MEMORABILIA GGM
Cali – Colombia
21 de agosto de 2015
Historia de la primera reseña
de Cien años de soledad
Por Fernando Jaramillo
El martes 6 de junio de 1967 fue puesta a la
venta en las librerías de Buenos Aires la primera edición de Cien años de soledad. El 13 de junio, en
el número 233 de la revista Primera Plana, el libro aparece de tercero en la
lista de los libros más vendidos, siendo superado en ventas por La creciente de Silvina Bullrich y La bastarda de Violette Leduc. El 20 de
junio del mismo año, en el número 234 de Primera Plana, sorpresivamente, la
carátula es dedicada a Cien años de
soledad . La imagen deja ver al por entonces desconocido escritor de
pantalón negro y camisa de carnaval a cuadros rojos y negros, parado muy erguido
en mitad de una de las calles empedradas del tradicional barrio de San Angel
Inn en México D.F., mientras mira fijamente al lector, como esperando que
embista el toro. En las páginas interiores centrales de ese legendario número
234, aparece una crónica-reportaje sobre el escritor y una reseña crítica sobre
la novela, que se constituye en la primera después de su publicación. En la
sección de libros se indica que Cien años
de soledad ocupa el primer puesto en la lista de los libros más vendidos. Es
preciso aclarar que hasta esa memorable
portada de Primera Plana, después de estar la novela dos semanas en el mercado,
se habían vendido alrededor de dos mil ejemplares de la novela, una cifra excepcional
tratándose de un escritor poco conocido. Pero la cuestión es que a raíz de esa
portada y los textos citados, se produce en los días siguientes un verdadero
vendaval de ventas, que agota el saldo de la primera edición, aproximadamente unos
seis mil ejemplares más, lo que motivó a la Editorial Sudamericana a sacar una
segunda edición para el día 30 de junio, menos de un mes después de la salida
al mercado de la primera edición, con un tiraje que algunos estiman en diez mil
ejemplares. Don Klein, el bibliógrafo y coleccionista norteamericano, autor de GGM una bibliografía descriptiva, afirma
que fueron veinte mil ejemplares, algo realmente inaudito para la época. Primera
Plana , con la nada despreciable cifra de sesenta mil ejemplares en circulación
semanal, y considerada la más influyente dentro de la política y la cultura
argentinas de la época, tuvo el mérito, sin lugar a dudas, de haber contribuido
en gran medida a que el lanzamiento de la novela haya tenido tal éxito y tal
resonancia, aunque Tomas Eloy Martínez, en ese entonces Jefe de Redacción de la
revista, con una modestia inusual, permeada quizás por su amistad con Gabo,
haya aseverado, 40 años después, que Primera Plana no influyó para nada. Lo
demás es historia.
Fundada Primera Plana en 1962 por el conocido
periodista argentino Jacobo Timerman, la revista tenía un toque de
magazine de interés general dirigido a la clase media alta y a ejecutivos con preocupación
por la política, la economía y la cultura. John King, el crítico inglés, expresó
que la revista exudaba refinamiento y modernidad, y que en su sección de libros
los autores y sus novelas se convertían en noticia. El sociólogo argentino Roberto
Baschetti definió la publicación de esta manera: “Primera Plana se hizo cargo
de la avidez del público lector por nuevas formas de lenguaje periodístico. Esas
nuevas formas pueden mencionarse de la siguiente manera: una indagación
noticiosa en el interior de los partidos políticos apenas practicada antes y
muchas veces de forma superficial; el trazado de panoramas de actualidad y de
previsiones sobre el futuro inmediato; la búsqueda y la publicación de
informaciones ocultas o desconocidas; un seguimiento permanente y muy intenso
de las actividades políticas, sindicales y militares; un diálogo constante con
los líderes partidarios; un ojo atento a los episodios políticos provinciales y
municipales; la emisión de comentarios y opiniones, y por último, un mayor
rastreo de los hechos históricos acaecidos”.
Pero antes de continuar adelante con esta
reseña histórica, hay que tener presente que en noviembre de 1965,
específicamente en el número 160 de Primera Plana, aparece un artículo
relacionado con García Márquez, que –dice Don Klein– parece provenir de la
pluma del crítico Luis Haars: “América con todo: La hojarasca”. Y en el número 225 del 18 de abril de 1967 a mes y
medio del lanzamiento oficial de Cien
años de soledad, la misma revista publica, con el título de “Literatura:
Amadís de Colombia”, un interesante texto: “…..el colombiano Gabriel García
Márquez era uno de los maestros de ese conclave, pero su mejor relato, El coronel no tiene quien le escriba,
carecía de ese aliento espacioso que exigen las grandes novelas. Cien años de soledad, que Sudamericana
publicará en junio de 1967 en Buenos Aires, ha sido señalada por sus pares como
una obra descomunal, en todos los sentidos de la palabra. Es Mario Vargas Llosa
quien ha escrito la solapa para la edición. Allí dice: “La Inquisición y las aduanas
coloniales quisieron evitar a América el estampido verbal, las incendiadas
herejías de las novelas de caballería; siglos después, un novelista colombiano
reivindica y venga a esos remotos maestros medievales, con una deslumbrante
novela de aventuras que es una gran saga americana y, también, un homenaje al Tirante, al Amadís. Una rosa nítida, una técnica de hechicería infalible, una
imaginación luciferina, son las armas que han hecho posible esta hazaña
narrativa, el secreto de este libro excepcional”.
Vistas las cifras que aportan cada uno de los
investigadores, se hace interesante leer la página 65 del libro del catalán
Xavi Ayen, Aquellos años del boom, en
donde se explican muchas de las diferencias en las cifras de ventas.
Dice asi para facilitar su lectura:
Carmen Balcells va a demostrar su enorme eficacia con la gestión
de este libro. La «superagente» no se fiaba, por principio, de los editores,
los únicos que controlaban –como todavía sucede ahora– las cifras reales de
ventas de los libros, que son importantes pues de ellas se desprende el 10% que
cobra el autor. Así que decidió investigar si sus prejuicios estaban justificados,
en cuanto a los derechos que Sudamericana pagaba a García Márquez.
En enero de 1975 viajé a Buenos Aires en persona a auditar
las cuentas de los libros de García Márquez, me presenté en la imprenta y en
los almacenes, conseguí ver todos los albaranes y constaté que las
liquidaciones que le hacían a Gabo no se correspondían con las cifras de ventas
reales. Es decir: le engañaban, diciéndole que vendía mucho menos de lo que la
editorial cobraba. Ellos quisieron evitar un escándalo, y a cambio de mi
silencio me concedieron lo que les pedí. Me reuní con el viejo López Llausás,
que me dijo: «¿Qué sucede, Carmen?», y yo le respondí: «He visto muchas cosas. No
cuadran las cuentas, no solamente de Gabo... Sartre y Simone de Beauvoir no son
mis clientes pero...». Era un hombre afable muy listo, y me dijo: «Vamos a
arreglarlo a la catalana». La verdad es que le saqué un buen dinero. Desde
entonces, Gabo tiene muy claro que yo me ocupo de todas sus cuestiones
económicas.
Ese «todas» significa «todas», como ya advirtió en su día
Caballero Bonald, quien anotó que la leridana había pasado a ser «no ya la
exclusiva agente literaria de García Márquez sino una especie de administradora
única para toda clase de asuntos financieros.» Porrúa, a quien no le consta el episodio Balcells-López
Llausás, revela, no obstante, que «una vez publicado el libro, mientras se multiplicaban
las reediciones, Llausás me dijo: “A este chico García Márquez le hemos hecho
famoso y ahora ¡encima quiere cobrar!” pero yo lo interpreté como un gesto de
humor catalán».
LA REVISTA
Los textos
ARTES Y ESPECTACULOS
Los viajes de Simbad García
Márquez
Esta semana se agotó en Buenos Aires la primera edición
de la novela de Gabriel García Márquez Cien años de soledad (ver crítica en
página 54) Lo que sigue es un reportaje al autor hecho en México por el
Secretario de Redacción Ernesto Schóó.
