EL TIEMPO
Bogotá –
Colombia
25 de
Mayo del 2015
Entrevista
Al general Rosso José Serrano
¿Cómo le fue el día en que
llevó a Gabo a fumigar?
Por
María Isabel Rueda
Especial para EL TIEMPO
¿Cómo le
fue el día en que llevó a Gabo a fumigar? Después de tantos años, usted no
descansa, general Rosso José…
Cierto. Luego de 40 años en la Policía, mi
Dios me ayudó a que me mandaran como embajador ocho años para Viena, a la
Oficina contra Drogas y Delito. Fui embajador no residente en ocho países, duré
como dos años presentando credenciales (risas). Ahora llevo cuatro años
coordinando un programa de seguridad integral en Centroamérica por pedido del presidente
Santos, que me dijo: “No se vaya a jugar con los nietos y ayúdenos”. Por
fortuna, pude decirle que sí, porque mis nietos ya están grandes.
Una sola
cosa sobre sus años en Viena: ¿aprendió a bailar vals?
Pues aprendí a oír la música, porque nosotros
los policías no acostumbramos a oír a Mozart o Schubert. Nos criamos con Pedro
Infante, con Jorge Negrete. Lo que sí puedo decirle es que no muchos países del
mundo pueden mandar a un policía como yo de embajador.
Usted,
como jefe antinarcóticos de la Policía, implementó las primeras fumigaciones
contra los cultivos de droga. Nadie con más autoridad para opinar sobre la
nueva prohibición del Gobierno de asperjar con glifosato…
Primero fumigábamos con paraquat, y después
empezamos con el glifosato. La preocupación de atajar esos cultivos empieza en
el año 90, cuando la embajada americana me sorprende: “Coronel, localizamos
4.000 hectáreas de amapola en el macizo colombiano”. A mí me pareció tan
natural que en Santander hubiera amapola… Lo máximo que yo sabía de esa flor
era por el bolero de “amapola, lindísima amapola…”. Tuvieron que explicarme que
de ella sale la heroína. Yo no sabía. Ellos vieron mi honestidad. Nos fuimos
para el macizo colombiano y yo desde el helicóptero vi eso…
¡Los
cultivos de amapola!
Vimos esas 4.000 hectáreas y arrancamos a
investigar. Descubrimos que quienes enseñaron a sembrar amapola a los
colombianos fueron los afganos y los paquistaníes. Hasta ahí, yo ni siquiera
sabía dónde quedaba Afganistán. Estaban entrando a Colombia una cantidad de
personas de esas nacionalidades. Pues los narcos los traían de allá, les
quitaban la barba y el gorrito, los alimentaban para que no se fueran a
enfermar, y los ponían a enseñar. Nos metieron ese gol. Desde ahí iniciamos la
fumigación con glifosato.
Usted,
declarado el mejor policía del mundo, no sabía de dónde sacaban la heroína…
Lo mismo que cuando yo vi cómo se hacía: quedé
aterrado. El primer laboratorio de heroína en Colombia lo encontraron unos
oficiales en Neiva, en una pieza de una casa. Por fortuna me acompañó un agente
de la DEA que era experto. No expelía ningún olor, al contrario de la cocaína.
Si no me dicen que eso era heroína, yo hubiera podido pensar que estaban
haciendo algún inocente experimento químico escolar. No teníamos los
conocimientos ni la experiencia, hasta que un buen día nos encontramos frente
al fenómeno, y ya nos había sobrepasado.
Al
principio, la aspersión de los cultivos era manual…
Sí, los policías se ponían el glifosato en la
espalda con un aparato que se llama –no sé por qué así, pues es muy feo– el
‘cacorro’ (risas). Es un tanque que viene a la espalda, y rociaban con esa
máquina el glifosato. Con el tiempo me dijeron: “Mi coronel, esto es muy duro,
a la espalda, a más de 2.500 metros de altura… ¿Qué hacemos?”. Hablamos con los
americanos y empezamos a fumigar con helicópteros, una cosa peligrosísima, y ya
después aparecen los aviones, que en realidad sí permitieron una disminución de
los cultivos.
