LA VANGUARDIA
Barcelona
– España
31 de
enero de 2016
Cultura
Patrullando Macondo
Un recorrido por la Barranquilla de García Márquez, junto
a sus amigos
y hermanos, que muestran dibujos inéditos del Nobel
Por Xavi
Ayén
Barranquilla (Colombia)
Año 1997. Gabriel García Márquez recorre
Barranquilla en una furgoneta junto a su amigo Jaime Abello. Avanzan
lentamente. El Nobel no se lo ha dicho, pero está refrescando recuerdos para
sus futuras memorias, Vivir para contarla
(2002). “Circulábamos en una van con aire acondicionado –cuenta Abello, en los
pasillos del Teatro Amira de la Rosa, durante el Carnaval de las Artes– y casi
todo estaba destruido”. De repente, mirando por la ventanilla, Gabo le comentó
a su compañero: “¿Sabes? Barranquilla es Macondo cuando se volvió ciudad”.
Esta población caribeña, de más de un millón
de habitantes, es puerta de todo lo bueno (y lo malo) que ha entrado a
Colombia, como la salsa o la aviación. Está orgullosa de ser una de las
ciudades más importantes en la vida del Nobel, además de cuna de la cantante
Shakira. Aquí vivió de niño Gabito –todos le llaman así, con el diminutivo–;
aquí volvió de joven, a principios de los cincuenta, y se forjó como escritor,
bajo el tutelaje de un exiliado de Berga, Ramon Vinyes; y aquí viven aún dos
hermanas del escritor.
Pintor
de brocha gorda. En este almacén-bar justo al lado de su casa, paraban los
autobuses. Gabito se ganaba un dinero pintando los rótulos de los avisos, de
los que hay aún restos de pintura (Foto: RICARDO MALDONADO)
Lo primero que llama la atención es que, a
diferencia de lo que sucede en la cercana Cartagena de Indias –parque temático
del turismo internacional–, no existe una ruta Gabo. Los lugares donde vivió,
los que frecuentó o los que aparecen en sus obras no están ni siquiera
señalizados con una placa. “Barranquilla es como los animales salvajes, que
borran las huellas”, dice el profesor Ariel Castillo.
¿Por qué Macondo hecho ciudad? “En los dos
últimos capítulos de Cien años de soledad
–cuenta el escritor Joaquín Mattos Omar– los episodios y lugares corresponden a
referentes reales de Barranquilla, justo cuando Macondo crece y deja de ser una
aldea. Ahí aparecen los cuatro discutidores, que eran los del grupo de
Barranquilla, los amigos literatos y juerguistas de Gabo, que conocen a
Aureliano. Y la librería del sabio catalán”.
Jaime García Márquez se lleva 13 años con su
hermano Gabo. “Fui muy prematuro, me improvisaron una incubadora casera en la
cesta de costura de mi mamá. Yo decía que era sietemesino, pero Gabito me hizo
decir que seismesino, ya que, según una contabilidad que él manejaba, ‘de lo
contrario, no eres hijo de papá’ y acepté eso para salvar el honor de mi
madre”.
Jaime es un pozo de anécdotas: cuando su
hermano se lo llevó a cenar con Woody Allen, cuando él se fue de la lengua al
revelar la enfermedad senil de Gabo... “Su esposa (la de Gabo. N del E.) se enfadó conmigo hasta el
punto de que vinieron a Cartagena, donde yo vivo, sin decírmelo... pero su
chófer me lo trajo sin decir nada para que lo viera, paseamos por la ciudad los
dos hermanos a escondidas, como unos enamorados, y le di un enorme abrazo”. Estamos
almorzando con él en casa de Patricio García Caro, primo de Gabo y psiquiatra,
que cuenta que el trastorno neurocognitivo del Nobel –que acabó con su memoria–
“no fue tratado precozmente, como se debía: acudió a uno de los mejores
institutos médicos, en Cuba, y el director científico le dijo: ‘Más enfermo de
la cabeza está quien le ha dicho que venga, después del gran libro que acaba
usted de publicar, maestro’”.
García Caro muestra unos dibujos inéditos que
Gabo hizo para estampar en la ropa de Jaime cuando nació. “Mire, ya entonces
dibujaba la flor que hasta el final usó en las dedicatorias”. Gabito se sacaba
un dinero con su habilidad con los lápices: pintaba rótulos, por ejemplo, en
las paradas de autobuses y en las tiendas del Barrio Bajo, donde vivía, en una
casa de azotea almenada que visitamos más tarde, con el permiso de la familia
de origen cubano que ahora la habita. “Hace unos 20 años –cuenta, divertido, el
primo psiquiatra– entré junto a la madre nonagenaria de Gabito, Luisa Santiaga,
y había dentro unos treinta muchachos consumiendo marihuana. Luisa Santiaga se
paseaba por ahí, apartando la densa humareda”.