Uno puede estar
sentado frente a Gabriel García Márquez, en un bar de la Alameda, tomando café
en esos tazones que sirven en la Ciudad de México, y él habla; o en un bar
llamado "Yen–Yen", sorbiendo jugo de naranja: en un vaso igualmente
inmenso, y él habla; o en un restaurante de la Avenida Insurgentes, denominado
"La Playa Bruja", despachando unos mariscos, no menos colosales, y él
sigue hablando. Gabriel García Márquez –Gabo para los amigos– habla todo el
tiempo. Pero es una delicia oírlo hablar porque su conversación tiene el mismo
encanto, ligeramente arcaico, y el sabor legendario de sus relatos donde la
realidad se hace fantástica y la fantasía realidad. Esto le viene de una abuela
que, prácticamente, lo crió, allá en su poblado natal de Aracataca en Colombia. Una viejita menuda y cenicienta, siempre
enlutada, que infiltraba duendes, y espantos, y brujerías en los atardeceres
del caserón solariego; y el pequeño Gabo se alimentaba con estas fantasmagorías,
se pasaba la lengua por los labios al probarlas, como si fueran golosinas con
un vago regusto ácido.
Todo le crece a
García Márquez de esa infancia: de la abuela, el caserón, las leyendas, los
ensalmos y el abuelo, "la figura más importante de mi vida", Era un
antiguo soldado de las guerras civiles colombianas, que una vez mató a un
hombre. Solía llevar a su nieto al circo; y, de pronto, se detenía en la calle,
como si sintiera una puntada, y en un susurro, inclinándose sobre él, le decía:
"Ay, no sabes cuánto pesa un muerto". Cuando Gabo tenía 8 años, el
abuelo falleció: "Desde entonces no me ha pasado nada interesante",
suspira el escritor. Nada más que escribir algunas de las narraciones que
ubican a la literatura latinoamericana en el ápice de la atención mundial.
Aunque hace seis
años que García Márquez vive en México, no ha dejado ni dejará nunca de ser
colombiano. Su mujer Mercedes, es, como él, de la zona de Barranquilla, donde
hace tanto calor que ahora se mueren de frío en la meseta de Anáhuac, y
preguntan con mucha aprensión si Buenos Aires no será glacial cuando lleguen,
en agosto próximo (y hay que decirles que no, porque son capaces de no venir).
En cuanto a los hijos –Rodrigo está por cumplir 8 años y Gonzalo tiene 4–, la
obsesión de Gabo y Mercedes es que no vayan a salir hablando en
"mexicano", y los vigilan constantemente, aunque no pueden dejar de
morirse de risa cuando los muchachos se expresan en una jerga casi
incomprensible, que se les pega de los compañeros de colegio. "Este es
mexicano –señala Rodrigo a Gonzalo, con cierta superioridad–, pero yo no, yo
soy colombiano."
Lo que predomina en
García Márquez, a primera vista, es el pelo. La cara, de rasgos fuertes,
veteados por los restos de un acné juvenil, lucha a nariz partida con una
maraña pilosa que se le encrespa en la cabeza, se le derrama como flecos encima
de los párpados y se remansa, por fin, en el bigotazo rotundo. Por ahí le
bailan los ojos, vivaces y bondadosos, llenos de benévola curiosidad por esos
animales extraños que son los hombres. No es alto (debe de andar por el metro y
70, ó 72), pero tiene, obviamente, el orgullo de su cuerpo bien hecho, de su
tórax y su abdomen durísimos y retumbantes como una coraza, Con un saco sport
casi tan hirsuto como él, y los ajustados jeans,
parece un boxeador que se hubiera retirado hace poco y se dedicara, con alguna
melancolía, a ser manager de los más
jóvenes. Pero Gabo es joven, nació en 1928, y su paso lo delata: camina como si
en las plantas de los pies le crecieran resortes con un paso saltarín y, a la
vez, aplomado y denso como el del cowboy
de las películas, que avanza por la silenciosa calle principal del pueblo para
medirse con el villano.
Hubo dos o tres vil1anos en la vida de
García Márquez: la política, el hambre, los riesgos de muerte corridos cuando
era periodista en una Venezuela cariada por los atentados,
A todos los ha capeado, con un poco de fatalismo ("debe de ser esta facha
de turco que tengo; hombre, si me pones un fez y me largas a la calle a vender
baratijas, nadie se asombra") y un mucho de coraje. Tal vez su historia
debería empezar a partir de la rampa de lanzamiento que fueron las historias de
la abuela, con la lectura de Las mil y
una noches, con la que le ocurrió lo mismo que a su personaje de Aureliano
Segundo en Cien años de soledad, que
le pregunta a su abuela, Ursula, "si todo aquello era verdad, y ella le
contestó que sí, que muchos años antes los gitanos llevaban a Macondo las
lámparas maravillosas y las esteras voladoras". Macondo, la población
donde transcurren, invariablemente, los relatos de García Márquez (menos su
obra más notoria hasta ahora, la novela corta El coronel no tiene quien le escriba) es, en realidad su Aracataca
nativa, igualmente apolillada por el calor y las lluvias, lentamente comida a mordiscones
por las ciénagas y la selva, fugazmente exaltada al lujo y la locura cuando
"la fiebre del banano", una especie de quimera del oro (el oro eran
las bananas) que sopló sobre las zonas tropicales de América del Sur a
principios de siglo.
Pero cuando Gabo
nació, aquel esplendor no era más que una deshilachada conseja de fortunas
fabulosas que se deshacían y se rehacían de la noche a la mañana; de mujeres de
perdición, que bailaban la cumbia desnudas ante magnates que, por ellas, hacían
encender en los candelabros, en vez de velas, billetes de cien pesos; de
pasiones, y odios, y vendettas trasmitidas de una generación a otra. Todo eso y
los relatos bélicos del abuelo, son el trasfondo perpetuo, el tapiz fabuloso
sobre el cual García Márquez hace vivir y morir –viejísimos– a sus personajes.
Desde los 17 años, empezó a escribir una novela en la que debía entrar ese
material íntegro, más sus propios sueños y las visiones que surgían de aquellas
tertulias literarias en Barranquilla (años después, en 1950), cuando, en el
café Colombia, se reunían el librero catalán Ramón Vinyes, Alfonso Fuenmayor,
Alvaro Cepeda, Germán Vargas y el propio Gabriel, y alborotaban a los tranquilos
parroquianos con su heterodoxia de temas y vocabulario.
Antes, hubo un
período, en Bogotá, adonde llevaron a Gabo a los 12 años, para estudiar con los
jesuitas (sic) ("fui un estudiante apático"), y constantes
desencuentros, ya en la Universidad, con las materias de Derecho, hasta que, a
raíz de un cuento escrito en 1946 y publicado en el suplemento literario de El
Espectador, entró a formar parte de la redacción de este diario. Después de Las mil y una noches, se extasió con las
maravillas de Gargantúa y Pantagruel
(nada más afín a su exuberancia imaginativa, que todo lo mide en leguas y
toneladas, en hombres gigantescos, mujeres que esparcen alrededor una
fecundidad demencial, criaturas que hacen estallar los trajes nuevos a fuerza
de crecer sin tasa); por fin, encontró algo parecido a un rumbo en William
Faulkner y Franz Kafka, a los que se esmeró en imitar "con resultados
negativos". "Aquellas estupendas ediciones de Sur –rememora–, y
después de Sudamericana, que nos volcaban encima, a los latinoamericanos, toda
la mejor literatura."
Imprevistamente,
mientras García Márquez conduce –a la perfección– el Opel casi blanco, por el
ordenado laberinto de las autopistas que ciñen la Ciudad de México, sus bigotes
dejan caer el nombre de otra influencia: Virginia Woolf. Se le erizan las cejas
cuando presume que pueda ser, hoy, una figura semiolvidada; y cuando se
recuerda la transformación de Orlando en mujer, el episodio clave de Orlando, y el irónico humor, atemperado
con melancolía, de La señora Dalloway,
se comprende cómo la espiritual dama inglesa, que enloquecía entre rosas y torreones,
pudo haber destilado su sabiduría estilística sobre la obstinada cabezota de un
colombiano.