Realmente,
¿cuándo aparece la siembra masiva de coca en Colombia?
Aparece porque Fujimori dio la orden de tumbar
todos los aviones que traían base de coca para Colombia a Tranquilandia, de
Pablo Escobar, y a otros laboratorios. Cuando comenzaron a tumbar los aviones,
los colombianos, siempre tan astutos, se trajeron a los mejores geólogos y
descubrieron que la selva colombiana era muy apta. Cuando nos pellizcamos, ya
había 10.000 hectáreas de coca de la mejor.
¿O sea
que usted definitivamente comparte la decisión del Gobierno de parar las
fumigaciones con glifosato?
Sí. Y que se haga una política integral, y que
no permitamos la teoría famosa de la reducción del daño, que consiste en que
para unos países el tema de las drogas es de salud, pero para nosotros es de
seguridad. Como les dije en Viena: “Si se mantiene esa teoría, vamos a seguir
con lo mismo, ustedes son los enfermitos y nosotros, los mafiosos”. Cometimos
un error, nos dejamos ‘cartelizar’. Mire el daño que le hicimos a Cali, a
Medellín.
¿No hay
que tenerle miedo a que con la decisión del Gobierno se disparen los cultivos?
No le debemos tener miedo. La sola fumigación
no es eficaz. Hay que perseguir el tráfico de precursores químicos. Eso es
muchísimo más útil. Una vez encontramos, a propósito, como 60 toneladas donde
producían en Colombia una conocida marca de pasta dental, y las decomisamos,
porque yo me dije: cierto que los colombianos somos aseados, pero no para tener
el cepillo de dientes todo el día en la boca (risas). Si tuviéramos a raya los
precursores químicos, no tendríamos que fumigar.
Lo que
me tiene más sorprendida es que en una de esas misiones de fumigación tan
riesgosas empacó usted entre un helicóptero a nadie menos que al propio Gabriel
García Márquez, que no se montaba ni siquiera en un avión comercial…
Es cierto. Lo llevé a una aspersión de esas.
¿Cómo
hizo para montar a Gabo en ese helicóptero? De esa experiencia queda un
prólogo, que él, como cosa rara, porque nunca lo hacía, aceptó escribir para su
libro ‘Las palabras del general’.
Lo invité a través de Enrique Santos Calderón,
porque venían más de 10 periodistas internacionales y pensé que era una buena
experiencia para ellos. Pero al principio creyeron que iba a ser un paseo a
cinco minutos de Bogotá. Cuando llegaron a Neiva y vieron los helicópteros
listos, ya no se podían echar para atrás. Yo sí veía que Gabo no miraba sino
por la ventana para abajo y cometí un error gravísimo. Sin saber que nunca
había montado en helicóptero, le dije: “Maestro, esto se llama Vegalarga. Aquí hace
unos días me mataron a un mayor al que le dispararon desde estas lomas”. Y le
conté que así nos habían derribado varios aviones. Él empezó a ponerse blanco.
Pero se distrajo un poco cuando empezó la fumigación, que es de alguna manera
espectacular, porque los aviones pasan raspando los cultivos y se levantan para
no estrellarse contra los árboles. Yo jamás fui capaz de montarme en uno de
esos aviones.
¿Por
qué?
Son escualizables, sale mareado uno. Por eso
considero que los que hacen esa labor son unos héroes. Alguna vez llevé al
Guaviare al presidente del Congreso americano, un republicano, el señor Dennis
Hastert, y cuando vio qué hacíamos para fumigar y destruir los laboratorios,
dijo: “Tenemos que ayudarlos”. Por eso fuimos la primera policía del mundo en
recibir helicópteros Black Hawk. Voy a decir una barbaridad: en cambio, los
demócratas se quedaban en Cartagena… (risas)
¿Y cómo
sobrevivió Gabo a esa experiencia?
Tengo una fotografía de su llegada a Neiva en
la que se le ve reflejado en la cara el alivio: “No solo no me mataron, sino
que no me caí”, dijo.
