9 de mayo de 2016

MEMORABILIA GGM 848


MEMORABILIA GGM
Cali – Colombia
9 de mayo de 2016


Roberto Pombo, director del diario El Tiempo de Bogotá, ha publicado un libro que lleva por título El tiempo por cárcel*. En el libro, narra –en conversación con Juan Esteban Constaín–, un sinnúmero de vivencias que ha tenido a lo largo de su vida, por su profesión de periodista. Uno de sus capítulos está dedicado a su trato personal con GGM. Con la autorización del autor, ese capítulo va enseguida como una primicia para los suscriptores de MEMORABILIA GGM.

Portada y dedicatoria

Capítulo 9

“No te excedas”

Pero usted ya conocía a García Márquez, ya era amigo de él…
No, amigo no. Yo lo conocí en Alternativa cuando él iba a esas reuniones interminables de la revista que eran, como ya conté, lo más típico de la izquierda colombiana que uno se pueda imaginar: grupos de todas las vertientes y subvertientes discutiéndolo todo y a propósito de todo, mientras Enrique Santos trataba de darle un cierto orden a ese caos babélico, aunque eso suena como de Gabo, quien a veces estaba también en esas reuniones o pasaba por la redacción y ahí lo veíamos pero él estaba con Enrique, con Antonio Caballero, con Jorge Restrepo... Aburrido y desesperado con las fisuras ideológicas que se habían apoderado de Alternativa, y me imagino que también muy cansado de meterle plata a un proyecto que, precisamente, por cuenta de esos sectarismos, ya estaba quebrado. Me acuerdo mucho de que en esa época, eso sí, Gabo era un enemigo a ultranza, con Antonio, de la lucha armada, de la combinación de todas las formas de lucha; o por lo menos se oponía al secuestro, que ya empezaba a estar dentro del repertorio de las estrategias guerrilleras. Esa era la posición que ellos dos defendían ahí al interior de Alternativa, en un momento en el que hacerlo implicaba echarse a una cantidad de enemigos de la izquierda que eran fanáticos e intransigentes a mas no poder, y que por supuesto creían que el camino era justamente ese, el de la combinación de todas las formas de lucha, la vía violenta. Y el que se oponía era considerado un traidor, un mal revolucionario, un pusilánime, un burgués. Yo creo que también por eso, sobre todo por eso, la revista se acabó. Pero eso ya lo contamos.

Luego volví a ver a Gabo, ya mucho más de lo que lo había visto así tan esporádicamente y tan de lejos en Alternativa, lo volví a ver en Barranquilla cuando yo vivía allá, y lo vi gracias a la misma persona que me había llevado a la ciudad, Germán Vargas, de quien ya hemos hablado mucho aquí. El, por supuesto, era amiguísimo de Gabo, quizás su amigo más cercano o uno de los pocos sobrevivientes del “Grupo de Barranquilla” que había sido el lugar de los inicios de Gabo, cuando era pobre y flaco. Eso sí: todos sabían, ya en esa época, que Gabo era un gran escritor y que era ya el más grande de todos. Es impresionante, cuando uno constata los testimonios y las intuiciones de ese tiempo, que todos ellos, Germán Vargas y Fuenmayor y Cepeda, todos coincidían en una admiración muy profunda por el talento de Gabo. Más que una admiración, una certeza de que ese tipo que parecía un bohemio irredento y turco –y lo era, así con sus camisas, su bigote y sus ojeras y su cigarrillo– iba a ser el gran valor literario de ese grupo. Cepeda era, claro, el cosmopolita, el viajado, el leído; pero Gabo se los llevaba a todos de talento eso lo supieron ellos desde el principio. Al menos según lo que me contaba Germán, de quien Gabo siguió siendo amigo toda la vida y al que adoraba y en cuyo juicio literario confiaba siempre, sin la menor vacilación. Gracias a Germán entonces, vi a Gabo en Barranquilla cuando él iba allá, donde además ya era un dios consagrado y feliz. Me acuerdo de que una vez Germán estaba nerviosísimo y yo le pregunté qué era lo que le pasaba. “Es que llega Gabo”, me contestó y no me olvido de eso porque me pareció muy extraño que un tipo que lo conocía desde hacía tanto y que era uno de sus amigos del alma estuviera tan ansioso, tan preocupado por todo. Quizás eso es lo que: produce la fama también: una especie de extrañamiento aun con la gente más cercana y de siempre; una especie de exilio, de isla en la que se vive. Eso es lo que produce la fama y también lo produce el poder. Lo cierto es que allá en la Costa volví a Ver a Gabo algunas veces, y aunque más de cerca de lo que lo había visto en Alternativa, igual lo veía muy de lejos y con mucho respeto y mucha reverencia, sin ser su amigo ni nada, sin hablar casi. Pero ahí lo veía y de eso me acuerdo mucho hasta hoy.

Ya luego me lo encontré un par de veces más, por razones periodísticas. Y cuando él estaba escribiendo Noticia de un secuestro estuve más o menos cerca de él, porque yo había estado muy metido en las gestiones para liberar a Pacho Santos, cuyo secuestro es uno de los secuestros narrados en ese libro. Así que hablábamos con cierta frecuencia durante ese período y yo le contaba lo que había visto y de lo que me acordaba, le ayudaba a precisar algunos nombres, fechas, lugares, situaciones. Gabo tenía eso: que era un reportero obsesivo y minucioso a la hora de escribir lo que fuera: una novela o una crónica, o una noticia como en este caso; para la realidad o para la ficción se documentaba igual porque su arte estuvo siempre, como se sabe, en hacerlas a ambas creíbles y persuasivas, tanto que llego incluso a borrar la frontera entre las dos. Pero a golpe no solo de imaginación y de maestría y de un estilo insuperable, que es lo que, la gente ya sabe, sino también con su dedicación de artesano y de viejo reportero Por eso era un placer verlo trabajar, por cómo se ocupaba de los datos, del andamio que sostiene cualquier historia sea de ficción o no.

Y tenía otra virtud de la que me habría gustado aprender más como periodista: se metía de inmediato en los zapatos del otro; descifraba de un solo golpe el alma de quien tuviera en frente. Esa debía ser, sin duda, una virtud suya de poeta y de brujo, que es entre otras cosas lo que atraviesa todos sus libros y los hace tan especiales, la poesía y la magia. Al final era como si él estuviera obsesionado con entender de verdad al otro, con meterse en su piel para poder juzgarlo o para poder explicar sus actos y sus palabras, sin que importara la índole moral de eso que estaba allí. Gabo juzgaba, sí, pero porque tenía una capacidad excepcional, casi de superdotado, y lo era, para comprender también, para descubrir las motivaciones que estaban detrás de todas las cosas y de todas las personas. Y eso, en el periodismo –también en la novela, claro, pero sobre todo en el periodismo–, es una lección magistral que me deslumbró toda la vida. Y otra cosa más que acaso tenga que ver con esto que le estoy diciendo: Gabo tenía un talento único para poner el ángulo de la cámara, digámoslo así, siempre del otro lado. Por eso su característica era esa: que veía lo que los demás no, que todas sus ideas y sus intuiciones eran originales porque él se había situado, frente a un plano concreto, frente a una realidad o un problema cualquiera, siempre del otro lado, como en un “contraplano” donde nadie más había estado y adonde nadie había llegado ni se le había ocurrido ir. Él en cambio estaba allí y lo veía todo de otra forma, con otra perspectiva. Su lente estaba siempre al otro extremo. Eso es un genio, y no estoy diciendo nada nuevo, ni más faltaba.

