Publicamos algunos de
los comentarios que se hicieron hasta hoy, de la novela
En
agosto nos vemos. (IX)
Contra Replica
CDMX
25 de
abril de 2024
Gabo nunca hablaba mal de nadie…
Recuerdos 10 años después de su muerte
Por
Zheger Hay Harb
/ Notistarz
No fue una muerte sorpresiva: desde hacía días
sabíamos que el fin se acercaba, pero aun así resultaba difícil acostumbrarse.
También había sido difícil, a lo largo del último año, aceptar que ya no era el
mismo.
La vida se le extraviaba y los años le cayeron
de pronto todos juntos. Pero también se había liberado de las obligaciones que
se había autoimpuesto para ayudar a mejorar el mundo, se hacía cada día más
dulce, más alegre, y quería estar siempre con amigos, salir adonde hubiera
música, fiesta.
Lo conocí poco después del Nobel, cuando yo
estaba asilada en México. Al día siguiente de haber conversado telefónicamente
por primera vez, me recogió en mi apartamento y me llevó a su casa. Desde ese
día me pregunto por qué merecí la suerte de esa amistad. Fui habitual en la
intimidad de almuerzos casi cotidianos, solo Mercedes, él y yo en la mesita de
la cocina.
También fui asidua invitada los fines de
semana a su casa de Cuernavaca, sin que nadie más alterara esos momentos de
conversaciones íntimas. Siempre nos reuníamos después del mediodía, porque Gabo
pasaba toda la mañana pegado al computador trabajando sin parar.
Algunas veces salíamos a librerías o a
restaurantes. Recuerdo una vez que fuimos los tres a Garibaldi, ya desde
entonces una zona realmente peligrosa, para oír y cantar rancheras. Pero, a
pesar de que le gustaba la fiesta, las salidas eran más bien escasas. Muchas
veces yo cocinaba, porque le gustaba la comida árabe, pero en la noche siempre
era Mercedes la que preparaba algo sencillo y delicioso.
Muchas veces me pidió que le hablara sobre mis
años en la guerrilla, pero yo estaba todavía en la etapa en que no era capaz de
recordar con tranquilidad y además estaba feliz disfrutando de la vida sin
zozobras, así que le conté solo pequeños trozos.
En esa intimidad presencié el noviazgo y luego
el matrimonio de su hijo Gonzalo; el nacimiento de Mateo, su primer nieto, a
quien yo me llevaba de la casa de sus padres a la de sus abuelos cuando era
apenas un bebé; el nacimiento de Emilia, la escritura de "El general en su
laberinto", la preparación de "El cataclismo de Damocles", su
asistencia a las cumbres presidenciales... También fue mi acompañante al
momento de comprar un apartamento en Coyoacán, y le dio todo su afecto a mi
hijo, con quien tuvo tantas muestras de abuelo cariñoso.
Una vez le conté que mi hijo me había pedido
un saxofón y mi respuesta había sido que mejor aprendiera a tocar maracas,
porque ese aparato era muy caro y seguramente en poco tiempo lo iba a dejar por
ahí botado. Gabo me dijo que eso podía ocurrir, pero que, si no se lo compraba,
cuando estuviera grande iba a decir que si lo hubiese tenido habría llegado a
ser Armstrong. Entonces Gabo se lo regaló. Después y hasta el fin de sus días
tuvo a mi hijo a su lado, no solo en la organización razonada de su biblioteca,
sino en la discusión de libros que ambos leían.
Tenía gestos de humor travieso, como cuando me
autografió un libro: “Para Sejer [porque nunca aprendió a escribir mi nombre
como lo puso el cura que me bautizó] con la condición de que no se lo dé a
nadie”. Lo escribió muerto de la risa porque ese día había en la casa varios
mexicanos que no entendían el sentido de la dedicatoria y preguntaban si yo lo
daba, refiriéndose al libro; entonces él hacía chistes que aumentaban la
confusión.
Cuando regresé a Colombia, Mercedes y Gabo
visitaban mi casa cada vez que venían. Eran reuniones estrictamente familiares,
sin flashes ni prensa.
De Gabo llamaba la atención su discreción, no
solo la que era obligada respecto a los temas de Estado en que tantas veces se
metió, sino también para referirse a la gente, a los amigos y a los pocos que
con los años dejaron de serlo.
Nunca hablaba mal de nadie, ni siquiera de
aquellos que, con aparente inocencia, bromeaban siempre sobre su supuesto mal
vestir, cuando recién llegado a Bogotá todavía usaba ropa de tierra caliente,
todo un camaján chévere, un caribeño “liso”, como decimos en la costa a los
confianzudos. Nunca dijo, por ejemplo, si esos amigos del altiplano llegaban a
la costa calzando sandalias con medias blancas y vistiendo pantalón de paño.
Tal vez cuando retrató la casa de Fernanda del Carpio estaba pensando en ellos,
pero eso no habría hecho que dejara de quererlos; apenas resultaba suficiente
para alguna broma amistosa sobre lo distintos que eran los cachacos, pero nada
más.
Así fue, hasta que ellos, con su envidia,
quebraron esa amistad. En una ocasión en que yo reaccioné con rabia ante la
publicación de alguna infidencia de su vida privada, me dijo entre risas que no
fuera boba poniéndome a darle importancia a quien no la tenía.
No creo que los amigos que acabaron alejándose
de Gabo lo hayan hecho por diferencias políticas. De Álvaro Mutis, todo en
política lo alejaba, y se quisieron hasta cuando la muerte decidió que
siguieran la amistad en otra parte. Decía que Mutis y él estaban de acuerdo
porque ambos detestaban a la burguesía y con eso se zanjaban las diferencias.
La fascinación por el poder y su aguda
capacidad de observación le permitieron ir dibujando el retrato del tirano de
"El otoño del patriarca". Esa misma cercanía con los poderosos, si
bien sirvió para que los políticos se las tiraran de cultos sin leer sus obras,
también le dio la oportunidad de hacer gestiones secretas para buscar la paz.
Quizá ahora que él no está para mantenerlas en
silencio, algún día alguien no se aguantará el sigilo y dará a conocer esas
acciones que iban mucho más allá de solo hablar con los presidentes. Más
conocida fue su propuesta de trabajar por la educación, a la que dedicó
bastantes esfuerzos, a pesar de que el presidente de la época no fue capaz de
aprovecharla.
Su relación con el poder hizo que nuestra
amistad no fuera siempre tan apacible. Yo me enfurecía muchas veces porque
consideraba que se dejaba utilizar, me rebelaba ante su amistad con los
presidentes y políticos colombianos, y el inconformismo no me salía precisamente
de manera tranquila.
Yo quería que él fuera con todos ellos como
había sido con Turbay, que siguiera siendo como cuando estaba en Alternativa,
que a todos los tratara con la misma lejana displicencia que se merecían, que
no permitiera la lambonería de tanta gente “bien”, sobre todo de Bogotá, que en
privado lo despreciaba.
En algunas ocasiones se molestaba, pero la
mayoría de las veces me hacía burlas amistosas sobre mi rebeldía, diciéndome
que era como una potranca cerrera, y ahí quedaba todo.
Así de particulares eran sus formas de
responder a los ataques de cualquier tipo. Por ejemplo, como un triunfo de la
justicia poética, en una de las Ferias del Libro de Bogotá, Vargas Llosa, quien
presidió la comitiva de Perú, vio opacado su estrellato por los homenajes a
Gabo, una forma de devolverle aquel famoso puñetazo.
** ** **
Cambio
Bogotá –
Colombia
7 de
abril de 2024
Columna
¿En agosto nos vemos con los bluyines rotos?
Por Pompilio
Iriarte*
Volvió a la isla el viernes 16 de agosto
en el trasbordador de las tres de la tarde.
Llevaba pantalones vaqueros…
Primeras
palabras de En agosto nos vemos.
Soy profesor de literatura, principalmente de
talleres de letras que ayudan (mas no enseñan) a elaborar cuentos, poemas,
artículos, minicuentos, ensayos breves, historias… Nuestro asunto son los
tejidos, es decir los textos: paños, linos, sedas, satines, palabras, frases,
oraciones, la mezclilla o denim de algodón para la confección de vaqueros y
ropas de trabajo. Aunque no hay unanimidad sobre su origen, se cree que su uso
se remonta a la Edad Media.
En días pasados llegó a nuestro taller como
muestrario un bluyín de marca fabricado por la firma García Márquez e Hijos, en
tela de sarga cuyas líneas diagonales formadas por hilos de urdimbre (en el
telar, hilos verticales) flotan sobre los hilos de trama (hilos horizontales).
Lo sorprendente de la prenda es que se trataba de un par de bluyines rotos.
“Cada mes de agosto —se lee en la sinopsis de
contraportada— Ana Magdalena Bach toma el transbordador hasta la isla donde
está enterrada su madre para visitar la tumba en la que yace. Esos viajes
acaban suponiendo una irresistible invitación a convertirse en una persona
distinta durante una noche al año”.
