17 de julio de 2014

MEMORABILIA GGM 768



Augusto Wong Campos, un suscriptor de este blog,
tuvo la gentileza de enviarnos la siguiente nota
publicada en un diario del Perú.
Le enviamos nuestros agradecimientos.

DIARIO UNO
Lima – Perú
16 de julio de 2014 

Complicidades con Gabo
El autor de “Cien años de soledad” cultivó una significativa amistad con un poeta peruano que hoy recuerda algunos pasajes de quién era este hombre valioso a dos días de los tres meses de su partida. Murió el 17 de abril, en Jueves Santo.

Por Germán Carnero Roqué*

El generoso destino me ha colocado en la vida en situaciones que me han permitido hacer amistad con gente extraordinaria. Una de esas personas ha sido Gabriel García Márquez con quien compartí a lo largo de más de veinte años algunos momentos inolvidables: importantes complicidades y jocosas anécdotas.

Gracias a mis labores en la UNESCO, como Consejero Regional en Comunicación Social para América Latina, con sede en Quito, lo conocí en noviembre de 1977. Eran los años de los intensos debates a nivel internacional sobre el rol de la Comunicación y la Información.


La UNESCO, promovió la creación de una “Comisión Internacional sobre los problemas de la Comunicación”, compuesta por 16 destacadas personalidades de todas las regiones del planeta y que fue presidida por el irlandés Sean Mac Bride, Premio Nobel y Premio Lenin de la Paz.

Me pidieron que propusiese a dos destacados latinoamericanos para integrar el grupo. Propuse a García Márquez, que gozaba ya de una espectacular fama por la aparición de “Cien años de soledad” y al chileno Juan Somavía, quien dirigía, en México, el Instituto Latinoamericano de Estudios Trasnacionales (ILET) y que, años después, sería nombrado Director de la Organización Internacional de Trabajo (OIT).

Me solicitaron que hablara con ambos para que integraran la Comisión, que, tras dos años de debates y reuniones, presentó el resultado de sus trabajos bajo el título de “Un solo mundo, voces múltiples”, más conocido como el “Informe Mac Bride”.

Juan aceptó encantado inmediatamente. En el caso de Gabo, lo llamé por teléfono desde Quito a Cartagena para participarle mi deseo de entrevistarme con él y platicarle de “un asunto muy importante que tiene que ver con la UNESCO”.

Convinimos en que nos encontraríamos en Bogotá a los pocos días y me solicitó que lo llamase a mi llegada a la capital colombiana, cosa que hice puntualmente. “¿Dónde estás alojado?”, preguntó al teléfono. “En el Hotel Bacatá”, respondí. “Okey, nos vemos en dos horas…yo paso a verte”, contestó.

Y así fue. En un primer momento, yo quise trasmitirle que no deseaba que viese en mí solamente a un funcionario internacional, sino a una persona comprometida.

“¿Qué eres tu de Genaro Carnero Checa?”, me preguntó, a lo que respondí: “Soy su hijo mayor”… “no sigas, me dijo, con eso me basta”.

Comencé entonces a explicarle lo que la UNESCO le proponía precisándole que la primera reunión del grupo tendría lugar pocas semanas después en la sede de la Organización en París.

“De acuerdo”, aceptó y añadió: “Pero eso sí, tengo que pedirte algo especial: …sucede que yo le tengo un miedo atroz a viajar en avión y quisiera que me colocaran el pasaje en primera clase y no en segunda”.

Le contesté que eso no se lo podía asegurar, porque escapaba a mis atribuciones y le señalé que “conociendo la mentalidad burocrática en la UNESCO era complicado….no obstante, déjame ver”.

Regresé a Quito, desde donde envíe el correspondiente informe a la UNESCO, dando cuenta de la aceptación de Gabo y de Juan; y pidiendo, casi rogando, que a García Márquez le enviaran un pasaje en primera clase.

Un par de semanas después, el 6 de diciembre, ya que se celebraban las Fiestas de Quito. Nos habían visitado y estaban alojados en mi casa Alfredo Bryce y Arturo Corcuera. Nos encontrábamos en pleno almuerzo cuando sonó el teléfono. Era Gabo.

