EL TIEMPO
Bogotá –
Colombia
5 de
diciembre de 2015
Noticia
Grupo de la Armada
halló el San José,
el tesoro más buscado
del Caribe
La riqueza hundida en 1708, llevaba 200 toneladas de
plata, oro y tesoros coloniales.
El presidente Juan Manuel Santos sorprendió
anoche con una noticia esperada durante muchos años: el hallazgo del galeón San
José.
Alrededor del galeón San José se ha construido
toda una leyenda durante siglos. Según historiadores, se trata de una
embarcación del Imperio español construida en 1698 y que terminó hundida frente
a las islas de Rosario, cerca de Cartagena, como consecuencia de un ataque de
los ingleses en momentos en que venía de Panamá.
Según se dice, esta nave traía un cargamento
de oro, plata y joyas preciosas. (Lea: 'Cartagena debe ser la más beneficiada
con el hallazgo de la nave')
Aunque sobre la existencia del San José se han
escrito muchas versiones, la leyenda dice que llevaba 11 millones de monedas de
oro, miles de lingotes de este mismo metal, barras de plata y esmeraldas, entre
otros tesoros.
Siempre se ha especulado con el valor de las
riquezas que el San José llevaba a bordo. Algunos creen que esta podría
ascender hasta 10.000 millones de dólares.Algunos han dicho que con su valor se
podría pagar la deuda externa. Pero el historiador Rodolfo Segovia le dijo a EL
TIEMPO que “cualquier cosa que se diga sobre su valor es una fantasía”.
El
hallazgo sumergido
Aunque muchas empresas internacionales se disputan
desde hace décadas el derecho a reclamar parte del tesoro, arguyendo haber
establecido su ubicación, fue una misión científico-militar de la Armada
Nacional la que ubicó el buque.
EL TIEMPO supo que una plataforma con equipo
de alta tecnología de la Armada fue la que dio con el paradero de esta riqueza.
En esa búsqueda jugó un papel clave el Centro de Investigaciones Oceanográficas
e Hidrográficas de la Dirección Marítima de la Armada (Dimar).
Las mismas fuentes le dijeron a este diario
que el tesoro aún no ha sido tocado, pero que el Gobierno tiene pleno control
del barco y del área marítima donde se encuentra.
La Casa de Nariño venía recaudando datos sobre
el tema ante la inminencia de este hallazgo.
El Jefe de Estado tenía previsto revelar la
noticia este sábado, pero decidió dar una primera puntada anoche, cuando contó
–sin dar detalles– que el San José fue encontrado tras varios años de búsqueda.
El presidente Santos –con la asesoría directa
del Ministerio de Cultura, responsable de tutelar el tesoro– analizaba anoche
cómo aplicar el contenido de la Ley 1675 de 2013, que reglamentó en el país el
tratamiento que se le debe dar al patrimonio cultural sumergido.
El principal punto, sin descuidar otros, es lo
relacionado con el manejo que se les darán a las riquezas que están en el
barco, lo cual está reglamentado en dicha norma.
La
historia de la embarcación
De acuerdo con el historiador Segovia, en
junio de 1708 venía de Panamá un convoy de galeones españoles, entre los que
estaban el San José. Esa nave traía riquezas para la Corona española, la cual
sostenía una guerra con Inglaterra.
“Entonces hubo una refriega entre españoles e
ingleses, y el galeón San José se dirigió a Cartagena para protegerse y en
medio de ese desplazamiento se hundió”, relató Segovia.
El experto también afirmó que en la nave “iban
600 pasajeros”, de los cuales solamente sobrevivieron 11.
Durante el gobierno de Belisario Betancur se
avanzó en las condiciones para realizar la búsqueda del galeón San José, pero
durante estos años esa misión había sido imposible.
Segovia explicó que el Ministerio de Cultura y
el Instituto Colombiano de Antropología e Historia son los encargados de
manejar la extracción de lo que haya en el galéon. (Lea: Colombia va ganando
una batalla legal por el tesoro que lleva décadas)
El historiador sostiene que los objetos que se
encuentren en la nave y que sean únicos “no pueden venderse”, pero el resto sí.