Como era de esperarse, el esplendor del
lenguaje muy del estilo de García Márquez, tanto en sus grandes obras como en
las menores, gana la atención y el aplauso del lector. Las hipérboles poéticas
(“El mundo cambió desde el primer sorbo”) lo mismo que los adjetivos resultan
substanciales, casi sustantivos (“cerdos impávidos”, “madre otoñal”, “sopor
ardiente”, “negra grande”) y dan al lenguaje la calidad de un tejido de lujo.
El hilo del título En agosto nos vemos parece
inspirarse, según Orlando Oliveros, editor literario del Centro Gabo, en la
novela Luz de agosto, de William Faulkner, uno de los paradigmas literarios de
Gabriel. De ser así, el título invitaría a descifrar la clave: ¿por qué Ana
Magdalena “Volvió a la isla el 16 de agosto” y no otro día cualquiera del
calendario?
“Volvió a la isla”. Qué interesante. Sabemos
que las islas literarias desde la de Tomás Moro en Utopía hasta La balsa de
piedra de José Saramago, pasando por la ínsula Barataria (utopía barata)
admirablemente gobernada por Sancho Panza y La isla del día de antes de Umberto
Eco, constituyen importantes formas narrativas en función de los temas e ideas
fuerza que desarrollan y no simples tarimas para plantar allí a los personajes.
Temas e ideas fuerza como las utopías, las distopías, los modelos de sociedad y
Estado, la insularidad, marginalidad o aislamiento de naciones con respecto a
otras (Saramago) y el resplandor de la modernidad desde las sombras del barroco
(Umberto Eco) encuentran su forma de expresión en la geografía y topografía de
las islas. En el caso de En agosto nos vemos, siento que la isla no pasa de
simple parapeto. Podría estar o no estar. He aquí uno de los rotos del bluyín.
Otros hilos importantes, aunque no muy bien
tejidos en la obra que nos ocupa, son las lecturas de la protagonista Ana Magdalena
Bach. Según el citado Oliveros, se trata de libros favoritos de Gabo: El viejo
y el mar, de Ernest Hemingway; El extranjero, de Camus; La vida del Lazarillo
de Tormes; Drácula, de Bram Stoker; Antología de cuentos fantásticos, de Borges
y Bioy Casares; El día de los trífidos, de John Wyndham; Crónicas marcianas, de
Ray Bradbury y Diario del año de la peste, de Daniel Defoe.
Digamos, en gracia de la brevedad y de la
analogía con los textiles, que este modo de dejar hilos sin atar es otro de los
rotos de la prenda.
Uno más —y no el de menor tamaño— muestra los
cabos sueltos, desteñidos y destejidos de músicas importantes, claves en la
vida y obra de García Márquez, y que en una obra lograda serían la viga maestra
de la relación íntima entre fondo y forma.
“Yo creo —dice el tejedor de En agosto nos
vemos— que Cien años de soledad es un vallenato de 450 páginas, y lo digo con
absoluta seriedad. La estética es la misma, el concepto es el mismo, el recurso
es el mismo: historias que andan por ahí y que se pierden, se pierden en el
olvido popular”.
Sin embargo, los guiños musicales a Bach,
Chopin, Debussy, Bartók, Celia Cruz y Elena Burke; el nombre de la
protagonista, tomado del de la segunda esposa de Bach; la figura del padre,
maestro de piano y director del Conservatorio Provincial; Doménico, el marido
de Ana, también hijo de músicos, maestro, además, y director de orquesta; la
joven Micaela, hija de Ana Magdalena, niña prodigio para aprender de oído a
tocar cualquier instrumento y novia de un trompetista de jazz y el hijo de Ana
y Doménico que a los 22 años llega a ser el primer chelo de la orquesta
Sinfónica Nacional: todos estos hilos y referencias adornan los agujeros de la mezclilla en el
cuento o novelita que nos ocupa, pero no logran la atmósfera musical que sí
logró por ejemplo El otoño del patriarca de nuestro querido Nobel, inabarcable
parodia de principio a fin de la verborrea de los dictadores latinoamericanos,
diseñada al parecer como si del concierto para piano de Béla Bartók se tratara.
Algunos clasifican En agosto nos vemos como
una novela corta, aunque inacabada. Me atrevo a decir que no alcanza el
estatuto de novela, cuya naturaleza y condición plantea Milan Kundera en su
ensayo El arte de la novela: un método de indagación de las caras ocultas del
ser humano, de las cuales ni la filosofía ni las ciencias occidentales han
querido ocuparse desde la aparición de la Edad Moderna en la Europa de los
siglos XV y XVI. En este sentido las obras mayores, extensas o cortas, como El
coronel no tiene quien le escriba, Cien años de soledad, Crónica de una muerte
anunciada, El otoño del patriarca y El amor en los tiempos del cólera, entre
las más conocidas y aplaudidas, constituyen no tanto historias o narraciones
ficticias sino verdaderos mundos autónomos con su atmósfera propia y formas
originales en las que el autor indaga sobre la naturaleza del ser humano en los
paraísos del amor o en los infiernos de la soledad.
Como soy decimero, termino con una décima
espero que bien tejida, ojalá sin muchos rotos:
Por algo Ana Magdalena
odia los libros de moda.
¿Sospecha que casi toda
feria póstuma da pena?
¿Que si a su crónica amena
una letra le cambiamos,
probablemente tengamos
el olvido que queremos?
¿Ese En agosto nos vemos
será En agosto nos vamos?
*Profesor
y miembro del equipo de decimeros de Los Danieles
** ** **
Elespectador.com
Bogotá -
Colombia
29 de
marzo de 2024
Columnistas
El insepulto
Por John
Galán Casanova
He leído En agosto nos vemos, la novela
póstuma de García Márquez, una, y otra, y otra vez.
En la primera lectura asistí a la pálida
reanimación de un ídolo, el holograma de un estilo que solo mantiene por
fogonazos la exuberante maestría de otros días. En la segunda me vi ante el
espectro de un campeón venido a menos que no logra noquear ni ganar por puntos.
La tercera, tras leer el prólogo de los hijos y el epílogo del editor, me dio
la impresión de una exhumación de restos a la que acudimos a conmemorar y comer
del muerto.
En agosto nos vemos flaquea porque, incluyendo
a la protagonista, la factura de los personajes es endeble, al igual que las relaciones
y escenas que se desarrollan. El directo responsable de esto es el narrador,
que no consigue insuflarles sustancia y espesor. De Ana Magdalena Bach es poco
lo que sabemos, se dice que recibe un sueldo de maestra, pero nunca la vemos
enseñando. Madre otoñal, tiene un matrimonio “bien avenido” con un hombre que,
amén de tener un nombre rimbombante, calza a la perfección en el molde
hiperbólico que Gabo suele aplicar a sus criaturas: bien educado, guapo, fino,
gigantesco, excelente músico y seductor, “campeón universitario de todo”,
“nadie contaba un chiste mejor que él”.
Para conmemorar la muerte de su madre, Ana
Magdalena le lleva flores cada año al cementerio isleño donde está enterrada.
En el octavo aniversario repite el viaje y se concede una noche de placer con
un extranjero que conoce en el hotel donde se aloja. A partir de ahí se
desencadena la trama, consistente en que Ana procurará un hombre diferente
durante cada visita a la isla.
Siendo ese el núcleo de la historia, el
problema está en lo estereotipado de los encuentros descritos. Como es de
esperar, fieles a la hipérbole garciamarquiana, los tres sujetos que Ana
encuentra resultan ser amantes excepcionales: el primero, “un amante exquisito
que la elevó sin prisa hasta el grado de ebullición”; del segundo la asombra
“la maestría de mago de salón con que la desnudó pieza por pieza”; el tercero
le quita “la ropa pieza por pieza con una maestría mágica de los dedos”.
Errático y repetitivo, el narrador hace ver
errática a la protagonista, quien al compartir el segundo trago con su primer
amante “lo conocía entonces como si hubiera vivido con él desde siempre”, para
darse cuenta al amanecer “de que no sabía nada de él, ni siquiera el nombre”.
Al segundo amante “lo conocía como si fuera desde siempre” a la mitad del
tercer valse, pero páginas después leemos que “Nunca se preocupó por saber
quién era él”.
Las opiniones de nuestros columnistas que más
generaron debate en la semana.
También suenan repetitivas las efusiones
eróticas, en las que Ana Magdalena invariablemente yace en una sopa de sudor y
sucumbe “en un abismo feliz”. A la primera embestida del segundo amante, “sin
aire y empapada en un sudor helado”, sintió “una conmoción atroz de ternera
descuartizada” y se entregó “al placer inconcebible de la fuerza bruta
subyugada por la ternura”, una alusión que remite a la escena en que José
Arcadio penetra a la gitana con la que abandona Macondo en Cien años de
soledad: “Al primer contacto, los huesos de la muchacha parecieron
desarticularse con un crujido desordenado como el de un fichero de dominó, y su
piel se deshizo en un sudor pálido y sus ojos se llenaron de lágrimas y todo su
cuerpo exhaló un lamento lúgubre y un vago olor de lodo”.