El padre de los García Márquez, homeópata, se
instaló en Barranquilla y tuvo farmacia propia, en la actual calle 41. “Cuando
sacaba a pasear a Luisa Santiaga en mi coche –rememora García Caro–, cada vez
que pasaba por esa esquina decía: ‘Aquí cuando llueve, la humedad permite ver
el aviso que Gabito pintó hace muchos años’”.
Al día siguiente, en su piso, otra hermana del
Nobel, Aída García Márquez, tres años más joven, maestra jubilada y monja
durante veinte años, exclama: “¡Estoy harta de esos biógrafos que dicen que
nuestro papá nos trató mal! En aquella época era normal dejar a los hijos al
cuidado de los abuelos, estábamos más cuidados que nadie, nos llevaban al
circo, a bañarnos en el río...”. Ella llegó con Gabito a vivir aquí, a esa casa
donde nació Rita. “Papá tampoco era un bohemio –precisa–, murió en casa junto a
su esposa, y si tuvo un hijo fuera del matrimonio fue algo puntual, en un viaje
largo que hizo”.
Jaime relata con orgullo hazañas paternas como
la reposición de toda la piel de la cara de un hombre tras el ataque de un
tigre. Pero el profesor Castillo dice que “propuso practicarle una trepanación
a su propio hijo, Gabo, por problemas de salud, suerte que la madre se opuso,
lo habría matado”. Otros, como el veterano periodista Edgar García Ochoa, más
conocido como Flash, recuerda que “al padre de Gabito lo llamaban el dulce 20
porque prestaba dinero a los viejitos, les adelantaba la paga y luego, cuando
cobraban la pensión, debían darle el 20%”.
El centro de todos los lugares gabianos en
Barranquilla es La Cueva, citada en Los
funerales de la Mamá Grande, donde se habla de “los mamadores de gallo de
La Cueva”. Mamar gallo es una expresión intraducible, que vendría a ser algo
así como vacilar a alguien con comentarios verbales ingeniosos. La actual Cueva
tiene poco que ver con la original –mucho más modesta– y es un gran
restaurante, bar y centro cultural, en el que Heriberto Fiorillo es el
patriarca, y organiza el Carnaval de las Artes, un festival cultural –libros,
música, arte, cine, teatro– que anima la ciudad unos días antes del carnaval
oficial. Un palacio del gabismo, lejos del ambiente desprovisto de glamour de,
por ejemplo, el café Roma, uno de los pocos que se conservan de aquellos años
cincuenta, aunque en un emplazamiento distinto, y que sirve menús populares,
con salchichas, chuletas, arroz y espaguetis boloñesa.
Un personaje clave es Ramón Vinyes –aquí todo
el mundo lo pronuncia ‘Vin-yes’, con ‘y’ griega y ‘e’–, el sabio catalán citado
en Cien años de soledad que ejerció
un gran magisterio sobre Gabito. El profesor Ramón Illán Bacca –el actual sabio
del lugar– cuenta que Vinyes llegó a Barranquilla en 1914 “y puso una librería
junto a otro catalán, la llamaron Vinyes y Auqué”. Vinyes “era homosexual pero
se casó con una señora. Se enfrentó al gobernador escribiendo artículos en la
prensa y casualmente se le quemó el almacén de libros. Germán Vargas, que conversó
mucho con él, me explicó que le gustaba ir por lugares de la intendencia
fluvial, cuando los vapores estaban anclados, porque alquilaban los camarotes a
gente que quería follar. Y el gobernador le tendió una trampa, con un mocetón.
Vinyes cayó, llegó la policía y fue expulsado del país como ‘extranjero
indeseable’ en 1925. Al irse el gobernador en 1929, Vinyes regresó pero en
1931, ilusionado por la República, se volvió a España. Tras la guerra civil, se
instaló en Barranquilla en 1940” y volvió a Barcelona en 1950.
Más tarde, paseamos frente a las antiguas
Residencias Nueva York, donde García Márquez vivió, compartiendo edificio con
las prostitutas que allí ejercían sus labores. “En broma, Alfonso Fuenmayor lo
bautizó como el Rascacielos, por lo neoyorquino, pero tenía solo dos pisos”,
aclara Mattos. Justo detrás, estaba la redacción de El Heraldo.
“No quedan ya los burdeles de las llamadas
putas francesas, que era la razón que hacía a los miembros del grupo frecuentar
el barrio chino –prosigue Mattos–. Se trataba de un grupo de prostitutas que
llegaron huyendo de la II Guerra Mundial, las bautizaron así pero eran de
varias nacionalidades: polacas, etc. Aparecen en el barco en la parte final de Cien años... Gabito y los otros también
iban al burdel de la Negra Eufemia, que regentaba una señora del interior del
país. En Cien años... lo llama el
burdel zoológico, porque era un patio con las habitaciones alrededor, un jardín
lleno de animales de todo tipo. Ahora es un colegio porque así lo estableció la
propia Eufemia en su testamento”.