Quizás fue por esas conversaciones que teníamos cuando él estaba escribiendo Noticia de un secuestro por lo que nos empezamos a ser más amigos, o por lo que él empezó a “distinguirme” más, como se dice. No lo sé. Me acuerdo de que cuando iba a salir el libro, que acabó siendo un éxito de ventas impresionante, yo me fui hasta Barcelona a entrevistarlo para Viva FM y para El Tiempo. Esa fue una entrevista muy bonita y que luego ha sido muy citada por varias razones: la primera, porque él hablaba muy poco, como se sabe; no le gustaba dar entrevistas ni reportajes ni nada Y la segunda, porque ahí también dio una lección magistral de periodismo sobre los géneros y la manera de escribir un libro tan complejo, una “noticia” de más de 200 páginas que además ya había pasado, una noticia vieja y terrible. Tan esa entrevista me dijo por qué había querido volver al periodismo después de tanto tiempo, y por qué había escogido justamente ese tema tan doloroso y tan reciente. Es más: me dijo que él no había escogido el tema sino que el tema lo había escogido a él, y me despidió con una frase estremecedora y muy bella: “Yo quisiera que este libro nunca más se repita en Colombia.

Por esa misma época, o como un año antes o más de que saliera Noticia, pasó una cosa muy interesante y es que Hernando Santos decidió que iba a ir a Cuba y que se llevaba a toda la familia, hijos, yernos, nueras, a todos. Eso tenía su componente político e histórico, porque. Hernando había sido en los últimos tiempos un opositor a ultranza del régimen cubano y del propio Fidel Castro. Y esa había sido, durante años, décadas, la postura oficial de El Tiempo frente a Cuba: una postura de rechazo al castrismo muy agresiva, una postura casi paranoica. Yo no sé qué tanto tuvo que ver Gabo con ese viaje en concreto, pero sí sé que él, que era muy amigo de Hernando y también, por supuesto, amiguísimo de Fidel, decía siempre que era imposible que el director del periódico más influyente y leído de Colombia tuviera esa distancia con la revolución cubana. Y lo más importante: le parecía que dos seres como Hernando Santos y Fidel Castro, que se parecían tanto en tantas cosas, que eran así volcánicos y desbordados, no fueran amigos, “Eso se arregla en un minuto cuando se conozcan”, decía. Que fue lo que pasó en ese viaje, que además al principio no tenía ese propósito sino uno puramente turístico y de paseo, Pero claro: era impensable que Hernando Santos fuera por fin a Cuba a ver las cosas en carne viva, y que Fidel Castro no se enterara. Entonces empezaron las gestiones para juntarlos, las invitaciones y toda la cosa, y yo creo que en eso tuvo mucho que ver Gabo. Me acuerdo incluso de que mientras estábamos allí en uno de esos encuentros que fueron memorables, Gabo llamó al teléfono de donde estábamos y me hizo pasar a mí en un plan confidencial y me preguntó que cómo estaba saliente la cosa...

Y cómo estaba saliendo, cómo salió
No, pues pasó lo que decía Gabo: en un minuto Fidel y Hernando ya eran íntimos del alma, y al final todo eran abrazos, besos, cariño y amistad, como si se hubieran conocido de toda la vida. Exactamente como decía Gabo, impresionante. Porque además Fidel nos recibió en el palacio presidencial y allí hizo una comida espléndida para todos los que íbamos en la comitiva: hijos, yernos, nueras... Y fue de verdad un momento entrañable, con anécdotas de lado y lado e historias y recuerdos y gran intensidad, Porque además era como la colisión de dos fuerzas arrolladoras: la de Fidel, con un carisma impresionante, imponente; y la de Hernando, atropellado, cariñoso y vital como había sido siempre él. Y los dos trataban de hablar al mismo tiempo y a los gritos y, claro: Fidel se hacía respetar (todo con mucho humor, con mucha amistad) y no dejaba hablar al pobre Hernando, al que le salían letreros por las orejas hasta que alguno de sus hijos, no sé si fue Pacho o Juanita, no recuerdo bien cual, le dijo: “Siquiera llegó Fidel, papá, que es el único que te puede callar...”. Y luego Fidel tuvo un gesto muy sutil y muy deferente con Hernando, y es que le habíamos dicho que una de las razones por las que él había decidido hacer ese viaje a Cuba era porque se había visto una película cubana que le había encantado, Fresa y chocolate, entonces Castro hizo hacer un postre delicioso con eso: un helado de fresas con chocolate, una cosa suntuosa. En esa comida ambos hablaron del 9 de abril, porque Fidel, como se sabe, estuvo en Bogotá cuando el “bogotazo” y tenía mucha información y muchos cuentos de su paso por la ciudad antes de que ardiera y cuando ardió y cuando mataron a Gaitán, y después cuando las turbas se la tomaron. Incluso hay quienes dicen que él fue uno de los grandes agitadores de la jornada. Pero el mejor cuento es el de como Fidel salió de Bogotá, mandado por la embajada de Cuba en un avión que llevaba unos toros de lidia a La Habana. Hernando, que toda la vida fue un taurino empedernido, se acordaba perfectamente de ese episodio, porque entre uno de esos toros con los que iba Fidel había además un torero muy famoso y muy querido por la afición bogotana.

Lo mejor es que cuando Hernando volvió a Bogotá después de su encuentro con Fidel cambió completamente el discurso que tenía sobre la revolución cubana y se volvió un defensor entusiasta de todas sus conquistas y aun del propio Castro. Hasta le dedicó un editorial y todo, en el que decía que para hablar de eso había que liberarse de los prejuicios e ir a Cuba y ver las maravillas que se habían hecho allá en materia de educación y de salud, de arte, de cultura. Lo que había profetizado Gabo...

García Márquez fue también quien arregló la amistad de Hernando Santos con Julio Mario Santo Domingo, ¿o no?
No, la verdad es que no. Digamos: Gabo era muy amigo de ambos, y por supuesto que quería que esa amistad se arreglara. Pero él tuvo que ver, más bien, con que se arreglaran Santo Domingo y Andrés Pastrana recién elegido presidente, que estaban peleadísimos desde hacía muchos años. Después de las elecciones del 98, en las que Gabo se la había jugado toda por Pastrana, de quien fue muy cercano por un tiempo hasta que sintió que en el tema de la educación le habían hecho conejo después de haberlo puesto a botar tanta corriente, como ya conté, después de esas elecciones. Gabo si fue el puente entre Pastrana y Julio Mario, con el argumento de que el industrial más rico y poderoso del país no podía estar en esos términos tan amargos y tan difíciles y tan rencorosos, de lado y lado, con el nuevo presidente de la República. Claro: Julio Mario había sido uno de los grandes soportes de Samper, y por cuenta de Augusto López había sido también uno de los principales patrocinadores económicos, y en los medios, sobre todo en Caracol, de la campaña de Serpa. Pero cuando ganó Pastrana, Santo Domingo sabía que no podía ni le convenía seguir peleado con él, y viceversa, y Gabo fue quien los juntó de nuevo para acabar con esa pelea. Aunque eso sí tiene que ver con lo que usted me está preguntando (y que le acabo de responder que no; que en ese caso de Hernando Santos y Julio Mario no fue García Márquez quien reparó las cosas) por una razón, y es que después de que Santo Domingo y Pastrana hicieron las paces hubo un remezón en el grupo Santo Domingo, un poco propiciado por el primero para resarcir al segundo, como en un gesto a la vez muy duro y generoso de reconciliación. Incluso hay quienes dicen que Pastrana pidió la cabeza de gente en Caracol, y eso acabó en la ida de Edgar Artunduaga y en la eventual salida de La Luciérnaga de Hernán Peláez, que era el director del programa y que dijo que no volvía a hablar allí mientras el presidente fuera Andrés Pastrana. Lo cierto es que el acto más simbólico de Julio Mario en su nueva relación con el nuevo gobierno fue sacar a Augusto López del grupo Santo Domingo, porque Augusto López encarnaba todo lo que había enfrentado a Pastrana con el grupo, o casi todo: el samperismo, el serpismo, el apoyo a la clase política liberal y gobiernista, gobiernista del gobierno de Samper, se entiende... Y Julio Mario sacó a Augusto López en una entrevista que me dio a mí para Cambio en Barú, en la que me dijo algo así como que “Es que allá dicen muchas cosas a mi nombre con las que yo no estoy de acuerdo...”. Esa era, claro, una desautorización fulminante de quien hasta ese momento era el dueño y señor del Grupo Santo Domingo en Colombia, y a Augusto López le tocó irse de inmediato, cómo no. Esa entrevista fue en enero de 1999 y era una de las primeras piezas estelares de la revista, y yo la conseguí por dos razones: por Gabo, y porque me había empezado a hacer cercano de Santo Domingo por cuenta, justamente, de haber ayudado a reconciliarlo con Hernando Santos...