El Opel trepa una
loma en el elegante barrio de San Angel Inn (como quien dijera Belgrano R) y
frena ante un portón de madera. Detrás del portón y del muro que, invariablemente,
enclaustra a todos los jardines particulares en México, no hay nada más que
césped, un arbolito, un rosal con una sola rosa y una mucama india, que no
habla castellano y anda descalza por la casa. Allí vive Gabo, en un edificio de
dos plantas que les queda grande, a él y a su familia: paga 200 dólares mensuales
de alquiler, y tiene todavía cuartos enteros, enormes, sin amueblar (''porque
no tenemos plata, pero ya verás"). Es el reino de Mercedes, la mujer de
García Márquez: una muchacha delgada, esbelta, con el pelo cortísimo, a lo varón,
casi siempre enfundada en pantalones ("es por el frio; estos mexicanos no
ponen calefacción en las casas porque tienen la ilusión de que esto es el
trópico"), y con una cara tan particular –una mezcla de travesura y
nostalgia, piel trigueña y ojos de Oriente– que no hay más remedio que
preguntarle de dónde la sacó, y entonces se aclara todo: Mercedes tiene un
abuelo egipcio, que vivió como cien años y leía el destino en la borra del
café.
Gabo se derrumba en
un sillón y anuncia su alegría porque el enviado de Primera Plana no llevó
grabador: "Me horrorizan esos artefactos mecánicos, no me entiendo con
ellos. Nada, hombre, que si llegabas a traer un chirimbolo de esos..., pues
nada, que no me hubieras conocido la voz". Esto parece algo difícil, pero
él insiste en que es muy tímido y que la cámara de televisión lo empantana en
la tartamudez. "De modo que cuando vaya a Buenos Aires, nada de
televisión, ¿eh? Ni autógrafos, ni nada de eso: me parece poco digno; uno es un
escritor y no un astro de cine."
Pero cuando se lo
ve, poco después, en "la Zona Rosa" de la Ciudad de México (un puñado
de manzanas, a un costado de la columna del Angel de la Independencia, donde se
acumula todo lo que hay de lujoso, snob y with it en la
fastuosa capital de Nueva España), repartiendo sonrisas y apretones de manos,
interesándose por la vida de todo el mundo y escuchando los informes con sus
grandes orejas apantalladas, absorbiendo la vida y la fama con la misma avidez
con que absorbía las historias de la abuela, no se puede creer demasiado en el
retraimiento de García Márquez. Es que está en uno de sus períodos de descanso,
explica: acaba de emerger de Cien años de
soledad, y se siente como naciendo de nuevo, bautizándose en las aguas de
la amistad, de la risa, de la anécdota ligeramente picante o pérfida, del
alboroto que inevitablemente suscita con sus carcajadas, sus manotazos, sus
ironías (sin que se le vaya del todo la tristeza levantina de su cara de
buhonero).
Porque cuando está
trabajando no hay quien pueda forzar su aislamiento. Su fortaleza está ahí no
más, atravesando una puerta que da al vestíbulo, junto a un cuadro de su
célebre compatriota, el pintor Obregón. Es una puerta que continúa una mampara
de tablones, y, sobre ella, Gabo ha pegado una oblea (tal vez secuestrada en
una boite de la Zona Rosa) que dice:
"La Cueva de la Mafia". Es el santuario, tan íntimo y despojado como
una celda monacal: un diván, la mesa con la máquina de escribir, estantes con
libros, un bañito y, más allá de la ventana, un patio interior que quiere
presumir de jardín. Sobre el diván, el cuadro que la abnegada esposa del
coronel se empeña vanamente en vender en El
coronel no tiene quien le escriba: una abundante matrona, envuelta en
velos, que dormita sobre almohadones mientras los amorcillos regordetes (que
parecen engendrados por ella misma, con idénticos rizos y las mismas carnes de
manteca) tejen guirnaldas de rosas sobre su sueño.
En una de las
estanterías reluce otra estampa finisecular: dos niños recogen flores a la
orilla de un precipicio y el Angel de la Guarda conjura el peligro con un
ademán de su diestra. Hay una inmensa ternura en la sonrisa con que Gabo
comenta la oleografía, regalo de una amiga (la española María Luisa Elío de García
Ascot, a quien, junto con su marido, Jomi, está dedicada Cien años de soledad). Después viene un conciliábulo con Mercedes:
"Oye ¿y que me pongo para ir a la Zona Rosa? No tengo qué ponerme",
rezonga Gabo; y Mercedes acota, al visitante: "No te imaginas, la cantidad
de ropa que tiene: qué sé yo, como cien sweaters, y camperas, y medias de
colorinches, todo de sport, sabes; es su pasión". García Márquez, entonces,
con inocultable coquetería, profetiza: “Ya verás mañana, cuando me saques
fotos, en San Angel: me pondré la chaqueta para salir en colores, que es una
preciosidad."
Mercedes esperó
varios años a Gabo, en Colombia, para casarse con él. Porque, en 1954, El
Espectador lo mandó de corresponsal a Europa: como siempre le había interesado
el cine, ancló primero en el Centro Sperimentale de Roma, donde siguió un curso
de director, mientras mandaba sus crónicas al diario. Merodeó por los países
del centro y del Este, y, por fin, se radicó en París. A todo esto, seguía
rumiando su famosa novela total, que iba a llamarse La casa, y que sería la vida de un imaginario coronel nacido en
Macondo, Aureliano Buendía. De pronto, García Márquez observó un fenómeno
curioso: había partes de la novela que cobraban vida propia, que no se quedaban
quietas y exigían ser desgajadas del tronco central, independizarse. En sus
noches parisienses, hacía restallar la máquina de escribir, hasta la madrugada:
la dueña del hotel admiraba su capacidad de trabajo, y el mecánico al que llamó
un día, con urgencia, para que revisara la trajinada máquina, le confesó,
rascándose, perplejo, la cabeza: Elle est
fatiguée, Monsieur!.
Así nacieron, como
brotes de un único tema central, las historias que después serían El coronel no tiene quien le escriba y Los
funerales de la Mamá Grande (editados en Bogotá en 1959 y en México en
1962. respectivamente). Pero, en 1955, el gobierno de Rojas Pinilla clausuró El Espectador, y Gabo se encontró sin su
cheque mensual; al mismo tiempo, un amigo suyo descubría, en un cajón del
escritorio de García Márquez, los originales de La hojarasca, sepultados allí desde
tres años antes, y decidiría lanzarlos al público por su cuenta. En poco tiempo
se agotaron 30 mil ejemplares (sic), y el escritor contemporáneo más importante
de Colombia fue revelado a sus compatriotas, Sin embargo, en una situación idéntica
a la del coronel de su cuento, las tribulaciones del autor en París no tenían
tregua: comía y vivía según las tradiciones de la picaresca aunque la dueña del
hotel, que le tenía afecto, no le cobraba los alquileres atrasados, que
llegaron a sumar una cifra fabulosa: 120 mil francos viejos. Cuando, por fin,
García Márquez pudo pagárselos, la mujer azorada se quedó sin aliento y le dijo:
"Por favor señor. Es demasiado. Deme un poquito ahora y el resto más
adelante. Déjeme acostumbrarme."
En 1956, tras un
retozo por Colombia para casarse con Mercedes, Gabo está en Venezuela,
repartiendo su tiempo de periodista entre dos publicaciones, Momento y Elite. En 1959, abre la oficina cubana de información, Prensa
Latina, en Bogotá, y en 1960 parte, con su mujer y su primogénito, hacia Nueva
York, para representar a esa agencia en las Naciones Unidas. La decadencia de
Prensa Latina precipita el deterioro de unas relaciones que, desde el comienzo,
fueron tensas, y García Márquez decide volverse a su tierra. Admirador de
Faulkner ("fue cuando lo leí que entendí que yo debía escribir"),
quiere conocer el Deep South,
llevando como guía los libros de su mentor; y, además, quiere ganar tiempo para
que los amigos colombianos le depositen en Nueva Orleáns algunos dólares, porque apenas si tiene para el viaje
en ómnibus, desde Nueva York, con la mujer y el hijo.
Son veinte días de
carretera, alimentándose con leche malteada, con hamburguesas, conociendo en
Atlanta un áspero rostro de los Estados Unidos ("no querían recibirnos en
los hoteles porque creían que éramos mexicanos") y leyendo, en otro pueblo
del Sur, un letrero que decía: "Prohibida la entrada de perros y
mexicanos". En Nueva Orleáns había 120 dólares esperándolos en el
Consulado de Colombia, y un restaurante de prestigio internacional, el Vieux Carré, con un menú capaz de
resarcirlo de la dieta. "Pedimos un inmenso Chateubriand –recuerda Gabo– y
nos lo llevaron coronado por un durazno en almíbar. Furioso por el atentado,
pedí hablar con el chef y en mi mejor argot parisiense lo mandé siete veces a
la m… Inútil: el cheff, presuntamente francés, era un sureño cerrado. ."