En el prólogo, al que podría aplicársele la
expresión “No aclaren, porque oscurece”, Rodrigo y Gonzalo, hijos de García
Márquez, reconocen que, a pesar de sus “muchísimos y muy disfrutables méritos”,
En agosto nos vemos es un libro que “no está tan pulido como lo están sus más
grandes libros”, y tiene “imperfecciones”, “algunos baches y pequeñas
contradicciones”, lo cual parece desvirtuar la labor de restauración que el
editor Cristóbal Pera afirma haber realizado durante decenas de revisiones
encerrado en su ático con la novela, sintiendo la presencia sobrenatural de
Gabo sobre su hombro
Es difícil entender cómo el editor no
advirtió, por ejemplo, que la relación de Ana y Doménico Amarís, su esposo,
aparece descrita dos veces en términos casi idénticos: “Ana Magdalena se había
adaptado a él, se hizo como él, y se conocieron tanto a fondo que terminaron
por parecer uno solo” (pág. 44) y “Ana Magdalena se había adaptado a él, se
hizo como él, y él la conoció tan a fondo que terminaron por ser uno solo”
(pág. 80).
Tampoco es claro cómo, en la página 31, Ana
despierta al primer amante con “el resplandor de su cuerpo ensopado”, y acto
seguido este suelta un resuello áspero y se aparta dormido. Una incongruencia
similar a la de la página 61, cuando Ana deduce que su segundo amante no pasa
de los treinta años porque no sabe bailar bolero, mientras que poco antes ha
danzado con cínica maestría “tres valses al modo antiguo”.
Hay algo de vampiresco en todo este asunto, y
no es solo por el hecho de que los herederos hayan decidido resucitar
editorialmente a su padre diez años después de muerto. La propia novela da
claves en este sentido. No en balde la protagonista lee y comenta Drácula, la
novela de Bram Stoker. Tampoco es gratuito que su segundo amante sea descrito
como un “vampiro triste”, y, sobre todo, resulta definitivo que el libro
concluya con un desenlace de ultratumba.
Coincido con Pedro Adrián Zuluaga cuando
afirma que suspender “el juicio crítico ante una novela escrita por un maestro
en su crepúsculo no solo sería traicionar de fondo a la literatura, sino al propio
García Márquez”, pero discrepo de su apreciación de que el final del libro
constituye “una magistral vuelta de tuerca”. Por el contrario, me parece
forzado y melodramático que Ana Magdalena termine por descubrir que su madre
también viajaba a la isla en pos de amores furtivos, lo cual la lleva a asumir
que “el milagro de su vida era haber continuado la de su madre muerta”. De ahí
que, mientras a Pedro Adrián le resulta sublime esa fatal identidad, a mí me
resulta necrofílicamente bochornosa la escena de la exhumación.
Cada cual tiene derecho a opinar y a disentir.
No obstante, en esta controversia, como señala Zuluaga, gravita el consenso de
que En agosto nos vemos no está a la altura de los mejores libros de Gabo. Pese
a que en las librerías quieran promocionar la novela como “el acontecimiento
literario de la década”, deberíamos considerarla más bien como “el fenómeno
comercial del momento”, apalancado en las pingües reliquias del Nobel
insepulto.
** ** **
AL PONIENTE
Medellín
– Colombia
25 de
marzo de 2024
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En agosto nos vemos.
Un intento atolondrado de reseña
literaria
Por
Sanders Lozano Solano
“Las cuerdas y los vientos, sobre todo el
piano, el chelo, el saxo y la trompeta, nos transportan por una historia
sencilla pero cincelada con un exquisito preciosismo por el artesano de las
palabras, con una prosa dulce y meticulosamente melodiosa que hace que se
sienta como si estuviésemos leyendo poesía”.
En días pasados, escribí una breve reseña de
«En Agosto Nos Vemos», la novela póstuma de Gabriel García Márquez, en mi
cuenta de X. Como saben, no es mucho lo que uno puede escribir en un post de
una cuenta de X que carece de la marca azul de verificación que se inventaron
para sacarle plata a la gente. En ese post escribí lo siguiente: Terminé
#EnAgostoNosVemos. Fue como tomar un buen ron. De un solo envión, pero
disfrutándolo al máximo. Una historia sencilla, cincelada por las manos de un
artesano de las palabras. Se notan deslices temporales que lo lanzan a uno al
vacío, pero sin demérito. A Gabo lo perdono.
Sentí que me faltaba algo, así que releí el
libro tal como dice el post, de un solo envión y disfrutándolo al máximo, como
un buen trago de ron, y descubrí otras cosas que me gustaría compartir en este
intento atolondrado de reseña literaria.
Lo primero que debo decir es que la obra es
muy corta para lo que nos tiene acostumbrados Gabo, y esto dice mucho,
probablemente, de la enfermedad que estaba padeciendo en sus últimos años de
vida: el Alzheimer. Una patología angustiante para una persona que usa como
instrumento principal la memoria, y para todo el que la padezca. Se supone que
las personas que están en constante uso de funciones mentales superiores,
especialmente las creativas, tienen una tendencia menor a sufrir de estas
dolencias y aunque es natural que la memoria se afecte con la edad, es también
frecuente ver escritores y otros personajes que llegan a una avanzada edad
conservando sus facultades mentales. Lo cierto es que la memoria es realmente
tan efímera como la vida misma, como diría el mismo Gabo en su autobiografía
Vivir para contarla: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda
y cómo la recuerda para contarla”.
Entonces, en la segunda lectura, me adentré en
los recovecos del libro con la intención de encontrar claves que me permitieran
descubrir esos baches o imperfecciones que sus hijos mencionan en el prólogo, y
descubrí algunas cosas interesantes.
Este es un libro raro para lo que nos tiene
acostumbrados Gabo. Primero, por lo corto; eso ya habla de que efectivamente no
pudo terminar la historia. De hecho, uno se encuentra con un final casi
fortuito, pero tan bien hecho que, la verdad, no se siente postizo, ni por los
hijos ni por el editor, lo cual sería un craso error.
Gabo fue un melómano en vida, y aunque en sus
obras hay presencia de la música, en esta es, sin duda, el hilo conductor de la
historia, comenzando por Ana Magdalena Bach, la protagonista de la novela, cuyo
nombre es homónimo con el de la esposa del compositor Johann Sebastian Bach,
una clara referencia a su conocimiento de la historia de la música.
Los boleros, la música cubana, las
adaptaciones de composiciones clásicas, lo que llaman los expertos “los
arreglos” para boleros, especialmente con el piano como instrumento principal,
marcan el ritmo de las escenas más importantes de la protagonista en sus correrías
de amores furtivos. Pero hay de todo: valses, salsa, danzones, compositores
rusos, suecos, franceses, italianos, alemanes, pasando por el romanticismo
hasta el barroco en la música clásica, y aquí me detengo para mencionar a
Doménico Amaríz, el esposo felizmente engañado que vive de la música como en un
cuento de hadas. ¿Será que este personaje es una referencia a Domenico
Scarlatti, el compositor italiano del siglo XVIII que terminó al servicio de la
corte española? No lo sabremos nunca.
En la página 23, que es el inicio del libro, y
en la página 115, que es casi el remate del mismo, es un arreglo para bolero
del «Claro de luna» de Debussy el que guía ambas escenas.
Las cuerdas y los vientos, sobre todo el
piano, el chelo, el saxo y la trompeta, nos transportan por una historia
sencilla pero cincelada con un exquisito preciosismo por el artesano de las
palabras, con una prosa dulce y meticulosamente melodiosa que hace que se
sienta como si estuviésemos leyendo poesía.
Hay referentes literarios dispersos por toda
la obra y aquí me quiero detener en dos puntos. El primero, que es mera
especulación mía, es con Borges: ¿Será que Gabo pensó en hacer una obra corta
siguiendo la crítica que alguna vez le hiciera el argentino que nunca fue
reconocido con un Nobel de Literatura? Era conocido que ambos se criticaban
mutuamente por la extensión de sus obras. Borges reconoció en «Cien años de
soledad» la obra más importante de la lengua española, pero decía que con
cincuenta años hubiese sido suficiente, mientras que Gabo decía que Borges se
merecía el Nobel aunque se pudiera leer sus libros en una noche.
La segunda referencia que me llamó la atención
es el libro «intonso», como lo describe él en la novela; se trata de un
ejemplar rústico y viejo de «Drácula» de Bram Stoker, que es justamente la
primera novela que me leí de adolescente y cuya versión que yo aún conservo es
justamente eso, un libro intonso, una edición de 1981 del Círculo de Lectores,
que me ha acompañado en mi travesía en la vida por las últimas tres décadas y
que ha logrado sobrevivir al olvido en tantas mudanzas, un libro viejo, de
pasta dura con muchas cicatrices causadas por el paso inclemente del tiempo. En
la página 25, el primer amante de Ana Magdalena Bach menciona que estaba
impresionado con la llegada del conde a Londres transformado en perro. ¿Será
una referencia a la llegada de la protagonista a la isla? Tampoco lo sabremos.