Y cómo fue eso.
Hernando y Santo Domingo habían sido muy amigos toda la vida, se querían muchísimo. Es más: cuando Hernando ya estaba muriéndose, Julio Mario fue una de las únicas personas a las que se les permitió entrar a su lecho de muerte, y ese fue un momento muy emotivo. Yo creo que ellos compartían una cosa sibarita, bohemia y artística desde hacía muchos años, pero muchos, y tenían muchos amigos en común, entre ellos Álvaro Cepeda Samudio y sobre todo Fernando Martínez Sanabria, el “Chuli”, el gran arquitecto. Así que eran íntimos, pero esa relación se fue enturbiando y se fue haciendo cada vez más difícil, por no decir que imposible, por una razón política y económica obvia, y es que los intereses de El Tiempo, como un gran poder mediático en Colombia, se iban cruzando e iban pugnando con los intereses del Grupo Santo Domingo, que pasó de ser solo un grupo industrial de cerveza a volverse un emporio que lo iba comprando todo, desde Avianca hasta Caracol, y que en muchos aspectos competía con el periódico, aunque siempre hubo una especie de pacto tácito para que esas dos fuerzas tan grandes y absorbentes y arrogantes –sí– de la vida colombiana, no se enfrentaran ni se dieran muy duro. Sin embargo eso era cada vez más complicado, entre otras cosas porque el Grupo Santo Domingo se metió de lleno en los medios de comunicación como una estrategia para acrecentar su poder económico y sus instrumentos de presión y dominio, digamos, del establecimiento, y porque El Tiempo también se fue volviendo cada vez más un periódico con intereses comerciales y de inversión y de negocio en otros ámbitos que iban más allá de su destino inicial puramente informativo e ideológico, el cual Eduardo Santos le había impuesto con tanto celo y al que Hernando defendía con el alma pero consciente de que esa era una batalla perdida y de que la supervivencia del periódico, a la larga, hacia cl futuro y dentro de las nuevas realidades del mundo y el mundo de los medios, le imponía una lógica económica que excedía la labor de informar y de defender al Partido Liberal.

Ya conté, por ejemplo, que cuando hicimos lo de los celulares, la licitación en tiempos de Gaviria, nosotros estábamos en ese grupo con Carlos Pérez Norzagaray y los Cisneros, y del otro lado estaba Santo Domingo, que nos ganó. Pero ese fue un episodio más en la historia de desencuentros entre El Tiempo (los Santos) y el Grupo Santo Domingo (Julio Mario), que pasa por una cantidad de cosas: por el negocio en el que los Santos, por ejemplo, compran en Barranquilla el Diario de Caribe, con Pombos y Fiorillos, que era de Santo Domingo y que estaba quebrado, negocio en el que Luis Fernando Santos se impuso para que Julio Mario no se quedara con ningún porcentaje de las acciones dentro de la junta directiva, con un argumento que no era del todo descabellado, y es que si eso pasaba, si dejaban a Julio Mario adentro, por poquito que fuera, el tipo acababa quedándose con el periódico otra vez. Fue la misma razón que Hernando dio cuando se planteó la posibilidad de que Santo Domingo comprara unas acciones de El Tiempo; entonces dijo Hernando: “No, chinito, porque acabo yo de barrendero y él de director...”.

Después hubo una pelea a muerte, también en el gobierno de Gaviria, cuando Santo Domingo compró Cromos y compró la parte latinoamericana de Cambio 16, –qué paradoja: la misma que después iba a ser nuestra Cambio–, y en El Tiempo hubo como una protesta o una advertencia en la que, tal vez D’Artagnan, decía que había que tener mucho cuidado con que un grupo industrial con tantos intereses en todas partes se metiera a comprar tantos medios de comunicación: la radio, la televisión, y ahora también revistas. Darío Arizmendi respondió durísimo desde Caracol Radio, mandando un mensaje de Julio Mario, por supuesto. Luego respondió Hernando en un editorial en el que decía que esa salida destemplada de Arizmendi le había recordado la vieja imagen publicitaria de La Voz de la Víctor, que fue una de las primeras emisoras que hubo en Bogotá, y en la que un perro oía feliz la música que salía de una vitrola, con un lema que decía: “La voz del amo”. Ése era un golpe a la sien. Ahí empezó una batalla campal en la que se metió una cantidad de gente, incluido Enrique Santos que escribió un “Contraescape” para denunciar la arrogancia del Grupo Santo Domingo y la manera en que estaba haciendo lobby para evitar que Rudolf Hommes, que era el ministro de Hacienda de la época, le aumentara los impuestos a la cerveza.

Bueno: sablazos iban y venían de lado y lado, hasta que la cosa se aplacó un poco y al final hubo tregua, pero el tema es que siempre quedó una tensión muy grande entre El Tiempo  y Julio Mario, al punto de que una vez, mucho después, en el 98, salió un editorial contra Santo Domingo o contra Caracol o algo así, y Hernando, que estaba con nosotros en una finca, se quejó con mucha nostalgia de que por culpa del periódico y de las cosas que se decían allí sin su permiso él no hubiera podido recuperar nunca su amistad con Julio Mario. Y yo si le pregunté que por qué no se metía, que por qué no imponía su criterio, y él me dio a entender que eso ya era imposible. Pero la cosa me quedó sonando, hasta que un día Gonzalo Córdoba me contó que su mama, Poli Mallarino, que es la íntima amiga de Beatrice, la esposa de Julio Mario, iba a hacerles una comida a los dos en Bogotá y que Julio Mario había dicho, también muy nostálgico, que era una lástima que Hernando no estuviera allí, que a él eso lo habría hecho muy feliz. Fue por eso por lo que conspiramos Gonzalo Córdoba y yo para que Hernando llegara a esa comida, lo cual no era nada fácil, y eso rompió el hielo y fue muy emotivo, con mucha intensidad y mucho cariño de parte y parte. Ya después hubo otros encuentros (incluido uno muy especial en Haití); hasta la muerte de Hernando, que como le digo, tuvo casi por testigo final a Julio Mario, quien fue una de las únicas y últimas personas en verlo con vida y ahí se pudo despedir de él.

Yo creo que por eso, por esa razón afectiva y de gratitud, Julio Mario empezó a hablar mucho conmigo, y desde entonces mantuvimos una relación en la que en un momento dado hablábamos por teléfono casi todos los días. Ahí fue cuando le hice esa entrevista para Cambio en la que Gabo sí tuvo mucho que ver, porque era su amigo y fue clave para que nos la concediera, porque él no hablaba nunca. Entonces Santo Domingo dijo una cantidad de cosas y desautorizó a Augusto López y lo sacó del grupo, o lo obligó a renunciar y fue también a partir de ese momento en el que el grupo empezó a llamarse “Grupo Bavaria” para que nunca más hubiera confusiones y no se dijeran ni se hicieran cosas en su nombre, como él dijo, con las que no estaba de acuerdo. En esa entrevista también apoyó el proceso de paz de Pastrana, que estaba empezando, y le tiró un guante de seda a Alfonso López Michelsen, con quien también estaba peleado y de quien dijo que extrañaba mucho su amistad y su compañía. López me buscó luego para hacerle llegar un mensaje a Santo Domingo, que tampoco es que fuera un mensaje de reconciliación pero que sí era de cariño y de reciprocidad por esas palabras tan sentidas en la entrevista.