Cuando cruzaron la frontera de México, los García Márquez volvieron a escuchar
su idioma y a comer a gusto: "Esto fue como el Paraíso, y la comida
caliente nos decidió a quedarnos".
De inmediato, el
grupo de colombianos en México apretó filas en torno de su compatriota, y
surgió la solución: el autor de La
hojarasca sería guionista de cine. El plan de vida parecía brillante: seis
meses dedicados a los guiones, seis meses dedicados a la literatura. "Cuando
me encierro a escribir –explica García Márquez–, Mercedes se ocupa de todo. Yo
le doy el dinero que he ganado en el medio año anterior, y no me pide más: es
una administradora formidable." Había un manuscrito terminado, sin
embargo, que rodaba desde hacía tres años, atado con una corbata, en el fondo
de una de las valijas del andariego: unos amigos lo convencieron de que debía
enviarlo a Bogotá, al concurso de la Esso Colombiana, y él lo mandó, pero sin
título, porque el único que le parecía conveniente podía resultar inconveniente
para otros: "Este pueblo de m ... " El relato triunfó en el concurso,
se llamó finalmente La mala hora, y
cuando le preguntaron al autor qué pensaba hacer con los 25 mil pesos del premio, contestó: "Pregúntenle a
Mercedes".
Esto era en 1962.
En realidad, desde 1960 García Márquez no había vuelto a escribir nada que le
importase: se levantaba a las seis de la mañana, destilaba un párrafo trabajoso
después de horas de pelea, y terminaba por tirar los papeles al canasto. Hasta
que un día de 1965, mientras guiaba su Opel por la carretera de la Ciudad de
México a Acapulco, se le presentó íntegra, de un golpe, su lejana novela–río,
la que estaba escribiendo desde la adolescencia: "La tenía tan madura que
hubiera podido dictarle, allí mismo, el primer capítulo, palabra por palabra, a
una mecanógrafa". Como no había mecanógrafa a mano, Gabo se fue a su casa,
conferenció con Mercedes y el compartimiento estanco que es "La Cueva de
la Mafia" se cerró sobre él. Cuando volvió a abrirse, no habían pasado
seis meses, sino dieciocho. Él tenía en su mano los originales (1.300
cuartillas, escritas en ese lapso a razón de ocho horas diarias sin contar el
doble o triple de material desechado) de Cien
años de soledad. Mercedes tenía en la suya, facturas adeudadas por 120 mil
pesos mexicanos (10 mil dólares): "Más dinero del que puede producirme la
novela en 10 años de ediciones sucesivas", exagera beatífico, García
Márquez, liberado ya de su pesadilla. "En realidad confiesa, mientras
dibuja soles y gatos, diestramente, en una servilleta de papel, me importa más
terminar los libros que publicarlos."
Ahora, después que
pase por Buenos Aires, se irá a Barcelona para escribir El otoño del patriarca, otro de los temas que lo rondan desde hace
años: lo que ocurre dentro de un típico dictador latinoamericano que, más que
centenario, monologa mientras espera que un tribunal popular lo juzgue, después
de su derrocamiento. ¿Y Macondo: no volverá nunca más a Macondo? Meneando con
solemnidad la cabezota, pasándose los dedos, a manera de rastrillos, por las
cejas ("Mercedes siempre me dice que me peine las cejas cuando me
retratan"), García Márquez transita entre los faroles y las verjas
virreinales del barrio de San Angel, con su imposible "chaqueta para salir
en colores", y musita, algo entristecido: "No sé. Después de Cien años me siento como si se hubieran
muerto mis amigos. Pienso escribir unos cuentos donde me ocuparé de lo que les
ocurre a los descendientes de la gente de Macondo, en Europa",
Para que se le pase
la tristeza, los otros amigos están ahí, siempre; Alvaro Mutis y su mujer. Jomi
García Ascot y María Elena, (sic) los matrimonios con quienes "los Gabos"
(el sobrenombre se ha extendido a toda la familia, y los chicos son ahora
"Los Gabitos") pasan invariablemente los tediosos domingos de la Ciudad
de México. Ese domingo, por ejemplo, en cl cual, envuelto en un inmaculado
sweater blanco, Gabo se acurruca en las manos confortables de Mercedes y, como
un osezno feliz, gruñe: "Me parece que se necesita una enorme
irresponsabilidad para ser escritor", Y Mercedes, por suerte, comprende.
Ernesto Schóó.
LIBROS
América: La gran novela
Gabriel García Márquez: Cien años de soledad – Una literatura en
estado de nacimiento no tiene nada que perder; puede inventar su lenguaje a
partir de cero, imaginar una loca sintaxis, echar al mundo gordas de doscientos
kilos y gigantes de tres metros, burlarse de todas las tradiciones culturales
puesto que no debe responder a ninguna. El acto de crear se transforma entonces
en una experiencia de vida libre, y la literatura que nace va nutriéndose de
esa desmesura, como un feto de monstruosa cabeza al que sólo el aire, las
relaciones con los demás hombres, el acto de caminar y de crecer van modificándolo.
Puede aducirse que esas son las reglas
de toda creación verdadera; pero las manos del que trabaja en un páramo están
siempre más sueltas que las del que habita entre ruinas o monumentos. La
realidad –la cotidiana o la
fantasmagórica– han sido siempre la herramienta de la novela. Pero el único
gesto capaz de dotar de grandeza a una novela es la falta de respeto por esa
realidad.
Si la literatura
latinoamericana asoma ahora –casi con certeza– como la más original de todas
las literaturas, es sólo por la aceptación de su destino subversivo, por su
desaforada caminata a través de una imaginación sin límites. Esa originalidad
es engañosa, sin embargo, porque las formas que asume son las mismas formas que
adoptaron las primeras ficciones humanas, las de toda cultura en erupción: así
como en España la novela empezó siendo un cantar de gesta, una loca aventura de
caballerías, una colección de apólogos donde hablaban los animales y los Deanes
de Santiago viajaban en el tiempo, América latina erige ahora sus propios Calila e Dimna, sus Conde Lucanor, sus Mío Cid y sus Amadises. No es improbable que
dentro de mil años Güiraldes y Rómulo Gallegos, Azuela y José Eustasio Rivera
figuren como palimpsestos perdidos de la infinita historia literaria; que Macedonio
Fernández y Arlt, y Borges, sean apenas la semilla natal de un mundo cuyos
padres se llamarán Cortázar, Vargas Llosa, Onetti, Guímaráes Rosa y Carpentier.
Este padre mayor que se les ha unido definitivamente, con sus Cien años de soledad, viene a aportar,
él solo, una bandera nueva para la aventura: la novela que acaba de publicar
resume mejor que ninguna otra, todas esas corrientes alternas. La magia celebra
aquí su matrimonio con la épica; los filtros maravillosos, las ascensiones al
cielo en cuerpo y alma, los festivales interminables del sexo, se pasean
orondos del brazo de las guerras revolucionarias, de los políticos hipócritas, de las plantaciones bananeras que aniquilan,
donde quiera que estén, la felicidad y la inocencia.
Cien años de soledad cuenta la
historia completa de Macondo a través de la familia Buendía desde que el primer
José Arcadio y la primera Úrsula la fundaron, mitológicamente, a doce
kilómetros de un galeón español anclado en plena selva. Pero apunta hacia algo
más: es una metáfora minuciosa de toda la vida americana, de sus peleas, sus
malos sueños y sus frustraciones. Los cuatro libros previos de Gabriel García
Márquez aparecen ahora como meros afluentes de esta novela total: los tropeles
verbales de La hojarasca han moderado
su trote; las íntimas inclinaciones de cabeza de El coronel no tiene quien le escriba se aplican –con sus mismas
reticencias– a la historia de Remedios Buendía una casada impúber a quien García
Márquez retrata mediante escamoteos psicológicos. Solo Los funerales de la Mamá Grande, último cuento de un libro
homónimo, anticipa, con sus tempestades episcopales y su tremendismo
babilónico, los mejores momentos de Cien
años. Macondo ha sido siempre, salvo en El
coronel, el obsesivo protagonista de esas ficciones, el surtidor de
símbolos. Pero ahora, con un golpe de ballesta, García Márquez llega para
asesinar al “pueblón” que engendró en 1955 (“Macondo era ya un pavoroso
remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán
bíblico…”). Esa matanza a mansalva parece asignar a su novela un destino
apocalíptico; quizá lo sea, quizá a partir del momento en que escribió la
última palabra de Cien años, el autor
se haya afeitado sus bigotes literarios, haya movido de lugar su corazón,
resuelto a empezar de nuevo. Pero, para América Latina, esta novela tiene el sabor
de un génesis, de una apertura hacia las formas más profundas de su vida.
