23 de junio de 2014

MEMORABILIA GGM 752



EL ESPECTADOR
Bogotá - Colombia
30 de Abril de  2014

Se publica con nuestros agradecimientos, por cortesía del autor. N. del E.
Cultura
Ejemplo clásico de periodismo narrativo.
'Noticia de un secuestro'

Por: Eduardo Márceles Daconte

Si bien Noticia de un secuestro, de Gabriel García Márquez, se publicó en 1996, cobra una vigencia inusitada en el momento actual, cuando el país pasa por una de sus recurrentes crisis con un número indeterminado de asesinatos, robos armados, batallas campales, corrupción en todos los estamentos de la administración pública y un proceso de paz en Cuba que, no obstante su prolongación en el tiempo, promete poner fin a 50 años de lucha fratricida. El libro narra las peripecias de un grupo de colombianos secuestrados entre 1990 y 1991 por orden de Pablo Escobar, capo supremo del cartel de Medellín, para presionar al Gobierno a legislar contra la extradición de narcotraficantes a Estados Unidos. Se trata de un reportaje de 336 páginas basado en entrevistas sobre la experiencia de los protagonistas de este drama humano. García Márquez siempre ha considerado el reportaje como la disciplina estrella del periodismo, y con este volumen intentaba recuperar una vocación de periodista que nunca abandonó desde su más temprana juventud, cuando se inició en el diario El Universal de Cartagena de Indias en 1948, a los 21 años de edad.

Noticia de un secuestro se lee como una novela de suspenso. En este sentido, Gabo es fiel a los postulados de un periodismo innovador que se remonta a sus propios reportajes, crónicas y artículos cuando trabajaba en el periódico El Espectador de Bogotá (1954-1955), recogidos en los libros Relato de un náufrago, sobre las vicisitudes de un marinero que cayó en el mar; la antología Crónicas y reportajes, y Cuando era feliz e indocumentado, testimonio de su paso por Venezuela en 1958. Por supuesto, sus columnas, críticas de cine y notas editoriales compiladas en varios volúmenes hablan con elocuencia de su vigorosa actividad periodística a través de su vida.

Un periodismo enfocado siempre hacia la denuncia de las injusticias sociales, a favor de las luchas populares y un socialismo humanitario que busca equilibrar las desigualdades existentes en el capitalismo salvaje que impera en el mundo. Recordemos su libro La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile, reportaje en primera persona que recrea de manera magistral el peligroso proyecto del director chileno de ingresar a su país a principios de 1985 para hacer una película sobre la dictadura de Pinochet y las organizaciones democráticas que luchaban en la clandestinidad.

En Estados Unidos fue Truman Capote uno de los primeros en proponer este género periodístico que se nutre de la literatura y que el autor bautizó como novela de no-ficción o periodismo narrativo, por cuanto se trata de una historia narrada en forma de novela, pero basada en hechos reales de reciente factura que se pueden comprobar fácilmente en la prensa. “Un libro –según el mismo Capote– con la credibilidad de los hechos, la inmediatez del cine, la hondura de la prosa y la precisión de la poesía”. Cualidades que sin duda reúne Noticia de un secuestro.

Según el propio García Márquez, en octubre de 1993, Maruja Pachón y Alberto Villamizar le propusieron que escribiera un libro con las experiencias de ella durante su secuestro de seis meses y las peregrinas diligencias en que él se empeñó para lograr su liberación. Sin embargo, en el transcurso de la investigación cayeron en cuenta que “era imposible desvincular aquel secuestro de los otros nueve que ocurrieron al mismo tiempo en el país. En realidad, no eran diez secuestros distintos —comenta el autor en sus “Gratitudes a manera de prólogo”— sino un solo secuestro colectivo de diez personas muy bien escogidas, y ejecutado por una misma empresa con una misma y única finalidad”.

La empresa clandestina se constituyó con el nombre de Los Extraditables, capos del narcotráfico en Medellín cuyo jefe indiscutido era Pablo Escobar, y su finalidad era evitar a cualquier precio su extradición. De hecho, su consigna era: “Preferimos una tumba en Colombia a una cárcel en Estados Unidos”. Para ellos estaban vivas las imágenes en televisión del capo Carlos Lehder esposado, con gruesos grillos de hierro en sus tobillos, arrastrando pesadas cadenas y bolas metálicas, condenado a cadena perpetua en una cárcel estadounidense de máxima seguridad. Una de las secuestradas había sido Marina Montoya, hermana de Germán Montoya, quien se había desempeñado como secretario general en la presidencia de Virgilio Barco Vargas y cuyo hijo Álvaro Diego había sido secuestrado para presionar una negociación con el Gobierno que nunca se cumplió. El secuestro de Marina fue interpretado como una venganza de los narcotraficantes, pues ella ya carecía de valor para negociar, Barco había terminado su administración y Montoya era embajador de Colombia en Canadá. De modo que era de esperarse su ejecución en cualquier momento.