Es que llegamos a hablamos tanto que una vez, me llamó y me dijo que él se daba cuenta de que en el grupo, que era suyo, le mamaban gallo y no le hacían caso, y había ahí unos ejecutivos que le ocultaban las cosas, lo manipulaban y hacían lo que querían. Se venía por esa época la junta para escoger nuevo presidente de Caracol Radio, y ya estaba todo montado en contra de las indicaciones del propio Julio Mario, que no sabía muy bien que hacer porque además ahí ya empezaba el lío con los del Grupo Prisa y la cosa estaba empezando a enredarse y había mucha gente metida. Él decidió entonces hacer algo inesperado: les desbarato todos los planes que ya habían hecho, y se sacó de la manga un presidente de Caracol impuesto por él. Alguien que fuera un verdadero baldado de agua fría. Y así fue como me pidió un nombre, y yo le recomendé a un tipo excelente que había dirigido Caracol Radio en Medellín, José Manuel Restrepo. Julio Mario lo impuso sin decirle a nadie, en una junta que ya estaba toda arreglada y en la que todos los miembros abrían los ojos aterrados sin entender que era lo que estaba pasando. Otra vez nos ofreció, casi gratis, El Espectador. O mejor dicho: nos dijo que nos daba a los socios de Cambio un paquete accionario muy importante del periódico, con la condición de que nos encargáramos nosotros de hacerlo y de escribirlo. Fuimos y le contamos a Gabo, y él nos respondió de tajo, además casi con las mismas palabras que había dicho Hernando Santos y a propósito de lo mismo: “Yo quiero mucho a Julio Mario, pero no podría ser socio de él jamás. Ese gusto no se lo doy. Además porque si hacemos eso, yo acabo de empleado suyo...”.

Y cuándo se vuelve usted tan cercano a García Márquez...
Pues ahí en Cambio, obviamente. Ahí ya empezamos a compartir mucho más y a vernos y a trabajar juntos, porque Gabo quería meterse de lleno en la revista y eso era por supuesto un lujo para todos: para los lectores, sin duda, que se beneficiaban de esa sombra tutelar y se beneficiaban de sus textos, que eran una verdadera joya; y para nosotros, los que trabajábamos allí, que teníamos el privilegio, nada menos y nada más, de hacer una revista con Gabriel García Márquez, que más le puede pedir uno a la vida. Gabo decidió escribir dos tipos de cosas: unos artículos de fondo cada cierto tiempo que por supuesto iban en la portada, como ese magnífico y revelador texto suyo sobre Chávez del que ya hablamos, y otros maravillosos sobre Shakira, sobre Javier Solana, sobre Bill Clinton magistral, sobre Elián González, el balserito cubano, sobre el cardenal Darío Castrillón, de quien se decía en Bogotá, dónde más, que iba a ser papa. Esas eran piezas de largo aliento, digamos, para las que é1 se tomaba su tiempo y que cuando salían significaban, claro, un incremento descomunal en la circulación y en las ventas de la revista. Es que Gabo es Gabo y lo que la gente quería leer de la nueva Cambio era eso: las apariciones providenciales de su nuevo dueño. Pero además creamos una sección que era una verdadera delicia y que se llamaba “Gabo contesta”: unas cartas que él les respondía a los lectores que cada semana le escribían para preguntarle de todo, desde cómo había escrito Crónica de una muerte anunciada, por ejemplo, hasta cuál era la música que oía para inspirarse y cuáles eran los personajes de sus novelas que más le gustaban o no. Esos textos, más breves que los perfiles largos, son un tesoro también, y en muchos casos me tocaba a mi inventarme las preguntas y un nombre para hacerlas, y entonces salía Gabo y me contestaba como si yo fuera una señora en Magangué preguntándole por El Conde de Montecristo, del que Gabo dijo, allí precisamente, en esa sección, que era la mejor novela que había leído en su vida, o más bien la que él creía que era la mejor escrita en Occidente y la que tenía la estructura más depurada y perfecta.

Lo que pasa es que habíamos empezado lo de Cambio muy bien, con mucho entusiasmo y con mucha energía, y entonces le descubrieron el cáncer a Gabo y eso por supuesto lo alejó de todo, le cambió sus prioridades, y sin embargo, aun enfermo, seguía muy pendiente de lo que íbamos haciendo. Me acuerdo de que la primera parte del tratamiento se la hicieron en Colombia, un médico de la Santa Fe que le metió de entrada, para frenarle la cosa, unas dosis feroces de quimioterapia, y eso lo dejó tan mal que se encerró en su casa porque de verdad estaba vuelto nada: flaquísimo, con la voz en ruinas, casi sin pelo. Así lo vi yo una tarde que me hizo ir hasta su apartamento para que habláramos de alguna cosa de la revista, y me lo encontré sentado en una silla, como un pajarito, con una manta en las piernas y todo como en la penumbra. Ese día pensé para mí que esa imagen era muy parecida a la del Bolívar que había descrito el mismo en El general en su laberinto. Después Gabo se fue para Los Ángeles y se puso en manos de ese medico judío que era una eminencia y que estaba loco, y del que Gabo tenía unos cuentos maravillosos. Allá empezó a salir del cáncer y eso yo creo que lo lanzó de lleno a acelerar el tema de sus memorias, que era un libro que llevaba años escribiendo y al que se le dedicó día y noche para que saliera lo más pronto posible: por lo menos antes de que pasara algo, si es que iba a pasar, aunque al final no pasó nada y esas memorias, que se publicaron a finales del 2002, fueron también la bandera de un superviviente. Vivir para contarla, como dice el título: una vida de prodigio en la que su propio protagonista, Gabo, estaba convencido de que todo lo que le había pasado en ella, su destino, había sido por cuenta de la alineación de las estrellas, de la magia.

 ¿Ah sí?
Claro: lo de la superstición de Gabo no era cuento, al revés. Y eso es obvio: un tipo que escribe así, con esa poesía, tiene que estar guiado en todo por sus intuiciones, por la intuición. Me lo dijo una vez, cuando yo ya vivía en México: “¿Tú crees que un tipo de Aracataca como yo iba a llegar adonde llegue solo escribiendo bien?”. Entonces le dije, por dármelas de inteligente, que Aracataca era Macondo, que ahí estaban el realismo mágico y el secreto. Fue cuando me respondió: “Creo que tú tienes una visión muy literaria de Aracataca”. .. ¡Él diciéndome eso a mí, García Márquez diciéndome que yo tenía una ‘visión muy literaria’ de Aracataca!

Y usted por qué fue a dar a México.
Pues porque Gabo me llevó, me hizo ir. Mejor dicho: como a mediados del 2000, cuando él ya estaba empezando a salir de lo del cáncer, llegó a Colombia Ramón Alberto Garza, que era el presidente de la editorial de Televisa. Y entonces nos propuso que hiciéramos Cambio en México, con un argumento que era muy válido y muy bueno, y es que allá solo había una revista política de verdad, Proceso. Digamos que una revista grande, de circulación nacional, con análisis y con peso. A él le parecía que con la espalda y el nombre de Gabo y montando un muy buen equipo de trabajo más el sistema de distribución de los canales y los medios de Televisa, podíamos hacer perfectamente una revista que se posicionara muy bien en el mercado mexicano y que se volviera un referente y una alternativa. El negocio era que ellos, los de Televisa, ponían la plata, y nosotros, los colombianos, poníamos a Gabo y a alguien para que estuviera al frente del proyecto, mientras lo íbamos nutriendo también con las ideas y con el espíritu de lo que nosotros ya habíamos logrado acá en Colombia. A Gabo y a Mercedes la cosa les pareció muy bien y entonces hicimos el trato con Emilio Azcárraga Jean: 50% de propiedad para los mexicanos, y 50% de propiedad para nosotros. Pero Gabo puso una condición, y es que yo me tenía que ir a México a dirigir con él la revista. En realidad la iba a dirigir Ramón Alberto, porque los mexicanos tienen alguna restricción que impide que un extranjero dirija un medio allá, pero yo me iba entonces como director adjunto, a trabajar con Gabo y a montarlo todo, el equipo, la gente con la que íbamos a armar la cosa. Así que acepte encantado, por supuesto, y me fui.