Pero, sin duda, el hecho que más me llamó la
atención es que en la página 38 de la novela menciona que aquel amante furtivo
deja un infame billete de 20 dólares en la página 116 del libro de Bram Stoker.
Saqué de una mi libro viejo, me dirigí a la página mencionada y me encontré de
frente, no en la 116, sino en la 117, con «El diario a bordo del Demeter de Varna
a Whitby», un episodio donde se describe, en dos ocasiones, un procedimiento
aduanero que incluía un “bakchich” que en ruso significa propina. ¿Será una
referencia de Gabo a la “propina” que le dejó el primer amante de Ana Magdalena
en el libro de Drácula? ¿Será que Gabo también tenía un libro intonso de
Drácula como el mío? Quisiera creerlo, pero caería invariablemente en el
desconcierto de la vanidad.
En las páginas 25 y 60, el lector podrá
encontrar un recurso muy frecuente en la obra de ficción de Gabo; en ambas
páginas menciona la idea de que después de un corto periodo de tiempo, y
aderezado como siempre por la buena música, Ana Magdalena Bach ya conocía como
si fuera de toda la vida a sus amantes.
Por último, hay un personaje, Micaela, la hija
díscola que, aunque disfruta tanto como los demás de la música, decide
escaparse del destino familiar para convertirse en monja. Es ella el único
dolor de cabeza para la protagonista y su esposo, un personaje que no puedo
dejar de comparar con una hermana de Gabo, Aída García Márquez, que también
escapó, como Micaela, de la vida secular para convertirse en monja. A sus 93
años, no solo está bien viva, sino que también ha logrado escapar de la
ignominia del olvido. ¿Es entonces Micaela una referencia a la hermana que
escapó también al destino familiar del Alzheimer? Eso tampoco lo sabremos
nunca, pero nosotros, los lectores y seguidores de la obra de Gabo, nos
contentamos con leerlo, escudriñarlo y descubrirlo en sus obras aún después de
su muerte.
Y mientras tanto yo les dejo aquí, entre las
imágenes que mi mente recrea de las garzas azules en medio de una laguna
ardiendo bajo el sol, y escuchando el saxo de Fausto Papetti, las fotos que
evidencian este intento atolondrado de reseña literaria.
** ** **
Elespectador.com
Bogotá –
Colombia
24 de
marzo de 2024
Blogs
Actualidad
Cura de
reposo
Si ven a Carolina Sanín,
díganle…
Por
Alexander Velásquez
“Los hombres no están contentos
con su suerte y casi todos –ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u
oscuros- quisieran una vida distinta de la que viven. Para aplacar
–tramposamente- ese apetito nacieron las ficciones. Ellas se escriben y se leen
para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a no tener”:
Mario Vargas Llosa (La verdad de las mentiras)
No conozco a Carolina Sanín; he leído algunas
vainas suyas por ahí, casi siempre atraído por la polvareda que levanta cuando
opina sobre algo. Tenía la corazonada de que se metería con la obra póstuma de
Gabriel García Márquez, «En Agosto nos vemos». Y lo hizo en una columna virtual
para la revista Cambio.
La llama «novela cursi» y patéticos a quienes
llamamos Gabo a Gabo sin haberlo conocido, y me incluyo, porque cada vez que
escribo sobre Gabo le digo Gabo. No utilizó la palabra “igualados” pero lo
insinuó.
A él lo describe como «la mente iluminada del
país», cuestión con la que sí estoy de acuerdo. Pero al mismo tiempo casi que
trata de estúpidos a los lectores por querer leer esta última obra sin saber de
literatura, como si tocara pedir permiso. No leyó lo que dijo Mario Vargas
Llosa sobre el anhelo compartido por hombres y mujeres de “una vida artificial,
hecha de lenguaje e imaginación, que coexiste con la otra, la real (…) porque
la vida que tienen no les basta, no es capaz de ofrecerles todo lo quisieran…”,
justificando así el poder que confiere la literatura, quizás el único poder al
que podemos acceder los seres humanos con entera libertad.
“Cuando más se juzga, menos se ama”: Honoré de
Balzac
Define esta novela como: «No romántica, sino
amorosa-cursi, esa simplificación de los sentimientos», como si ser cursi fuera
pecado. Debe ser que, a lo mejor, no ha tenido la dicha de los enamorados que
caen en ridiculeces, como Ana Magdalena Bach, sin tener que ofrecer explicaciones
¿acaso epistemológicas? de sus emociones o sus deseos; la gente con sus
sensiblerías es feliz, así sea de manera fugaz, ¿o quién no quiere unas mariposas (amarillas o no), revoloteando en
sus estómagos? Con más cursilería, en el mundo habría menos tiempo para ver
cómo fastidiamos al otro.
Dos cursilerías de la adúltera señora Bach:
“Nunca había
imaginado un hombre tan bello en un empaque tan anticuado”.
“… la fulminó la
conciencia brutal de que había fornicado y dormido por la primera vez en su
vida con un hombre que no era el suyo”.
Obvio: al usar el calificativo “cursi”,
Carolina Sanín nos hace creer que pertenece a la estratosfera de la existencia,
más allá de lo terrenal, a esa inmortalidad reservada para quienes, según le
entendí, ya escribieron un libro. Bueno, pues yo escribí uno y confío en
aprender a levitar antes de terminar el segundo.
Se molesta porque nos hemos apropiado de Gabo
y lo llamamos así, con esas cuatro letras; aunque se enfade, lo sentimos
cercano a nuestros afectos y, al contrario de lo que dice con sobradez, sí lo
hemos conocido a través de sus textos, sus cuentos, sus reportajes, sus
columnas, las entrevistas que dio a voluntad y en contra de su voluntad
(¡porque detestaba a los periodistas, qué curioso!) y nunca terminamos por
conocerlo del todo. Es posible que Carolina Sanín se desencaje si se enterase
de que algunos, como el escritor Harold Alvarado Tenorio, lo llamamos Gabito.
Forzar al encéfalo a razonar sobre semejantes banalidades me parece una
soberana pérdida de tiempo.
Entonces, se pregunta cuál es la relación
filial entre los ciudadanos (no los lectores, aclara) que llaman Gabo a Gabo y
aquella mente iluminada que fue él.
Según Sanín, hay un Gabo fetiche y otro Gabo
pastiche. Y para mí, en eso radica uno de los serios problemas de este país:
creer que la literatura está hecha para unos pocos, (¿quién eligió a esos
elegidos?, no sabemos) en vez de atacar el problema de fondo: en qué se ha
fallado (¿El sistema? ¿Las editoriales? ¿Los autores? ¿Los ministerios de Educación
y Cultura? ¿Las librerías? ¿El profesorado?…) para que la literatura siga
siendo el privilegio de quienes, además de poseer el gusto por la lectura, han
tenido los recursos para comprar libros.
“Si
nosotros somos tan dados a juzgar a los demás, es debido a que temblamos por
nosotros mismos”: Oscar Wilde
Llama aspiracionales a quienes incluyen la
palabra Gabo en su vocabulario por querer tener acceso a la intimidad del
autor, «que es la intimidad –dice- del anciano que con alzhéimer trata de
escribir algo cómo el mismo». Todos tenemos el deseo de progresar y es nuestro
derecho: a superarnos, a ser mejores personas o vivir mejor. ¡Vaya forma
clasista de etiquetar, ¡también!, los sueños ajenos!
Ella, que conoce muy bien el tejemaneje de las
redes sociales (sabe que toca estar ahí polemizando para figurar), habla de
«una sensibilidad lastimera de Instagram», ofendida porque la gente común y
silvestre (¿estaría bien si decimos vulgo?) se refiere al pobre viejito que
escribió una novela mala “en vez del genio insondable, casi espeluznante de lo
genial, que escribió Cien años de soledad». Es una pena que otros no estén a su
altura intelectual, a pesar de habitar ese mismo espacio virtual-vital de la
modernidad, donde cabe tanta gente como criaturas humanas hay en el mundo.
Quiere saber la relación entre la identidad y
la edad al comparar al Gabo de veintitantos años que escribió “Ojos de perro
azul” y el viejo que escribió “En agosto nos vemos”.
—¿A qué edad uno es más uno y a qué edades uno
es más un espíritu que lo ocupa?, se pregunta.
Una vida no alcanza para asimilar el trasfondo filosófico de esa
cuestión; alcanza, si acaso, para medio vivirla, y eso con enorme esfuerzo.
Solo diría, de manera atrevida, que el espíritu de Gabo se me aparece juguetón
entre los párrafos cuando leo algo suyo, incluyendo esta novelita ridícula.