El mismo día que secuestraron a Marina Montoya, un comando tomó de rehén en un barrio periférico de Bogotá a Francisco Santos, jefe de redacción y miembro de la familia propietaria del diario El Tiempo. Como en casi todos los casos, el modus operandi fue el mismo. Dos automóviles, usualmente robados en días anteriores, inmovilizaban el vehículo de la víctima a la cual vendaban los ojos y escondían en el interior de uno de los carros. Asesinaban al chofer con armas automáticas dotadas de silenciador y emprendían la huida a algún lugar de la ciudad en donde los recluían en un dormitorio escuálido, de muebles raídos, un radio y un televisor. Las ventanas tapiadas con gruesas tablas y un bombillo solitario solían dar un aspecto lúgubre que contribuía a incrementar la depresión y ansiedad de los secuestrados. La comida era pésima, hecha sólo para evitar que murieran de inanición, y la vigilancia extrema. Eran tales las medidas de seguridad que, en algunos casos, un equipo de dos vigilantes llegaba incluso a permanecer en el mismo cuarto día y noche sin perderlos de vista ni un minuto.

El grupo secuestrado más numeroso fue el de Diana Turbay, directora del noticiero de televisión Criptón y de la revista política Hoy x Hoy de Bogotá e hija del ex presidente y jefe máximo del Partido Liberal Julio César Turbay Ayala. Ella fue la primera secuestrada el 30 de agosto de 1990, sólo tres semanas después de posesionarse César Gaviria Trujillo como presidente de la República. Para tal fin se le tendió un ingenioso ardid. Dos jóvenes y una muchacha se habían hecho pasar por emisarios del Ejército de Liberación Nacional (Eln), grupo guerrillero que opera de manera fundamental en la zona Andina del país, para concertar una entrevista con el comandante en jefe, el cura Manuel Pérez. Diana Turbay ya tenía antecedentes de arriesgarse a tales empresas, impulsada por su vocación de periodista y por su interés en fomentar la paz. Junto a ella viajaron la editora Azucena Liévano, el redactor Juan Vitta, los camarógrafos Richard Becerra y Orlando Acevedo, así como el periodista alemán Hero Buss. Todos ellos cayeron en la trampa y fueron a parar a diversas casas de seguridad, después de fatigosas jornadas por senderos montañosos hasta una finca próxima a la ciudad de Medellín.

Fiel al dictum que emitiera en su momento Truman Capote, García Márquez es supremamente cuidadoso en sus reportajes. La credibilidad de los hechos está más allá de cualquier duda. Antes de entregarlos a Norma, la editorial colombiana que ha publicado sus libros, el autor solicitó a cada uno de los entrevistados que revisara el manuscrito para evitar errores de interpretación o para corregir sus declaraciones. La sucesión de imágenes se desarrolla con el ritmo e inmediatez de una película escalofriante. De hecho, su estrecha relación con la mecánica cinematográfica a través de su experiencia como guionista y tallerista de guiones en la Fundación para el Nuevo Cine Latinoamericano que él ayudó a fundar en San Antonio de los Baños (Cuba) se hace palpable aquí. La impresión es que una cámara de cine sigue los pasos de los protagonistas, no sólo su postración psicológica –que es muy intensa–, sino también su deteriorado aspecto físico, las condiciones de su cautiverio y la estrecha convivencia con sus captores y victimarios. De igual modo, su prosa siempre se ha caracterizado por su precisión conceptual y creatividad semántica, así como un contenido poético que suele encontrar el adjetivo inesperado, la sutileza en el análisis político y la solidaridad en el tono de compasión por las desdichas de los secuestrados. A guisa de ejemplo, observemos el primer párrafo del libro, que de inmediato capta la atención del lector:

“Antes de entrar en el automóvil miró por encima del hombro para estar segura de que nadie la acechaba. Eran las siete y cinco de la noche en Bogotá. Había oscurecido una hora antes, el Parque Nacional estaba mal iluminado y los árboles sin hojas tenían un perfil fantasmal contra el cielo turbio y triste, pero no había a la vista nada que temer. Maruja se sentó detrás del chofer, a pesar de su rango, porque siempre le pareció el puesto más cómodo. Beatriz subió por la otra puerta y se sentó a su derecha. Tenían casi una hora de retraso en la rutina diaria, y ambas se veían cansadas después de una tarde soporífera con tres reuniones ejecutivas. Sobre todo Maruja, que la noche anterior había tenido fiesta en su casa y no pudo dormir más de tres horas. Estiró las piernas entumecidas, cerró los ojos con la cabeza apoyada en el espaldar, y dio la orden de rutina:

–A la casa, por favor”.