Al final
de esa aventura escribe Gabo: ‘El regreso a la base aérea de Neiva fue un vuelo
fantasmal. Empezaba a anochecer, y los helicópteros avanzaban a tientas por
entre una neblina premonitoria, y a tiro de las atalayas guerrilleras. La
tensión se apoderó de todos. Salvo del General, que escribía impasible sobre
sus rodillas en una libreta de cuartel. Solo cuando tomamos tierra interrumpió
la escritura y exhaló un suspiro de alivio’.
Yo le expliqué que me gustaba escribir en
ratos como ese porque me venía bien para los nervios. Precisamente, el libro
que me prologó es un compendio de esas notas que escribía, especialmente, en
situaciones de riesgo, meditando sobre el oficio de policía. Por eso creo que
Gabo aceptó prologar mi libro, algo absolutamente inusual. Incluso existe la
anécdota de que cuando Juan Gossaín le pidió un favor parecido, Gabo le
contestó: “Juan, yo no hago prólogos, pero este puede ser el prólogo del
libro”.
En ese
prólogo, Gabo escribió algo que hoy parece premonitorio: ‘La impresión que nos
quedó a todos fue que los riesgos y costos de exterminar desde el aire las
hortalizas de estupefacientes no estaban en proporción con los resultados’.
Parece escrito hoy, y no en 1998…
Pero más que inútil, lo que veía es que era
tan peligroso para él, que solo estaba de visita, como para nosotros, que lo
hacíamos todos los días.
Y
además, que no era proporcional el riesgo con el resultado…
Lo mismo que hoy concluimos: que si no se
compromete un Estado para atacar otras etapas de la cadena, estaremos fumigando
toda la vida. Por eso la fumigación se nos convirtió en una especie de círculo
vicioso. La droga, por donde pasa, genera una corrupción incontrolable. Con
Colombia se lavan las manos señalándolo como un país productor, alegando que
los demás no son culpables sino víctimas, porque son “países de tránsito”. Ese
término me enerva. ¿Y qué pasa con los países que lavan el dinero o que
producen los precursores químicos? Aquí hay mucha hipocresía. Y quien ha
llevado la responsabilidad, el desprestigio, la estigmatización ha sido mi
país.
¿Qué les
diría hoy a todos esos héroes que durante años se montaron a esos aviones
escualizables, a riesgo de sus vidas?
Se trató de una etapa que había que vivir. Muy
peligrosa, pero le sirvió al país. Si no nos comprometemos con otras medidas,
como dicen el expresidente Gaviria y el general Óscar Naranjo, seguiremos
condenados a fumigar.
Escribe
Gabo: ‘La Policía Nacional, que arrastró durante años un desprestigio muchas
veces merecido, y que parecía irremediable, tiene hoy un rango singular de
gratitud y credibilidad públicas’.
Le agradecí mucho a Gabo ese reconocimiento.
Llevo a la Policía Nacional en mi corazón. Y me siento feliz cuando hablo con
los policías. La Policía colombiana es atípica: primero, depende del Ministerio
de Defensa; segundo, no podemos elegir ni ser elegidos; y tercero, no tenemos
sindicatos. Eso es importantísimo.
Tanta
droga que pasó por su infinito compromiso como policía de este país. ¿Alguna
vez sucumbió a la tentación de probar alguna de esas sustancias? Sentado sobre
esas toneladas de coca, ¿jamás les pasó un dedo?
Nunca. Por mi misma formación. Tuve que
asimilar la pérdida de muchos policías muertos, vi los estragos de la droga en
muchos seres humanos. Hay que tener una formación muy fuerte para resistir lo
que he resistido. Por eso y por muchas cosas le agradezco a Dios haberme casado
con una alemana.
¿Dónde
la conoció?
Para molestarla, yo le digo que vino de
Alemania a buscarme. Soy de Vélez y tengo orígenes muy humildes. Mi madre era
modista de máquina de pedal. Casarme con ella me permitió superar muchas cosas
de mi origen; mi esposa me ayudó a educar y a comer. Todavía le consulto la
manera de vestirme como civil, porque duré 40 años utilizando uniforme de la
Policía. Si no fuera por ella, me vestiría como iba el narco Santracruz el día
en que lo capturamos.
GGM se apresta a montar en el helicóptero con el general Serrano. Foto Cambio
** ** **
EL TIEMPO
Bogotá –
Colombia
22
de mayo de 2015
Crónica
La familia Barcha recuerda
amores
de Mercedes y Gabo
En Magangué, de donde es oriunda la esposa del Nobel, fue
donde se conocieron.
Por: Juan Carlos Díaz M.
Corresponsal EL TIEMPO Magangué. M |
Mientras el puerto de Magangué, donde confluye
medio mundo mercantil de los sures de Bolívar y Sucre y enmarca el nacimiento
de la vasta región de La Mojana, es un bullicioso terminal de embarque y
desembarque de productos y gentes sudorosas que vociferan y pelean por ganarse
unos pesos, a unas cuadras de allí, el señor Héctor Barcha Velilla reposa el
sopor del mediodía dormitado en una mecedora momposina.
Tiene 90 años, es el hermano menor de la
familia Barcha Velilla y tío de Mercedes Raquel Barcha Pardo, la magangueleña
que le robó el corazón a la gloria más grande de la literatura colombiana,
Gabriel García Márquez, en un romance que se inició, justamente en esa
población llamada la ‘Ciudad de los Ríos’.
Con los recuerdos vagos como una nebulosa,
Héctor, sin embargo, logra extraer jugo a su memoria y afirma que su sobrina
Mercedes Raquel, nació en la calle San Clemente, a un costado de la catedral de
Magangué, en una casa que fue borrada del mapa por el avasallante comercio del
puerto.
"Ella estudió aquí en el colegio de Las
Crucecitas y después se fue para Sucre, con su papá, pero en vacaciones se
venía para acá y dormía en casas de sus familiares”, sostiene.
Las casas de las que habla el señor Barcha son
las que están ubicadas en la avenida Colombia, del barrio Córdoba.
Una, en todo el frente de la Iglesia San Pío,
y la otra más adelante, en la misma avenida, en un caserón que hoy está
dividido y en donde funciona una empresa prestadora de servicio de salud.
Junto al escritor Héctor Feliciano, a quien
Mercedes le concedió una de las pocas entrevistas que ha dado, el tío Héctor
coincide en que Gabo y su sobrina se conocieron en Magangué, cuando ella tenía
unos 12 años de edad.
Muy cerca de la casa de Héctor Barcha, en la
calle Padilla, vive su sobrina y prima hermana de Mercedes, la enfermera Zoyla
del Carmen Barcha Ballestas, una espigada mujer que tiene un fuerte parecido a
su prima Mercedes, y con la misma ‘sigilosa belleza de una serpiente del Nilo’,
de la que hablaba Gabo.
Zoyla, una mujer de 62 años de edad, dice que
ella estaba muy pequeña en la época de los amores de Gabo con su prima, pero
afirma tener presente en su memoria, o alguien se lo contó, a un joven sentado
en la sala de la casa de su tío Demetrio Barcha (padre de Mercedes), quien no
se despegaba de los enamorados hasta cuando no se marchara el galán. “Él le
tiraba besitos y le guiñaba el ojo desde una mecedora cuando el tío Demetrio se
descuidaba, y creo que allí empezó el enamoramiento que mantuvieron durante
toda la vida”, recuerda.
La última vez que Mercedes visitó a Magangué
fue hace 38 años, según las cuentas de Zoyla, almorzó sancocho de gallina y
preguntó por todo el mundo.
Gabo, según Héctor, llegó un par de años después solo y estuvo departiendo con los familiares de su esposa en la casa de Arturo Barcha, en el barrio Pueblo Nuevo. “Lo recibimos con sancocho y buen whisky, y eso que aún no era Nobel”, recuerda Héctor.
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