Todo lo que ocurre
en Cien años es importante: la peste
del insomnio que acaba en una peste del olvido y obliga a los habitantes a
marcar cada cosa con su nombre, mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama,
cacerola, a inscribir un gran letrero en la calle central que asegura Dios existe ; las guerras inútiles del
coronel Aureliano Buendía, un enemigo furibundo del Gobierno cuya efigie prócer
acaba por entronizarse en los santorales colombianos; los prodigiosos amores de
Petra Cotes con Aureliano Segundo, a cuyo influjo las vacas, las ovejas y las
gallinas se lanzan a parir desaforadamente. En su laberinto de historias entrelazadas,
de genealogías mareadoras, ningún personaje pierde el paso, sin embargo: es que
García Márquez los echó al mundo vigilando que sus apariencias físicas sean
siempre iguales a sus actos. Ese hilo de Ariadna permite reconocer en el
gigante José Arcadio, que vuelve a Macondo con el cuerpo veteado de tatuajes,
al hijo adolescente que se marchó un día detrás de una tribu de gitanos, con un
trapo de colores amarrado a la cabeza, y permite entender también por qué
persistirá sobre su tumba un recóndito olor a pólvora.
Las grandes
explosiones épicas de Cien años acabarían
por devorar los esplendores del libro si no estuvieran aplacadas, de tanto en
tanto, por las ondulaciones suaves de la poesía: en tal sentido, no hay quizás
en toda la novela un momento más alto que la historia de Remedios, la bella,
una sirena homérica cuya inocencia fuerza la muerte de sus enamorados. Inmune a
los intentos de violación, boba hasta la santidad, Remedios acaba sus días de
cristal una tarde de marzo, cuando sale a doblar en el jardín las sábanas
familiares de bramante. Ese instante es tan angélico, tan denso de vapores y
poesía, que su sola transcripción sirve, mejor que todas las demás palabras
para abrir paso a la lectura del libro: "Al contrario –dijo [Remedios]–,
nunca me he sentido mejor. Acabó de decirlo, cuando Fernanda sintió que un
delicado viento de luz le arrancó las sábanas de las manos y las desplegó en
toda su amplitud. Amaranta sintió un temblor misterioso en los encajes de sus
pollerinas y trató de agarrarse de la sábana para no caer, en el instante en
que Remedios la bella, empezaba a elevarse. Úrsula ya casi ciega, fue la única
que tuvo serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable,
y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a Remedios, la bella, que le
decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían
con ella , que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y
pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y
se perdieron con ella para siempre en los altos aires donde no podían
alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria”.
Pero también ese
párrafo es un mirador de las debilidades del libro, de su único talón de Aquiles:
la uniformidad de la escritura. Cada página de Cien años respira de una manera idéntica a la página que sigue,
repite sus cadencias secretas, los destellos de sus adjetivos, las mutaciones
escenográficas. El olor a maravilla y a lavanda persiste tanto dentro del
estilo de García Márquez como su aluvional ternura, su vitalidad cataclísmica.
En una obra menos vasta como El coronel,
esa fidelidad de la prosa a sí misma era un prodigio; en Cien años, la perfección verbal endulza la lectura, la entorpece a
ratos, acaba por anestesiar el olfato y la lengua.
Nunca, sin embargo,
ese diluvio de belleza enfría la novela: por momentos, García Márquez lo para
en seco injertando noticias aritméticas, detalles prolijos hasta la manía. Que
el coronel Aureliano Buendía quite la tranca de su casa, y vea en la puerta
diecisiete hombres; que Pilar Ternera muera en un mecedor de bejuco, enterrado
por ocho hombres en un hueco enorme; que llueva en Macondo durante cuatro años,
once meses y dos días, no son precisiones inútiles. La novela abreva en ellas
para hinchar sus músculos para demostrar que sus acontecimientos prodigiosos
tienen un color, un sabor, una medida.
Llamar barroca a Cien años de soledad es calificarla a
medias: porque la simiente de su barroquismo es esta América lujuriosa de cabo
a rabo. El coronel que está a punto de fusilar a su amigo Gerineldo Márquez, sólo
porque se atrevió a reprobarlo, y que acaba batallando sólo por el mero gusto
de la guerra, encastra, dentro de sus locas y solitarias arterias, a diez
generaciones de coroneles americanos; el plantador Brown que desaparece de
Macondo en su “suntuoso vagón de vidrio, junto con los representantes más
conocidos de su empresa”, antes de una huelga, es el resumen de una raza de
grandes Maestres bananeros , petroleros y hacendados que asolaron a otras diez
generaciones de obreros del Caribe.
Nada queda sin ser
arrastrado por el torrente de los Cien
años: aquí asoman el Bebe Rocamadour de Cortázar, el Artemio Cruz de Carlos
Fuentes, y hasta la propia Mercedes García Márquez, bajo la máscara de una
boticaria silenciosa, como si el novelista hubiese querido señalar que la vida,
los amigos, el amor y las criaturas de ficción son solo un haz dionisíaco en el
momento de crear. Pero quizás estas Mil y Una Noches pobladas de nacimientos y
de muertes, de casamientos y virginidades, no puedan entenderse por completo
sin la ayuda de una confidencia del autor: “Me importaba más terminar la novela
que publicarla”. El reto a la solemnidad que duerme en esa frase, la alegría
creadora que la sostiene son otras de las claves que explican el triunfo actual
de la novela latinoamericana. A partir de García Márquez –y de sus pares– ya
nadie tendrá derecho a escribir para ser conocido, sino para descubrir el modo
más alto, más limpio de conocerse a sí mismo. (Sudamericana, 1967; 352 páginas, 650 pesos)
[T.E.M.]
Los
protagonistas de la noticia
Portada de la primera edición
de Cien años de soledad con la magnífica ilustración de Iris Pagano, del
departamento de diseño de Editorial Suramericana.
Jacobo Timerman, fundador y
socio de Primera Plana.
Ejercía el cargo de director de la publicación.
Ernesto Schóó. Viajo a
Ciudad de México a entrevistar a García Márquez,
hecho inusual en esa época.
Tenía el cargo de secretario de redacción de la revista.
Tomas Eloy Martinez. Autor de
la primera reseña a Cien años de soledad
en la prensa de Argentina, al momento de su
puesta en venta al público.
Los recuerdos de los
protagonistas
Primera Plana
Buenos Aires – Argentina
1997
Por Tomas Eloy Martínez
"Aunque todas las solapas de sus libros y las cronologías
académicas informan que Gabriel García Márquez nació en 1928, lo cierto es que
su certificado de nacimiento sostiene que fue un año antes, el 6 de marzo de
1927, en Aracataca, Colombia. Desde que el dato fue descubierto por el
periodismo, el novelista vive en estado de sitio. Lo persiguen para que declare
ya no sólo sobre la política laberíntica de su país sino también sobre algo
mucho más difícil: cómo se sienten los seres humanos cuando cumplen setenta
años.
Abrumado por la avalancha, García Márquez se refugió en una casa secreta
de Los Angeles, California, donde no pudieron alcanzarlo los estruendos del
mundo. Otra celebración, sin embargo, está amenazándolo ahora: los treinta años
redondos de su novela más famosa, Cien
años de soledad, con cuya publicación comenzó la enorme y devastadora fama
del novelista.
Fui uno de los pocos testigos personales del nacimiento y la gloria
instantánea de ese libro. No tengo otro remedio, por lo tanto, que escribir
este artículo en primera persona.
García Márquez era un autor de culto, al que unos pocos centenares de
lectores admiraban en secreto, cuando el crítico Luis Harss lo entrevistó en
México y recomendó a la editorial Sudamericana de Buenos Aires que editara su
obra completa. Como el editor mexicano de las tres novelas anteriores de García
Márquez no quería cederlas a otros mercados, Sudamericana decidió entonces
enviar al autor quinientos dólares como pago anticipado por los derechos de la
cuarta.