Por supuesto, Maruja Pachón de Villamizar nunca llegaría a su casa esa noche. En el camino su carro fue interceptado y, junto con su cuñada Beatriz, a quien liberaron unas semanas antes que ella, permanecería en cautiverio durante 193 días. Si en el caso de Marina Montoya había sido una venganza por incumplimiento de una promesa, en el de Diana Turbay, Francisco Santos y Maruja Pachón había sido su profesión de periodistas y su filiación familiar. Maruja era hermana de Gloria Pachón, viuda de Luis Carlos Galán, enérgico enemigo del narcotráfico y defensor de la extradición de colombianos, también periodista y fundador del Nuevo Liberalismo en 1979, una fuerza política arrolladora que intentó modernizar las herrumbrosas estructuras del Partido Liberal. Los Extraditables fraguaron su asesinato y en agosto de 1989 sucumbió a un atentado cerca de Bogotá, cuando era candidato a la Presidencia y seguro ganador de las siguientes elecciones que, en su ausencia, eligieron entonces a César Gaviria, su jefe de campaña.
A Marina Montoya la ejecutaron sin contemplaciones después de llevarla a un sitio desolado de la sabana de Bogotá y, aún sin saber de quién se trataba, fue enterrada en una fosa común del Cementerio del Sur. La muerte de Diana Turbay ha permanecido en el más ignominioso misterio. A pesar de todos los ruegos y esfuerzos de su familia por impedirlo, en especial de su madre, doña Nydia Quintero de Balcázar, un operativo de las fuerzas militares había intentado su rescate y, en confusos hechos, un proyectil único causó su muerte cuando herida era transportada en helicóptero a Medellín. Su muerte sobrecogió de espanto a un país ya acostumbrado a las noticias más trágicas, y sin duda contribuyó, en medio de aquel tiempo de espantoso narcoterrorismo, a que al final la Asamblea Constituyente legislara en la nueva Constitución de 1991 contra la extradición de nacionales.

Uno de los personajes más interesantes del reportaje es Alberto Villamizar, quien se desempeñaría como zar antisecuestro, por su incansable labor en busca de una solución a los conflictos generados por la acción de los Extraditables. Su empeño fructificó finalmente con la liberación de los secuestrados y en la entrega de Pablo Escobar con la intervención del padre Rafael García Herreros, un sacerdote reconocido por sus campañas humanitarias y quien impulsó la construcción del Minuto de Dios, un inmenso barrio de casas modestas para los más necesitados de Colombia.

García Márquez reconoce en el prólogo que “el trabajo previsto para un año se prolongó por casi tres, siempre con la colaboración cuidadosa y oportuna de Maruja y Alberto, cuyos relatos personales son el eje central y el hilo conductor de este libro”. Así es en realidad, un libro que se propone además ser la reflexión de un escritor que dedicó su vida a la profesión de narrador y periodista, y quien recibió a través de su larga vida los más altos reconocimientos por su talento y generosidad. Nos entregó en su momento este apasionante volumen que se deja leer como la novela más absorbente y lúcida de su producción literaria.

** ** **

EL TIEMPO
Bogotá - Colombia
23 de Abril del 2014


GGM

Por: Óscar Collazos |

Muy al principio, cuando se precipitó en el vacío de las cosas sin nombre ni rostro, pensó lo que ya no podría escribir: que olvidar es morir. Un bel morir.

Algunas veces me pregunté si al saber que empezaba a sentir las mismas “evasiones de la memoria” que vivió Macondo cuando sobrevino la peste del insomnio, GGM pensó regresar a su libro y reconocerse en sus páginas. No lo hizo, quizá, por el pánico de saber que ya no habría un Melquiades que lo sacara “del tremedal del olvido”.

Como Aureliano, GGM empezó “a tener dificultades para recordar casi todas las cosas del laboratorio”. En su caso, a olvidar los hechos más sencillos e inmediatos, a sentir que los rostros familiares perdían su nombre, como las calles que atravesaba con la destreza de la costumbre pero que perdían su nomenclatura a medida que las recorría.

A medida que se sentía abandonado por los recuerdos, GGM debió de haber sentido la rara felicidad de no ser ya responsable ante nadie, ni siquiera ante sus pudores. Podía entonces sacarle la lengua a una periodista, bailar antes de que empezara el baile, de hacer pistola con el dedo engatillado, de preguntar por las cosas más sencillas, como si acabara de nacer, de dar respuestas enigmáticas a preguntas que habían tenido la complejidad más abstrusa. Podía repetir, con José Arcadio, que “la Tierra es redonda como una naranja”.