Hasta ahora, lo único que se ha hecho es
confirmar el hallazgo de dónde está hundido el galeón San José, pero la tarea
para extraerlo puede ser larga. No solo se trata de extraer las riquezas que
pueda haber en su interior, sino que su valor arqueológico es incalculable.
“El tesoro más grande del galeón San José para
Colombia es su valor arqueológico”, dijo Segovia.
COMENTARIOS A ESTA NOTICIA
En El amor en los tiempos del
cólera la obra de GGM, uno de los protagonistas, Florentino Ariza, se
empeña en rescatar el Galeón San José que fue hallado el día de ayer.
Así está en las páginas de la novela a los 30 años exactos de la
primera edición
Pues la vida propia de la ciudad colonial, que el joven Juvenal Urbino solía idealizar en sus melancolías de París, era entonces una ilusión de la memoria. Su comercio había sido el más próspero del Caribe en el siglo xvui, sobre todo por el privilegio ingrato de ser el más grande mercado de esclavos africanos en las Américas. Fue además la residencia habitual de los virreyes del Nuevo Reino de Granada, que preferían gobernar desde aquí, frente al océano del mundo, y no en la capital distante y helada cuya llovizna de siglos les trastornaba el sentido de la realidad. Varias veces al año se concentraban en la bahía las flotas de galeones cargados con los caudales de Potosí, de Quito, de Veracruz, y la ciudad vivía entonces los que fueron sus años de gloria. El viernes 8 de junio de 1708 a las cuatro de la tarde, el galeón San José que acababa de zarpar para Cádiz con un cargamento de piedras y metales preciosos por medio millón de millones de pesos de la época, fue hundido por una escuadra inglesa frente a la entrada del puerto, y dos siglos largos después no había sido aún rescatado. Aquella fortuna yacente en fondos de corales, con el cadáver del comandante flotando de medio lado en el puesto de mando, solía ser evocada por los historiadores como el emblema de la ciudad ahogada en los recuerdos.
(…)
Fue por esa época cuando Florentino Ariza
decidió contarle en sus cartas que estaba empeñado en rescatar para ella el
tesoro del galeón sumergido. Era cierto, y se le había ocurrido como un soplo
de inspiración, una tarde de luz en que el mar parecía empedrado de aluminio por
la cantidad de peces sacados a flote por el barbasco. Todas las aves del cielo
se habían alborotado con la matanza, y los pescadores tenían que espantarlas
con los remos para que no les disputaran los frutos de aquel milagro prohibido.
El uso del barbasco, que sólo adormecía a los peces, estaba sancionado por la ley
desde los tiempos de la Colonia, pero siguió siendo una práctica común a pleno
día entre los pescadores del Caribe, hasta que fue sustituido por la dinamita.
Una de las diversiones de Florentino Ariza, mientras duraba el viaje de Fermina
Daza, era ver desdelas escolleras cómo los pescadores cargaban sus cayucos con
los enormes chinchorros de peces dormidos. Al mismo tiempo, una pandilla de
niños que nadaban como tiburones pedían a los curiosos que les echaran monedas
para rescatarlas del fondo del agua. Eran los mismos que salían nadando con
igual propósito al encuentro de los transatlánticos, y sobre los cuales se
habían escrito tantas crónicas de viaje en Estados Unidos y Europa, por su
maestría en el arte de bucear. Florentino Ariza los conocía desde siempre, aun antes
que al amor, pero nunca se le había ocurrido que tal vez fueran capaces de
sacar a flote la fortuna del galeón. Se le ocurrió esa tarde, y desde el
domingo siguiente hasta el regreso de Fermina Daza, casi un año después, tuvo
un motivo adicional de delirio. Euclides, uno de los niños nadadores, se
alborotó tanto como él con la idea de una exploración submarina, después de
conversar no más de diez minutos. Florentino Ariza no le reveló la verdad de su
empresa sino que se informó a fondo sobre sus facultades de buzo y navegante.