Al principio estuve viviendo solo, durante unos meses, en un hotel en la Colonia Roma, el Hotel La Casona, y luego ya llegaron Juanita y los niños y nos instalamos bien. Me acuerdo mucho de que Álvaro Mutis me preguntó un día, por esa época, yo recién llegado: “Dime una cosa: ¿estás pensando en quedarte aquí en México por mucho tiempo, quieres instalarle aquí...?”. Yo le respondí que sí: que mi idea era quedarme todo lo que pudiera y que el proyecto de Cambio saliera bien. Entonces me dijo: “Bueno, pues te voy a dar un Consejo para que empieces a entender este país que es muy difícil y si uno no descifra y respeta sus códigos está perdido. Porque aquí todo el mundo parece muy dócil, muy tranquilo, y resulta que nadie lo es en absoluto. Tú crees que los mexicanos son latinoamericanos porque hablan como latinoamericanos y caminan como latinoamericanos y parecen latinoamericanos, pero no lo son: los mexicanos son asiáticos, como si esto fuera de verdad Indonesia. Y nunca se te ocurra, jamás, gritarle a un mexicano, ni siquiera cuando tengas la razón en hacerlo. Porque no te van a decir nada, ni te van a insultar; al revés, van a sonreírte más y van a ser todavía más obsecuentes y zalameros contigo, pero no te van a dejar vivir en paz y te lo van a joder todo y te jodes, y todo se te jode…”. Eso me dijo Mutis y me sirvió muchísimo, porque de verdad México es un país indescifrable. Maravilloso, encantador, sí, pero con unas estructuras de poder y con unos códigos y unos rituales, quizás heredados de su pasado azteca tan fuerte y tan imponente, que lo hacen también impenetrable. Incluso para extranjeros que allá ya eran dioses y mexicanos por adopción como el propio Mutis o como Gabo, pero ellos habían logrado ser eso justamente porque le tenían un gran respeto a la vida mexicana, y se cuidaban mucho de no excederse, de no abusar de su fortuna allí, de no sobreactuarse ni sobrepasarse porque ambos sabían que romper esas reglas era la muerte. Incluso en su caso.

Ahora: yo llegue a México de la mejor forma posible, que era de la mano de Gabo. “Del Gabo”, como le dicen allá. Porque es que de verdad él era un dios en ese país. Me acuerdo de una vez, algún tiempo después cuando yo ya estaba instalado, que fuimos a un restaurante en el D.F. y salimos de allí y como siempre todo el mundo aplaudía a Gabo y le pedía autógrafos, que además el los firmaba feliz si se cumplía una condición sagrada que se había impuesto a sí mismo hacía años, y es que el autógrafo fuera sobre un libro y no sobre un papel cualquiera. El libro que fuera y de quien fuera, escrito por no importa que autor, pero libro y no servilleta ni recibo ni hoja suelta. De esa costumbre hay un cuento buenísimo, y es que una vez estaba Gabo en una bomba de gasolina y un tipo lo reconoció y le dijo: “Ay, maestro: mi novia lo adora, deme por favor un autógrafo, se lo suplico...”. Y entonces Gabo le dijo que sí pero que el solo firmaba libros. El pobre tipo se fue sin saber qué hacer, imagínese uno en una bomba de gasolina que libro va a conseguir, y al minuto volvió con el manual mecánico del Renault 4, que era su carro; lo había sacado de la guantera y le dijo a Gabo: “Maestro: libro es libro...”. Y Gabo, claro, se lo firmó encantado. Lo cierto, volviendo a mi cuento del D.F., es que esa vez salíamos de ese restaurante y fuimos a coger un taxi y se nos acerca corriendo un lotero típicamente mexicano y le dice a Gabo, con su acento todo marcado: “Cómpreme una lotería, señor, cómpremela. Mire, señor, cómpremela usted que es tan famoso...”. Entonces le dice Gabo todo prosopopéyico, como era él: “A ver, si yo soy tan famoso dime quién soy...”, y el tipo empieza a chasquear los dedos y se va detrás de nosotros, que íbamos camino al taxi. Y chasqueaba y chasqueaba los dedos y decía: “Usted es, usted es, usted es...”. Hasta que nos dice, cuando ya nos estábamos subiendo al carro: “Usted es ese que es como Octavio Paz, pero mejor”. Ésa es una definición perfecta de lo que era Gabo para los mexicanos: una figura de su cultura popular casi tanto como en Colombia y a veces hasta más, y eso que allá esa cultura es tan potente y tan orgullosa de sí misma; era un ídolo, un personaje venerado. Y venerado además por todos: por los ricos, por los políticos, por los actores, por los demás escritores...

Menos por Octavio Paz, claro…
 Jajaja, no, claro que no. Y en cambio Gabo si lo admiraba y lo respetaba mucho, pero siempre decía que Octavio Paz lo veía y lo despreciaba como a un campesino con buen oído que escribía canciones muy fáciles y con gracia, como un río que suena y suena y suena y suena muy bien, pero que no dice nada profundo. Pura música, nada de pensamiento. Bueno: y también es que ambos pertenecían a grupos intelectuales distintos, digámoslo así. Ahí debía de haber también una confrontación ideológica indudable. Gabo era íntimo, en cambio, de Carlos Fuentes, con quien se había conocido no más llegar a México y se hicieron amigos del alma desde el día mismo en que los presentó Mutis. Era una dicha verlos juntos por todo el pasado que compartían y que llevaban a cuestas, todas las anécdotas, las historias, los cuentos, los recuerdos y los proyectos que los unían, porque además Fuentes era un tipo encantador: un tipo cultísimo y guapísimo que hablaba de todo, de libros, de música, de cocina, de política, de lo que uno le dijera, y en todo era un experto o siempre decía algo interesante o algo brillante. Un poco como Mutis, con la diferencia de que Mutis sí era un excéntrico total y un pesimista que vivía pensando en Bizancio o en Napoleón o en unos autores franceses que solo había leído él y nadie más. Un pesimista maravilloso y festivo, eso sí, que era el hermano que Gabo tenía allá en México, su mejor amigo y además su gran vínculo, cotidiano, con Colombia y con el pasado, con su propio pasado.

No en vano Fue Mutis quien hizo que García Márquez se fuera a México, y allá se quedó y allá vivieron ambos yo creo que por una razón fundamental, y es que en la cultura mexicana hay un respeto reverencial por los creadores, por los artistas. Así que en México se podía vivir del arte sin morir en el intento. Mutis estaba casado con una mujer maravillosa, Carmen: una catalana bellísima y muy culta a la que los hijos de Gabo y el propio Gabo le decían “la maestra Mutis”, porque de verdad es una sabia. Y esa era como la gran familia de todos ellos allá: unos colombianos que se habían quedado y que se habían incorporado hasta lo más profundo en la vida mexicana, llenos de historias maravillosas que les habían pasado y que al final constituían, esas historias, un destino feliz y prodigioso, una fortuna. Bueno: es que Gabo escribió Cien años de soledad en México, allá le llegaron la gloria y la fama, que no es poca cosa Y en realidad uno podría relatar cómo se escribió esa novela única, con una especie de memoria colectiva, de épica, de todos los amigos de Gabo que lo vieron meterse durante un año en un cuarto lleno de humo de cigarrillo, y salir al final con esa obra maestra en las manos. Como si fuera un mago, porque eso era. Por eso él tampoco quiso volver nunca más a Buenos Aires: porque allá se había cumplido todo, allá se había consumado lo que había salido de México y allá estalló como un volcán. Él le atribuía eso a las estrellas, y decía que prefería no ir a Buenos Aires para no irse a tirar ese conjuro que le había salvado la vida. Aunque mejor fue la frase de Mercedes en la ficina de correos del D.F. Cuando mandaron el manuscrito de Cien años a la editorial Sudamericana, en Argentina, y que no les había alcanzado la plata para mandarlo completo porque camino al sitio se les cayó y se les mojo y entonces tuvieron que mandarlo en dos mitades, y creo que además mandaron primero, sin darse cuenta, la segunda parte y no la que era. Pero le dijo Mercedes a Gabo: “Solo falta que la novela sea mala”.