Al verlo a la distancia, imaginé que se miraba en el espejo de su propio libro y que, también él, vivía en sus páginas la “realidad escurridiza” de Macondo. En la realidad de los otros, seguía siendo aclamado y solicitado, apartado discretamente del oropel de las ceremonias sociales. La conciencia con que había construido las maravillas de sus libros se estaba dando la vuelta para dar paso a la conciencia interior y sin palabras que grababa en su rostro un rictus de melancolía.

Si GGM se resistió a ponerles etiquetas con sus nombres a las cosas que olvidaba y a señalar allí las funciones que tenían, fue porque supo desde el comienzo que, como en Macondo, llegaría el día en que olvidaría los valores de la letra escrita. De nada valdrían las artimañas para burlar su destino.

No sería posible construir la máquina de la memoria inspirado en los inventos del gitano, ni componer el diccionario giratorio con catorce mil fichas, ni beber, como José Arcadio, el bebedizo que lo devolvería a la luz. Se resignó a la fatalidad de olvidar y estar absolutamente solo con su gloria en medio del mundo.

Una noche, en un rasgo de lucidez, mientras sostenía en la mano la copa de champaña de las tardes, mirando sin mirar hacia el mar de Cartagena de Indias, GGM recordó las páginas de su libro en el momento en que el último de los Buendía contempla en instantes de vértigo la vida de sus antepasados y la proximidad de su muerte mientras descifra los manuscritos de Melquiades.

A medida que Macondo “era ya un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cola del huracán bíblico”, GGM presentía que olvidaría de inmediato lo que acababa de leer. Lo que había sido al comienzo de la enfermedad: la felicidad de olvidar se volvería sufrimiento antes de conquistar la indiferencia que lo separaría en vida del mundo.

¿Quién había escrito aquel libro que GGM leía a ráfagas, que olvidaba a medida que leía? ¿Cuál sería la suerte de Aureliano Babilonia cuando otro soplo del huracán lo convirtiera en el último hijo de una estirpe sin futuro? Muy al principio, cuando se precipitó en el vacío de las cosas sin nombre ni rostro, en el limbo de los hechos borrados de la vida como si él nunca hubiera nacido, pensó lo que ya no podría escribir: que olvidar es morir. Un bel morir.

** ** **/

Revista Brasil
Rio de Janeiro – Brasil
Abril – Mayo de 2014

El inventor de fábulas*

Por Darío Henao Restrepo
Profesor Titular de Literatura Colombiana y Latinoamericana
Director del Centro Virtual Isaacs
Escuela de Literatura - Universidad del Valle
Cali-Colombia


Más de 60 años de actividad literaria le permitieron a Gabriel García Márquez, el hijo del telegrafista de Aracataca, confirmar y enaltecer el valor de la imaginación como uno de los dones más preciados del ser humano. La libertad de imaginar y el poder mágico para expresar sus creencias más íntimas constituyen su ética como cuentista, novelista, periodista y guionista cinematográfico. En todas sus facetas se ocupó en recrear la indefinida repetición de la vida de los hombres, porque según él, lo único que le interesa a la gente son las cosas que le suceden a  la gente.

El Caribe de su infancia, los pueblos de Colombia que recorriera como reportero y sus andanzas por América Latina y el mundo son la materia vertiente de toda su obra. Para hacer ficción con esa realidad,  no sólo la escudriñó palmo a palmo, sino que se dio a la tarea de asimilar, como pocos escritores de su generación, la tradición literaria universal, especialmente la contemporánea, conjugándola con la propia, y así encontrar las formas adecuadas para expresarla. La apropiación de las formas de la narrativa moderna (las lecturas de Faulkner, Virginia Woolf, Hemingway, Joyce, Borges, entre tantos) para encontrar una expresión de las realidades de su Caribe natal, sin duda explican, en buena parte,  el logro estético de la narrativa de García Márquez.[1] Desde la publicación de sus primeros cuentos en 1947 en el diario El Espectador de Bogotá y luego cuando regresa a Cartagena y Barranquilla, años en los que escribe y reescribe La Hojarasca, el joven escritor es un ávido lector en función del oficio. En una de sus columnas periodísticas en El Heraldo de Barranquilla – La jirafa - se ocupa de lo que él llama “Los problemas de la novela” en Colombia:

Todavía no se ha escrito en Colombia la novela que esté  indudable y afortunadamente influida por Joyce, por Faulkner o por Virginia Woolf. Y he dicho “afortunadamente”, porque no creo que podríamos los colombianos, ser, por el momento, una excepción al juego de las influencias. En su prólogo a Orlando, Virginia confiesa sus influencias. Faulkner mismo no podría negar la que ha ejercido sobre él, el mismo Joyce. Algo hay – sobre todo en el manejo del tiempo – entre Huxley y otra vez Virginia Woolf. Franz Kafka y Proust andan sueltos por la literatura del mundo moderno. Si los colombianos hemos de decirnos acertadamente, tendríamos que caer irremediablemente en esta corriente. Lo lamentable es que ello no haya acontecido aun, ni se vean los más ligeros síntomas de que pueda acontecer alguna vez.[2]

Este aprendizaje estuvo siempre al servicio de su proyecto central – recrear Macondo–, tarea a la que se diera desde que planeó escribir La Casa a los 16 años y que mucho tiempo después culminaría con la publicación de Cien años de soledad en 1967.

