LA NACION
Buenos
Aires – Argentina
23 de
junio de 2014
Opinión
|
La
muerte de García Márquez
Contradicciones
García Márquez,
el romance con el poder
A dos meses de la muerte del creador de Macondo, el
historiador mexicano
rinde homenaje a
su literatura, pero lamenta su complicidad con el régimen cubano
y la indiferencia que mantuvo ante sus víctimas
Por
Enrique Krauze
Los funerales de García Márquez en México
parecieron extraídos de uno de sus relatos más famosos: Los funerales de la
Mamá grande. A lo largo de varias horas, bajo la lluvia, decenas de miles de
personas desfilaron ante la urna que contenía las cenizas del más famoso, leído
y querido de sus escritores. Dentro del Palacio de Bellas Artes se escuchaban
desde danzas rumanas de Béla Bartók hasta alegres cumbias y vallenatos. Afuera,
una nube de 380.000 mariposas amarillas de papel de China, traídas desde Colombia,
revoloteaba en el aire. Porras, gritos, consignas y cánticos. Un anciano
portaba un letrero: "Gabo, te veré en el cielo". Un niño comentó:
“Vengo a ver al rey de Macondo".
Es verdad. Era el rey de Macondo. Su prosa es
tan rica y plástica -tan deslumbrante- que parece contener todas las palabras
del diccionario. Incontables críticos de todas las altitudes se rindieron, con
razón, ante el extraordinario poder y la magia de sus novelas y cuentos. Sus
alusiones poéticas y esa inagotable capacidad -específica suya- de crear
personajes lograron unir fantasía y realidad de una forma tan natural y
completa que el lector se ve constantemente impelido a aceptar nuevas versiones
del mundo.
Pero para mí y para otros latinoamericanos,
una deficiencia moral ensombrece sus inmensos logros literarios: me refiero a
su larga e íntima amistad con Fidel Castro y (lo que es mucho más importante)
su imperturbable aceptación de los peores abusos del régimen cubano.
"Todo dictador, desde Creón en adelante,
es una víctima", escribió García Márquez. Quizá lo creía. Aunque su
fascinación casi erótica por el dictador (no sólo con el caudillo) está
reflejada en sus novelas, en particular en El otoño del patriarca (1975), no
fue sino hasta ese mismo año cuando comenzó a cimentar realmente su ansiado
vínculo personal con Castro. En tres famosos reportajes titulados "Cuba de
cabo a rabo", García Márquez vio "el sistema de comunicación casi
telepática" que Fidel había establecido con la gente. "Su mirada
delataba la debilidad recóndita de su corazón infantil [...]; ha sobrevivido
intacto a la corrosión insidiosa y feroz del poder cotidiano, a su pesadumbre
secreta [...]; ha dispuesto todo un sistema defensivo contra el culto a la
personalidad." Gracias a los discursos de Fidel -escribió-, "el
pueblo cubano es uno de los mejor informados del mundo sobre la realidad
propia". Pero cuando Alan Riding le preguntó por qué, si viajaba tanto a
La Habana, no se establecía allí, contestó: "Sería muy difícil para mí
llegar ahora y adaptarme a las condiciones. Extrañaría demasiadas cosas. No
podría vivir con la falta de información".
Las contradicciones no lo desvelaban. "No
hay ninguna contradicción entre ser rico y ser revolucionario -declaraba García
Márquez- siempre que se sea sincero como revolucionario y no se sea sincero
como rico." Quizá lo creía. Cuando le fue asignada una casa en Siboney, en
mar y tierra dieron inicio sus largas travesías culinarias con Fidel.
"Hablábamos de literatura", solía decir Gabo. Su plato preferido era
langosta a la Macondo y el de Fidel Castro, consomé de tortuga. (La comparación
con la cartilla de racionamiento vigente desde marzo de 1962 puede ser, quizá,
ilustrativa: siete libras de arroz y treinta onzas de frijoles, cinco libras de
azúcar, media libra de aceite, cuatrocientos gramos de pastas, diez huevos, una
libra de pollo congelado.)
Cuando lo interpelaban sobre su servilismo con
Castro (Vargas Llosa lo llamó "el lacayo de Fidel"), García Márquez
argumentaba que, para él, la amistad era un valor supremo. Lo era, quizá, pero
había jerarquías. García Márquez vivía en Cuba en 1989, cuando ocurrió el
sonado y turbio juicio contra el general de división Arnaldo Ochoa y los
hermanos Antonio (Tony) y Patricio de la Guardia, bajo el cargo de
narcotraficantes y traidores a la Revolución. Segura de la amistad íntima de
García Márquez con su padre (Tony), Ileana de la Guardia le imploró interceder
con Castro para salvarlo. No sólo no lo hizo. Según testimonio recogido por la
propia Ileana, antes de viajar a París, García Márquez asistió "a una
parte del juicio, junto con Fidel y Raúl, detrás del «gran espejo» del recinto
de las Fuerzas Armadas Revolucionarias Cubanas".