Dejó el interrogante como preludio de su
siguiente andanada: “A medida que envejeció la obra de Gabo fue más fácil y más
pobre”. Más adelante se pregunta de qué manera el estilo de un escritor se ve
afectado por la pérdida de memoria. No sé, pero sería maravilloso que un hombre
sin piernas ganara la 10K o morir a los 120 años pareciendo de 20, ¿no? Más
bien, valdría la pena indagar con un especialista (el médico que trata los
desbarajustes de la cabeza) si con el tiempo el cerebro pierde capacidad
neuronal y si esa pérdida de neuronas limita las capacidades intelectuales del
individuo y, ante todo, cómo influye en quienes, como Gabriel García Márquez,
padecieron demencia. La ciencia aportaría luces sobre cómo el deterioro
cognitivo o el alzhéimer interfieren en la creación artística. Si algún día
descubren la cura contra esa enfermedad, es posible que los genios escriban
solo genialidades, y no novelas cursis al final de sus vidas.
Se lamenta de que los nuevos lectores de esta
novela («con escenas cinematográficas que a veces parecen instrucciones para un
guión»), se relacionen con el autor a través de aquella y no de las obras que
la anteceden. Un escritor que se precie de amar los libros debería celebrar que
la gente lea, así sea empezando con obras malas o regulares, porque no nacimos
aprendidos. Algo es algo en un país donde, en promedio, los que sí leen leen
menos de cuatro libros al año, según la última encuesta de la Cámara Colombiana
del Libro e Invamer.
A partir del minuto 12, Carolina Sanín quiso
hacer lo que todo mal reseñador de libros haría: tirarse la obra, haciendo
spoiler, contando de qué va pero se contuvo a tiempo. Recordé que así trataban
la literatura en el colegio y que así fue como nos enseñaron a aborrecerla.
Porque la lectura impuesta para hacer informes (planteamiento, nudo y
desenlace), privó a los de mi generación del placer de leer lo que se nos diera
la gana. Hubiéramos preferido tener a la mano muchos libros, del tema que
fuese, para leer a nuestro antojo, y no al antojo de un sistema que castra la
imaginación para justificar una nota. Salí del colegio en el 89, ojalá eso haya
cambiado.
Alguna vez Ernest Hemingway sugirió «hablar
sobre lo que hay en vez de lo que no hay».
Obsesionada, Carolina Sanín repite y repite
hasta el cansancio (a veces jugando con su pelo negro) que la novela es mala
como si creyera que la escucha gente tarada, incapaz de comprender lo que quiso
decir la primera vez. Si, Carolina, ya nos dijiste que «el estilo de esta
novela es malo» y que “desdibuja el realismo mágico, lo real maravilloso”,
etcétera, etcétera. No somos trogloditas habitando tu misma época.
Entre los seguidores del canal de Cambio un
usuario (@tutebas10) comentó algo que suscribo: “Este comentario que tú haces
diciendo que la estructura de la novela es similar a las instrucciones de un
guión cinematográfico, me recordó la opinión del escritor y director de cine Paolo
Pasolini, cuando se burló del calificativo de ´obra maestra´ del libro Cien
años de soledad. Yo creo que todo el mundo proyecta una imagen muy personal en
su mente de lo que lee”.
Estoy de acuerdo con ese lector. Por eso mismo
respeto que a Carolina Sanín le disguste la expresión “glande de seda” (página
29), o que Gabo repita frases de otros libros suyos y que, en cambio, le guste
la frase «trilla de fuego» (página 72), que, aclara, aparece también en
“Crónica de una muerte anunciada”, en referencia a Bayardo San Román.
“Una madrugada de
vientos, por el año décimo, la despertó la certidumbre de que él estaba desnudo
en su cama. Le escribió entonces una carta febril de veinte pliegos en la que
soltó sin pudor las verdades amargas que llevaba podridas en el corazón desde
su noche funesta. Le habló de las lacras eternas que él había dejado en su
cuerpo, de la sal de su lengua, de la trilla de fuego de su verga africana”.
¡Y qué importa que Gabo se repita, si al fin y
al cabo la vida no es más que repetición! La repetidera en dosis de 24 horas,
que van desyerbando el camino hacia la muerte. La mamá de un amigo del alma
tiene alzhéimer y él, con infinita paciencia, aprendió a convivir amorosamente
con el casete rayado de su viejita.
En contraste, el argumento de Juan Gabriel
Vásquez, publicado por Alternativa, me pareció lógico y sin pretensiones: “…
podemos sentirnos como en casa o preguntarnos si García Márquez, que ya había
comenzado a perder la memoria cuando abandonó este libro, se habrá acordado de
esos ecos familiares. (…) “Por caminos muy extraños, la historia de este libro
puede tener una consecuencia secundaria que no me parece negativa: poner en
evidencia para los lectores el trabajo inhumano que es escribir una buena
página de ficción”. Si bien no es una revista de mi agrado, me gustó que hayan
puesto en portada a Gabo, porque es reconocer la trascendencia de la literatura
en general y del autor en particular.
Llama lagartos a los que quieren estar cerca
de la marca Gabo (porque para ella es eso, una marca que los hijos explotan) y
lo que ello implica en términos de ascenso social. (¡Que queee!) Ignorante
estuve yo de que la literatura per se mejora el status.
Si el interés por García Márquez es puramente
anecdótico, como sugiere, no es mera culpa de la gente por no cultivarse en la
buena literatura. Creo que nuestra condición de país tercermundista limita
sobremanera ese ideal de nación culta y llena de intelectuales (o de
intelectualoides), que nos gustaría ser. Eso sí sería aspiracional, pero no
depende ni de la literatura, ni de las editoriales, mucho menos de las buenas
intenciones de los autores.
Al final de su improvisado soliloquio,
Carolina Sanín hace algo admirable: leer el cuento “Eva está dentro de su
gato”, escrito por Gabo a sus 20 años, «con verdadero esfuerzo espiritual sobre
la condición de las mujeres», “sobre el envejecer de las mujeres y la pérdida
de la belleza”, “el ser deseadas”. Visto así, “En Agosto nos vemos” es una
especie de regreso de Gabo a sus orígenes por el tratamiento de temáticas
pares.
Los cuentos, más cortos que las novelas, son
un buen pretexto de iniciación ¡Bravo! Leamos y dejemos leer. ¡Celebremos sin
moralismos a las mujeres infieles de la literatura, llámese Ana Magdalena Bach,
llámese Madame Bovary!
A lo mejor, la literatura nos enseña que la
nostalgia o el tedio se sobrellevan mejor con algo de imaginación, sin importar
lo bien o mal escrita que esté a ojos de los sabiondos. En ese caso, hagamos
del libro un lugar democrático para coexistir sin complicar más las cosas. Al
mundo le sobran criticones y le faltan lectores… gente que, tumbada en un parque, lea
extasiada, por ejemplo, las últimas cursilerías que escribió Gabito.
** ** **
Análisis a fondo
de En agosto nos vemos
EN AGOSTO NOS VEMOS
Gabriel
García Márquez
1ª
Edición (Colombia), marzo de 2024
Editorial
Penguin Random House
140
páginas
Por Orlando Ramírez-Casas
(ORCASAS)
Esta
reseña está cargada de lo que los cineastas llaman “spoilers”, que es el
equivalente a que el peluquero le cuente a uno quién es el asesino cuando
apenas va por la mitad de una novela de Agathe Christie. Hago la advertencia
para que, si lo prefiere, se abstenga de leer esta reseña hasta que haya leído
el libro. Ya sabemos que en “guerra advertida, no mueren soldados”.
Leer
un libro, o ver una película, no solo dependen de cada lector en particular,
puesto que todos hacemos diferentes lecturas; sino que cada vez que uno lo lee,
o la ve, encuentra cosas nuevas y hace lecturas diferentes.
Este
libro trata sobre la infidelidad, y eso me lleva a una canción de la española
Cecilia que trata sobre un amante platónico y secreto que corteja a una mujer
casada con un hombre huraño y poco detallista. El amante desconocido sí lo es,
al punto que le desliza bajo la puerta esquelas con versos todas las noches, y
cada 9 de noviembre que es el día de su cumpleaños le hace llegar un ramito de
violetas “como siempre sin tarjeta”. Ella calla el secreto porque donde llegue
a contarle algo al energúmeno de su marido sólo Dios sabe lo que puede pasar.
https://www.youtube.com/watch?v=8AtSHZTwehY
También
viene a mi mente una película de suspenso del año 2002 que vi hace algún
tiempo, dirigida por Adrian Lyne y protagonizada por Richard Gere (Edward
Summer), Diane Lane (Connie Summer), y Olivier Martínez (Paul Martell) que
titula, precisamente, “Infidelidad”. Habla de una mujer feliz (y
rutinariamente) casada, madre de Charlie Summer, un niño de nueve años, y de
manera fortuita conoce a un artista francés que vive en Chicago, la ciudad de
los Estados Unidos que es apodada Windy City (Ciudad de los Vientos). Paul vive
en el centro de la ciudad, y el matrimonio Summer vive en las afueras. Cuando
Connie, la esposa, se tropieza con Martell, el artista francés, el destino los
va envolviendo en un vértigo de insospechado amor secreto con consecuencias
imprevisibles. Al sentirse ella acosada por los remordimientos de haber
sucumbido al “no nos dejes caer en la tentación, y líbranos de todo mal”,
empieza a actuar con cierto sentimiento de culpa, y al marido le da por
preguntarle inesperadamente: “Connie, ¿Me amas?”. “¡Claro que te amo! Es una
pregunta tonta”.
Podrá
ser muy tonta pero, en esos precisos momentos, es tremendamente incriminadora
y, ella no lo sabe, su vida está a punto de precipitarse por un abismo gracias
al aterrador fantasma de la desconfianza, la sospecha, y los celos, que se
están apoderando del esposo hacia ella… y de ella hacia el amante con las
amigas que hacen su aparición.
Edward
Summer supo que no podía seguir con esa situación… y le puso fin.
https://pelisflix.cool/pelicula/infiel/
Hoy,
24 de marzo de 2024, es Domingo de Ramos, y hace un rato me sorprendió
asomándose por el balcón de mi apartamento una llamativa luna roja llena, gracias
a que la noche está despejada y sin nubes que la opaquen. Al poco rato
desapareció, un mucho rato después volvió a aparecer ya sin ese color rojo que
había llamado mi atención. Mi nieto hizo la aclaración: “Abuelito, es que en mi
celular dice que hay un eclipse total de luna”.
Curiosa
coincidencia con esta novela que minutos antes del eclipse acabé de leer por
segunda vez en el transcurso de un par de semanas.
El
17 de abril de 2014, hace diez años, fue jueves de Semana Santa y tuvo como
protagonista principal al Nuestro Señor Jesucristo de los cristianos, cuya
pasión y muerte se conmemoraba en ese día que fue el escogido por el escritor
Gabriel García Márquez para partir de este mundo; y diez años después, en este
jueves santo, también nos estamos acordando de él por cuenta de la novela póstuma
suya recientemente editada.
Dice
el portal Opinión.com de Bolivia que:
“La
primera vez que se supo de la existencia de esta obra fue en 1999, cuando el
autor leyó uno de los relatos en la Casa América de Madrid, y anunció que el
mismo era parte de una futura novela que estaba escribiendo. En ese entonces,
García Márquez tenía 72 años y recientemente había superado un cáncer
linfático”.
Entre
la novela que ahora sale publicada, y el cuento que con el mismo título
habíamos leído en la década de los noventa, no hay mucha diferencia argumental.
O no hay ninguna, a decir verdad. La diferencia radica en las referencias que
truecan un cuento anecdótico en una novela musical. Es una forma de llevar unos
mismos ingredientes a otro nivel de cocina del mismo plato.
Muy
bien impresa esta novela corta o cuento largo, presentado como obra póstuma del
Nobel de Literatura colombiano, ha logrado ser editada en un tiraje de 140
páginas mediante recursos de estiramiento que consisten en ampliar el tamaño de
la letra, agrandar los márgenes laterales y verticales, e incluir facsímiles
del borrador dejado por García Márquez entre cajones. Estas anécdotas, producto
de la ficción, no encajan como estudio, ensayo, tesis, o nada por el estilo. No
llegan a tanto sus profundidades de erudición, y no se pueden comparar con una
Cien Años de Soledad suya, o con una Tejedora de Coronas de Germán Espinosa
Villarreal.
El
tema literario o cinematográfico de los encuentros amorosos en determinada
fecha ha sido tratado con más o menos fortuna. Una película tal vez no muy de
mi gusto, pero que trata de eso es “Próxima navidad a la misma hora”, dirigida
en el 2019 por Stephen Herek con la actuación de Charles Michel Davis, Lea
Michele, y Nia Vardalos.
Más
me gustó la película “Siempre en la misma fecha 15 de julio, día de San
Suitonio”, dirigida en el 2011 por Lone Sharfig con la actuación de Anne
Hathaway, Jim Sturgiss, y Patricia Clarkson.
Quizás
haya alguna otra por el estilo y está, naturalmente, En agosto nos vemos, el
cuento de Gabriel García Márquez convertido en novela, que hace parte del
subgénero de los encuentros periódicos y, en este caso, fugaces.
En
el prólogo (página 8) llamó mi atención la nota de Rodrigo y Gonzalo García
Barcha al hablar del manuscrito o mecanoscrito borrador de la novela que “no lo
destruimos, pero lo dejamos a un lado con la esperanza que el tiempo decidiera
qué hacer con él”.
Cuando
lo leí, chilló en mis oídos el antidequeísmo porque sentí que hacía falta la
preposición “de” indicada por la pregunta: “¿De qué tenían esperanza?”, con la
obvia respuesta: “De qué hacer con él”.
En
la novela hay menciones o guiños a obras literarias (Drácula, El lazarillo de
Tormes, El viejo y el mar, El extranjero, Antología de la literatura
fantástica, El día de los trífidos, Crónicas marcianas, El ministerio del
miedo, El diario del año de la peste –páginas 35, 49, 58, 69, 82, 94–), pero
centraré mi reseña en el tema de la música.
En
la página 13 Gabo habla de “cerdos impávidos”, y no sé si se refiere a que
estos animales en su novela no se asustan con el ruido de los motores de los
carros ni con el de las cornetas de sus cláxones. En todo caso, él los califica
de impávidos.
Siempre
se ha dicho que la prostitución es la profesión más antigua, y la consejería
familiar junto con la casamentería matrimonial no figuran en los albores de la
humanidad porque son más recientes. Dicho en otras palabras, el sexo ha sido
más protagonista de la historia universal que el amor, y éste viene a ser una
especie de apéndice o anexo o adehala del primero. La lujuria mueve al mundo.
Es
apenas natural que junto con el amor y el sexo exista la inmencionable pero
extensamente practicada institución de la infidelidad, y se ha considerado que
esta es propia del género masculino, pero también ha existido, y cada vez con
más descaro, la infidelidad femenina. El marinero que tiene un amor en cada
puerto, el agente viajero que aprovecha sus correrías para darse sus escapadas
de echarse una cana al aire, son personajes supremamente reconocidos, y tienen
la contrapartida en la estudiante casada universitaria que tras de las largas
jornadas de estudio y amanecida con su grupo de trabajo se echa sus respectivas
canitas. En otros tiempos el hombre salía de cacería (o se inventaba cacerías,
llegado el caso), perdiéndose del castillo durante semanas. También la mujer,
llegado el caso, encontraba la manera de meter entre sábanas al jardinero, al
cochero, al cartero, o a quién sabe cuál de sus apetencias, y la costumbre del
amante de turno de colgar el sombrero y la capa de los cuernos del venado
embalsamado que había sido cazado por el esposo en la temporada anterior, dio
lugar al aún vigente dicho de “poner los cuernos”, enmascarando el honor del
engañado marido.
Surge
entonces una pregunta conyugal que jamás, pero jamás de los jamases, debería
hacerse y mucho menos mirando inquisitivamente a los ojos: “Dime la verdad, ¿Tú
nunca me has sido infiel?”. Esa pregunta tiene el indudable desenlace de que el
preguntado manifieste abiertamente y sin pestañar: “Por Dios te lo juro,
jamás”.
El
infiel sabe que tiene que ser un buen mentiroso porque si no lo es está
perdido, y sabe que en tratándose de la mujer del prójimo no debe tener
escrúpulos a la hora de jurar el santo nombre de Dios en vano. Cualquier
escrúpulo en ese sentido se convierte en un infierno.
En
la novela hacen su aparición las preguntas inocentes, o no tan inocentes sino
capciosas, y en este caso es la protagonista la que se ve obligada a mentir
(página 39) devolviendo las preguntas al marido como en rápidos raquetazos de
tenis. Cualquier error conduce a un punto de quiebre.
“Dime
la verdad, ¿Cuántas veces me has sido infiel?” (página 83).
“Infiel,
nunca”, dijo él, “pero si lo que quieres es saber si me he acostado con
alguien, hace años me advertiste que no lo querías saber” (página 83).
“Más
aún, cuando se casaron le había dicho que no le importaría si se acostaba con
otra, a condición de que no fuera siempre la misma, o si era por una sola vez”
(página 83).
O
que no vaya a ser con ninguna de sus amigas. Estas conversaciones son como
caminar sobre campos minados o arenas movedizas y suelen estar antecedidas por
un detalle que los esposos sabemos reconocer de entrada cuando una conversación
se inicia de manera perentoria.
“Por
una vez en tu vida, Doménico, dime la verdad… –Él sabía que su nombre de pila
en boca de ella era señal de tormenta–…” (página 83).
“Si
te digo que no, estoy seguro de que no lo crees; y si te digo que sí, no lo
soportarás. ¿Cómo hacemos?” (página 83).
“Qué
carajo –dijo– todos los hombres son iguales: una mierda” (página 87).
“Él
tuvo que tragarse la rabia… la vida le había enseñado que cuando una mujer dice
su última palabra, todas las demás sobran” (página 87).
“Parecía
hablar no tanto para decir, como para ocultar” (página 97).
“Cualquier
cosa que yo sepa de ti, es culpa tuya”, dijo Ana Magdalena a su esposo (página
81).
“No
hubo más incidentes hasta después del tercer viaje, cuando aplacó los ardores
de su propia conciencia con la sospecha de que él la engañaba. Los indicios
eran fuertes, pues Doménico se demoraba en la calle hasta mucho después del
horario oficial del Conservatorio, de regreso a casa iba derecho a perfumarse
en el baño antes de saludar a nadie, para tapar con sus lociones conocidas
cualquier olor ajeno, y daba explicaciones demasiado precisas de dónde estaba,
qué había hecho, y con quién, sin que nadie se lo preguntara” (páginas 81 y
82).
En
la película “Así somos” la actriz Elizabeth Banks hace el papel de Frankie
Davies que es camarera en un bar, y como tal está acostumbrada a las
confidencias o confesiones de los solitarios bebedores de la barra. Ante uno
que se volvió locuaz con ella hizo una aclaración de experta formuladora de
juicios: “Cuando las personas mienten, tienden a dar demasiados detalles”.
Lo
dice la sabiduría popular desde hace siglos: “Excusatio non petita, accusatio
manifesta” (Explicación no pedida, culpa admitida).
La
protagonista de esta novela es, pues, una mujer infiel que gusta de echarse
canas al aire por lo menos una vez al año en la fecha precisa del 16 de agosto,
aniversario del sepelio de su madre. El pretexto es que tiene los restos de su
progenitora en un desmañado cementerio de una lejana isla caribeña. Si fuera
una mujer piadosa y religiosa, apegada a inmodificables principios y
prejuicios, se entendería que no quiera romper con la promesa hecha a la autora
de sus días, pero… esta mujer no lo es. Una mujer infiel no puede serlo, y si
se le diera la gana bien podría poner todo en un cofre y transportarlo a la
iglesia que queda a dos manzanas de su casa para tenerla más a la mano. Es más.
Si a análisis sicológicos la sometemos, llegamos a la conclusión de que no
tendría inconveniente en considerar que ido el espíritu de su madre para otro
lado no tiene sentido apegarse a unos viejos y deteriorados huesos. Nadie
guarda en la vitrina unos zapatos o unos guantes o un sombrero usados, por el
hecho de que alguna vez hubieran sido calzados por persona alguna. Eso es
prácticamente una estupidez.
De
por qué es infiel una vez al año esta mujer, o con quiénes, no vale la pena
profundizar; y lo anecdótico son las características de los afortunados
acompañantes escogidos para sus aventuras. Es que encontrar una buena compañía
pasajera de hotel en los vientos de agosto es una fortuna, y se los dice un
hombre que es infiel por naturaleza. El que no lo sea, que tire la primera
piedra (o la primera manotada de polvo, que también para el caso da lo mismo).
Estamos hablando de hombres, pero he conocido mujeres que aprovechan las
oportunidades que se les presentan sin sentir remordimientos. Que las hay, las
hay, y es mejor que uno empiece a creer en ellas.
En
el nombre escogido por GGM para la protagonista hay un guiño que nos dice que
él era amante de la música clásica. Pudo haber escogido el nombre de Madonna, o
el de Shakira, o el de Karol G, o el de Arelys Henao, pero escogió el de Ana
Magdalena Bach, la segunda esposa del viudo Juan Sebastián Bach al que le dio
trece hijos (los otros siete los había tenido con la primera). A Gabo le
gustaba Bach, y lo sospeché desde un principio (páginas 15 y 18) por la mención
a su segunda esposa.
A
propósito de Bach, tuvo veinte hijos con las dos mujeres, pero muchos murieron
pequeños y solamente sobrevivieron diez, tres en la primera y siete en la
segunda. Un 50% de productividad es un porcentaje aceptable teniendo en cuenta
que él venía de familia de músicos y muchos de sus hijos también fueron
músicos. Ana Magdalena venía de familia de músicos y ella misma era música con
algunas composiciones que fueron opacadas por las de su marido, y esa condición
le permitió servir de secretaria o amanuense transcribiendo partituras de él con
una caligrafía musical parecida a la suya al punto de confundir a algunos
biógrafos o investigadores.
Tal
vez de allí surge la inspiración de Gabo porque Ana Magdalena la protagonista
de la novela, esposa del profesor Doménico Amarís, “se había adaptado a él, se
hizo como él, y se conocieron tanto a fondo que terminaron por parecer uno
solo” (página 44).
La
Ana Magdalena de la novela está también casada con músico y ella viene de
familia de músicos (página 18), y dice el novelista que ella, que era virgen,
se casó con un hombre que amaba y que también la amaba a ella (página 18),
afirmando que también se había casado virgen, lo que nos lleva a decir que la
infidelidad y el sexo no son condición sine qua non del amor, y bien pueden
coexistir de manera sigilosa, secreta, y confidencial. Solo se convierten en un
problema cuando las cartas se ponen sobre la mesa.
El
esposo era “director del Conservatorio Provincial desde hacía más de veinte
años… al margen de su excelente calificación de maestro, era un seductor de
salón y un caricaturista musical capaz de salvar una fiesta con un bolero de
Agustín Lara tocado en el estilo de Chopin, o un danzón cubano al modo de
Rajmáninov” (página 43).
https://www.youtube.com/watch?v=gjTBPjEWen8
He
visto a virtuosos del piano como la excelente improvisadora Gabriela Montero
hacer esos divertimientos que son descrestadores, y llama mi atención que
García Márquez escriba a la española el apellido del ruso Rachmaninov. Dice del
esposo que “Nadie conocía como él los bailes raros como la contradanza, el
charlestón y el tango apache” (página 44).
El
autor dice que ella y su esposo tenían “un hijo ejemplar que era el primer
chelo de la Orquesta Sinfónica Nacional a los veintidós años, y había sido
aplaudido por Mstislav Leopoldóvich Rostropóvich en una sesión privada”
(páginas 18 y 19). Es otro guiño, que indica que Gabo era admirador del insigne
chelista ruso, intérprete de aquel “concierto de chelo que al final compuso
Dvorak” (página 45). Este es un concierto que dura 40 minutos, no apto para los
amantes de los twitters triminuteros.
https://www.youtube.com/watch?v=_lYqoEM4tYs
“En
cambio la hija de dieciocho años tenía una facilidad casi genial para aprender
de oído cualquier instrumento, pero solo le gustaba como pretexto para no
dormir en casa” (página 19). Interesante observación. Yo también he conocido
personas bien dotadas de talento para la música, pero que no le tenían amor al
instrumento. Decía el maestro Carlos Vieco que prefería tener como alumno a
alguien menos dotado, pero con más disciplina para estudiar. “Usted nunca
llegará a ser un buen músico”, le dijo a un pariente mío, “porque es el primero
en aprenderse la lección, pero no ve la hora de que el reloj marque el final de
la clase para echarse al hombro el instrumento y salir corriendo para otro
lugar”.
De
Micaela, la hija de Ana Magdalena Bach, dice el autor que “estaba de amores
alegres con un excelente trompetista de jazz, pero quería profesar en la orden
de las Carmelitas Descalzas contra el parecer de sus padres” (página 19). Creo
que en esto le falló la sicología a Gabo porque una rumbera novia de
trompetista de jazz, con su vida bohemia, tiene de todo menos de vocación de
monja. La vocación de monja es sui generis, y se nota hasta en la languidez de
la mirada, en el recato de los escotes, y el largo de las faldas. De algunas
vecinas con vocación de prostitutas solíamos decir que “desde chiquita tiene
cara de fufurufa”. Esas cosas se notan.
“Ana
Magdalena soltó en la cena el temor de que la hija regresara encinta de sus
fines de semana, y Micaela quiso tranquilizarla con la buena noticia de que un
médico amigo le había implantado desde los quince años un dispositivo
infranqueable” (página 48).
Al
sicólogo aficionado que hay en mí le cuesta trabajo creer que una chica que a
los quince se hace implantar la T de cobre en el útero, pueda tener vocación de
monja.
“Una
niña mulata cantaba boleros tristes” (página 22), dice Gabo, pero no menciona
ninguno de esos boleros.
“El
piano inició el Claro de Luna, de Debussy, en un aventurado arreglo para
bolero, y la niña mulata la cantó con amor” (página 23). Aquí hay un pequeño
despiste lingüístico de concordancia de género, porque debió escribir “La Claro
de Luna”, al referirse a la palabra sonata implícita; o debió escribir “lo
cantó con amor” si se refería a “El Claro de Luna”.
Al
leer la frase “Hablaron sobre la audacia de convertir en bolero una pieza de
Debussy” (página 25) me nace la inquietud de saber si hay un bolero claramente
inspirado en ese origen. Me gustaría oírlo, pero no encuentro nada cantado que
lo sugiera. Sin embargo, al escuchar esta pieza, descubro que bien puede ser
bailado en ritmo de bolero lento en una romántica noche iluminada por la luna
llena.
https://www.youtube.com/watch?v=RnTHFxMGCQY
“Después
de la primera tanda de baile otra orquesta más ambiciosa inició el Claro de
Luna de Debussy en un arreglo para bolero, y una mulata espléndida la cantó con
amor” (página 115).
No
sé si las revisiones albacéicas póstumas hayan preferido no meter mano para no
invadir los fueros del autor, o si no se percataron de esta repetición, pero en
la página 23 García Márquez ya se había referido al Claro de Luna de Debussy
interpretado en ritmo de bolero por una mulata espléndida.
Acto
seguido el contertulio de la protagonista “Sin duda se dio cuenta de que ella
sabía de música y él no había pasado del Danubio Azul” (página 25). Este
hermoso vals de Johann Strauss II en el siglo XIX es considerado por los
melómanos insignes como una pieza musical fácil y casi infantil para los oídos
profanos que no están preparados para meterse con las complejidades de la obra
de un Richard Strauss modelo siglo XX.
“Él
entonó bajo la regadera los primeros compases del concierto de piano de Grieg,
mientras se jabonaba” (página 41).
“Pensaba
que la obra más inspirada de Brahms era su concierto para violín, y no entendía
cómo no había compuesto además el concierto magistral de chelo que al final
compuso Dvorak” (página 45).
https://www.youtube.com/watch?v=b54mVaaZCuE
“Tenía
muy avanzados los capítulos de tres ejemplos mayores: Mozart y Schubert, genios
torrenciales pero de vidas breves y desdichadas; y Chausson, víctima en su
mejor momento de un accidente absurdo en su bicicleta” (página 45). Consulté en
Wikipedia y me confirmó de ese infortunado accidente al que hace referencia
GGM.
“Variaciones
sobre un tema rococó de Chaikovski” (página 55).
“Al
pasar frente al cabaret le llamó la atención una pareja profesional que bailaba
el Vals del Emperador con una técnica perfecta” (página 58).
https://www.youtube.com/watch?v=f91F2RKO7fQ
“Bailaron
tres valses al modo antiguo… y a la mitad del tercer valse lo conocía como si
fuera desde siempre” (página 60).
“Las
salsas terminaron a las once, y la fanfarria anunció la presentación especial
de Elena Burke, la reina del bolero, exclusiva y sólo por una noche en su gira
triunfal por el Caribe” (página 61).
“Él
saltó confundido. ¿Qué ha pasado? “Tengo que irme”, dijo ella… Él propuso otros
programas inocentes, sin saber quizás que cuando una mujer se va no hay poder
humano ni divino que la detenga” (página 63).
Hay
un momento de la vida en que una mujer está dispuesta a darle a uno lo que sea…
y pocos minutos después se ha enfriado metiéndose entre una coraza
impenetrable. “Hay que haberlo vivido para contarlo”, diría Gabo.
“No
le gustas o simplemente no te quiere” es una película protagonizada por
Ginnifer Goodwin que trata sobre esas personas que son encasilladas en la
categoría de “sólo amigos”. Cuando alguien entra en ella, no hay forma de que
pueda salir de ahí. Sus posibilidades están quemadas.
“El
doctor Aquiles Coronado, un abogado de gran prestigio, amigo suyo desde la
escuela y padrino de bautismo de su hija…”, le llevaba ganas, pero a ella ni fu
ni fa; y es de entenderse, porque “Desde que se conocieron en la escuela
secundaria ya era un especialista en amores fáciles cuyas audacias no pasaban
de un cine furtivo a las seis de la tarde… su único fracaso fue con Ana
Magdalena Bach, que le cerró el paso desde el primer intento a los quince años”
(páginas 70 y 71).
Según
el periódico El Tiempo, el 3 de abril de 1996 hubo un eclipse total de luna
visible en el territorio colombiano. Dice el periódico que “La última vez que
se vio claramente un eclipse lunar en Colombia fue el 16 de agosto de 1989”.
Con
ese dato, podemos deducir la fecha en que Ana Magdalena Bach fue interrumpida
por la recepción del hotel para notificarle que no podía tener visitantes
nocturnos en la habitación, y su invitado “Sin más vueltas la invitó a
contemplar el eclipse total de luna desde la playa dentro de una hora y quince
minutos” (páginas 64 y 65). Ese día, no lo dice la novela pero sí el periódico,
el eclipse permitió ver la cola del cometa Hyakutake. Excelente pretexto para
uno llevar a su dama a la playa en la camioneta y hacerle ver las estrellas.
No
hay duda de que en el mundo hay algunos seductores profesionales que son unos
verdaderos virtuosos de la tarea. Los demás somos unos simples aficionados.
“Él
estacionó al abrigo de las palmeras, se quitó los zapatos, se aflojó el
cinturón, y abatió el asiento para relajarse. Sólo entonces descubrió ella que
la camioneta no tenía más que los dos asientos delanteros, que se convertían en
camas con apretar un botón. El resto era un bar mínimo, un equipo de música con
el saxo de Fausto Papetti, y un baño minúsculo con un bidé portátil detrás de
una cortina carmesí. Ella entendió todo… la asombró la maestría de mago de
salón con que la desnudó pieza por pieza, con la punta de los dedos y sin
tocarla apenas, como deshollejando una cebolla” (páginas 65 y 66).
“Escogió
un hotel de cabañas rústicas en un bosque de almendros, con un gran patio de
baile y mesas de comer alrededor, y un anuncio a todo trapo de la presentación
especial de Celia Cruz, la gran cantante cubana” (página 73).
“El
programa empezó con un trío especializado en canciones de Los Panchos” (página
76).
“Contrastes
para piano y saxofón de Béla Bartok” (página 78).
“Micaela
llegó… con un álbum de Van Morrison que le habían regalado a última hora”
(página 79).
“Él
estaba leyendo en la cama la partitura de Cosi fan tutte… solfeando en susurros
para no despertarla” (página 82).
Recuerdo
aquella música instrumental que llamábamos orquestada o estilizada, que era
usada como cortina incidental o ambiental en los restaurantes elegantes a la
hora del almuerzo. Esa música me parecía innegablemente hermosa, pero a la vez
apropiada para hacer una buena digestión… y descabezar una corta siesta en la
silla mecedora del corredor. La palabra que mejor encaja para describir esa
música es “arrulladora”.
“La
condujo a un restaurante fuera de los nidos del turismo, bajo grandes almendros
iluminados, y con una orquesta mejor para soñar que para bailar” (página 97).
“Cuando
la orquesta tocó un arreglo bailable de Aaron Copland, él confesó que no le
llamaba la atención porque era sordo para la música, pero se atrevió a bailar
cuando ella lo invitó. No acertó en un paso, pero ella lo ayudó tan bien, que a
él pudo quedarle la impresión de que el mérito era suyo” (página 98).
“Cuando
la orquesta oficial terminó su tanda juvenil, otra más ambiciosa inició la
nostálgica Siboney, y Ana Magdalena se dejó arrastrar por la magia de la música
mezclada con la ginebra” (página 117).
https://www.youtube.com/watch?v=mfPUldsrato
“¿Cómo
te llamas? –Ella improvisó al instante: Perpetua– Es una pobre santa que murió
pisoteada por una vaca, dijo él de inmediato” (página 100).
Felicidad
Perpetua y Perpetua Felicidad van unidas en el martirologio católico, pues
corresponden a las santas que fueron martirizadas en el siglo III por
pertenecer al cristianismo. Santa Perpetua era una mujer rica, y Santa Felicidad
era una de sus esclavas.
No
es cierto lo que afirma García Márquez de que Santa Perpetua haya muerto pisada
por una vaca; pero ella y Santa Felicidad sí fueron arrojadas a un ejemplar
salvaje de estos bovinos, que las pisoteó en las torturas a que fueron
sometidas, previas a que las decapitaran. Esto pude deducir del contenido del
siguiente enlace:
https://santoral.fandom.com/es/wiki/Santas_Perpetua_y_Felicidad_de_Cartago
Referencia
nro. 2:
«Vidas
de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI. «Santas Perpetua y
Felicidad, mártires». El Testigo Fiel. Consultado el 7 de marzo de 2019.
Llegué
a un punto en que mi conclusión sobre este libro es que se trata de una especie
de guía, programa, o mapa de ruta musical, invitando a seguir las insinuaciones
que García Márquez va dejando en el camino. La novela se lee rápido, pero
seguir ese mapa al detalle llevará muchas horas y días de grata dedicación a la
tarea.
El
Centro Gabo nos ha facilitado la tarea de búsqueda insertando en su página
oficial el artículo “Así suena en Agosto nos vemos, la última novela de Gabriel
García Márquez”, con los enlaces que nos permiten escuchar fragmentos de los
temas mencionados por él.
https://www.centrogabo.org/gabo/contemos-gabo/asi-suena-en-agosto-nos-vemos-la-ultima-novela-de-gabriel-garcia-marquez
Para
dejar el tema con el sabor en la boca, y el eco en los oídos, de la música que
amaba la Ana Magdalena Bach de la novela garciamarquiana, oigamos la Danza
Eslava nro. 2, opus 72, de Antonin Dvorak. No figura en la lista de la dama de
los días de agosto, pero sí en su corazón desprejuiciado.
https://www.youtube.com/watch?v=b54mVaaZCuE
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