Memoria
de mis putas tristes (2004) es la única novela en que
la acción se sitúa en una Barranquilla con nombre propio, aunque hay detalles
clave en El otoño del patriarca
(1975), obra durante cuya escritura abandonó siete meses Barcelona para
instalarse aquí. Además de los lugares reconocibles, explica Mattos, “aparece
la típica labia caribeña. Habla, por ejemplo, del salchichón de hoyito –el
miembro viril–, de la manta de bandera –papel de fumar–, cosas que solo se entienden
aquí. Él decía que El otoño... es una
novela que entienden perfectamente los taxistas de Barranquilla”, pero no los
intelectuales europeos.
En el barrio de Boston, se alza imponente la
Iglesia del Perpetuo Socorro, donde Gabo se casó con Mercedes Barcha en 1958.
Bellamente iluminada, resuenan cánticos en su interior. “Él se quería casar con
Tachia Quintanar –dice su hermana Aída–, la novia que tuvo en París, pero mi
madre le dijo: ‘¡Pobre Mercedes, que ha estado aquí esperándote!’”. Al señor
Barcha no le gustaba ese posible yerno: “En los bailes matinales del Hotel del
Prado –sonríe Aída– bailaba yo con el padre de Mercedes, que no estaba tan mayor,
y así ellos tenían su espacio”.
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Ampliación de la crónica
La fotografía que ilustra el inicio de la
crónica está tomada en el sitio en donde existe la tienda o (almacén de venta
de artículos variados desde comida hasta ropa) a la que GGM de niño le hizo
carteles que le permitían ganarse unas monedas. Esos carteles eran del tipo de
mamadera de gallo como “Hoy no fio, mañana si” o de los que le vendía a los
conductores de los buses: “Todo niño paga”.
Los cuatro discutidores de La Cueva los
menciona en Cien años de soledad unas
25 páginas antes de finalizar el libro
donde dice que: se llamaban Alvaro, German, Alfonso y Gabriel”. Se
refiere a Alvaro Cepeda, German Vargas, Alfonso Fuenmayor y el mismo. Ahora se
dice que “Alvaro” hace referencia a Mutis pero eso no es exacto puesto que
Mutis no compartió con los otros dos, aunque si se conocieron. Una cosa curiosa
de los cuatro personajes es que murieron en el orden en el que los menciona la
novela.
«El rascacielos» fue el edificio a donde vivió
Gabo la mayor parte del tiempo que estuvo en Barranquilla. En el primer piso
operaba una notaría y en el último piso había un prostíbulo. Las mujeres que lo
conformaban le daban desayuno y le lavaban la ropa (tengo dos mudas: “la que
tengo puesta y la que se está secando”, decía) a cambio de que les escribiera
cartas para sus familias de fuera de la ciudad. El portero del edificio se
llamaba Dámaso y Gabo lo inmortalizó en el cuento En este pueblo no hay
ladrones, como el protagonista. Dámaso debía hacerse muchas preguntas cuando
veía llegar la limosina de la Gobernación del Departamento del Atlántico a
transportar “al escritor del segundo piso que paga un peso –un dólar de la
época– por la pieza en que duerme.” Años más tarde descubrió que quien enviaba
la limosina era el hijo del gobernador, el archimillonario Julio Mario
Santodomingo, para irse de juerga con Gabo y los mamadores de gallo de la
Cueva, que desde esa época sellaron una amistad estrecha que duró hasta la
muerte.
El burdel de la Negra Eufemia fue sitio de
reunión de los amigos de la época. GGM se inspiró allí para la escritura de su
cuento La noche de los alcaravanes. Las fiestas en las noches fueron
legendarias como la el día en que diez marineros suecos declararon su reina a
una de las jóvenes del lugar. Era una joven de raza negra, la subieron desnuda
a una silla y los diez marineros desnudos la pasearon en andas por todo el
burdel cantando canciones de su tierra.
La manta de bandera es el nombre que tiene en
la costa el papel para liar cigarrillos.
El habla popular la llamo “bandera” pues la marca más popular para armar
los cigarrillos de marihuana era la que traía una bandera de los Estados
Unidos, como diseño de la envoltura.
Los bailes matinales del Hotel del Prado de
Barranquilla eran el centro de reunión social popular de la ciudad en los años
50. Quienes no podían ir a los clubes sociales iban al Hotel del Prado a los
bailes matinales. Allí la hermana de GGM bailaba con quien fuera el futuro
suegro del escritor. A la orilla de la piscina del hotel, pocos años más tarde
y solo vestido con el pantalón de baño, GGM firmó a Alberto Aguirre de Aguirre
Editores, el contrato para publicar la primera edición de El coronel no tiene quien le escriba.
Jaime Abello
Jaime Garcia Marquez
El dueño de la
Librería Mundo, Jorge Rondón, donde se reunían los intelectuales del Grupo de
Barranquilla, tomó esta foto, donde aparecen, entre otros, Carlos de la
Espriella, Germán Vargas, Fernando Cepeda, Orlando Rivera, Roberto Prieto,
Eduardo Fuenmayor, Gabriel García Márquez, Alfonso Fuenmayor, Ramón Vinyes y
Rafael Marriaga.
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