En marzo de 2003, Castro reeditó los juicios
de Moscú contra 78 disidentes, condenándolos a penas de entre 12 y 27 años de
cárcel. (Uno de ellos fue acusado de poseer "una grabadora Sony".)
Acto seguido, ordenó ejecutar a tres muchachos que querían huir de Cuba en un
lanchón. Ante el crimen, Susan Sontag confrontó a García Márquez: "Es el
gran escritor de este país y lo admiro mucho, pero es imperdonable que no se
haya pronunciado frente a las últimas medidas del régimen cubano". Tras un
leve titubeo, García Márquez reiteró un viejo argumento: "No podría
calcular la cantidad de presos, de disidentes y conspiradores, que he ayudado,
en absoluto silencio, a salir de la cárcel o a emigrar de Cuba en no menos de
20 años".
¿"Absoluto silencio" o complicidad
absoluta? ¿Por qué los habría ayudado García Márquez a salir de Cuba si no es
porque consideraba injusto su encarcelamiento? Y si lo consideraba injusto
(tanto como para abogar por ellos), ¿por qué siguió respaldando públicamente a
un régimen que cometía esas injusticias? ¿No hubiera sido más valioso denunciar
públicamente el injusto encarcelamiento de esos "presos, disidentes y
conspiradores", y así contribuir a acabar con el sistema de prisiones
políticas cubano?
Gabriel García Márquez no fue un escritor de
torre de marfil: declaró muchas veces estar orgulloso de su oficio de
periodista, promovió el periodismo y dijo que el reportaje es un género
literario que "puede ser no sólo igual a la vida, sino más aún: mejor que
la vida. Puede ser igual a un cuento o una novela con la única diferencia
-sagrada e inviolable- de que la novela y el cuento admiten la fantasía sin
límites, pero el reportaje tiene que ser verdad hasta la última coma". ¿Cómo
conciliar esta declaración de la moral periodística con su propio ocultamiento
de la verdad en Cuba, a pesar de tener acceso privilegiado a la información
interna?
Hace años escribí que la prodigiosa literatura
de García Márquez sobrevivirá a las extrañas fidelidades del hombre que la
concibió. Pero pensé también que en un acto de justicia poética -en el otoño de
su vida y el cenit de su gloria- debió deslindarse de Fidel Castro, debió poner
su prestigio al servicio de la transición democrática en Cuba. No ocurrió y
quizá ni siquiera concibió hacerlo. Acaso era un milagro excesivo aun para el
creador de tantos prodigios. Y así debemos resignarnos a la imagen de un autor
cuya fascinación por el poder y la dictadura arroja una sombra indigna de su
inmensa hazaña literaria.
** ** **
REFORMA.com
México
D.F.
13
de junio de 2014
El peluquero de Gabo
Durante los cinco minutos siguientes García
Márquez se puso a revisar el diario. Morittu, nacido en Florencia en 1950, que
comenzó de "chícharo" de peluquero a los 10 años y se instaló en
México en 1978, ya lo conocía. Era 1988. Seis años atrás García Márquez había
ganado el Nobel.
"Le gustaba un corte fresco, el cabello
un poquito largo y despeinado, acomodado con las manos; eso sí, el bigote muy
bien hecho, que se viera más bien espeso, pero rebajado, sin volumen"
Mercedes Barcha había entrado un día a la
tienda de antigüedades de la esposa de Morittu. "Usted es la esposa de
Gabriel García Márquez", le dijo, y le dio la tarjeta del negocio de su
marido: Barbería Da Pietro, Local 212, Plaza Inn, fundada en 1984.
García Márquez usaba el corte 'fresco' y el bigote bien
hecho. Foto: Cortesía Antonella Morittu
La última vez que escuchó de Gabo: 'Pietro, ya vine' fue
10 días antes de que el autor fuera internado. Foto: Cortesía Antonella Morittu
¿Habrá visto el escritor algo maravilloso en
el peluquero con nombre del joven italiano Pietro Crespi que en Cien años de
soledad se suicida por el rechazo de Amaranta? ¿Le habrá gustado esa barbería
clásica con acabados de madera y un caramelo rojo y azul girando afuera?