Mercedes, que es una mujer de una sabiduría implacable, totalmente guajira. O más bien guajira y catalana, de “Maganguét”. Una persona con una intuición muy profunda, que descifra a la gente en un segundo, le basta verla una vez. Porque además ella fue siempre la custodia de Gabo: quien lo acompañó antes de la fama, en los tiempos de pobreza y de dificultades, y luego fue quien le administró su gloria, pero lo hizo porque supo entenderla. Es más: quizás el gran mérito de Mercedes sea ese: que ella entendió que lo de Gabo era la gloria, nada más. No la plata, ni la fama, ni la celebridad, no. Porque todo eso les llegó a manos llenas después de Cien años de soledad, pero lo que importaba de verdad allí era la gloria, que es lo más parecido a la inmortalidad. Que es la inmortalidad. Y por eso Mercedes fue siempre tan dominante: como una matrona que sabía que su destino era ese, que para eso la había escogido Gabo. Y yo creo que eran buenas personas (bueno: lo son porque Mercedes aún vive y vive muy bien, con mucha energía y mucha lucidez; con sus hijos y sus nietos y sus amigos que la adoran, la adoramos), muy buenas personas a las que por eso las traiciones les dolían tanto. Y por eso también, después de un momento de su vida en que todo les empezó a llegar en torrente, las ventas multimillonarias de los libros, los premios, el Nobel, el poder, la fama, todo, por eso también se volvieron cada vez más cuidadosos con la gente, más celosos de su intimidad. Y con toda la razón. Pero cuando abrían su casa y su corazón era de verdad, y conmigo, con nosotros, fueron de una generosidad infinita, tanto que ellos se volvieron para nosotros nuestra familia en México, y a esa casa llegábamos como si fuera la nuestra. Como unos hijos, porque así nos lo hicieron sentir. Me acuerdo de una vez que mi hijo Lucas, que estaba chiquito, le dijo todo desabrochado a Gabo: “Bueno, Gabo: dime que es el Nobel...”. Y entonces Gabo le contestó: “Ya te lo muestro”, e hizo sacar la medalla que le había dado la Academia Sueca y que la tenían por allá guardada en algún armario. Gabo le decía a Mercedes que dónde estaba la medalla, y Mercedes les decía a las muchachas que la buscaran y era un revuelo entre costeño y mexicano de todos allí buscando el Nobel como quien busca una aguja en un pajar.

Esa era mi vida en México: trabajando en Cambio donde veía mucho a Gabo y era un placer cuando él llegaba a la redacción y todo lo que decía era una clase magistral de periodismo y de literatura. Hablaba con todos los periodistas, que eran todos de primer nivel y que habían llegado a trabajar allí solo para tener ese privilegio de encontrarse en el ascensor o en los pasillos con Gabriel García Márquez, que llegaba a las reuniones y se quedaba callado oyendo a los demás, y luego intervenía y era impresionante porque sus ideas siempre eran originales y agudas; porque él tenía el lente en otro lado, el contraplano de la vida Una vez, en los tiempos en que en México se estaba discutiendo el tema del TLC con los Estados Unidos, decidimos que en Cambio, por supuesto, íbamos a hacer algo. Y todos dimos ideas, cada quien convencido de que todas eran buenísimas. Hasta que habló Gabo y dijo: “Por qué no hacemos un artículo de portada que se llame ‘México en un taco’. Con eso explicamos el TLC...”. Todos nos quedamos medio sorprendidos, como sin entender muy bien la cosa. Y él dijo: “Es que nada hay más mexicano que un taco, entonces hagamos un artículo sobre todo lo que se necesita para producir uno; para saber de dónde viene todo lo que usamos para preparar un taco...”, Y como siempre, tenía toda la razón, era impresionante. En ese artículo salió todo lo que se les ponía a los tacos y que México importaba, y esa fue la mejor explicación del TLC que pudiera hacer nadie.

Lo otro que nos tocó juntos allá fue la famosa marcha del Ejército Zapatista que se tomó el D.F. hasta llenar el Zócalo, conducida por el Subcomandante Marcos en un despliegue multitudinario de poder y de carisma. Tanto, que mucha gente pensó que el gobierno, el gobierno de Vicente Fox, se iba a caer, Y Gabo decía que era increíble que nadie hubiera entrevistado todavía a Marcos, parte de cuyo gran éxito se debía a que vivía con la cara cubierta por un pasamontañas y nadie lo había visto nunca. “Que no lo veamos no es grave –me dijo Gabo–, pero que no lo escuchemos sí. A que tú no eres capaz de hacerle una entrevista a Marcos”. Yo le respondí que sí, pero solo si la hacíamos juntos. Entonces le mandamos el mensaje al tipo con Carlos Monsiváis, que era su amigo, un gran escritor, y a vuelta de correo nos respondió que nos recibía encantado, y allá a su campamento fuimos a hacerle una entrevista memorable en la que Marcos habló por primera vez de sus orígenes como hijo de una maestra de escuela, y eso dio pie para que Gabo, siempre escudriñando en lo que nadie más veía, siempre teniéndose en la piel del otro, eso dio pie para que Gabo se fuera por ahí y le preguntara no tanto por sus ideas políticas y por el zapatismo sino por su condición de lector, pues se veía que lo era y muy en serio.

Eso rompió el hielo y la entrevista fue un éxito. Como le digo, la capacidad de Gabo para adueñarse muy rápido del alma de su interlocutor y para descifrarla de un solo golpe era asombrosa. Incluso cuando ni siquiera hablaba con la persona. Una vez, estábamos los dos en un bar y Gabo estremecido me cogió y me dijo: “Mírala...,”. Yo no entendía de qué me hablaba, “mírala a quién”, le pregunte. Me volvió a decir: Mírala, qué sufrimiento, pobrecita...”. Y era una señora que estaba en otra mesa, quizás esperando a alguien. No teníamos ni idea de quién era, pero fue como si Gabo hubiera compuesto una novela allí en el acto con solo verle la cara, convencido de que esa cara arrastraba consigo un sufrimiento tan profundo que lo conmovió de verdad. Yo creo que así era como él se asomaba siempre a la realidad. Otra vez íbamos a Los Pinos, la casa de los presidentes de México, y al entrar nos anunciamos y dijimos que venía Gabriel García Márquez. “Quién es el señor García Márquez”, nos preguntó un guardia. Yo le respondí: “Yo”, y Gabo me dijo ahí mismo, riéndose: “No te excedas”.

Eso era entonces lo que yo hacía en México: trabajar con Gabo en Cambio, y luego lo veía todo el tiempo en su casa, con su círculo de amigos: con Fuentes, con Mutis, con Monsiváis. Con Ángeles Mastretta y su esposo, Héctor Aguilar Camín, con los hermanos Pérez Gay. .. Una gente muy importante de la vida mexicana, cuando no eran celebridades internacionales para las que era casi un ritual, si pasaban por el D.F., ir a la casa de “Los Gabos”, como les dicen allá, a rendir honores. Eso desde Marlon Brando y Coetzee hasta Salma Hayek, que se moría por Gabo.

Pero el siempre con un pie en Colombia…
Ah, eso sí. Por eso a mí me enfurece tanto que digan que Gabo era un mal colombiano, o que se había ido y que nunca hizo nada por el país. Primero, hizo algo por Colombia que no ha hecho ningún otro colombiano, al menos en esas dimensiones: dejo una obra literaria universal –nada menos– que estará asociada para siempre con nuestro país, con lo que somos. Qué más que eso. Pero además Gabo estaba siempre enterado de todo lo que pasaba en Colombia, como un personaje fundamental de la vida nacional. Casi como un factor de poder, diría yo. Y no porque él se fascinara con el poder, como se dice siempre, y mucho de cierto hay en eso, sino porque el poder, sobre todo, se fascinaba con él y lo buscaba y Gabo era en sí mismo una especie de red de conexiones a unos niveles muy profundos que nadie más podía darse el lujo de tener en ninguna parte. A García Márquez le pasaba todo el mundo al teléfono, en todo el mundo –se dice muy fácil, pero no hay diez personas de las que uno pueda decir lo mismo–, desde Woody Allen hasta Bill Clinton, desde el rey Juan Carlos hasta Fidel Castro. Por eso una gestión suya podía significar un cambio sustancial en el resultado de cualquier empresa política o diplomática a unos niveles impensables para uno. Eso pasó, por ejemplo, cuando se conoció con Clinton, y ahí mismo empezó a planear el camino para que se restablecieran las relaciones entre Estados Unidos y Cuba. Algo que sin duda iba a darse porque además Clinton veneraba a García Márquez y era muy sensible a todo lo que el decía y pensaba. Lo que pasa es que después vino un Congreso gringo muy republicano, y el plan se frustró. Pero en el fondo ese plan era el mismo, fíjese usted cómo son las cosas, que hace poco logró sacar el presidente Obama con Raúl Castro: un logro histórico que yo creo que lleva, de alguna manera, el sello de todo lo que hizo Gabo para que eso pasara algún día, y pasó.