El Gran Burundún Burunda de Jorge Zalamea, un retablo barroco según el crítico Alfredo Iriarte, por su opulencia verbal, en mucho se aviene con la retórica del último cuento del libro de García Márquez, el que le da el título al volumen (Los funerales de la mamá grande), y cuyos delineamientos superlativos para mostrar el orden que rige un mundo patriarcal funcionan como el marco de todas las microhistorias de los relatos del volumen: la venganza simbólica del dentista Aurelio Escobar con el alcalde militar en Un día de estos; la dignidad de la madre del ladrón que han matado la semana pasada en La siesta del martes; las peripecias absurdas de Dámaso por el robo de las únicas bolas de billar del pueblo En este pueblo no hay ladrones; el orgullo de Baltazar, fabricante de jaulas de pájaros, frente al gamonal José Montiel en La prodigiosa tarde de Baltazar; la decadencia imperturbable de la viuda del gamonal José Montiel en La viuda de Montiel; la misteriosa aparición de pájaros muertos en la casa  de la viuda amargada, Rebeca, y las divagaciones metafísicas del centenario cura Antonio Isabel en  Un día después del sábado; y por último, la clarividencia de la abuela ciega en Rosas artificiales. Todos estos pequeños dramas acontecen en el reino de la soberana absoluta de Macondo, la Mamá Grande, que en el relato se erige como el gran poder de la nación, a cuyos funerales asiste el Sumo Pontífice y el señor presidente de la República. El legado invisible que deja esta matrona es una alegoría de la nación colombiana, construida desde la perspectiva mítico-legendaria y como un chisme colectivo, en la que se hace un gran fresco imaginario del poder político, el poder espiritual y el poder económico, la trilogía reinante del poder feudal representado en la Mamá Grande. De tal magnitud es su poder que testa sobre los bienes intangibles que lega a las próximas generaciones: La riqueza del subsuelo, las aguas territoriales, los colores de la bandera, la soberanía nacional, los partidos tradicionales, los derechos del hombre, las libertades ciudadanas, el primer magistrado, la segunda instancia, el tercer debate, las cartas de recomendación, las constancias históricas, las elecciones libres, las reinas de la belleza, los discursos trascendentales, las grandiosas manifestaciones, las distinguidas señoritas, los correctos caballeros, los pundonorosos militares, , su señoría ilustrísima, la corte suprema de justicia, los artículos de prohibida importación, las damas liberales, el problema de la carne, la pureza del lenguaje, los ejemplos para el mundo, el orden jurídico, la prensa libre pero responsable, la Atenas sudamericana, la opinión pública, las elecciones democráticas, la moral cristiana, la escasez de divisas, el derecho al asilo, el peligro comunista, la nave del Estado, la carestía de la vida, las tradiciones republicanas, las clases desfavorecidas, los mensajes de adhesión[3].

El tema del poder absoluto, en una sociedad dominada por grandes gamonales, es el que ocupa a Jorge Zalamea en El gran Burundún Burunda, una afilada sátira de un sátrapa tropical que no es más que un obeso papagayo de papel. Esta alegoría, al decir de Iriarte[4][i], alude al poder absoluto y despótico en sus formas y características más brutales y monstruosas. El personaje no tiene el marco cultural y geográfico de los dictadores tropicales cuya galería teratológica inauguró Valle Inclán con su Tirano Banderas y siguieron enriqueciendo Miguel Angel Asturias, Alejo Carpentier y Augusto Roa Bastos, hasta desembocar en la apoteosis alucinante de García Márquez en El otoño del patriarca. En esa inmensa estela, los dictadores tropicales en nuestro continente, un cuento como Los funerales de la mamá grande, para el caso específico de García Márquez, funciona como una primera semilla para el tratamiento de un tema que ha sido para él una obsesión, el poder, y más aún, el poder absoluto.