Le preguntó si podría descender sin aire a veinte metros de profundidad, y
Euclides dijo que sí. Le preguntó si estaba en condiciones de llevar él solo un
cayuco de pescador por la mar abierta en medio de una borrasca, sin más instrumentos que su instinto, y Euclides dijo
que sí. Le preguntó si sería capaz de localizar un lugar exacto a dieciséis
millas náuticas al noroeste de la isla mayor del archipiélago de Sotavento, y
Euclides dijo que sí. Le preguntó si era capaz de navegar de noche orientándose
por las estrellas, y Euclides le dijo que sí. Le preguntó si estaba dispuesto a
hacerlo por el mismo jornal que le pagaban los pescadores por ayudarlos a pescar,
y Euclides le dijo que sí, pero con un recargo de cinco reales los domingos. Le
preguntó si sabía defenderse de los tiburones, y Euclides le dijo que sí, pues
tenía artificios mágicos para espantarlos. Le preguntó si era capaz de guardar
un secreto aunque lo pusieran en las máquinas de tormentos del palacio de la
Inquisición, y Euclides le dijo que sí, pues a nada le decía que no, y sabía
decir que sí con tanta propiedad que no había modo de ponerlo en duda. Al final
le hizo la cuenta de los gastos: el alquiler del cayuco, el alquiler del
canalete, el alquiler de un recado de pescar para que nadie sospechara la
verdad de sus incursiones. Había que llevar además la comida, un garrafón de
agua dulce, una lámpara de aceite, un mazo de velas de sebo y un cuerno de
cazado para pedir auxilio en caso de emergencia.
Tenía unos doce años, y era rápido y astuto, y
hablador sin descanso, con un cuerpo de anguila que parecía hecho para pasar
reptando por un ojo de buey. La intemperie le había curtido la piel hasta un
punto en que era imposible imaginar su color original, y esto hacía parecer más
radiantes sus grandes ojos amarillos. Florentino Ariza decidió de inmediato que
era el cómplice perfecto para una aventura de semejantes caudales, y la
emprendieron sin más trámites el domingo siguiente.
Zarparon del puerto de los pescadores al
amanecer, bien provistos y mejor dispuestos. Euclides casi desnudo, apenas con
el taparrabos que llevaba siempre, y Florentino Ariza con la levita, el
sombrero de tinieblas, los botines charolados y el lazo de poeta en el cuello,
y un libro para entretenerse en la travesía hasta las islas. Desde el primer
domingo se dio cuenta de que Euclides era un navegante tan diestro como buen buzo,
y de que tenía una versación asombrosa sobre la naturaleza del mar y la
chatarra de la bahía. Podía referir con sus pormenores menos pensados la
historia de cada cascarón de buque carcomido por el óxido, sabía la edad de
cada boya, el origen de cualquier escombro, el número de eslabones de la cadena
con que los españoles cerraban la entrada de la bahía. Temiendo que supiera
también cuál era el propósito de su expedición, Florentino Ariza le hizo
algunas preguntas maliciosas, y así se dio cuenta de que Euclides no tenía la
menor sospecha del galeón hundido.
Desde que oyó por primera vez el cuento del
tesoro en el hotel de paso, Florentino Ariza se había informado de cuanto era
posible sobre los hábitos de los galeones. Aprendió que el San José no estaba
solo en el fondo de corales. En efecto, era la naveinsignia de la Flota de
Tierra Firme, y había llegado aquí después de mayo de 1708, procedente de la
feria legendaria de Portobello, en Panamá, donde había cargado parte de su
fortuna: trescientos baúles con plata del Perú y Veracruz, y ciento diez baúles
de perlas reunidas y contadas en la isla de Contadora. Durante el mes largo que
permaneció aquí, cuyos días y noches habían sido de fiestas populares, cargaron
el resto del tesoro destinado a sacar de pobreza al reino de España: ciento
dieciséis baúles de esmeraldas de Muzo y Somondoco, y treinta millones de
monedas de oro.