Pero la gran obsesión y el gran amor de Gabo era Colombia, de eso no me cabe la menor duda. Vivía informado sobre el país muchísimo más, incluso, que mucha de la gente más informada que había entonces acá. Porque Gabo era un referente y un factor de poder, y por el pasaban una cantidad de cosas de todo tipo: cosas políticas, diplomáticas, periodísticas, culturales. Además que venía mucho también, ya fuera a su apartamento en Bogotá o a su casa en Cartagena, donde él era, por supuesto, el gran personaje y salía a la calle y todo el mundo le gritaba “¡Premio, premio...!”. Una vez nos montamos a un taxi en Cartagena y Gabo, que de verdad tenía delirio de chofer, le dijo al taxista: “Yo toda la vida quise ser taxista”. Y el tipo se voltea y le responde, en el acto: “Y yo escritor...”. Pero más allá de la anécdota, quien diga que García Márquez le había dado la espalda al país es porque no sabe ni entiende nada, eso es falso. Porque además habría podido darse el lujo de hacerlo, y nunca lo hizo y con su sola obra, como ya dije, hizo más por Colombia que mucha de la gente que lo criticaba con ese falso patrioterismo, como si la función de un genio de la literatura, como él, fuera darles acueducto a los pueblos sin agua.

Yo recuerdo incluso que a principios del 2002, para mostrarle que tan metido estaba García Márquez en los asuntos de Colombia, siempre, llegó a México el presidente Uribe, que entonces era candidato, para reunirse allá con Fox. Y quien gestionó todo eso fue Gabo y lo puedo decir porque yo estaba allí y le ayude y vi todo. Eso lo cuadró Gabo con Rodolfo Elizondo, que era muy amigo de él y que era el vocero del gobierno mexicano. La cosa es que Bush hijo, como presidente de los Estados Unidos, había decidido “centralizar”, por decirlo de alguna manera, todas las relaciones con América Latina por la vía de México y de Fox. Ese fue un plan muy ambicioso en el que Bush le había dicho a Fox más o menos: “Usted va a ser conmigo el gran vocero de todo lo que tenga que ver con América Latina...”. Entonces Fox hizo una serie de viajes –eso fue en el 2001–, y cuando estuvo en Colombia se reunió con todos los candidato presidenciales, entre ellos Uribe, pero esa reunión salió fatal aunque en ese momento Uribe no marcaba casi nada en las encuestas. Pero luego, cuando Uribe empezó a subir y a subir y estaba ya muy claro que iba a ganar, fue a México y le pidió a Gabo que le organizara una nueva reunión con Fox, y ahí sí fue todo muy distinto. Pero eso habría sido imposible sin la intervención de Gabo. Es que me acuerdo incluso de que yo le ayude a redactar a Elizondo el comunicado que dio Fox después de ese encuentro. Aunque luego ese proyecto de Bush de fortalecer sus relaciones con América Latina y usar a México como su gran intermediario también se frustro, porque vino el ataque de las Torres Gemelas y hubo un cambio de fondo en las prioridades internacionales de los gringos y ahí empezó la guerra contra el terrorismo y todo lo demás se fue al último renglón de la agenda. En ese momento, cuando pasó el 11 de septiembre, Gabo me dijo que lo único que le daba tristeza de estar viejo era que se iba a morir viviendo en un mundo al que ya no iba a poder entender. Ante eso que estaba pasando le parecía que era la primera vez, en su vida que no podía entender absolutamente nada, que no estaba pudiendo entender nada, y eso lo tenía mal. También me dijo que Uribe le parecía un berraco, un trabajador y un tipo inteligentísimo, pero que tenía puro tono de predicador convencido de que su misión era una misión divina, como un místico. Lo de siempre: de un golpe, Gabo decifraba el alma de la gente antes que todo el mundo.

Y usted porque se fue de México si estaba tan contento…
Sí: yo estaba feliz. Imagínese si no: con Gabo, con Mutis, con una revista que además se había vuelto un éxito enorme Yo me habría quedado a vivir dichoso en México. Sin embargo comenzaron a surgir muchos problemas con la gente de Televisa, porque Ramón Alberto Garza, que era quien nos había ido a buscar a nosotros en Colombia, quien era nuestro interlocutor allí, digamos, empezó a sentirse muy poderoso en el círculo íntimo de Emilio Azcárraga, y resulta que como todo lo mexicano, esa es una estructura impenetrable y llena de sutilezas y de trampas. Ahí le aparecieron una cantidad de enemigos y se armó una guerra a muerte entre él y otros de los miembros de esa cofradía, que además eran capaces de hacer lo que al final hicieron: con tal de hundirlo, se podían llevar por delante sin ningún problema a la revista, con todo y Gabo. Además porque Cambio dependía en todo y para todo de ese sistema de distribución y de publicidad de las revistas de Televisa, y caer en desgracia allí era peor que la quiebra. Cómo sería de grave la cosa, que cuando yo empecé a intuir que había problemas y que eran de esa magnitud me fui a hablar con Carlos Salinas de Gortari, que siempre fue muy cercano a la gente de Televisa, y le pregunté que si él creía que Gabo estaba corriendo algún peligro, que si él creía que esa gente, los enemigos de Ramón Alberto, podían meterse con Gabo y hacerle algún daño, porque al fin y al cabo para mí lo importante, quizás lo único que de verdad me importaba, era proteger a Gabo en esas circunstancias. Salinas me contesto sin embagues que si: que en esa pelea no iban a respetar a nadie, y que mejor sacara a Gabo de allí de inmediato, porque eso podía acabar muy mal. Fue cuando decidimos salirnos nosotros y el proyecto de Cambio en México, que tenía todo para ser un éxito absoluto, fracaso así, de forma tan lánguida y tan triste. Porque además no teníamos nada que hacer ni cómo arreglar las cosas; ya dije que en México a los extranjeros nos tratan muy bien pero nadie se puede meter en los asuntos internos del país, porque entonces le aplican a uno lo que se llama “el 33”: el artículo 33 de la Constitución mexicana, que dice justamente eso: que bienvenidos los extranjeros, pero que si se meten se van.

Fue ahí, en e1 2003, cuando me llamaron Enrique Santos y Rafael, que ya eran los directores de El Tiempo, a ofrecerme ser el editor general del periódico. Y como yo ya no tenía nada más que hacer en México, les dije que si y me devolví. En realidad fue Luis Fernando Santos que fue hasta allá a decirme que porque no le aceptaba ser el editor del periódico, que él ya había hablado con Enrique y con Rafael, que eran los directores, y que ellos estaban de acuerdo. Entonces le dije que si, y me vine.

¿Y qué le dijo García Márquez?
Mc dijo que me quedara y que él me pagaba un sueldo por quedarme. Es que la verdad nos habíamos hecho muy amigos y se nos ocurrían proyectos nuevos a cada rato, y yo me sentí, gracias a la generosidad de Mercedes y de Gabo, un hijo de esa casa. Así que para mí era muy triste irme de México y dejar ese privilegio de hablar por las tardes con él en su estudio. Oírlo hablar con Mutis de cuando viajaron en un BMW por toda Europa, Gabo porque su sueño en la vida era ese, ser chófer de BMW, y Mutis porque tenía que ir a escupir en la tumba del papa que había matado a los cátaros. Dejar eso me parecía de verdad lo más triste de la vida. .. Pero yo tenía que trabajar, y en México se había acabado todo para mí.