García Márquez escribió las páginas finales de Cien años de soledad
entre febrero y marzo de 1967, acosado por las deudas, sin tener siquiera
dinero para sacar una copia del manuscrito. Tuvo que vender una procesadora de
alimentos que era su más preciado regalo de matrimonio para poder pagar el
envío postal de las quinientas páginas del libro desde México a Buenos Aires. A
mediados de abril, el director editorial de Sudamericana, Francisco Porrúa, me
llamó por teléfono con una voz exaltada. «Tienes que venir ahora a mismo a mi
casa y leer un libro extraordinario», me dijo. «Es tan delirante que no sé si
el autor es un genio o está completamente loco».
Llovía a cántaros. En la acera de la calle donde vivía Porrúa había dos
baldosas flojas. Al pisarlas, me empapé. El largo pasillo que iba desde la
entrada del apartamento hasta el estudio estaba alfombrado por hileras de
papeles que invitaban a limpiarse los zapatos embarrados. Fue lo que hice: los
pisé. Eran los originales de Cien años de soledad que Porrúa, en la excitación
de la lectura, había ido dejando por el camino. Por suerte, las huellas de los
zapatos no borraron ninguna de aquellas frases que los lectores de García
Márquez siguen repitiendo devotamente, como si fueran plegarias.
Al amanecer del día siguiente, después de la lectura, Porrúa y yo nos
pusimos de acuerdo en invitar a Buenos Aires al gran escritor. El pretexto no
fue el lanzamiento de Cien años de soledad previsto para el 10 de junio (sic)
sino un concurso de novela al que Sudamericana y el semanario «Primera Plana»
convocaban todos los años, en agosto. García Márquez iría como uno de los tres
jurados.
En junio, el semanario del que yo era jefe de redacción dedicó su
portada a Cien años de soledad, consagrándola como «la gran novela de América»
con una reseña crítica que yo mismo escribí. El éxito de ventas de la primera
semana había sido inusual ochocientos ejemplares para la obra de un
desconocido, pero se triplicó a la semana siguiente (sic), después de la
portada . Las dos primeras ediciones unas once mil copias en total (sic) se
agotaron en menos de un mes (sic) . Cuando García Márquez llegó a Buenos Aires
el 19 de agosto, su novela llevaba ya seis semanas al tope de la lista de
best-sellers.
Su avión aterrizó a las dos y media de la madrugada. Porrúa, el poeta
César Fernández Moreno y yo éramos las únicas personas que velaban en el
aeropuerto, atormentados por el frío inclemente de aquel final de invierno. Lo
vimos bajar con una indescriptible chaqueta a cuadros, en la que se entretejían
los rojos chillones con los azules eléctricos. Lo acompañaba una mujer
bellísima, de grandes ojos orientales, que parecía la reina Nefertiti en
versión indígena. Era su esposa, Mercedes Barcha.
Los dos arrastraban un hambre atroz. Pretendían ver el sol del amanecer
alzándose de la pampa infinita, junto a un fogón de carne asada. Y así fue. La
luz del día nos sorprendió en un restaurante cerca del río de la Plata, en el
que García Márquez entretenía a los mesoneros con cuentos sin fin. Por primera
vez, los tres argentinos que lo acompañábamos veíamos el trópico en plena erupción.
García Márquez y Mercedes pasaron
dos o tres días en el más injusto anonimato. Los argentinos seguían devorando
su novela por millares pero habían olvidado el retrato de dos meses antes en la
portada de «Primera Plana». A la tercera mañana, sin embargo, sucedió algo
extraño. La pareja estaba desayunando en un café y, mientras observaba el
letargo dela calle, vio pasar a un ama de casa que volvía del mercado, con un
ejemplar de Cien años de soledad humedeciéndose entre las lechugas y los
tomates frescos.
Aquella misma noche fuimos al teatro. Estrenaban Los siameses, una de
las mejores piezas de la dramaturga argentina Griselda Gambaro. Entramos en la
sala poco antes de que se alzara el telón, con las luces aún encendidas. García
Márquez y Mercedes parecían desorientados por el despliegue de pieles
innecesarias y de plumas resplandecientes. Yo los seguía a tres pasos. Estaban
por sentarse cuando un desconocido gritó «¡Bravo, bravo!», y empezó a aplaudir.
Una mujer lo secundó: «¡Por su novela, García Márquez!». Al oír el nombre, la
sala entera se puso de pie y encendió la lumbre de una larga ovación. En ese
instante preciso, sentí que la fama bajaba del cielo y se posaba sobre los
hombros del novelista, como si fuera una criatura viva.
Tres días después lo perdí de vista. Hubo que ponerle secretarias para
que le filtraran las llamadas de teléfono y mudarlo de hotel para que los
lectores lo dejaran descansar. La penúltima vez que lo vi en Buenos Aires fue
para indicarle en un mapa el rincón secreto del bosque de Palermo donde podría,
por fin, besar a Mercedes sin que lo interrumpieran. La última fue en el
aeropuerto, cuando los dos regresaban a su casa de México, abrumados de flores.
El iba cubierto por una gloria que desde entonces sería como su segunda piel.
Hay que entender entonces por qué García Márquez no quiere celebrar sus
setenta años ni cualquier otro aniversario que le recuerde el movimiento del
tiempo. En 1967 la fama lo alcanzó como un rayo y desde entonces no hay medida
del tiempo para él. Todo lo que vive está suspendido en la pura eternidad
** ** **
LA
NACION
Buenos Aires –
Argentina
30 de mayo de 2007
Cien años de soledad
y el viaje a Buenos Aires
que hizo historia
El gran clásico del
escritor colombiano se publicó por primera vez en la Argentina, en 1967; un actor clave rememora la visita al
país que, para la ocasión, realizó el novelista junto con su mujer.
Por Tomás Eloy Martínez
Agosto de 1967 fue el mes que cambió la vida de Gabriel García Márquez . Había cumplido 40 años el 6 de
marzo de ese año, y en septiembre anterior había puesto punto final a Cien años de soledad, su novela de
gloria. Todavía no tenía editor. Lo más probable era que terminara cediéndola a
Era, el sello mexicano independiente que acababa de publicar El coronel no tiene quien le escriba.
En mayo, cuando la revista Mundo Nuevo adelantó en París el fragmento
sobre el insomnio en Macondo, una ráfaga de deslumbramiento corrió entre los
lectores hispanoamericanos. Se estaba ante la completa novedad de un lenguaje
sin antecedente y de una osadía narrativa que sólo podía compararse con
Rabelais, con Kafka y con los cronistas de Indias. Aun así, el autor seguía
siendo casi un desconocido. En su casa de San Angel Inn, al sur de la infinita
ciudad de México, seguía enredado en apuros económicos que le impedían pagar a
tiempo el alquiler y obligaban a su mujer, Mercedes Barcha, a pedir que les fiaran sin
término los
alimentos en el mercado. Llevaban ya seis meses de insolvencia cuando el
propietario de la casa llamó a la puerta y les preguntó si tenían idea de
cuándo podrían saldar la deuda. García Márquez contó así el episodio en
Cartagena:
"Mercedes hizo sus cuentas astrales y le dijo a su paciente casero,
sin el mínimo temblor en la voz:
–Podemos pagarle todo junto dentro de seis meses.
–Perdone señora –le contestó el propietario–, ¿se da cuenta de que
entonces será una suma enorme?
–Me doy cuenta –dijo Mercedes, impasible–, pero entonces lo tendremos
todo resuelto, esté tranquilo."
A mediados de julio de 1967, los García Márquez fueron invitados por el
gobierno venezolano a participar en un congreso de literatura al que también
asistirían Juan Carlos Onetti, Mario Vargas Llosa y Arturo Uslar Pietri. Al
final de las deliberaciones se iba a entregar por primera vez el premio Rómulo
Gallegos, que ascendía entonces a cien mil bolívares, unos veinticinco mil
dólares. Los candidatos eran Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante;
El siglo de las luces, de Alejo Carpentier; Juntacadáveres , de Onetti, y La
casa verde , de Vargas Llosa.
García Márquez y Mercedes llegaron a Caracas el 3 de agosto. En el
aeropuerto los esperaban Soledad Mendoza, que era amiga de ambos desde 1958, y Mario
Vargas Llosa, que sólo conocía algunas páginas de Cien años de soledad y se
moría de ganas de abrazar al autor.