El proceso de asimilación de los elementos técnicos y de lenguaje para escribir la saga de los Buendía se plasmó en cuatro libros de gran factura literaria y poética –sus primeros cuentos recogidos en el libro, Ojos de perro azul, La hojarasca, Los funerales de la Mama Grande y El coronel no tiene quien le escriba– que hoy constituyen la prehistoria de la obra que le diera la fama entre los lectores de todo el mundo. Tal vez nunca será del todo explicable el éxito tan fulminante de Cien años de soledad, no obstante su alucinada recepción indicara que se trataba de un libro que todos esperaban como el gran espejo de nuestra cultura. La audacia de su extremada invención de las formas artísticas fue lo que más impactó a sus lectores, a tal punto, que el novelista mexicano, Carlos Fuentes, al terminar su lectura escribió que acababa de leer la Biblia latinoamericana.[5]

El poeta chileno, Pablo Neruda, cuando leyó Cien años de soledad no dudó en afirmar que se trataba del segundo Quijote de la lengua española.  Rescatar a Macondo, metáfora de 500 años de Historia de Colombia y América Latina, no sólo “desfacía el entuerto” del olvido y defendía nuestra identidad, como revivía la línea de lo lúdico y de la libertad de la imaginación que iniciara la genial obra de  Cervantes. Captando todos los niveles de la vida –lo real y lo imaginario, lo culto y lo popular, lo sagrado y lo profano, lo regional y lo universal, la ciudad y el campo–, y los diversos tiempos –mítico, bíblico, histórico, político y autobiográfico–, en un corpus en el que todo aparece imbricado con todo, Cien años de soledad  reconstruye nuestra identidad cultural y los avatares de nuestra Historia a través del juego, de la mamadera de gallo trascendental y supremamente seria.  

El dominio del lenguaje metafórico, la originalidad en la estructura narrativa del asunto, el poder cognitivo, y lo que es una fiesta para sus lectores, la exuberancia poética, son los elementos que hacen de Cien años de soledad una de las grandes conquistas del arte de novelar en el siglo XX. Con la mediación de la circularidad mítica, el eterno retorno, García Márquez no sólo organiza su relato, sino que orquesta toda su crítica al modelo de desarrollo latinoamericano, a las paradojas de su Historia y su ingreso a marchas y contramarchas en la modernidad. Así, ironiza, parodia y carnavaliza las inconsistencias de nuestros procesos históricos, que giran en redondo sin avanzar, que se estancan y permanecen aislados del tren de la Historia  a pesar de esfuerzos como el de José Arcadio Buendía, el patriarca fundador de Macondo que termina sus días como Prometeo encadenado.

El pecado original, el éxodo, la peste, el diluvio, el apocalipsis, el sánscrito, el hielo, los juguetes mecánicos, la lupa, el imán, el reloj, el telescopio, el sextante, el astrolabio, el clavicordio, el tren, el cinematógrafo, la luz eléctrica, los prodigios de los magos y los desvelos de los alquimistas, la magia y las supersticiones, la utopía social, la guerra, el amor, el incesto, los fantasmas de la culpa y la soledad son los elementos que se entretejen en las peripecias de los Buendía, cuya fuerza alegórica  trasciende  a su referente histórico para tornarlas una fábula vital de la historia de la humanidad.

Desde los años en que se empeñaba por darle forma a Macondo ya rondaba por la cabeza de García Márquez el tema de El otoño del patriarca, un libro sobre el enigma del poder humano, sobre su grandeza, soledad y miseria, que según él, es el libro que literariamente hablando es su trabajo más importante, el que puede salvarlo del olvido. Sobre este dictador, síntesis del bestiario tropical, se elabora un complejo y audaz entramado narrativo que el lector percibe como una andanada de páginas y páginas sin un sólo punto, sólo comas,  como la forma de ambientar el poder absoluto en sus días de gloria y en su ocaso. El periplo de este patriarca que termina sus días, prisionero en las trampas de la nostalgia, perdido en los laberintos del poder, empantanado en las telarañas de la vejez, le sirve a García Márquez para plasmar también su autobiografía cifrada sobre el poder, los esplendores y las miserias de la fama.

La novela del Libertador, El general en su laberinto, en visión retrospectiva funciona como si se tratara de una demostración de la correspondencia del universo garcíamarquiano a una realidad histórica y geográfica. Todo en su ficción está inevitablemente impregnado de los efluvios de Macondo. Asombrosamente, el Bolívar reinventado por la ficción se asemeja tanto a personajes como José Arcadio Buendía y  su hijo el coronel Aureliano Buendía o el patriarca en la soledad inútil de su poder, que pareciera que el personaje histórico, invirtiendo la relación Historia/Ficción, ya era macondiano, y más aún, que toda la historia bolivariana se escribiera a si misma con la escritura garcíamarquiana.

El viaje de Bolívar por el río Magdalena hacia Cartagena de Indias, camino de su exilio voluntario a una Europa que nunca alcanzará, es el punto de partida de la novela. Instalado en la intimidad, el relato nos entrega  a un hombre más avejentado que viejo, tan transido de gloria pasada como de frustración y decrepitud presente, hablando casi desde la frontera del Más Allá, febril y sentencioso mientras ve derrumbarse entre oscuros cuartelazos su sueño unitario de una Hispanoamérica convertida en la liga de naciones más vasta, extraordinaria y fuerte que haya aparecido sobre la tierra. Su desilusión tiene algo de profética, y es una clave histórica para revelar la naturaleza política profunda  de Colombia y el continente condenado a fluctuar entre la utopía y el fracaso. En la fragilidad del personaje se instaura una manera de revisar nuestra Historia, de poner al desnudo sus males y sus lepras.