Y el tema de la memoria, ¿ahí estaba él, García Márquez, empezando a tener problemas para recordar las cosas…?
Si, un poco. Es que claro: eso fue muy lento y progresivo, y durante muchos años el tema de la memoria de Gabo, su problema para recordar, fue algo casi imperceptible, porque además él, que al principio era perfectamente consciente de lo que le estaba pasando, encontró muchas maneras de camuflar en la conversación el hecho de que quizás tuviera una laguna o no supiera muy bien de qué estaba hablando ni con quién estaba hablando. Incluso muchos lagartos que en su vida lo habían visto salían felices cuando lo conocían, porque él los trataba como gente a la que conociera de años y les hacía preguntas muy convencionales, “¿cómo está tu familia?”, para no revelar que no tenía la menor idea de con quién estaba. Y como era un tipo tan recursivo, ahí tenía un asidero para agarrarse y que no se le notara, sino hasta muy avanzada la enfermedad, su olvido. Incluso cuando ya no se acordaba de nada tenía unos destellos que hacen que uno pueda decir que él perdió la memoria pero no la maestría del lenguaje, no la poesía. Como cuando me dijo, muchos años después de lo de México, en una celebración en la que estábamos y él ya estaba mal, me dijo eso que yo ya conté aquí: “Yo sé que a ti te quiero pero no sé por qué te quiero”. Eso es de una poesía bellísima, como del Siglo de Oro. Porque además el conservaba también la música, los versos, y ya cuando se le había olvidado todo podía declamar poemas y sobre todo cantar boleros y vallenatos, y la música lo devolvía a sus recuerdos de una manera muy profunda. Quizás no de una manera consciente, pero sí muy profunda; y así es la poesía. Pero cuando yo me fui de México él todavía estaba bien, muy lúcido. Hay quienes dicen que el tratamiento contra el cáncer pudo haber tenido algo que ver con su pérdida de la memoria, y no en vano el salió de la enfermedad a publicar Vivir para contarla, aunque solo quiso sacar el primer tomo de un plan muy ambicioso que era de tres. La primera parte –qué es la que existe–, que es toda su infancia y el Grupo de Barranquilla y lo de Bogotá y El Espectador hasta el viaje a Europa, a mediados de los cincuenta. Luego venía otra parte que él no quiso publicar, otra parte con lo que seguía cronológicamente, yo creo que hasta el Nobel, pasando por Cien años de soledad y El otoño del patriarca. Incluso yo alcancé a leer algunos fragmentos de esa segunda parte inédita: un capítulo magistral, me acuerdo muy bien, sobre la muerte de Feliza Bursztyn. Pero Gabo le tenía mucha pereza a seguir publicando sus memorias; después de Vivir para contarla sentía que ya no tenía nada más que contar, que eso que él había dicho allí ya era todo lo importante. Y además estaba Gerald Martin, su biógrafo inglés, del que decía que estaba escribiendo su biografía tan en tiempo real que se iba a morir primero que él. El tercer tomo de las memorias, también inédito, iba a ser como una serie de retratos de personajes que él había conocido, presidentes y escritores y celebridades así. Aunque también a eso le tenía mucha jartera; tanta, que yo le dije un día que no se sintiera obligado a publicar nada, que con Vivir para contarla ya podía darse por bien servido.

Quizás por eso, por perfeccionismo, tampoco publicó esa novela que ahora tanto se menciona, En agosto nos vemos, y de la que nosotros sacamos un anticipo en Cambio Colombia. Yo alcance a leer de ese libro una versión terminada que él estaba corrigiendo, pero con grandes padecimientos porque se le habían enredado los diferentes borradores que tenía en el computador; ese fue un momento en el que sentí su angustia por que algo le estaba pasando con la memoria, con el hecho de no poder recordar. Quizás por eso, por preciosismo o ya por agotamiento, por haberlo dicho todo y de una manera más bella que nadie, no publicó nunca ese libro, y en cambio sí sacó Memoria de mis putas tristes, que es un intento fallido de recrear La casa de las bellas dormidas, de Kawabata, que era uno de sus libros preferidos y del que una vez, en una conversación que tuvieron y que grabaron, le dijo a Akira Kurosawa, el director de cine al que el admiraba muchísimo, que lo que él quería hacer era una traducción libre, una versión suya de ese libro. Una versión que habría podido escribir antes, quizás, en la plenitud de sus facultades y no cuando sacó Memoria de mis putas tristes, que es un libro con algunos destellos magistrales propios del Gabo de siempre pero que también es el libro de un hombre viejo que se está quedando sin memoria. Y hay otro libro que yo le sugerí que escribiera y no lo hizo por honestidad intelectual, el del secuestro en Cali y posterior asesinato de los diputados de la asamblea del Valle del Cauca. Cuando eso pasó yo le dije: “Ése es un tema perfecto para ti, nadie lo va a escribir y a descubrir mejor que tú... Si quieres yo te hago la reportaría, y tú le metes lo tuyo: la profundidad, la maestría...”. Él me dijo entonces que no, justamente por eso: porque se iba a sentir haciéndoles trampa a los lectores si ya no podía tener el dominio absoluto de su texto. Si él no podía investigar la realidad como el gran reportero que era, no tenía sentido escribir ningún libro, por bueno que saliera.

Cuando estábamos en México hubo otro episodio que fue muy revelador de su angustia con el tema de la memoria y el olvido, porque además en su familia había una tradición muy larga de gente a la que con la edad se le empezaba a olvidar todo. Mientras yo viví en México él estaba bien, pero una vez fuimos a la Librería Gandhi, que era una librería grandísima del D.F. a la que íbamos los sábados a ver qué novedades habían salido y que cosa interesante podíamos leer, y además a él le encantaba ir porque siempre se hacía una fila de gente con sus novelas para que él las firmara y les dibujara sus flores, sus piropos y sus dedicatorias, que eran todas tan buenas como las novelas mismas. Entonces estuvimos allí todo el día, y luego nos fuimos a comer, estuvimos en su casa hasta bien tarde, y luego nos despedimos Juanita y yo y nos fuimos para nuestro apartamento en Polanco. Como a las 3 de la mañana me llama Gabo desesperado a decirme que se le había perdido la tarjeta de crédito, que si yo no me la había llevado por error. Claro: compramos unos libros en Gandhi y él pagó (como siempre; decía “los pobres no pagan”, e invitaba) y a la madrugada estaba como loco por no encontrar la tarjeta de crédito. Yo le dije que no la tenía, pero también le dije que ese no era ningún problema: que cuando nos despertáramos más tarde poníamos el denuncio, y que eso no iba a pasar nada, que no se preocupara. “Tú no entiendes –me dijo–, ese no es el problema. La tarjeta no me importa. El problema es que si yo no me acuerdo de dónde la dejé, estoy jodido y se me acaba la vida porque yo vivo de tener memoria...”. Algún tiempo después estábamos en una comida y Gabo me dijo que se sentía mal porque la gente estaba empezando a decir que él se estaba quedando sin memoria, que se le olvidaban las cosas. “¿Será que es así?”, me preguntó angustiado. Yo le di una respuesta que quizás cuando la oyó ya se le había olvidado incluso por que carajos yo estaba hablando de eso. Le dije que él se podía olvidar de todo en la vida, porque era uno de los pocos seres en la historia de la humanidad de los que la gente se iba a acordar para siempre.

Yo creo que ese de la librería fue uno de los primeros momentos en que Gabo empezó a ser consciente de lo que le estaba pasando, y seguramente ahí si se angustió mucho. Pero ese fue un proceso largo y lento y luego inevitable, aunque quizás esa sea también la única manera en que alguien inmortal, como él, se puede morir: con la peste del olvido que asoló a Macondo, muriéndose un jueves Santo como Úrsula lguarán. Eso me lo recordó Mercedes hace poco. Con los pájaros estrellándose contra la ventana de su casa el día de su muerte, como me lo contó ella también, que es una escena que está no solo en Cien años cuando se muere Úrsula sino también en Un día después del sábado, tal vez su mejor cuento.

Aunque de pronto es que yo tengo, como decía Gabo, una visión demasiado literaria de Aracataca.


* El tiempo por cárcel
Penguin Randon House Grupo Editorial
ISBN 978-958-8931-40-1
Primera edición, 2016
Bogotá – Colombia
276 páginas

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