“Germán, me dijo irritado, te había solicitado el pasaje en primera clase y me lo han enviado en segunda…”

“Gabo –le respondí– yo te había dicho que mi capacidad de maniobra en ese sentido era casi nula y no puedo hacer nada. Además –añadí, ante la atónita mirada de Adita, mi esposa y de Alfredo y Arturo– los aviones, Gabo, se caen igual en primera o segunda clase…”

Pensé: ahorita me manda a la mierda….pero, tras un silencio, para mí interminable, respondió: “Sí pues…” y colgó.

A los pocos días se inauguraba en París la primera sesión de la Comisión Mac Bride. Llegué diez minutos antes al lugar de la reunión y lo encontré solo, paradito en la puerta de la sala de sesiones, con un sobrio abrigo azul…”

“Pagué la diferencia”, me dijo escuetamente.

En 1982 Gabo fue galardonado con el Nobel y a fines de 1988 la UNESCO me nombró Representante en México y en República Dominicana, con sede en la Ciudad de México, donde vivía Gabo.

En mi oficina habíamos empezado a reunir puntos de vista y elementos de lo que se convertiría en el proyecto cultural más importante de la Organización en Iberoamérica: el Proyecto “Periolibros”. Basado en una idea que muchos años atrás había planteado el poeta Manuel Scorza, consistía en publicar cada mes, en una cadena de diarios en toda Iberoamérica, con tirajes millonarios, suplementos con un texto literario de un gran escritor iberoamericanos, ilustrado por un destacado artista plástico de la misma región.

Federico Mayor, Director General de la UNESCO en ese entonces, se convirtió en un gran aliado de la idea. Coincidimos en que se hacía necesario vincular a una gran casa editorial con prestigio regional y, siguiendo sus instrucciones, conversé con el expresidente de México, Miguel de la Madrid, que dirigía el Fondo de Cultura Económica (FCE). Con igual entusiasmo acogió el planteamiento y nombró a mí hoy muy querido amigo, Adolfo Castañón, quien ejercía la Gerencia Editorial del Fondo, para codirigir conmigo el Proyecto.

Se trataba de un emprendimiento de enormes proporciones, pues había que conseguir un diario en cada país iberoamericano que estuviese dispuesto a publicar los Periolibros. Además, teníamos que conseguir gran parte del financiamiento, batallar con los derechos de autor de los escritores y convencer a numerosos artistas plásticos para las ilustraciones.

Fue así que a la primera persona a quien llamé fue a García Márquez, con quien nos citamos en un café del sur de la ciudad de México, para tratar un asunto “importantísimo”, según le dije.

Ni bien nos sentamos comencé a explicarle apasionadamente las dimensiones, aspiraciones y virtudes que tendría ese gran proyecto de “democratización de la lectura”. La idea le pareció “fabulosa”.

—¿Y qué quieres de mí?, preguntó.

—Que me regales un título, libre de los derechos de autor, le contesté, tratando de mantener la mayor naturalidad.

—¿Cómo??? Me interrogó dubitativo.

—Sí, le dije, imagínate… de dónde vamos a sacar el dinero para pagarte los derechos si se trata de millones de ejemplares…, además, agregué, se trata de un proyecto de bien social que beneficiará a muchísima gente en nuestra región.

Me miró fijamente y sentí que no podía creer el alcance de mi audacia. Tras un largo silencio, moviendo la cabeza y metiéndose los dedos repetidamente entre sus cabellos, comenzó a repetir: “Carmen me va a matar….Carmen me va a matar….”

—¿Y qué título quieres? preguntó.

—“El coronel no tiene quién le escriba”, respondí.

—“Okey”, dijo. Después de un momento y tras mirarme fijamente, se levantó.

Nos despedimos con un abrazo y se marchó. Ni siquiera habíamos tenido tiempo de solicitarle un café al mozo que merodeaba por allí. Yo sí pedí el café, brutalmente emocionado. Permanecí un largo rato meditando en la generosidad, grandeza y suma coherencia del genial escritor, mi amigo.

Empezó entonces una peregrinación por todos los países iberoamericanos para conformar la gran red de diarios, autores, pintores patrocinadores del proyecto. Respecto a los derechos de autor, coincidimos con Castañón en que era fundamental visitar, en Barcelona, a Carmen Balcells, exitosísima agente literaria que fue, a no dudarlo, pieza fundamental del llamado “Boom” literario.

Visitamos a Carmen en sus oficinas. Desde un primer momento, sentí que me encontraba frente a una persona de gran carácter y que la leyenda que la pintaba como una auténtica fiera en el negocio editorial parecía comprobarse.

Me sentó frente a ella en un sillón bastante mullido que, de alguna manera, te hundía un poco, mientras ella tomaba asiento en una especie de butaca de teatro, muy sólida.

Adolfo, a mi lado izquierdo sentado en una silla, en absoluto silencio, tomaba notas de nuestra conversación.

Tras los saludos de rigor le expliqué a grandes rasgos las características de ese proyecto, esencialmente democratizador de la lectura, que habían decidido sacar adelante la UNESCO y el FCE. Le pareció “sumamente interesante” y preguntó:

—¿Y en qué los puedo ayudar?

—Verá señora Balcells, le dije, dado que se trata de un ambicioso proyecto de estimulación de la lectura, que llegará a millones de lectores a través de una red de diarios en toda Iberoamérica, quisiéramos solicitarle que pudiésemos publicar a los distintos autores que usted representa sin tener que pagar los derechos de autor…

—¡¿Cómo?!…me interrumpió, verdaderamente alterada. “Usted me está pidiendo que me haga el ‘Hara Kiri’”… manifestó con un nerviosismo que iba montando en intensidad.

—No se trata de eso, señora —le respondí. Nosotros le tenemos una enorme estima y estamos convencidos de que su participación en la valoración y dignificación de los grandes escritores de América Latina ha sido fundamental y digna de todo reconocimiento”. —Lo que usted me está pidiendo es IMPOSIBLE! —me respondió tajantemente.

Nos enfrascamos entonces en una apasionada discusión. La situación era realmente tensa por momentos e, incluso, hizo que Carmen soltara algunas lágrimas, pues era clarísimo que no concebía que se le pidiera que renunciara a su razón de ser en este mundo.

—Bueno —me dijo, al cabo de más de media hora de argumentos encontrados… ¿Y cuáles son los autores en los que están pensando?

—Le leí una lista que habíamos preparado y en donde figuraban, entre otros, Neruda, Saramago, Vargas Llosa, Cortázar, Fuentes, Roa Bastos, Jorge Amado, Bryce Echenique, Sábato, Donoso, Carpentier y Alberti. Deliberadamente no le mencioné a García Márquez.
—¿Y el Gabo? —preguntó algo inquieta.

—El Gabo no, pues ya nos regaló sus derechos —sentencié.

—¿¿¿CÓMO? —gritó e inmediatamente, con el mismo tono, llamó a sus asistentes: LLAMEN AL GABO!….LLAMEN AL GABO!!!, exigió.

Efectivamente, a los pocos minutos la conectaron telefónicamente con García Márquez. Sumamente contrariada le dijo:

—Gabo¡¡¡.. que aquí hay un SEÑOR que dice que tú le has regalado los derechos de un título….!!!???

No sé, realmente, qué explicaciones le estaría dando Gabo, pero, a medida que lo iba escuchando iba moderando el tono airado y repetía: “entiendo….entiendo…”. Colgó y dijo:

—Claro…el Gabo dice que le cobre más por los otros para cobrar lo suyo…

—Señora, le señalé tras un instante de reflexión, usted me ha ofendido.

—¿Por qué?

—¿Usted cree, le dije, que yo soy una especie de estafador que va por el mundo utilizando a la UNESCO; al Fondo de Cultura Económica; a Federico Mayor y a Miguel de la Madrid para conseguir turbias maquinaciones?… ¿Por qué ha tenido usted que llamar a García Márquez para comprobar que lo que le decía era cierto?…Para mí es ofensivo, créame.

Con una expresión verdaderamente tierna me contestó: “Discúlpeme… no he querido ofenderlo”.

“No se preocupe, le respondí,…creo que hemos agotado bastante el tema y si usted está de acuerdo Adolfo y yo analizaremos la situación y regresaremos mañana”. Convinimos en volvernos a encontrar en la mañana del día siguiente y nos retiramos.

Tomando un café frente a la catedral de Barcelona, llegamos a la conclusión con Adolfo que Carmen no iba a ceder de ninguna manera y que había que ofrecerle algo a cambio.

A estas alturas del relato debo hacer mención que habíamos conseguido que IBERIA nos otorgara un importante patrocinio a cambio de que en cada Periolibro apareciese en toda una página publicidad de esa compañía.

Fue así que, como acordado, llegamos la mañana siguiente al mismo escenario de la discusión del día anterior. Apenas habíamos tomado asiento Carmen dijo:

—Por si acaso…he hablado con Mario y me ha dicho que tenemos que cobrar de todas maneras…

—Señora, le respondí, vamos a hacerle una propuesta, pero, con toda amabilidad, le advierto que si usted no la acepta, voy a ir de autor en autor para convencerlos… (Yo había ya auscultado a Jorge Amado y a Bryce Echenique, que me habían asegurado su apoyo)

—¿Y cuál es la propuesta?

—Siete mil dólares por autor… incluido el Gabo, por supuesto.

—No sigas. Acepto.

En junio de 1992, quedó constituida la red de diarios asociados a Periolibros. Se trató de un esfuerzo editorial sin precedentes ya que la suma de esa cadena de periódicos garantizaba la publicación mensual de tres millones de ejemplares. En esa red había todo tipo de orientación, pues iban desde ABC de España hasta Juventud Rebelde en Cuba. En el Perú los publicó el diario La República.

Pasaban los años y Periolibros iba cosechando éxitos. Con los directores de los periódicos de la red realizamos varias reuniones en diferentes países. A una de ellas, en junio de 1994 en Cartagena, Colombia, invitamos a García Márquez. Conversé largo con él, sin mencionar para nada el encuentro con Carmen Balcells. Sin embargo, en un ejemplar de su libro “Del amor y otros demonios” me puso la siguiente dedicatoria, que yo interpreté como un guiño:

Para Germán,
de su socio,
Gabriel 94


Complicidades con Gabo

La vida siguió su curso y Periolibros continuó cumpliendo con sus objetivos hasta octubre de 1997. En cinco años se publicaron obras de 61 autores ibeoramericanos y se calcula que se distribuyeron, de acuerdo a los reportes de los diarios de la red, alrededor de 120 millones de ejemplares en toda la región.
En 1998, otro proyecto que queríamos poner en marcha motivó varias reuniones con diversas personalidades, en una de ellas el renombrado fotógrafo peruano Rogelio Cuéllar, que vive en la ciudad de México, tomó una curiosísima fotografía en la que pareciera que yo estoy reclamándole airadamente al Gabo por algo, cuando en realidad Cuéllar captó el instante preciso en que yo, de la manera más insistente –actitud muy común en mí– le decía, simplemente, “no te olvides Gabo que nos reunimos en mi oficina tal día a tal hora”.

Cuento esto porque dicha reunión, en la que participamos tan solo Gabo y yo, se realizó efectivamente en las oficinas de la Representación de la UNESCO. Desde que el personal se enteró de la visita de García Márquez hubo un revuelo enorme y a mí no se me ocurrió otra cosa que decirles: “Salgan a comprar libros de Gabo para que se los dedique y de paso compren también uno para mí”. Llegó puntualmente y tuvimos la reunión, al final de la misma le dije: “Gabo la gente aquí se ha emocionado mucho al saber que vendrías y han comprado libros para que se los dediques”. “Encantado”, me respondió.

Llegaron los libros, que eran alrededor de diez, y se los entregué. Apenas los tuvo entre sus manos los revisó y acto seguido los depositó airadamente sobre la mesa y me increpó:

—“Pero cómo carajo me traes libros PIRATA!!! para que firme…”

Me quedé helado. Era lo último que se me hubiera podido ocurrir que pasaría. Respiré hondo y le contesté:

—“Discúlpame…discúlpame… Gabo, en ningún momento se me ocurrió que algo así pasara…”

Respiré hondamente otra vez y temiendo que me mandara a la mismísima mierda, le dije tratando de mantener el máximo de compostura:

—“Además, te jodiste porque esta gente está muy ilusionada con tener un libro tuyo autografiado y creo, sinceramente, que no puedes defraudarlos…”

—Me miró muy fijamente y respirando, esta vez él hondamente, agarró uno a uno los libros y los fue dedicando de acuerdo a los papelitos que cada libro traía con el nombre de la persona agraciada. Cuando llegó al mío dibujó una flor a lo largo de la página y puso lo siguiente:

Una flor para
Ada, y a veces
para Germán;
este libro ilegible,
del amigo,
Gabriel 98

Complicidades con Gabo

Han pasado los años, en 1999 me jubilé de la UNESCO y me radiqué en Lima. No lo volví a ver, pero su enorme presencia y generosidad me han acompañado siempre. Al concluir la redacción de esta nota, a casi tres meses de su fallecimiento, solo puedo decir que me invade un extraño sentimiento de nostalgia y desamparo.

*Colaborador. Poeta, Periodista, Promotor Cultural y Ex Funcionario Internacional. Desde 2006 es Director del Museo de Arte del Centro Cultural de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.

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EL ESPECTADOR
Bogotá – Colombia
19 de junio de 2014
Una risa triste
Por: Juan Gabriel Vásquez

Hace unos cuatro años, un gran lector de García Márquez me dijo una frase hermética: “El único tema de Cien años de soledad es el de los amigos que se van”. En estos días, releyendo la novela por primera vez tras la muerte de su autor, recordé esa conversación a propósito del último capítulo, y me sorprendió sentir algo que no había sentido antes: nostalgia. Ustedes recordarán el momento en que Aureliano se queda solo en Macondo porque todo el mundo se ha ido, y lo único que puede hacer es gritar ese grito de guerra: “¡Los amigos son unos hijos de puta!”. El episodio es de una curiosa tristeza, y esa tristeza, en lecturas pasadas, había formado buena pareja con la ironía y el mamagallismo generalizados del resto del capítulo. Pero ahora el mamagallismo y la ironía me parecieron la forma visible de un miedo profundo a la soledad y a la muerte, unas ganas de no irse nunca y de nunca quedarse solo. El último capítulo es, entre muchas otras cosas, una canción: García Márquez la escribió para los amigos y para un mundo que ya se había ido en 1967. Tal vez ésa es la nostalgia que se siente.

Todos ustedes conocen la historia. En 1913, un catalán llamado Ramón Vinyes vio el anuncio de una empresa que requería un contable para sus oficinas de Barranquilla; marchó de inmediato, con tan mala suerte que la Primera guerra estalló, la empresa cerró y él se quedó extraviado en la costa Caribe de Colombia. Vinyes se mudó a Barranquilla para buscar suerte; nada lo describe mejor que su idea de lo que podía sacarlo de aprietos: una librería. En ella, y alrededor de la literatura y de la orientación de Vinyes, se formó un grupo de amigos que cambiaron la literatura colombiana para siempre: Álvaro Cepeda Samudio, Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas y un tal Gabriel García Márquez que un día vino a preguntar qué podía leer y se fue con un libro de un tal William Faulkner. “Cuando lo hayas leído”, le dijo Vinyes, “vuelve y te lo cambio por otro”.

El narrador de Cien años de soledad describe así al sabio catalán: “Su fervor por la palabra escrita era una urdimbre de respeto solemne e irreverencia comadrera”. Las palabras no están lejos de ser una suerte de poética de García Márquez, que achacó al Álvaro de la novela una opinión que él hubiera firmado de buena gana: “La literatura es el mejor invento para burlarse de la gente”. En estos días he pensado también que el último capítulo es triste también por eso: porque es una gran máquina irreverente y burlona hecha de alusiones y guiños que han hecho correr ríos de tinta, pero que sólo quieren sentirse más cerca de los amigos. Y así la crítica más ceñuda se ha desgastado durante medio siglo tratando de averiguar qué significa el hecho de que Aureliano Buendía conozca a Lorenzo Gavilán (personaje de La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes), o el viaje a París durante el cual Gabriel ocupa la habitación donde moriría Rocamadour (que es, por supuesto, el bebé de la Maga en Rayuela). Si ponemos atención, tal vez alcancemos a oír las carcajadas de García Márquez. Pero son carcajadas tristes, porque la gran tragedia de Cien años de soledad no es que las estirpes condenadas no tengan segundas oportunidades: es la tristeza más simple de que el mundo sea un lugar del cual se van los amigos.

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EL TIEMPO
Bogotá - Colombia
23 de mayo de 2014

La timidez de Gabo
Pienso que la timidez intervino para negarse
a estar frente a la comunidad universitaria.


Por Fernando Sánchez Torres

Cuando, este 17 de mayo, se cumplió un mes del fallecimiento del Nobel colombiano, vale la pena recordarlo en dos momentos que lo retratan como un hombre tímido, lo cual él mismo confirma.

En su autobiografía, García Márquez confiesa: “Nunca logré manejar la timidez. Cuando tuve que afrontar en carne viva la encomienda que nos dejó el padre errante, aprendí que la timidez es un fantasma invencible”. La encomienda a que hace referencia era el encargo de tener que solicitar crédito en las tiendas vecinas para que la familia pudiera subsistir.

Llegado a la cúspide de la fama, Gabo siguió siendo tímido, sin ocultarlo. De ello doy fe, pues en dos ocasiones que estuve a su lado pude comprobarlo.

Con motivo del otorgamiento del Premio Nobel de Literatura, y teniendo en cuenta su condición de exalumno, el Consejo Superior de la Universidad Nacional aprobó otorgarle el doctorado Honoris Causa y se encomendó al rector comunicárselo personalmente. El galardonado me concedió una entrevista en su apartamento. Me recibió metido entre un overol oscuro, que le daba aspecto de escultor más que de escritor.

Cuando le transmití la determinación del Consejo, que en mi concepto era como la expresión del país intelectual a través de su principal casa de cultura, le advertí que el título le sería entregado en sesión solemne que habíamos preparado con ocasión de la Semana Universitaria. Para gran desencanto mío, García Márquez, arrellanado en un sillón de su acogedor refugio, sin preámbulos me fue diciendo que se había hecho el firme propósito de no aceptar reconocimientos ni homenajes de ningún gobierno ni de ninguna institución, así fuera de entidades tan caras a su recuerdo y a su afecto, como la Universidad Nacional. “Además –me dijo–, no quiero tirarme su Semana Universitaria. Es probable que mi presencia desencadene reacciones violentas por parte de muchachos matriculados en fracciones políticas que no me tienen nada de simpatía, lo cual sería una noticia de primera plana para cualquier periódico del mundo. Esto no sería conveniente para la Universidad, ni para usted como rector, ni, por supuesto, para mí”.

La excusa, en verdad, era irrefutable. Sin embargo, le insistí que aceptara ya que, contrariamente a lo que él imaginaba, su presencia en la Universidad iría a ser aclamada por toda la comunidad, en especial por los simpatizantes de la extrema izquierda. “No crea, rector. Si voy, los de ese lado son los que pueden aguar la fiesta”. No tuve ánimos para intentar desentrañar las razones que asistían al premio nobel para actuar con tanto recelo y prudente malicia. Ahora me inclino a pensar que la timidez tuvo que haber intervenido para negarse a estar frente a la comunidad universitaria.

Mi siguiente encuentro con el nobel ocurrió una noche en el Museo del Chicó, a donde habíamos sido invitados por el presidente Betancur para festejarle los 70 años al maestro Otto de Greiff. Al momento de descender de mi carro llegó García Márquez. “Espéreme, rector, y entramos juntos”, me dijo. Me tomó del brazo y como si fuéramos viejos conocidos me confesó: “Voy a confiarle algo: yo soy patológicamente tímido. Me da miedo llegar solo a una reunión, sobre todo después de esa vaina del premio Nobel. Todo el mundo me mira como animal raro, lo cual acentúa mi timidez”. Comentamos que muy probablemente el presidente Betancur no se haría presente, pues en las horas de la tarde habían difundido la noticia del secuestro de su hermano.

Cuando entramos al salón, los asistentes, todos a una, se abalanzaron sobre el escritor para saludarlo. Yo, aprovechando mi condición de ciudadano del montón, me dirigí hacia donde estaba el festejado, quien en ese momento conversaba con el Presidente.


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