"Esa fue la primera vez que nos vimos las caras", escribiría
después Vargas Llosa en Historia de un deicidio. "Recuerdo muy bien la
suya, desencajada por el espanto reciente del avión, incómoda entre los
fotógrafos y periodistas. Nos hicimos amigos y estuvimos juntos las dos semanas
que duró el Congreso, en esa Caracas que con dignidad enterraba a sus muertos
[los del terremoto que había destruido parte de la capital una semana
antes]."
Vargas Llosa ganó el premio Rómulo Gallegos con La casa verde. La novela
de García Márquez había sido publicada en Buenos Aires sólo un par de semanas
antes (sic) y, por lo tanto, estaba fuera de concurso. Apenas terminó el
Congreso, Mercedes y él volaron a Bogotá, donde confiaron a la familia el
cuidado de Rodrigo y Gonzalo, sus dos hijos pequeños, y el 16 de agosto a la
madrugada llegaron a Buenos Aires, invitados por la editorial Sudamericana y
por el semanario Primera Plana , del que yo era jefe de redacción.
Días difíciles
El vuelo de Avianca desde Bogotá, con una larga escala en Lima, aterrizó
en Ezeiza a las 3.15. Los García Márquez soñaban con ver las cumbres de la
cordillera de los Andes, pero no había luna esa noche y el cielo cubierto de
nubes apagaba todos los paisajes.
–Vimos la Cordillera con su luz cuando regresamos a Bogotá con una
escala en Santiago de Chile –contará Mercedes cuarenta años después.
–Eran las tres de la tarde. Las montañas estaban nevadas y el aire era
transparente. Aquella visión nos cortó el aliento –dirá Gabriel.
Durante tres días, primero en la ciudad de México una tarde de noviembre
de 2006, y luego durante dos noches de marzo de 2007 en Cartagena de Indias,
los tres repasamos los detalles de aquel inolvidable viaje a Buenos Aires, que
selló para siempre la gloria de García Márquez.
A mí me interesaba tener los hechos claros. También a él, porque la
historia de Cien años de soledad abrirá el segundo volumen de las memorias que
empezaron con Vivir para contarla. Parte de ese relato fue adelantada en el
discurso que pronunció el 26 de marzo en el Centro de Convenciones de
Cartagena. La prensa ha prestado especial atención a las declaraciones de
humildad del autor –"ni en el más delirante de mis sueños, en los días en
que escribía Cien años de soledad, llegué a imaginar que podría asistir a este
acto para sustentar la edición de un millón de ejemplares"–. Pero al resto
del discurso se le concedió menos importancia, quizá porque los incidentes que
contó García Márquez se daban como sabidos.
No es así. En las noches de Cartagena y de México cotejamos la versión
autorizada por el autor con la que dio al llegar a Buenos Aires en 1967. Juntos
corregimos los horarios y las estadísticas alteradas por el vértigo de los años
y coincidimos en detalles que ahora transcribo puntualmente.
A los García Márquez no les alcanzaban los ahorros para completar los 58
pesos mexicanos que costaba enviar por correo el manuscrito de la novela –unas
590 carillas– y tuvieron que dividirlo en dos paquetes. Gabriel cree que los
500 dólares que la editorial Sudamericana iba a pagarles como adelanto por la
publicación llegaron a tiempo para sacarlos de aprietos, pero en Buenos Aires,
cuarenta años antes, habían contado que Mercedes debió empeñar en el Monte de
Piedad la licuadora que Soledad Mendoza les regaló cuando se casaron. Así
volvieron al correo con los veinte pesos que necesitaban y, cuando salieron de
allí aliviados, Mercedes dijo:
–¡Ay, Gabito! Lo único que falta ahora es que la novela te haya salido
mala.
Le había salido buenísima, y los dos lo sabían, pero no querían decirlo
en voz alta porque son supersticiosos como todos los hijos del Caribe, y cantar
victoria antes de tiempo hubiera atraído la mala suerte, la pava, como se llama
ese estigma en la costa colombiana.
El primer amanecer
Al aeropuerto de Ezeiza llegó Mercedes con un vestido de lanilla suelto,
que acentuaba la elegancia de su porte y la esbeltez de su cuello, alto y
airoso como el de la reina Nefertitis. Usaba entonces el pelo corto y se movía
con la seguridad de quien jamás duda de su importancia en el mundo. García
Márquez contó esa noche que en marzo de 1965, antes de sentarse a escribir la
novela, le entregó a su mujer los mil quinientos dólares que había ganado en un
trabajo para una agencia de publicidad y le dijo:
–Vas a tener que arreglarte con esto para los gastos de la casa, Meche.
Yo tengo que encerrarme a escribir la novela.
–¿Cuánto te parece que vas a tardar, Gabito?
–Seis meses, cuanto mucho.
Fueron dieciocho, un año y medio. En ningún momento lo interrumpió
Mercedes para confiarle las deudas en que se estaba comprometiendo y ni un solo
día dejó García Márquez de cumplir con el trabajo de galeote que se había impuesto.
En Buenos Aires recordó que sólo una vez, apremiado por una feroz sed de
alcohol, se puso a gritar:
– ¡Carajo, en esta casa ni siquiera hay whisky!
Pero Mercedes diría en Cartagena que ella se las había arreglado siempre
para que el whisky no faltara. Lo que sí escaseaba a veces era el papel de
escribir, porque Gabriel, en vez de tachar cuando cometía un error, volvía a
mecanografiar con dos dedos la página completa, y así los cestos se llenaban
rápido de hojas maltratadas.
A Buenos Aires llegaron los dos con unas ganas irreprimibles de comer un
bife de chorizo. Gabriel vestía la misma chaqueta caribe de colores eléctricos
con la que Ernesto Schoo lo había fotografiado en México y que estaba
reproducida en la tapa de la revista Primera Plana del 20 de junio.
Durante años se atribuyó por error a esa portada insólita –que
introducía a un escritor desconocido con un título estruendoso: "García
Márquez–La gran novela de América"– la fama instantánea que cayó sobre el
autor en Buenos Aires y que se expandió con una fuerza evangélica por todos los
meridianos de la lengua castellana. A Primera Plana, sin embargo, no le
corresponde mérito alguno, excepto el de haber advertido a tiempo la grandeza
de ese libro. La historia tal como fue es tan sencilla que cabe en pocas
líneas.
En septiembre de 1966, alertado por Carlos Fuentes, el crítico chileno
Luis Harss entrevistó a García Márquez en México, leyó fragmentos de la novela
y decidió incorporar de inmediato al escritor al grupo de los diez más grandes
narradores vivos de América latina. El libro se llamó Los nuestros e incluía
entrevistas con Borges, Onetti, Miguel Angel Asturias, Juan Rulfo, Alejo
Carpentier, João Guimarães Rosa, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa y Carlos
Fuentes.
Al regresar a Buenos Aires, Harss aconsejó a Francisco Porrúa –director
editorial de Sudamericana– que comprara los derechos de la novela. Porrúa la
leyó entusiasmado y me invitó a su casa de San Telmo una noche de lluvia para
que compartiera el deslumbramiento. No había duda. Se trataba de una obra
maestra y, además, reveladora de los poderes infinitos de una ficción bien contada.
Porrúa y yo acordamos que la editorial y el semanario unirían esfuerzos para
invitar al autor a Buenos Aires. Ramiro de Casasbellas, subdirector del
semanario, opinó que el lanzamiento sería incompleto si no se entrevistaba al
autor. Ernesto Schóó partió entonces a México y tuvo con García Márquez una conversación de
antología.
En esos tiempos precarios, los autores no presentaban sus libros al
público ni las editoriales los llevaban de viaje para promoverlos. Había que
buscar, entonces, otro pretexto. Sudamericana y Primera Plana patrocinaban un
premio de novela y ya estaban elegidos dos de los jurados: Leopoldo Marechal y
Augusto Roa Bastos. Como hacía falta un tercero, García Márquez calzaba a la
perfección.
El y Mercedes fueron alojados en un hotel modesto de la calle Arenales,
del que jamás se quejaron. Durante los primeros días, García Márquez –famoso
por su disciplina de monje– se aplicó a la lectura de los 57 manuscritos
presentados al premio, y pasó revista de todos los textos que le pusieron por
delante. Así celebró los cuentos de Juan José Hernández como "los mejores
que se están escribiendo en este país de grandes cuentistas" y, una vez
que decidió votar por El oscuro, de Daniel Moyano, en el concurso, pidió todos
los libros anteriores de Moyano para leerlos en el avión de regreso.