El hecho es que durante los 25 años siguientes
Morittu se acostumbró a oír mes a mes la voz del colombiano: "Pietro, ya
vine", cuando entraba. "Pietro, haz lo que tú veas que me queda
bien", cuando se ponía la bata. Y "Grazie tante", cuando se iba.
"Le gustaba un corte fresco, el cabello
un poquito largo y despeinado, acomodado con las manos; eso sí, el bigote muy
bien hecho, que se viera más bien espeso, pero rebajado, sin volumen",
dice Morittu.
A los 23 años, García Márquez pensaba que todo
hombre civilizado tenía un compromiso con el barbero. "Muchas veces la
suerte de una república depende más de un solo barbero que de todos sus
mandatarios", escribió en 1950.
En Cien años de soledad, el Coronel Aureliano
Buendía, encerrado en el taller de Melquiades, haciendo pescaditos de oro, sólo
recibía la visita del peluquero. "Hoy no le dijo el día de su muerte nos
vemos el viernes", y así murió mirando el circo con una barba de tres
días.
"Yo creo que la barbería le recordaba a
su tiempo", dice Morittu, hombre elegante de casi dos metros y facha de
profesor o médico. "A veces hablábamos: si ya había leído yo tal libro o
este otro, pero nada más un ratito. El hombre venía a cortarse el cabello, a
relajarse, a descansar".
'Me quedo con las conversaciones que tuvimos', dice
Morittu. Foto: Héctor García
Por Jorge
Ricardo
Cd. de México (03 junio 2014).- "El
maestro García Márquez decía: 'La navaja en el cuello solamente me la pone
Pietro'".
Al decir esto, Pietro Morittu Piga, un barbero
italiano de 63 años radicado en el DF desde 1978, deja ver una sonrisa franca
bajo un bigote finamente recortado.
Hace 25 años, el peluquero miró hacia la
puerta y sus tijeras Kokoro, de la impresión, se quedaron cortando el aire: a
su barbería había entrado Gabriel García Márquez.
"Vengo a cortarme el pelo", dijo.
"Con mucho gusto, maestro, encantado, claro que sí, permítame un
segundito". Y terminó con la persona que estaba atendiendo en ese momento.
Era la una de la tarde de un día entre semana.
"Lo reconocí luego luego", dice 25 años después con voz de médico.
"Y por supuesto, me emocioné, no cualquiera va a atender a un Premio
Nobel, a cortarle el cabello y a meterle la navaja en el cuello".
¿De qué hablaban? "De cultura",
insiste el italiano.
Morittu recuerda lo que hizo unas 300 veces en
total: "Solamente se dejaba rasurar por mí", y bajo su bigote,
precisamente recortado, surge su sonrisa, blanca y orgullosa.
Mide cada una de sus palabras con la misma
precisión con que debe pasar la navaja por la yugular a Manlio Fabio Beltrones,
otro de sus clientes.
Una
historia mágica
Desde que se supo que era el barbero de García
Márquez, sus amigos le dejaban libros para que se los dedicara. Los clientes
querían pagarle la despuntada. "Es un honor, maestro". "Le cedo
mi sillón, maestro". "¿Cómo está usted, maestro?", y media
docena de lectores lo esperaban afuera con sus libros.
"Oye, Pietro, ¿no los habrás llamado
tú?", bromeaba García Márquez.
"Era una persona amable, muy humano, muy
bromista, con una visión especial, según mi forma de ver", dice Pietro.
"Le gustaba mucho ayudar a las personas con pocos recursos. Yo creo que
tenía ese afán porque había sufrido también esa falta de recursos".
Diez días antes de ser hospitalizado, García
Márquez quien murió el 17 de abril, en Jueves Santo, en su casa dijo por última
vez "Pietro, ya vine".
El barbero conserva la dedicatoria que le
escribió sobre El Coronel no tiene quien le escriba, a raíz de una ocasión que
entró y lo halló dormitando: "Para Pietro, el peluquero que se duerme
sentado".
Conserva también las tijeras Kokoro y la
navaja Solingen de la primera vez que lo atendió, y las sigue usando. ¿Un
mechón? ¿Un pedazo de bigote? No guarda nada de eso: "Me quedo con las
conversaciones que tuvimos tantos años y haber compartido los momentos",
dice.