La compleja estructuración de la composición circular, los manejos espacio-temporales, el control de la perspectiva narrativa y la organización simétrica de los capítulos, fueron el fruto del aprendizaje del au­tor para poder ordenar el vasto material con el cual creó la novela que le ganara su fama: Cien años de Soledad (1967). Luego vendría su otra obra de gran aliento, El otoño del patriarca (1975), en la que también exhibe su enorme dominio de las técnicas de composición na­rrativa modernas. Y su proceso no para ahí, en su Crónica de una muer­te anunciada (1981), encontramos la conjugación perfecta de las técnicas del periodismo y las de la literatura. La tensión entre lo mimé­tico/objetivo y lo mítico/simbólico aparece en esta pequeña “obra prima” hábilmente diluida. En El amor en el amor en los tiempos del cólera encontramos muchas de las habilidades de la Crónica. Quien conozca toda su obra anterior se deleitará comprobando los quiebres y requiebres del autor en este campo.

La historia de amor de dos viejos –Fermina Daza y Florentino Ariza– en medio de las pestes y las guerras civiles, realizando un viaje por el río Grande de la Magdalena después de una larga espera de 50 años, nueve meses y cuatro días, es la matriz generadora de El amor en los tiempos del cólera. Esta historia sentimental  permitirá el tratamiento de las infinitas variantes del amor como si se tratara de una “Summa” en el sentido tomístico. El amor como motor de la vida está presente en todo el relato, se sobrepone a lo individual y lo ideal para posarse en lo cotidiano. Es como un milagro y al mismo tiempo la peor de las enfermedades. Por amor las viudas recuperan la esperanza, los jóvenes despiertan al placer, los viejos renacen, los adultos comen flores y se pierden en la bebida y se pueden soportar las más largas esperas. En fin, el amor según esta hermosa fábula es la gran utopía de la vida, en compensación a un mundo vil y absurdo. La novela puede ser abordada en distintas direcciones. La podemos leer como una reflexión de la cotidianidad del amor o como la metafísica del amor; como una simple ordenación de historias de revista popular o como un tratado que articula la genealogía de los códigos del amor en el trópico donde prevalecen los hombres so­bre las mujeres; como el juego de los deseos humanos, del erotismo, con los impulsos que se liberan, se realizan, y, los que se reprimen por diversos condicionamientos de la cultura; en fin, el libro se pude leer con la óptica de los hombres o con la de las mujeres. Esto al nivel de su significación trascendente, lo que no descarta una lectura socio-histórica, nivel en el que el texto es bastante rico.

Por amor bien vale la pena la muerte, como le responde Florentino Ariza al padre de su pretendida cuando este lo amenaza de pegarle un tiro: “Péguemelo -dijo-. No hay mayor gloria que morir por amor”. En su nivel más trascenden­tal, el amor en la novela funciona como una gran utopía de la vida. Esta fábula narrativa se construye en función de profundo proyecto filosófico y político, como una creación de formación espiritual. Esa profundidad de los valores inspiradores nos recuerda la sabia máxima de Horderlin: “Aquel que ama las realidades más profundas amará también lo que hay de más vivo en la vida”.

Otras obras como Crónica de una muerte anunciada, Del amor y otros demonios, Los doce cuentos peregrinos, Noticias de un secuestro y Memoria de mis putas tristes, al que se le suman un sinnúmero de crónicas y  reportajes periodísticos y de guiones para series de televisión y para el cine, no hacen más que comprobar la portentosa capacidad creadora de Gabriel García Márquez. En Vivir para contarla, el primer volumen de sus memorias, cuenta  su vida  con la densidad poética que caracteriza todo lo que cuenta, y vuelve a imponerse su genio fabulador para recuperar los recuerdos de su propia existencia.