Al principio, nadie lo reconocía. Me pidió prestado el automóvil que yo
tenía en esa época para ir a besarse con Mercedes en los bosques de Villa
Cariño, y una mañana de jueves, a eso de las diez, cuando estábamos desayunando
en la esquina de Santa Fe y Suipacha, se levantó de pronto de la mesa, tomó a
Mercedes de la mano y la llevó hacia la mitad de la avenida, interrumpiendo el
tránsito. Allí la levantó en vilo, como a una novia, y la besó en la boca.
–Lo hizo porque yo era más delgada –dirá Mercedes en Cartagena, cuarenta
años más tarde.
–No lo repitas –contestará Gabriel–, porque soy capaz de volver a
hacerlo ahora mismo.
El viernes ya lo aplaudían en los teatros, lo abrazaban en las calles y
el representante del café de Colombia en la Argentina le daba una gran fiesta
en su casa de Acassuso. Allí vi a García Márquez ejercer sus entonces
desconocidos poderes de mago, que ahora son famosos. Hacia la medianoche,
Patricia Peralta Ramos estaba meditabunda en un rincón. Gabriel se le acercó y
le dijo unas pocas palabras al oído. Ella quedó instantáneamente bañada en
lágrimas y, cuando estuvo a punto de sollozar, salió al jardín.
–¿Por qué la hiciste llorar? –le dije–. ¿Qué le dijiste?
–Nada –respondió él–. Le pregunté por qué se sentía tan sola.
–¿Cómo supiste que estaba sola?
–¿Acaso has conocido a una mujer de veras que no se sienta sola?
Patricia se acordaba perfectamente de la historia cuando la encontré en
Washington a mediados de 1983 y seguía emocionándose al evocarla.
El lunes 20 de agosto de hace cuarenta años, cuando llegué al hotel para
llevar a García Márquez a la redacción de Primera Plana , donde lo esperaban
cincuenta ejemplares de su novela para autografiar, noté que Mercedes estaba
incómoda y le pregunté qué le pasaba.
–Nada –dijo–. Ya he usado toda la ropa que traje. Cuando vuelva a Bogotá
tendré que comprarme algo.
–¿Por qué no compras acá? –le sugerí–. Es agosto y en todas partes hay
liquidaciones de saldos.
–No creo que nos alcance el efectivo que trajimos.
Tanto ella como su marido son extremadamente pudorosos con el dinero.
García Márquez no tenía un centavo para comer cuando vivía en París y estaba
escribiendo La mala hora (sic). Los amigos le ofrecían préstamos que él siempre
rechazaba. Ese código familiar enaltece aún más los malabarismos que hizo
Mercedes para mantener la casa sin acudir a nadie durante los dieciocho meses
que duró la escritura de Cien años.
Pero aquella tarde del día lunes 20 la situación era distinta.
–La novela lleva vendidos ya once mil ejemplares –dije–. Al autor le
corresponden unos setenta mil pesos. Podemos pedirle a la editorial que
adelante parte de esa suma.
Era una cifra enorme, más de veinticinco mil dólares. Desde el vestíbulo
del hotel hablé por teléfono con el presidente de Sudamericana, Antonio López
Llausás, y le expliqué lo que pasaba.
–La novela sigue vendiéndose sin parar –me dijo–. Nunca hemos hecho
antes un pago anticipado como éste. Dígale a García Márquez que mañana, apenas
abran los bancos, le llevaré personalmente treinta mil pesos y dos o tres mil
dólares.
Subí a contárselo a Gabriel. Lo hice con discreción, para no afrontar el
enojo de Mercedes
–Dile que me lo traiga en billetes pequeños –se obstinó el autor.
–¿Para qué pequeños?
–Nomás eso dile. Billetes de cien y de cincuenta pesos, dólares de
veinte y de diez.
–Es un bulto enorme –observé–. López Llausás tendrá que pedir ayuda.
A la mañana siguiente, el presidente de Sudamericana y un asistente
llegaron al hotel con dos maletines repletos.
–Hágame el favor, don Antonio –dijo García Márquez–. ¿Puede arrojar
todos los billetes sobre la cama?
Se formó una parva alta de varios colores. Si alguien abría las
ventanas, los papeles podían salir volando. El escritor tomó un puñado, seis a
ocho mil pesos, lo puso sobre la bandeja del desayuno, retiró una rosa del
florero y, con una reverencia, se lo ofreció a Mercedes.
–Para que te compres toda la ropa que quieras – dijo–. Si ves algo que
te gusta y no puedes pagarlo, vuelve para decírmelo. Puedo escribir otra
novela, y ésa va a ser mejor que Cien años de soledad.
El peso del mundo
Desde aquella fiesta de Acassuso, García Márquez y Mercedes se me
perdieron de vista. Nos hablábamos todos los días por teléfono, nos
encontrábamos fugazmente en el último piso del edificio del semanario mientras
él discutía con Marechal y Roa Bastos sus lecturas de los manuscritos para el
premio de novela, y a veces tomábamos un café de pie cerca de su hotel.
Fundamos entonces una amistad honda que los años no han quebrado ni atenuado.
En Barcelona, en México, en Nueva York, en Bogotá y en Cartagena emprendimos
proyectos ambiciosos –algunos de los cuales siguen en pie, como la Fundación
para un Nuevo Periodismo– y hasta le pedí consejo para algunas penas de amor.
El ha respetado mis serios reparos al régimen de Castro; yo he respetado su
amistad sincera con Fidel.
Cuando brindamos en Cartagena por sus 80 años, le dije:
–Brindemos por tus cien, pero en Buenos Aires.
–¿Por qué esperar hasta entonces? –me contestó–. ¿Por qué no vuelves a
invitarme ahora, como en 1967?
–Te espero. Ya no necesitas que nadie te invite.
Me disculpé entonces, con cuarenta años de tardanza, por no haber ido al
aeropuerto a despedirlo cuando se marchó de Buenos Aires. Porrúa y yo habíamos
estado solos con nuestras almas en Ezeiza aquella madrugada gélida del 16 de
agosto. La mañana en que se fue, había, sin embargo, una multitud de amigos
nuevos. Me había llamado por teléfono ese día temprano, el sábado 26. Le
pregunté si el viaje lo había hecho feliz.
–Me voy lleno de besos y abrazos –dijo–. Tu ciudad es maravillosa, pero
no le descubro las mañas.
–¿Qué harás ahora, a la vuelta de tanta gloria?
–Desaparecer. Mercedes y yo vamos a buscar a los niños en Bogotá, y
luego iremos a pasear por Asunción, Lima, Montevideo, no lo sé. Dentro de un
mes nos instalaremos en Barcelona. Está a orillas del mar, es barata, y porque
mientras no me llene de amigos tendré la paz debida para escribir otra novela.
¿Por qué no vienes con nosotros?
–Ahora no. Iré a visitarte cuando menos lo esperes. Ve a buscar a los
niños y quédate en Buenos Aires. Cuando se acostumbren a verte por la calle
dejarán de abrazarte. ¿No viste lo que le pasa a Borges? Camina por todas
partes inadvertido.
–Ustedes son los que no saben dónde están. Buenos Aires queda en el
confín del mundo. Cuando llegas a esta ciudad, ya no puedes ir a ninguna parte.
Aquí se acaban todos los caminos. Si te pones a mirar los mapas, te asfixias.
Sientes que el planeta te pesa en las espaldas y que te puede caer encima en
cualquier momento.
–¿A qué horas es tu vuelo a Bogotá? –le pregunté.
–A la una, creo.
Salí de mi casa a las 12.30. Había un accidente en la Avenida del
Trabajo, que entonces era el camino obligado al aeropuerto, y eso me dio el
pretexto perfecto para llegar tarde. El día estaba encendido por una luz
cegadora y en el cielo no había una sola nube. Desde el acceso al aeropuerto vi
la silueta del avión colombiano que se elevaba con una osadía vertical y me
quedé un rato allí, alzando tontamente una mano en señal de adiós. El avión
entró en el círculo del sol, se convirtió en un punto diminuto, y al cabo de un
rato se perdió en su luz de gloria.
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