Antonella, su hija, también barbera, quien a
veces le tomaba fotos y videos a García Márquez, también se quedó con una
imagen: la de un escritor amable que le dibuja flores a las damas y fingía
quedarse dormido o que no entendía nada para de pronto abrir los ojos y guiñar,
travieso, un ojo.
Políticos y músicos
El mostacho de Manlio Fabio Beltrones, la
cabellera gris de Armando Manzanero o la barba rala del director de ópera
Sergio Vela han pasado por las tijeras de Pietro Morittu.
La Barbería Da Pietro, ubicada en Plaza Inn,
con cuatro trabajadores, cumplió 30 años el 14 de mayo.
Cuatro amplios sillones rojos, una televisión
a bajo volumen, cuadros de caballos, y equipos de colección se encuentran en el
negocio del italiano que vino por primera vez a México en 1974 y cuatro años
después se instaló definitivamente con su esposa mexicana, Consuelo Cerda.
El 24 de mayo del año pasado, cuando Beltrones
se cortó su tradicional bigote permitió que se subiera una foto al Facebook de
la barbería con este texto: "Manlio tus amigos de la Barbería solidarios
con tu nuevo look, con el cariño de siempre estamos contigo!!".
** ** **
LA PRENSA.
Managua
- Nicaragua
28 de
mayo, 2014
Cultura
- Poesia
La tinta de Gabo
Recorrido por los homenajes que Gabriel García Márquez
hizo a Rubén Darío a través de sus novelas.
Por:
Carlos Tünnermann Bernheim
Es bien conocida la admiración que Gabriel
García Márquez siempre manifestó por la vida y obra de nuestro Rubén Darío,
particularmente por su poesía.
Gabo leyó insistentemente a Darío desde sus
años adolescentes, al punto de saberse de memoria varios de los más notables
poemas del poeta. En una ocasión expresó que Lo fatal de Darío era la mejor
poesía escrita en idioma español.
La fascinación por la poesía dariana se
instaló en García Márquez desde sus años de estudiante de secundaria del Liceo
Nacional de Zipaquirá, pequeña y fría ciudad famosa en Colombia por su Catedral
de Sal.
Por esa época, Gabo se entusiasmó por la
renovación poética que realizaban en su tierra natal los jóvenes poetas del
grupo Piedra y Cielo, movimiento alimentado por la influencia, un poco tardía,
de Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez, y la más reciente de Pablo Neruda.
En ese grupo militaban algunos de los más
sobresalientes valores de la lírica colombiana: Eduardo Carranza, Jorge Rojas,
Darío Samper, Arturo Camacho Ramírez y Carlos Martín.
Por ese entonces, Gabo escribió algunos
poemas, género que abandonó al convencerse de que lo suyo era la narrativa,
tras leer La metamorfosis de Kafka.
Sin embargo, años después reconoció que “si no hubiera sido por Piedra y Cielo,
no estoy seguro de haberme convertido en escritor”…“lo que me dieron ellos fue
un elemento de rebeldía contra el academicismo”.
Por circunstancias del destino, al suicidarse
el director del liceo, que había impuesto las matemáticas como disciplina
dominante, asumió la dirección el poeta Carlos Martín, el benjamín del grupo
Piedra y Cielo quien, para regocijo del joven Gabo, trasladó el énfasis a la
literatura, que el propio director impartía.
Retrato de los
dictadores
En El otoño del patriarca García Márquez logra plenamente
su propósito de hacer una síntesis de todos los dictadores latinoamericanos,
pero en especial de los que han sembrado el terror y la muerte en los países
del Caribe.
Gabo consideraba que la más acertada crítica a su novela
no la habían hecho los literatos sino su amigo, el general Omar Torrijos cuando
le dijo: “Tu mejor libro es El otoño del patriarca, todos somos así como tú
dices”.
Según Gabo, el dictador “es el único personaje mitológico
que ha producido la América Latina, y su ciclo histórico está lejos de ser
concluido”. Esto bien lo sabemos los nicaragüenses. Los dinosaurios regresan.
Infancias
semejantes
Según Desso Saldívar, biógrafo de García
Márquez, Carlos Martín centró su enseñanza en la obra y figura de Rubén Darío:
“Podía estarse una hora analizando uno de sus sonetos, los motivos del poema,
la invención metafórica, el ritmo poemático”.
Lo fatal y los Nocturnos de Darío fueron
especialmente comentados. Además, dice el mismo biógrafo, les enseñaba que el
padre del Modernismo se había criado a la sombra de un viejo coronel, el tío
abuelo Félix Ramírez Madregil, quien le contaba historias de guerras pasadas y
un día lo llevó a conocer las novedades recién llegadas a León: el hielo, las
manzanas de California y la champaña de Francia.
“Gabriel que se quedó desde entonces
magnetizado por la figura y la obra de Rubén Darío, debió mirarse como en un
espejo en los relatos de su profesor, pues él también había sido un niño
soñador en una aldea del Caribe, al cuidado de su abuela y de su tía abuela”.
“Y como el poeta nicaragüense, Gabriel se había criado también a la sombra de
un viejo coronel que le contaba mil y una historias de las guerras civiles, el
mismo que un día le llevó de la mano a conocer el hielo”.
Se ha especulado que la anécdota de Darío
sobre el hielo, dio pie a García Márquez para el célebre párrafo inicial de Cien años de soledad: “Muchos años
después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había
de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
El Otoño del patriarca: Homenaje
A Darío
García Márquez en cierta ocasión expresó a
quien escribe, que El otoño del patriarca
era su homenaje a Rubén Darío. Así se lo dijo también a Apuleyo Mendoza:
“¿Te has dado cuenta de que allí hay versos enteros de Rubén Darío?
El otoño
del patriarca está lleno de guiños a los conocedores
de Rubén Darío. Inclusive él es un personaje del libro. Y hay un verso suyo,
citado al descuido; un poema suyo, en prosa, que dice: “Había una cifra en tu
blanco pañuelo, roja cifra de un nombre que no era el tuyo, mi dueño”.
Antes se lo había admitido, en 1979, a Alfonso
Rentería en un reportaje titulado García
Márquez habla de García Márquez : “Yo creo que no se ha hecho un homenaje a
Darío como en El otoño del patriarca.
Este libro tiene versos enteros de Rubén. Fue escrito en el estilo de Rubén
Darío”.
Bien dice, al respecto, la estudiosa dariísta
Nydia Palacios Vivas: “Hemos comprobado en una relectura de la novela que la
estética de Darío puebla las páginas de El
otoño del patriarca. El escritor colombiano comienza y termina su obra con
versos de Sonatina, Marcha Triunfal, Responso a Verlaine, entre otros”.
“El Nobel colombiano desacraliza a Darío al
poner en labios de un pordiosero los versos de la Sonatina , aquel ciego que
por cinco centavos declamaba en las esquinas poemas del bardo nicaragüense”.
El
patriarca y el joven poeta
Para que no se confunda con la infortunada
visita de Darío en 1915, agotado y enfermo, al tirano de Guatemala, Manuel
Estrada Cabrera, Gabo, en su novela, habla de la llegada al país caribeño del
patriarca, invitado por Leticia Nazareno, amante del tirano, del “joven poeta
Félix Rubén García Sarmiento, que había de hacerse famoso con el nombre de
Rubén Darío”.
El poeta leería sus versos en la velada lírica
del Teatro Nacional. Leticia Nazareno convence al déspota que la acompañe. Y en
“un rincón del palco en penumbra desde donde vio sin ser visto al minotauro
espeso cuya voz de centella marina lo sacó en vilo de su sitio y de su instante
y lo dejó flotando sin su permiso en el trueno de oro de los claros clarines de
los arcos triunfales de Martes y Minervas de una gloria que no era la suya mi
general, vio los atletas heroicos de los estandartes los negros mastines de
presa los fuertes caballos de guerra de cascos de hierro, las picas y lanzas de
los paladines de rudos penachos que llevaban cautiva la extraña bandera para
honor de unas armas que no eran las suyas, vio la tropa de jóvenes fieros que
habían desafiado los soles del rojo verano las nieves y vientos del gélido
invierno la noche y la escarcha y el odio y la muerte para esplendor eterno de
una patria inmortal más grande y más gloriosa de cuantas él había soñado en los
largos delirios de sus calenturas de guerrero descalzo, se sintió pobre y
minúsculo en el estruendo sísmico de los aplausos que él aprobaba en la
sombra”.
Darío
en la silla más alta
La
novela concluye con el decrépito dictador al borde de la muerte, desmemoriado y
de edad indefinida, buscando recuerdos en los papelitos que ocultaba en los
huecos de las paredes de su caótico palacio, donde su soledad la compartía solo
con las vacas extraviadas, los cerdos y las gallinas. Buscaba el papelito en
ocasión de un aniversario del poeta Rubén Darío “a quien Dios tenga en la silla
más alta de su santo reino, volvió a enrollar el papelito y lo dejó en su sitio
mientras rezaba de memoria la oración certera de padre y maestro mágico
liróforo celeste”.
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