La Flota de Tierra Firme estaba integrada por
no menos de doce bastimentos de distintos tamaños, y zarpó de este puerto
viajando en conserva con una escuadra francesa, muy bien armada, que sin
embargo no pudo salvar la expedición frente a los cañonazos certeros de la
escuadra inglesa, al mando del comandante Carlos Wager, quela esperó en el
archipiélago de Sotavento, a la salida de la bahía. De modo que el San José no
era la única nave hundida, aunque no había una certeza documental de cuántas habían
sucumbido y cuántas lograron escapar al fuego de los ingleses. De lo que no había
duda era de que la nave insignia había sido de las primeras en irse a pique,
con la tripulación completa y el comandante inmóvil en su alcázar, y que ella
sola llevaba el cargamento mayor.
Florentino Ariza había conocido la ruta de los
galeones en las cartas de marear de la época, y creía haber determinado el
sitio del naufragio. Salieron de la bahía por entre las dos fortalezas de la
Boca Chica, y al cabo de cuatro horas de navegación entraron en el estanque
interior del archipiélago, en cuyo fondo de corales podían cogerse con la mano
las langostas dormidas. El aire era tan tenue, y el mar era tan sereno y diáfano,
que Florentino Ariza se sintió como si fuera su propio reflejo en el agua. Al
final del remanso, a dos horas de la isla mayor, estaba el sitio del naufragio.
Congestionado por el sol infernal dentro del
atuendo fúnebre, Florentino Ariza le indicó a Euclides que tratara de descender
a veinte metros y le trajera cualquier cosa que encontrara en el fondo. El agua
era tan clara que lo vio moverse debajo, como un tiburón percudido entre los
tiburones azules que se cruzaban con él sin tocarlo. Luego lo viodesaparecer en
un matorral de corales, y justo cuando pensaba que no podía tener más aire oyó
la voz a sus espaldas. Euclides estaba parado en el fondo, con los brazos levantados
y el agua a la cintura. Así que siguieron buscando sitios más profundos, siempre
hacia el norte, navegando por encima de las mantarrayas tibias, los calamares tímidos,
los rosales de las tinieblas, hasta que Euclides comprendió que estaban perdiendo
el tiempo.
Si no me dice lo que quiere que encuentre, no
sé cómo lo voy a encontrar le dijo.
Pero él no se lo dijo. Entonces Euclides le
propuso que se quitara la ropa y bajara con él, aunque sólo fuera para ver ese
otro cielo debajo del mundo que eran los fondos de corales. Pero Florentino
Ariza solía decir que Dios había hecho el mar sólo para verlo por la ventana, y
nunca aprendió a nadar. Poco después se nubló la tarde, el aire se volvió frío
y húmedo, y oscureció tan pronto que debieron guiarse por el faro para encontrar
el puerto. Antes de entrar en la bahía, vieron pasar muy cerca de ellos el transatlántico
de Francia con todas las luces encendidas, enorme y blanco, que iba dejando un
rastro de guiso tierno y coliflores hervidas.
Así perdieron tres domingos, y habrían seguido
perdiéndolos todos, si Florentino Ariza no hubiera resuelto compartir su
secreto con Euclides. Éste modificó entonces todo el plan de la búsqueda, y se
fueron a navegar por el antiguo canal de los galeones, que estaba a más de
veinte leguas náuticas al oriente del lugar previsto por Florentino Ariza. Antes
de dos meses, una tarde de lluvia en el mar, Euclides permaneció mucho tiempo en
el fondo, y el cayuco había derivado tanto que tuvo que nadar casi media hora
para alcanzarlo, pues Florentino Ariza no consiguió acercarlo con los remos.
Cuando por fin logró abordarlo, se sacó de la boca y mostró como un triunfo de
la perseverancia dos aderezos de mujer.