Una inconfundible poética sustenta el oficio de inventor de fábulas que fue toda la vida Gabo. En su discurso para recibir el premio Nobel, “La soledad de América Latina”, están todas las claves de su oficio creador,   una profunda auto-reflexión literaria y personal.  Su carpintería –término utilizado por él mismo– está contenida es este discurso.  Eso le confesó a su amigo Germán Vargas, a quien le diera a leer las pocas cuartillas del discurso horas antes de la ceremonia: “Lo que acabas de leer”, le dijo García Márquez, “no es ni más ni menos que Cien años de soledad”. Y no exagera en lo más mínimo. Exhibe su manera de pensar, que antes que racionalista y abstracta es la del fabulista que siempre traduce todo en un una narración de forma indirecta a través de la imagen y del efecto conseguido por el uso de las palabras. El mundo siempre visto como un relato.  La primera frase del discurso:  “Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece ser una aventura de la imaginación” confirma esa estrategia, central en todos sus relatos.  Sin duda la más famosa y perdurable es: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Un solo personaje inicia la obra con una acción, generalmente concreta, que lo inserta en un contexto de tal manera que su mundo queda perfilado, definido. Otros inicios narrativos.   “El coronel destapó el tarro de café y comprobó que no había más de una cucharadita” (El coronel no tiene quien le escriba). “Eréndira estaba bañando a la abuela cuando empezó el viento de su desgracia” (La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada).  “El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5:30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo” (Crónica de una muerte anunciada).  “El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor con una adolescente virgen. (Memoria de mis putas tristes.) Esta sabíduría del oficio es clave para el que quiera entender la carpintería literaria de toda su obra.

“Vean ustedes – continua en su discurso-  el mundo que yo habito, y que habitamos todos los latinoamericanos, aquel mundo que ustedes consideran como una fantasía, un puro invento, no es ni más ni menos que la realidad.” Una afirmación que sintetiza su cosmovisión y la manera como interpreta su labor de novelista. De lo que se trata es de saber ver y sentir para expresar a este continente fabuloso. Por eso el segundo párrafo del discurso habla de las primeras crónicas de Indias como “los gérmenes de nuestras novelas de hoy”.  Nos “legaron”, dice, los siguientes “incontables”, entre otros:  El Dorado, codiciado por muchos españoles  y convertido en fantasía de cartógrafos; la fuente de la eterna juventud, buscada por Ponce de León y añorada por Alvar Núñez Cabeza de Vaca en un viaje en que se comieron unos a otros y del que regresaron sólo 5 de los 600 viajeros originales; la historia de las once mil mulas cargadas de oro que un día salieron del Cuzco y desaparecieron para siempre; la propuesta de unos alemanes hacia fines del siglo XIX que los rieles para el ferrocarril interoceánico en Panamá se hicieran, no de hierro que era escaso en la región, sino de oro”. Vendrán a seguir la demencia como rostro de nuestra singular locura, la enumeración de nuestros males, lo descomunal de nuestras realidades, la fertilidad de la imaginación de los latinoamericanos, la mirada propia y singular de nuestro continente en el mundo y todas la utopías a las que tenemos derecho. Nada fue más justo y bien recibido en el mundo que el premio Nobel para este inventor de fábulas, según el fallo de la Academia Sueca, por sus cuentos y novelas donde lo fantástico y lo real se funden en la compleja riqueza de un universo poético que refleja la vida y conflictos de un continente. Es una obra hondamente humana y de significación universal. Como nada más indiscutible y merecido que el reconocimiento que se le hiciera como el colombiano más importante de todos los tiempos.



* Este es el texto de la conferencia proferida en la Universidad Federal de Bahía, la Universidad Federal Fluminense y la Estación de la Letras de Rio de Janeiro en la visita del autor al Brasil en los meses de abril y Mayo de 2014.
[1] Sobre este proceso ofrecen análisis detallado los libros Cómo aprendió a escribir García Márquez de Jorge García Usta y Viaje a la semilla de Daso Saldívar,  y la más reciente biografia del inglés Gerald Martín, Gabriel García Márquez. Una vida, a la que le dedicó 18 años de investigación y contó con la colaboración del creador de Macondo.
[2] Columna aparecida en El Heraldo, Barranquilla, 24 de abril de 1950. Ver Gabriel García Márquez, Obra periodística. Vol. 1: Textos costeños, Barcelona, Bruguera, 1980 (ed. Jacques Gilard), p. 269
[3] Gabriel García Márquez. Los funerales de la mamá grande. Buenos Aires, Sudamericana, 1980, p.143
[4] Alfredo Iriarte. “De Gregorio Samsa al gran Burundún, pasando por Su excelencia” Prólogo a la edición de El Gran Burundún Burunda, Bogotá, Arango Editores, 1989, p.23.

[5] Mario Vargas Llosa. Historia de un deicidio. Caracas, Monte Ávila editores, 1974. En este libro, hasta ahora el más completo estudio del proceso creativo de García Márquez. Vargas Llosa muestra cómo opera este proceso y demuestra la dependencia que hay entre los cuentos y las novelas anteriores a Cien años de soledad, en la cual cada una se modifica desde las perspectivas de las otras. Todas arrojan luces sobre todas, hilos más fuertes o más delgados las enlazan, todas son, al mismo tiempo, entidades autónomas y capítulos de una vasta, dispersa ficción. (p. 234)




No hay comentarios: