16 de octubre de 2017

MEMORABILIA GGM 877

EL UNIVERSAL
Ciudad de México
8 de octubre de 2017

Opinión
Y luego de conocerme,
el Nobel escribió Mis putas tristes
¿Eso es lo que Gabo el genial creía que era el feminismo? ¿Una bola de mujercitas quejándose de no poder ser sus esposos patriarcales?
Por Sabina Berman
El Premio Nobel, Gabo el genial, fue a la obra de teatro no una sino dos noches seguidas. Jueves y viernes. Y se lo avisaron a Sandra, no una sino tres personas, dos actores y la productora, sacudidos por la emoción.
–Y pidió el número de tu teléfono –le dijeron los tres a Sandra, en tres distintas llamadas telefónicas.
Sandra recibió la llamada del Nobel el sábado por la mañana, y el corazón le retumbó en el pecho como una tambora a lo largo de la breve conversación.
Gabo era su autor predilecto. El reinventor de las capacidades del español. Una de las razones por las que ella había dedicado su vida a escribir, aunque no fuera relato, sino drama. E increíblemente estaba del otro lado de la línea diciéndole que admiraba su dirección y su texto para la obra que recién había visto, y que tenía para ella un regalo.
Gabo era su autor predilecto. El reinventor de las capacidades del español. Una de las razones por las que ella había dedicado su vida a escribir, aunque no fuera relato, sino drama. E increíblemente estaba del otro lado de la línea diciéndole que admiraba su dirección y su texto para la obra que recién había visto, y que tenía para ella un regalo.

–Una obrita de teatro de mi autoría –dijo, encantadoramente modesto el Nobel–. Un texto feminista –dijo y a ella se le alzaron las cejas: eso era una primicia mundial. –y quiero que tú la dirijas. Te la envío por mensajero hoy mismo.

–Sí. Bueno. Es decir. –Ella intentó en vano que el lenguaje no se le desbaratara: –O sea, con gusto. No, con emoción. Pensé en una primera actriz. Diana Bracho. Caerán rosas del techo. Bueno, adiós –dijo ella y colgó abruptamente.

El mensajero llegó a media noche al hotel de San Miguel Allende, donde vivía Sandra por entonces, y le entregó el paquete forrado en papel blanco.

Prendió seis veladoras, porque la luz se había cortado en San Miguel esa noche, y las colocó en la mesa central del restaurante oscuro y desierto. A la luz vacilante de las seis flamas, desató el paquete, desgarró el papel, sacó el librito, hojas de fotocopia engrapadas. Lo besó, como a un objeto sagrado.

Y empezó a leer el texto feminista del Nobel.

No era feminista. Era el monólogo de una mujer ante un esposo de palo –la acotación pedía eso: que el esposo fuera un maniquí con un periódico extendido ante la cara –quejándose durante dos arduas y dolorosas horas de no ser él. Él: libre, poderoso, simpático, audaz; con una vida erótica variada, con un robusto talento para el placer y el triunfo.

¿Eso es lo que Gabo el genial creía que era el feminismo? ¿La envidia de ser él? ¿Una bola de mujercitas quejándose de no poder ser sus esposos patriarcales? ¿Un llanto plañidero de impotencia durante dos horas?

Guardó la obra bajo el colchón de su cama. Tal vez ahí, durante las siguientes noches, las frases permutarían. Tal vez ahí la cabeza de ella cambiaría de apreciación. Tal vez ahí se quedaría olvidado el libreto: ella se despertaría con una bendita y larga amnesia y volvería a ser feliz.

Una semana más tarde, la joven autora de teatro pulsó el timbre de la puerta del Nobel, en el Pedregal de San Ángel de la Ciudad de México. Iba en camiseta y vaqueros negros. De luto por lo que sucedería ahí. No se equivocó. No sería lindo.

Gabo se alzó del sofá, robusto, su cara morena, sus sienes plateadas.
–¡Mierda! –dijeron sus carnosos labios caribeños. –Claro que he leído "algún texto feminista". Claro que entiendo qué es el feminismo. Escucha, mujer.

Extrajo de entre los libros del librero un volumen empastado en piel café. Leyó con su voz densa y melodiosa el largo monólogo plañidero de Antígona. Escrito por Sófocles hacía 24 siglos.

–Mi obra se inspira en este texto feminista –anunció y cerró el libro y lo tiró contra el librero.
–Es que. Es decir. En serio. Yo. –Sandra empezó torpe, pero fue soltando la lengua y el corazón. –El feminismo sí es un relato nuevo de la realidad. Es un río que no brotó hace 24 siglos, ni hace cinco, que brotó a principios del siglo XX, con las sufragistas, y luego se ha derramado en varias vertientes. Lo que sí es seguro, es que es una verdadera revolución del relato humano. Otra manera de estar en la Naturaleza.
Gabo volvió a tomar asiento ante Sandra y le hizo una confesión:
–Yo amo a las mujeres. He amado, de cierto, de forma íntima y dedicada, no a una mujer, a varias, a decenas. Y soy una buenísima persona. No necesito más para ser feminista.
–¿Haber amado a decenas de mujeres y ser una buena persona?
–Ten fe en mí. Tú sólo entrégate en mis manos.
Sandra tragó saliva y dijo:
– Lo que yo quisiera es que tú leyeras unos cuantos textos feministas y luego reescribieras, con tu maravillosa pluma, la obra.
Cuando Diana Bracho le abrió a Sandra la puerta de su casa esa misma tarde, la felicitó:
–¡Qué bueno que se enojó contigo! Te iba a decir que yo no puedo encarnar a esa pobre señora llorona. ¿Un año de llorar en público por un marido? Imposible.
La historia tiene un final aún más desdichado. Lo próximo que el Nobel publicó fue Memoria de mis putas tristes. Su libro feminista, según anunció a la prensa internacional.
Empinó la tetera en la taza de té de Sandra, que para entonces lloraba en silencio su rompimiento con el renovador del idioma español.
La historia de un viejo patriarca que compra a una niña de doce años y la vuelve su ramera. La ama mucho y dedicadamente. La cubre con pétalos de rosa y con medallas de oro de la Virgen. Y con el lento aceite de su mirada en lentas tardes de hastío. Nunca le pregunta qué quiere ella, qué sueña, qué la haría plena y feliz, pero ah, cuánto la ama.
Las críticas feministas hicieron tiritas el libro y llamaron a no leerlo, y los defensores de Gabo les contestaron enfurecidos que lo suyo no era feminismo. Era feminazismo.
Sandra entregó en el mostrador de la librería de la universidad de Berkeley la copia del libro y preguntó cuál era el precio.
La cajera, por cierto una alumna de letras romances, una chava de pelo corto pintado de azul, con un tatuaje en el cuello –una flecha azul ascendente–, le respondió cuál era el precio del libro:
–Your soul sister. Tu alma, hermana.











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Literal Magazine
Houston ,Tx. U.S.A.
4 de octubre de 2017

Mi García Márquez personal

Por Maarten Van Delden

I. Leí Cien años de soledad por primera vez en el otoño de 1972 en una copia prestada por el autor. No leí la novela en su versión original, sino en la traducción al holandés.

En aquel momento yo tenía trece años y acababa de ingresar al Kensington School, el colegio británico de Barcelona, ciudad donde mi familia vivía desde 1959 debido al trabajo de mi padre en una multinacional holandesa. Los alumnos del Kensington School eran principalmente estadounidenses y británicos, pero también había estudiantes de otros países europeos, como Holanda, y de otros países angloparlantes, como Irlanda, Canadá y Australia. Además asistía al colegio un puñado de alumnos latinoamericanos. Entre los latinoamericanos se encontraba un simpático y extrovertido muchacho colombiano, muy querido por sus amigos. Este muchacho se llamaba Rodrigo García Barcha y era el hijo mayor de Gabriel García Márquez, quien, como se sabe, se había mudado de la Ciudad de México a Barcelona poco después de la publicación —y el éxito de ventas— de Cien años de soledad. Rodrigo era un poco más joven que yo y estaba en lo que en el sistema británico se llamaba el fourth form, mientras que yo cursaba el fifth. Sin embargo, en un colegio muy pequeño, como lo era el Kensington School, con unos ciento sesenta alumnos, si recuerdo bien, repartidos entre clases que iban desde el kínder hasta lo que se llamaba el upper sixth, es decir, el último año del bachillerato, todo el mundo se conocía, y llegué a conocer bastante bien a Rodrigo, aunque nunca fuimos íntimos amigos.

En el Kensington School todos sabíamos quién era Gabriel García Márquez y habíamos por lo menos oído hablar de la sensacional novela que había publicado unos pocos años antes. Recuerdo que un día durante el recreo, Rodrigo, rodeado de compañeros y compañeras del colegio, compartía anécdotas sobre la novela de su padre, más que nada sobre el proceso de su escritura. Contaba que era una novela que su padre había querido escribir durante veinte años, llevándolo dentro, por así decirlo, pero sin encontrar la fórmula que le permitiría transferirla a la página. Y recordaba que un día iba toda la familia camino a Acapulco para pasarse unas vacaciones cuando de repente su padre tuvo una especie de visión, una visión que le dio la clave para la escritura de la novela. Instantáneamente, decidió dar media vuelta y regresar a la Ciudad de México para encerrarse a escribir. Yo escuchaba esas historias fascinado por lo que me enseñaban sobre el proceso creativo.

Un día Rodrigo me preguntó si estaría interesado en leer la traducción al holandés de la novela de su padre. Me explicó que su padre tenía mucha curiosidad por saber si la traducción al holandés de Cien años de soledad era buena o no. No recuerdo qué le dije a Rodrigo. Me imagino que debo de haberle dicho algo así como, claro que sí, con mucho gusto leeré la traducción al holandés de la novela de tu padre, y después te diré si me parece buena o no, ya que al poco tiempo tenía una copia del libro en mis manos.

La primera traducción al holandés de Cien años de soledad fue hecha por Kees van den Broeck y apareció en 1972. Me parece probable, por lo tanto, que García Márquez acababa de recibir una copia de la traducción y que al recibirla decidió preguntarle a su hijo si no tendría algún compañero holandés en el colegio que pudiera evaluar la calidad de la traducción. Por otro lado, es posible que el mismo Rodrigo haya visto la traducción al holandés en su casa, y que él le haya propuesto a su padre prestárselo a un compañero holandés del colegio. Quizás yo, en alguna ocasión, al escuchar a Rodrigo hablar de Cien años de soledad, le había dicho que tenía muchas ganas de leer la novela de su padre. No olvidemos, sin embargo, que en aquel momento Rodrigo, igual que yo, tenía trece años. Acepté sin pestañear la invitación de Rodrigo, pero en algún momento, seguramente muchos años después, empecé a preguntarme qué habría estado pensando el futuro Nobel de literatura. ¿Realmente creía que un compañero de su hijo, es decir, un joven de alrededor de trece años, sería capaz de evaluar la calidad de una traducción de su novela? ¿Era una forma de expresar la confianza que tenía en la mirada juvenil, la mirada, además, de alguien con muy pocas lecturas? ¿O se trataba más bien de un ejemplo del famoso sentido del humor del novelista colombiano?

La invitación para leer la novela de García Márquez, es decir, para leer una novela que no formaba parte de la literatura infantil o los libros para jóvenes adultos, llegó en un momento muy propicio para mí. Hacía poco que había hecho la transición de la literatura juvenil a la literatura tout court. De hecho, recuerdo el momento exacto en que realicé ese salto. Fue en Semana Santa del mismo año, 1972. Estábamos pasando unas vacaciones en la costa cerca de Valencia. Mi madre traía una novela de John O’Hara, un novelista estadounidense muy leído en aquella época, un autor middlebrow, como dicen en inglés, cronista de las costumbres y los escándalos de la clase media y media alta del medio siglo en Estados Unidos.  Mi madre no había empezado a leer la novela, así que un día me puse a leerla yo. Leí sesenta páginas, y una vez llegado a ese punto, le pedí permiso a mi madre para seguir leyendo. Después de esas vacaciones empecé a saquear el librero de mi padre: leí a Saul Bellow y John Updike, Jean-Paul Sartre y Albert Camus (en traducciones al inglés), George Orwell y D.H. Lawrence, además de otros autores más middlebrow, o incluso lowbrow, como Leon Uris y Harold Robbins. Así que se puede decir que tenía algo de preparación literaria cuando me senté a leer Cien años de soledad.

Rodrigo me dijo que su padre poseía una sola copia de la traducción al holandés de su novela, por lo cual me rogaba que la tratara con mucho cuidado. Tengo un recuerdo un poco borroso de la portada del libro, ya que sólo ha quedado conmigo el color del diseño, no el diseño en sí. Era de un color naranja intenso, sin duda un intento de evocar el trópico. El libro era muy bonito, con un papel grueso, limpio, casi reluciente, y unas tapas que a pesar de ser tapas blandas, eran muy firmes. No tengo un recuerdo detallado de la impresión que me dejó la novela en sí. Sé que disfruté de su lectura. También sé que el hecho de leer la novela en holandés tuvo el efecto de darle al mundo evocado por García Márquez un sabor profundamente holandés, como si Macondo estuviera empapado de una mirada holandesa, e incluso formara parte del mundo cultural de mi país de origen.

Cuando le devolví la copia de la traducción al holandés de Cien años de soledad a Rodrigo le dije, sin entrar en detalles, que la traducción me había parecido buena. Recuerdo, sin embargo, que una compañera del colegio, una chica norteamericana de la cual en aquella época yo estaba enamorado, manifestó gran sorpresa cuando se enteró de que había leído la novela de García Márquez no en el original, sino en una traducción. “Oye, ¡te perdiste lo mejor de la novela!” me dijo. “¡Si lo mejor son las palabrotas en español!”, agregó. Mi amiga sabía, aparentemente, que las palabrotas de Cien años de soledad no podían ser traducidas a ningún otro idioma. Me quedé con la idea de que había cometido una gran estupidez al no leer la novela en español.

II. Hace poco, releí Cien años de soledad. Fui en busca de alguna pista que me pudiera ayudar a entender el gesto un poco insólito de García Márquez al prestarme la traducción holandesa de su novela, cuando yo ni siquiera se lo había pedido. Creo haber encontrado la pista que buscaba.

Cien años de soledad es una novela sobre el tiempo, y es, además, una novela sobre las fases de la vida humana. En su representación del tiempo, la novela contradice la idea de un tiempo lineal y cronológico. El tiempo en la novela de García Márquez se fragmenta, da vueltas, y carece de un desarrollo lógico. En un sentido paralelo, las etapas de la vida humana tal como se retratan en Cien años de soledad tienden a no evolucionar de una forma clara y armoniosa; al contrario, frecuentemente parecen confundirse y perder sus contornos claros y precisos.

La novela traza un arco que va desde el origen de la comunidad –cuando “el mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre” (79)– hasta su final en el huracán que destruye a Macondo. La novela también posee un ritmo narrativo inusualmente fuerte que pareciera propulsar al lector siempre hacia delante. Pero dentro de este marco narrativo aparentemente progresivo y cronológico, el tiempo en Macondo se vive como algo discontinuo y desordenado. De hecho, son los mismos personajes de la novela que registran esta vivencia del tiempo como algo que parece quitarle sentido a la vida. Úrsula Buendía, por ejemplo, identifica una y otra vez el sentimiento de vacío y despropósito que el paso del tiempo parece producir. El tiempo “estaba dando vueltas en redondo” (337), piensa en una ocasión. Parece sufrir un “progresivo desgaste” (363), apunta en otro momento de la novela. Más adelante, vuelve a pensar que da “vueltas en redondo” (463). Pero Úrsula no es el único personaje que registra esta visión del tiempo: hacia el final de la novela, José Arcadio Segundo y el último Aureliano observan que “el tiempo sufría tropiezos y accidentes” (479). Y, mucho antes, el mismo narrador, refiriéndose a los intentos de los Buendía de diferenciar entre los gemelos, José Arcadio Segundo y Aureliano Segundo, había apuntado que “el tiempo acabó por desordenar las cosas” (293), una inversión sin duda intencional del dicho según el cual con el tiempo todo se arregla. En resumen, el tiempo en Cien años de soledad es el instrumento de un profundo desorden.

Un desorden parecido parece afectar el concepto de las fases de la vida en la novela de García Márquez. El narrador de la novela manifiesta a través de toda la historia una fuerte preocupación por establecer la etapa de la vida por la que están pasando sus personajes. Ahora bien, siguiendo la regla identificada por numerosos críticos que han estudiado la novela de García Márquez, regla según la cual en el mundo de la novela todo sucede al revés, las etapas de la vida en Cien años de soledad, repetidamente se vacían de su significado normal. Los niños se comportan como adultos, mientras que los adultos parecen revertir a la infancia. Todo parece estar fuera de lugar.

Pensemos, por ejemplo, en los niños que parecen tener capacidades mentales excepcionales. Este es el caso del primer Aureliano, cuyo sino ya está prefigurado en el hecho de que nace “con los ojos abiertos” (97), y quien en una escena temprana de la novela, cuando tiene sólo tres años, le avisa a su madre que una olla con caldo hirviendo está a punto de caerse de la mesa, cosa que en efecto sucede poco después. José Arcadio Buendía, el padre del pequeño Aureliano, piensa que la infancia es un periodo de “insuficiencia mental” (98); sin embargo, la capacidad de su hijo para predecir el futuro constituye una clara refutación de esta idea. Un caso parecido es el del último Aureliano, quien, obligado por su abuela a quedarse encerrado en su casa, se dedica a leer, estudiar y conversar con su tío abuelo, José Arcadio Segundo. El resultado es que el joven Aureliano, incluso antes de llegar a la pubertad, sabe relatar la historia de su pueblo “con una madurez y una versación de persona mayor,” hablando “con tan buen criterio” que a su abuela le parece “una parodia sacrílega de Jesús entre los doctores” (478). En resumen, los personajes niños de Cien años de soledad frecuentemente parecen sobrepasar los límites de la etapa de la vida por la que están pasando.

Mientras que algunos de los personajes niños de la novela de García Márquez rompen con las barreras que los separan del mundo adulto, hay otros que nunca salen de la infancia, e, incluso como adultos, siguen pareciendo niños. Este es el caso de Rebeca, quien, siendo ya una persona adulta, sigue chupándose los dedos (189), y de Remedios, la Bella, quien llega a los veinte años “sin aprender a leer y escribir” (310). También hay personajes quienes al llegar a la última etapa de su vida empiezan a revertir a la infancia. Veamos el caso de Úrsula, de quien el narrador nos cuenta que como anciana “poco a poco se fue reduciendo, fetizándose, momificándose en vida,” de modo que “parecía una anciana recién nacida” (470). Una vez más, las distintas etapas de la vida se mezclan y se confunden.

Quizás la etapa de la vida que mayor fascinación ejerce sobre el autor de Cien años de soledad es la adolescencia. La adolescencia es la época de las iniciaciones, sobre todo las sexuales, a las cuales el narrador de la novela presta una considerable atención. También es una fase ambigua, de transición entre la infancia y la adultez, en la cual se combinan elementos que normalmente están separados. En otras palabras, la adolescencia parece socavar las diferenciaciones claras y precisas entre las fases de la vida. Cuando nos fijamos en los adjetivos que el narrador de Cien años de soledad emplea para describir a sus personajes adolescentes, nos damos cuenta que una y otra vez subraya la naturaleza excepcional de esta etapa de la vida. El adjetivo “monumental” se utiliza en dos ocasiones para describir a un adolescente, primero para José Arcadio (109), el hijo primogénito del patriarca José Arcadio Buendía, y más adelante para su hijo Arcadio (198). A Rebeca y Amaranta se les describe como “adolescentes […] hermosas” (146), mientras que Rebeca más adelante es definida como una adolescente “espléndida” (156). Muchos años después, vemos que Remedios vive “una adolescencia magnífica” (346), mientras que Meme lleva a su casa “un tropel de adolescentes incansables” (380). Todas estas descripciones, subrayando lo descomunal, aquello que está más allá de la norma, llaman la atención a la gran atracción que el narrador de la novela parece sentir por esta etapa de la vida.

III. Yo releía la novela de García Márquez, tomando nota de los elementos que he venido señalando. Sentía que estaba al borde de una revelación, algún detalle o combinación de detalles que me ayudaría a entender el gesto, que he descrito más arriba como “un poco insólito”, de García Márquez al prestarme su copia de la traducción al holandés de Cien años de soledad. Pero la revelación que esperaba no se precisaba. Hasta que llegué al último capítulo de la novela. Allí el narrador nos habla del sabio catalán, dueño de una librería en Macondo, y mentor para un grupo de cuatro jóvenes amigos con quienes el último Aureliano empieza a asociarse. El sabio catalán representa la figura del maestro, una figura clave en el imaginario cultural latinoamericano. No puedo resumir aquí todas las estrategias didácticas empleadas por este personaje; quiero enfocarme nada más en un pequeño detalle de esta sección de la novela. Nos cuenta el narrador que el sabio catalán “puso a leer [a los cuatro amigos] a Séneca y a Ovidio cuando todavía estaban en la escuela primaria” (538). ¿Se trata de un acto insólito del personaje de García Márquez? Al reflexionar sobre este pasaje, me di cuenta que el sabio catalán estaba expresando su confianza en la inteligencia y la sensibilidad de sus jóvenes amigos, además de su creencia de que la gran literatura está cerca de sus lectores, no importa la edad que tengan.

Pensé que en aquel remoto episodio de 1972, que evoqué al principio de mi charla, García Márquez había hecho el papel de sabio catalán y yo me había convertido en unos de los cuatro jóvenes amigos que se reunían en su librería.

NOTAS

·         Todas las citas han sido tomadas de la edición de Cátedra de Cien años de soledad.

·         Texto leído el 21 de septiembre de 2017 en la UNAM Los Ángeles como parte de la mesa redonda “Cien años de soledad: medio siglo de lecturas”.
·          
Maarten Van Delden es autor de Carlos Fuentes, Mexico and Modernity (Vanderbilt University Press, 1998) y, con Yvon Grenier, coautor de Gunshots at the Fiesta (Vanderbilt University Press, 2009)








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EL COLOMBIANO
Medellín – Colombia
2 de octubre de 2017

Cultura

¿Fue Gabo un médico frustrado?

Por John Saldarriaga Londoño

Hay quienes creen que la obra literaria de Gabriel García Márquez es un tratado de medicina. Uno de ellos es el español Juan Valentín Fernández de la Gala, aunque al menos él reconoce que exagera “un poco” en esta apreciación.

Son tan numerosas las alusiones de Gabo a enfermedades y tratamientos en sus obras, que Juan Valentín, médico, profesor de Historia de la Medicina y la Enfermería en la Universidad de Cádiz, adelantó una tesis doctoral titulada Médicos y medicina en la obra de Gabriel García Márquez. Habló de ella en el Festival Gabo de Periodismo que se realizó en Medellín esta semana. También con nosotros.

 Ilustracion de Esteban Paris

¿De dónde le surgió la inquietud de analizar estos temas en la obra de Gabo?
“He sido lector y, hace tiempos, leí desprevenidamente la obra del Nóbel colombiano. Y te digo aquí, entre nos, que es la mejor manera de leer los libros, siempre intentando desentrañar arquitecturas”.

¿Y de las biografías?
“Por supuesto, de sus principales biógrafos también las revisé. Plinio Apuleyo Mendoza, Gerald Martin y Dasso Saldívar. Lo que más me sorprendía era un comentario reiterado de Plinio en el sentido de que todo lo de García Márquez tenía un asidero real”.

Por Vivir para contarla y conversaciones con los parientes de Gabo, se sabe que este se interesó en enfermedades y medicina porque su papá, Gabriel Eligio, fue farmaceuta y lector de revistas científicas. ¿En su investigación halló otras influencias o motivaciones?
“La presencia de la medicina y los médicos en la obra de García Márquez es constante. Si me apuras, te diría que la obra de Gabo trata de Medicina. Hay doctores en papeles protagónicos en todas sus novelas. Recuerdo el enigmático médico francés de La hojarasca, el doctor Juvenal Urbino de El amor en los tiempos del cólera y al judeoconverso Abrenuncio de Sa Pereira Cao en Del amor y otros demonios. Como indicas muy bien, es innegable la influencia de Gabriel Eligio en esta preocupación del escritor. El hecho de contar en la familia con un farmaceuta homeopático que a veces envolvía su tarea de cierto ropaje esotérico, casi como un tegua, tuvo que ser fuente cercana de inspiración literaria. Sin embargo, no siempre la relación de Gabo con su padre fue fácil. Aunque el médico francés de Macondo está construido sobre el armazón real del doctor Antonio José Barbosa Arroyuelo, médico de Aracataca procedente de Maracaibo. Yo detecto mucho de Gabriel Eligio en los aspectos más oscuros de ese personaje. En El amor en los tiempos del cólera se da un acercamiento afectivo muy fuerte entre ambos, una especie de reencuentro que forjará el personaje de Florentino Ariza”.

¿Y qué fue lo primero que halló en su búsqueda?
“El primer cuento de Gabo es La tercera resignación. En él critica ese afán de la medicina por mantener la vida de una persona a cualquier costo”.

Ese cuento hace parte de Ojos de perro azul, en el que abundan los trastornos mentales. ¿Qué más encontró?
“Sobre las enfermedades mentales, te recomiendo un libro titulado Los locos de Macondo, de Álex González Grau. Otra cosa que hallé en esos relatos es el tema de la discapacidad. En un cuento hay tres ciegos que están totalmente perdidos y no pueden ayudarse entre sí, por su condición”.

La noche de los alcaravanes...
“Exacto. En ese relato y en ese libro, quienes padecen la discapacidad física son seres desvalidos. Sin embargo, en las novelas cambia la manera de abordar la discapacidad. Úrsula Iguarán, por ejemplo, pierde la vista, pero pocos lo notan. Y es como si pudiera ver más allá. Hay un punto de inflexión en los años 50. En las obras posteriores a Ojos de perro azul la discapacidad no es sinónimo de desvalimiento”.

¿Ha pensado qué sucesos le harían cambiar la forma de observar este asunto?
“Creo que un hecho que le cambió a Gabo esta apreciación, y hasta su literatura toda, es el de acompañar a su madre hasta Aracataca a vender la casa. En ese viaje se encontró con el boticario Barbosa, quien tenía su farmacia cerca de la casa de los García Márquez. En esa visita, Gabo se topó con el abandono del pueblo, los almendros empolvados, el aire espeso. El doctor Barbosa le hizo entender que la historia que debía contar es la de su pueblo, Macondo. Creo que por eso, por hacerle caso, Gabo cuenta las cosas con realismo”.

¿Cree que algún médico de Gabo esté inspirado en el doctor Barbosa?
“Tengo una hipótesis: el doctor Barbosa es el médico francés sin nombre de La hojarasca”.

Gabo habla de él en Vivir para contarla. ¿Recuerda?
“Sí. Y por lo que allí cuenta creo que el kilómetro cero de Macondo es esa farmacia. Creo que en Aracataca deberían recuperarla y hacer allí un museo que esté incorporado a la ruta de Macondo. Nos da conexión con la realidad. Se podrían poner los instrumentos médicos de la época, los elementos maravillosos que traían los gitanos como los imanes y, bueno, también la farmacopea propia de ellos. Y hasta recrear algunos olores de la obra de Gabo, como el de las almendra amargas, las guayabas podridas y el cloroformo. Gabo menciona algunos productos con la marca real, que podrían estar allí: el Luminal, el Jabón del Perro Agradecido, el colirio Murine y la Cafiaspirina. ¿Sabes qué? Yo estuve en Aracataca y hablé con los descendientes del doctor. Me contaron dónde estaba el mostrador, dónde el despacho de preparar los medicamentos...”.

¿Cuál era su característica?
“La medicina francesa clásica considera que un médico puede leer el cuerpo humano como se lee un libro. Se basa en los signos y síntomas para detectar las enfermedades”.

Un médico impactante es el francés Alejandro Próspero Reverend, el de El general en su laberinto, un personaje real.
“Ese médico, de la tradición francesa, también leía los signos del cuerpo”.

Él decía en la novela que el fracaso de la medicina es tener que abrir los cuerpos, las cirugías, para saber qué pasa o arreglar los males.
“La idea del enfrentamiento entre la actividad médica y la quirúrgica es antigua. Fueron incluso dos profesiones distintas hasta 1748, cuando el Real Colegio de Cirugía de Cádiz las reunió en una sola, con un período formativo de seis años. El resto de las facultades del mundo copió la idea. En El amor en los tiempos del cólera el doctor Juvenal Urbino se manifiesta sobre ello. Reverend hizo una descripción minuciosa y exhaustiva del curso clínico de la enfermedad de Bolívar, anotando, día a día, los cambios y los tratamientos aplicados al Libertador. Ese diario fue publicado en París en 1866 y constituye una fuente de información preciosa para entender las concepciones clínicas y los remedios médicos de toda una época. Pero no olvides, sin embargo, que el doctor Revered practicó la autopsia a Simón Bolívar, tras su muerte, identificando varias cavernas tuberculosas, algunas de ellas calcificadas, lo que indica que era hábil en el manejo del bisturí, a pesar de su crítica a la cirugía”.

¿Cavernas, o sea como huecos en los pulmones?
“Sí, huecos. Es característico de la tuberculosis. Unos huecos en los pulmones que se llenan de una sustancia parecida al yogur, que se va calcificando con el tiempo. El doctor Reverend tomó un pedazo de esta especie de roca y se la llevó de recuerdo. Es notable el conocimiento de Reverend, porque durante mucho tiempo hubo una discusión sobre la causa de la muerte del Libertador: si era malaria o tuberculosis”.

En El amor en los tiempos del cólera, al aludir a esta enfermedad, más que de la infección intestinal, el autor se ocupa de la infección del alma a causa del bicho del amor. Esto suena a mito. ¿Hay mitos y creencias en la forma de aludir a la salud, la enfermedad y la medicina en la obra de Gabo?
“Son muy numerosas las concepciones míticas de la enfermedad. En Cien años de soledad se dan cita las tradiciones hebraica, helénica, alquímica, cristiana, cabalística y precolombina, junto a la medicina clínica francesa del siglo XIX o a la medicina hipertecnificada y algo deshumanizada de nuestros días. Un historiador de la medicina podría sacar mucho fruto de la lectura atenta de la obra de Gabo, y le hablo tanto de la de ficción como de la periodística”.

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EL ESPECTADOR
Bogotá – Colombia
27 de septiembre de 2017

Cultura

Tema del V Festival Gabo, en Medellín

García Márquez y su
obsesión por la medicina

Por Nelson Fredy Padilla

Su padre fue médico frustrado. Desde la niñez el tema lo atrajo. En Zipaquirá, un médico lo marcó y varios de sus mejores amigos lo diagnosticaron y trataron, mientras él le daba palo al gremio en sus novelas.
 
Gabriel García Márquez (1927-2014) en Ciudad de México,
la última vez que visitó al optómetra. / EFE

Si un hilo conductor de la obra de Gabriel García Márquez es la muerte, también lo es la medicina, obsesión de toda su vida porque su padre, Gabriel Eligio, era médico frustrado, porque sus mejores amigos eran médicos y porque hasta cuando la lucidez se lo permitió, trató de entender por qué un ser humano pierde la memoria. (Lea "Vivir para olvidarla")

En Gabito, el niño que soñó a Macondo (Ediciones B), su hermana Aída García Márquez reveló: “Mi papá —nacido en Sincé en 1901— terminó su bachillerato a fuerza de luchas y dificultades, quería ingresar a la facultad de medicina pero le fue imposible. Entró en la escuela dental de Cartagena, pero la falta de recursos lo obligó a retirarse y dedicarse a la telegrafía y la homeopatía”. Gabriel hijo se apropió más del tema cuando le contaron que él nació con el cordón umbilical enredado al cuello. Como no había médico en Aracataca y la partera lo daba por muerto, le hicieron un primer bautizo rápido que lo salvó. Era escéptico con los de bata blanca. Le creía más al agua bendita que a la medicina.

Uno de los personajes que más lo impactaron en la niñez fue el doctor Alfredo Barboza, el vecino y médico venezolano que en principio lo aterrorizaba con su mirada de ojos amarillos, pero que en su juventud pasó de fantasma a consejero defendiéndolo por su “vocación arrasadora” para la escritura. Le dijo a su madre, doña Luisa Santiaga Márquez: “Es algo que se trae dentro desde que se nace y contrariarla es lo peor para la salud”.

El libro Gabo: cuatro años de soledad, escrito por Gustavo Castro Caycedo y publicado por Ediciones B, da muchas luces. En sus años de bachillerato en el Liceo Nacional de Varones en Zipaquirá, Gabo les demostraba a sus compañeros todo lo que había aprendido de anatomía y fisiología con el profesor Álvaro Gaitán Nieto, quien pasados los años fue su médico personal. Lo hacía con “doña Bertha”, el apodo del esqueleto del colegio, con el que asustaban en ese apacible pueblo de Cundinamarca. Luis Garavito cuenta: “le desprendíamos la cabeza, la montábamos en un palo, y cuando veíamos que venían señoras, la sacábamos por la ventana. Se espantaban, salían corriendo dando alaridos”.

La familia del profe Gaitán aseguraba que Gabito tenía “madera” para ser médico, “pues se le facilitaba y le gustaba esa materia”. Era el primero en llegar al anfiteatro de Zipaquirá, donde practicaban autopsias y los alumnos a veces hacían de asistentes, como si fueran estudiantes de medicina. Igual de interesado lo vieron cuando su amiga Lolita Porras se enfermó de un tifo exantemático, que la mató en un mes sin que ningún profesional de Bogotá pudiera impedirlo. “Ella apenas había cumplido catorce años, Gabo tenía 16”. Las enfermedades, su tratamiento y la muerte lo llevó a escribir Psicosis obsesiva, un cuento que mostraba una posible influencia del médico neurólogo y escritor Sigmund Freud, pero al que hasta ese momento no había leído.

El ambiente hipocrático era tal que a la influencia del doctor Gaitán se atribuye que la mayoría de los compañeros de bachillerato de Gabo hubieran estudiado medicina, como lo estableció Castro Caycedo: Marco Fidel Bulla, Álvaro Pachón Rojas —fue director de la Caja Nacional de Previsión—, Jaime Amórtegui Ordóñez, Hernando Forero Caballero, el “Negro” Humberto Guillén Lara, Fernando Acosta, el “Turco” Héctor Kairuz y Sergio Castro . Y se declararon médicos frustrados Álvaro Ruiz —con hermano e hijo galenos— y el profesor que más se empeñó en que Gabito fuera escritor: Carlos Julio Calderón Hermida, con tres hijos médicos.

Con varios de ellos García Márquez retomó contacto cuando enfermó de cáncer linfático a comienzos de los años 90 y tuvo que radicarse por temporadas en Los Ángeles, donde su hijo Rodrigo, el cineasta, lo puso en un tratamiento eficaz con los mejores especialistas, aunque al tiempo avanzaba silenciosa la enfermedad que afecta a todos los García Márquez: el alzhéimer.

Con su compinche el cineasta Luis Buñuel imaginaban sus últimos días con el gen común de la desmemoria. El nobel se reía con sus amigos de la ironía de terminar confiando en médicos gringos de los que desconfiaba como los trabajadores de las bananeras a comienzos del siglo XX.

En Cien años de soledad ellos protestaban por la insalubridad de las viviendas y el engaño de los servicios de asistencia. “Los médicos de la compañía no examinaban a los enfermos, sino que los hacían pararse en fila india frente a los dispensarios, y una enfermera les ponía en la lengua una píldora del color del piedralipe, así tuvieran paludismo, blenorragia o estreñimiento”.

Esa novela es un viaje a través de las enfermedades, incluida la demencia, y la medicina desde cuando el doctor Alirio Noguera, con su “inocente fachada de médico sin prestigio”, llega a Macondo con “un botiquín de globulitos sin sabor y una divisa médica que no convenció a nadie”, porque en realidad era un farsante. Al igual que el último médico que quedaba en aquella tierra del olvido, “el francés extravagante que se alimentaba con hierba para burros” y que examinaba mujeres durante horas para llegar a “la conclusión nebulosa de que tenía un trastorno propio de mujer”. Terminó colgado de una viga.

El escritor transforma sus conocimientos de medicina en ciencia ficción: el médico personal del coronel Aureliano Buendía le extirpa “los golondrinos”. Él es el que le pinta en el pecho un círculo en el sitio exacto del corazón valiéndose de un algodón sucio de yodo. Es quien lo salva de un disparo que parecía mortal: “El proyectil siguió una trayectoria tan limpia que el médico le metió por el pecho y le sacó por la espalda un cordón empapado de yodo. ‘Esta es mi obra maestra —le dijo satisfecho—. Era el único punto por donde podía pasar una bala sin lastimar ningún centro vital’”.

A lo largo de la trama, la enfermiza Fernanda mantiene una emocionante correspondencia con “los médicos invisibles” o “cirujanos telepáticos”, que al final le detectan “un descendimiento del útero que podía corregirse con el uso de un pesario”. Incluso Úrsula Iguarán, ya completamente ciega, pero todavía activa y lúcida, todavía insistía en sus diagnósticos médicos asegurando que los trastornos de Fernanda no eran uterinos, sino intestinales, y “le aconsejó que tomara en ayunas una papeleta de calomel”.

Otro tratado de medicina y contra “los traficantes del dolor ajeno” es la historia del Bolívar decrépito de El general en su laberinto. Dejó escrito que el Libertador fue siempre contrario a la ciencia de los médicos. Ninguno fue capaz de explicarle sus “crisis de demencia”. El prócer escribió su renuncia bajo los efectos de un vomitivo para calmarle la bilis que le recetó un médico ocasional. Por todo esto, se diagnosticaba y recetaba a sí mismo basado en La Médecine á votre maniere, de Donostierre, “un manual francés de remedios caseros… un oráculo para entender y curar cualquier trastorno del cuerpo o del alma”.

De García Márquez y sus conexiones nerviosas con la medicina se han escrito estudios completos, como el de Carlos Jáuregui para la Universidad de Pittsburgh, “Enfermedad, diagnósticos y pócimas en Macondo: lectura de la práctica médica en Cien años de soledad”, hasta Los locos de Macondo, de Álex González Grau.

Hay que revisar desde La hojarasca, que relata la vida de un médico que un día llega sin referencias a una casa de un habitante de Macondo, hasta la novela Del amor y otros demonios, que reúne un estudio sobre la enfermedad de la rabia. En esta última uno de los protagonistas es Abrenuncio de Sa Pereira Cao, “el médico más notable y controvertido de la ciudad”. Abrenuncio S.A. era la razón social de Cambio, la revista de la que Gabo fue dueño y señor.

En el Festival Gabo 2017, en Medellín, de esto hablará el español Juan Valentín Fernández, licenciado en medicina y quien escribió una tesis en la que analiza cada enfermedad, cada remedio y cada personaje relacionado con la salud en las novelas y cuentos de Gabo. Conversará con Alejandro Gaviria, el ministro de Salud de Colombia, otro escéptico, buen lector y buen escritor que enfrenta un cáncer.

Entonces, la última preocupación de Gabriel García Márquez era previsible: que antes de ser cremado su médico de cabecera y su familia se aseguraran de que estaba muerto. De eso se aseguró el 17 de abril de 2014 el cardiólogo mexicano Jorge Oseguera Moguel, el doctor que lo trató los últimos cuatro años de su vida.

* “Médicos y medicina en la obra de Gabo”.
Viernes 29 de septiembre, 4:00 a 5:00 p.m.,
Parque Explora, Teatro Explora. Charla con acceso libre.

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PAGINA SIETE
La Paz, Bolivia
15 de octubre de 2017

Opinión

García Márquez en lontananza

Por Walter I Vargas

Dentro de 50 años se me entenderá, dicen que dijo Stendhal, ante la incomprensión que había provocado su obra entre sus contemporáneos. A Gabriel García Márquez le ocurrió lo contrario; publicó Cien años de soledad hace medio siglo y se convirtió en un fenómeno de ventas sólo digno de las grandes ligas del comercio cultural mundial. The right man in the right place: un colombiano profusamente bigotudo, campechano, bromista y antidictatorial surgido de las dilatadas y postergadas tierras del sur americano no podía encajar mejor en la necesidad mundial de renovadas utopías para las buenas gentes de los años sesenta del siglo pasado. En consecuencia, se organizó alrededor de esta novela y su autor un boom que se encargó de encandilar a la crítica acerca de una literatura, la latinoamericana, que paradójicamente había producido por primera vez un poco antes, en los años 40 y 50, obras de una calidad altísima.

Porque ahora, puestos a evaluar desde este siglo XXI, vemos con un poco más de claridad que Rulfo es notoriamente superior al colombiano en la construcción de cuentos rotundos, que Onetti es un narrador poseído por un talento verbal nato, mientras Vargas Llosa, que sudaba copiosamente para escribir sus novelas con estrictos horarios de oficinista, no pasa de ser un esforzado obrero literario. Y que Borges, con lo que escribió entonces, puede mirar tranquilamente a todos de arriba (el único que con seguridad será leído en 500 años, según Cabrera Infante).

Como tantos seguramente, yo he hecho el ejercicio de releer partes de la novela de GGM este año, con motivo de ese quincuagésimo aniversario. Y he vuelto a tropezar con las mismas dificultades y molestias. Dicho cortito y al pie: no me trago, como no me tragué cuando lo hice por primera vez (sólo que entonces era inseguro), la desmesura rabelesiana como forma de humor, la inconsciencia estructural respecto de lo que es una novela, los caprichos estilísticos (como escribir sin puntuación, aunque esto lo practica en otra novela), la fantasía desbordada e infatigable, la mitología colectiva, todo tan alejado de la tradición central de la novela de origen europeo.

Quizá se trate de un asunto personal: mis padres no tuvieron la delicadeza de hacerme leer o leerme a los siete años Las mil y una noches, como cuenta GGM que le ocurrió. Porque, a decir verdad, lo real maravilloso, esa suerte de literatura infantil metamorfoseada en novelas, es algo que siempre está ahí, a poco que estiremos las antenas con buen ánimo. Sin ir lejos, en este país hace unos días, 18 abogados se unieron para defender a un perrito agresivo que había mordido a un niño, pese a que los dueños del can incluso habían hecho tratar al pequeño con un kallawaya para recuperar su ajayu. Pero convengamos en que no es necesariamente el mejor tipo de humor, dado cierto y comprensible cansancio cultural.

Además, hay alrededor del tema GGM ese otro aspecto desagradable de su afición por el poder despótico, que también caracterizó a la literatura latinoamericana de esa época. Biógrafos y estudiosos posteriores, acuciosos ellos, supieron ver que detrás de ese interés por los dictadores estrafalarios había una no confesada admiración (al revés de lo que dijo otro, creo que Asturias: que esa curiosidad era de naturaleza entomológica).

Pensábamos que ese folklore desvaído había envejecido o muerto, pero cuando se ve al dictador Maduro encontrarse con un Chávez metamorfoseado en pajarito o a Evo Morales haciéndose pintar en el Ministerio de Defensa de la Plaza Avaroa con helicópteros volando alrededor suyo, como todo un Kim Jon Un andino, no tan respondón pero igualmente ebrio de poder, comprendemos con disgusto que una vez más la historia nos ha jugado una mala pasada.

Sin embargo, es improbable que un Vargas Llosa, por ejemplo, haga el gesto teatral de anunciar que no volverá a publicar hasta que Evo Morales o Nicolás Maduro dejen de gobernar, para bien de sus países, como hizo García Márquez respecto de Pinochet (al final, ante la imperturbable pertinacia del dictador mapochino, tuvo nomás que rendirse y volver a hacerlo; la marca GGM no podía ser desperdiciada de ese modo por motivos bajamente políticos). Supongo que porque la derecha es en cierta medida más estoica.


Wálter I. Vargas es ensayista y crítico literario. 

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