Lo que entonces contó era tan fascinante, que
Florentino Ariza se prometió aprender a nadar, y a sumergirse hasta donde fuera
posible, sólo por comprobarlo con sus ojos. Contó que en aquel sitio, a sólo
dieciocho metros de profundidad, había tantos veleros antiguos acostados entre
los corales, que era imposible calcular siquiera la cantidad, y estaban
diseminados en un espacio tan extenso que se perdían de vista. Contó que lo más
sorprendente era que de las tantas carcachas de barcos que se encontraban a
flote en la bahía, ninguna estaba en tan buen estado como las naves sumergidas.
Contó que había varias carabelas todavía con las velas intactas, y que las naves
hundidas eran visibles en el fondo, pues parecía como si se hubieran hundido
con su espacio y su tiempo, de modo que allí seguían alumbradas por el mismo
sol de las once de la mañana del sábado 9 de junio en que se fueron a pique.
Contó, ahogándose por el propio ímpetu de su imaginación, que el más fácil de
distinguir era el galeón San José, cuyo nombre era visible en la popa con
letras de oro, pero que al mismo tiempo era la nave más dañada por la
artillería de los ingleses. Contó haber visto adentro un pulpo de más de tres
siglos de viejo, cuyos tentáculos salían por los portillos de los cañones, pero
había crecido tanto en el comedor que para liberarlo habría que desguazar la
nave. Contó que había visto el cuerpo del comandante con su uniforme de guerra
flotando de costado dentro del acuario del castillo, y que si no había
descendido a las bodegas del tesoro fue porque el aire de los pulmones no le
había alcanzado. Ahí estaban las pruebas: un arete con una esmeralda, y una
medalla de la Virgen con su cadena carcomida por el salitre.
Esa fue la primera mención del tesoro que
Florentino Ariza le hizo a Fermina Daza en una carta que le mandó a Fonseca
poco antes de su regreso. La historia del galeón hundido le era familiar,
porque ella le había oído hablar de él muchas veces a Lorenzo Daza, quien
perdió tiempo y dinero tratando de convencer a una compañía de buzos alemanes
que se asociaran con él para rescatar el tesoro sumergido. Habría persistido en
la empresa, de no haber sido porque varios miembros de la Academia de la
Historia lo convencieron de que la leyenda del galeón náufrago era inventada
por algún virrey bandolero, que de ese modo se había alzado con los caudales de
la Corona. En todo caso, Fermina Daza sabía que el galeón estaba a una
profundidad de doscientos metros, donde ningún ser humano podía alcanzarlo, y
no a los veinte metros que decía Florentino Ariza. Pero estaba tan acostumbrada
a sus excesos poéticos, que celebró la aventura del galeón como uno de los
mejor logrados. Sin embargo, cuando siguió recibiendo otras cartas con pormenores
todavía más fantásticos, y escritos con tanta seriedad como sus promesas de
amor, tuvo que confesarle a Hildebranda su temor de que el novio alucinado
hubiera perdido el juicio.
Por esos días, Euclides había salido a flote
con tantas pruebas de su fábula, que ya no era asunto de seguir triscando
aretes y anillos desperdigados entre los corales, sino de capitalizar una
empresa grande para rescatar el medio centenar de naves con la fortuna
babilónica que llevaban dentro. Entonces ocurrió lo que tarde o temprano había de
ocurrir, y fue que Florentino Ariza le pidió ayuda a su madre para llevar a
buen término su aventura. A ella le bastó morder el metal de las joyas, y mirar
a contraluz las piedras de vidrio, para darse cuenta de que alguien estaba
medrando con el candor de su hijo. Euclides le juró de rodillas a Florentino
Ariza que no había nada turbio en su negocio, pero no volvió a dejarse ver el
domingo siguiente en el puerto de los pescadores, ni nunca más en ninguna
parte.
El amor en los tiempos del cólera
Editorial
Oveja Negra
Primera edición,
Diciembre de 1985
Páginas
30 y 125 y ss.
No hay comentarios:
Publicar un comentario