanto su mano, y con tanta fuerza, que manda al hombre en la grupa del balde más allá de las Montañas de Hielo. Bueno, no me parece raro, concluyó él, es mucho más probable que vuele un balde vacío a que vuele un avión lleno como este. Muy exacto, pensé. La señora de las pulseras parecía ya haber memorizado las instrucciones de seguridad.

Me preguntó yo qué estudiaba. ¿Yo? Tras una rápida introspección, no se me ocurrió ninguna otra aspiración profesional creíble, así que tuve que decirle la verdad. Literatura, le dije. Él se quedó en silencio unos segundos dando grandes tragos de whisky. Pronto pidió otro. Me dijo que le parecía imposible enseñar la literatura. No, si a mí también me parece imposible aprender literatura. Le hablé de las pequeñas vicisitudes de mi vida universitaria mientras la azafata recorría los pasillos del avión con sus pasos inaudibles.

Cuando se acabó el segundo whisky dijo que iba a dormir, porque cuando a uno no le queda mucho tiempo de vida, no puede dejar pasar nunca la oportunidad para una siesta. Es un buen consejo, le dije. Tomó con delicadeza el libro de mis manos, y sin que yo dijera nada, lo abrió en la primera página y dibujó una flor. Con letras enormes, que ocuparon toda la página atravesada por el tallo largo de su flor de cuatro pétalos, escribió, para Andrea, del amigo Gabo, 1997.

Tuve ganas de llorar de felicidad. Mi amor había crecido fuerte como la maleza por efecto del whisky. Si sólo pudiera oír su voz durante todo el vuelo, recé.

Me devolvió el libro y recostó su cabeza sobre una almohada que tenía sobre un costado. Muy pronto empezó a roncar suavemente. Mercedes miraba las nubes por la ventana, impasible. Yo empecé a hacer figuritas sobre el vaho formado por el aire condensado sobre el vaso frío. Me imaginé un balde volando en el aire. Solo, sin jinete. Le di la vuelta con el dedo a dos pedacitos de hielo de los que pronto no quedaría nada.

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