EL
ESPECTADOR
Bogotá – Colombia
26
de noviembre de 2015
Columna de opinión
En agosto nos vemos
Por Patricia Lara Salive
Cuando me senté en el Harry Ransom Center de la
Universidad de Texas, en Austin, a hojear las páginas de ‘En agosto nos vemos’ —la novela inacabada de Gabriel García
Márquez—, corregida con su letra inconfundible, me embargaron cuatro
sentimientos: la alegría inmensa de reencontrarme con su voz única; el pesar de
saber que a ella ya no podré descubrirla en textos nuevos; la admiración al
constatar en sus tachones todo lo que Gabo luchaba para encontrar en cada caso
la palabra perfecta, y el reconocimiento por la decisión de su familia de no
publicar esa obra que dejó casi lista, como han hecho algunos familiares de
escritores fallecidos. Es que la tentación de hacerlo, editándole apenas unos
detalles, debió haber sido grande, pues la novela ya había llegado a su final
e, incluso, el propio Gabo había leído alguna vez en España el primer capítulo
de esa historia:
“Volvió a la isla el viernes 16 de agosto en el
transbordador de las tres de la tarde. Llevaba pantalones vaqueros, camisa de
cuadros escoceses, zapatos sencillos de tacón bajo y sin medias, una sombrilla
de raso, su bolso de mano, y como único equipaje un maletín de playa. En la
fila de taxis del muelle fue directo a un modelo viejo carcomido por el
salitre. El chofer la recibió con un saludo de amigo y la llevó dando tumbos a
través del pueblo indigente, con casas de bahareque y techos de palma amarga, y
calles de arena ardiente frente a un mar en llamas. Tuvo que hacer cabriolas
para sortear los cerdos impávidos y los niños desnudos que lo burlaban con
pasos de torero. Al final del pueblo se enfiló por una avenida de palmeras
reales donde estaban las playas…”.
En su prosa fascinante, Gabo llegó a contar la historia de
Ana Magdalena Bach, una mujer que cada 16 de agosto viajaba a una isla de ese
Caribe que él llevaba tan prendido a la piel, con el fin de visitar la tumba de
su madre y, justo ese día, lo aprovechaba para serle infiel a su marido,
Doménico Amarís, un hombre de 44 años, bien plantado y fino, dedicado a la
música y director del Conservatorio Provincial, con quien ella creía que había
sido feliz. Hasta que después de varios agostos de practicar esa costumbre, y de
encontrarse con múltiples amantes, entre ellos un obispo, uno que luego
descubrió que era criminal y otro que la humilló dejándole entre un libro un
billete de 20 dólares y a quien ella, infructuosamente, se obsesionó por volver
a encontrar, Ana Magdalena acabó exhumando los restos de su madre y
llevándoselos consigo para jamás tener que volver a ese lugar.
Para
terminar vale decir que, a pesar de que en Colombia criticaron tanto que los
papeles de Gabo los hubieran entregado a ese archivo, biblioteca y museo de la
Universidad de Texas, la decisión no pudo ser más acertada: por un lado, los
conservan con sumo cuidado: para acceder a ellos, hay que despojarse de
carteras, abrigos y bufandas, lo mismo que de bolígrafos y de todo cuanto pueda
dañarlos; por otra, entraron a formar parte de un patrimonio muy importante de
la humanidad, junto a 36 millones de manuscritos y un millón de libros raros,
entre lo que se destacan la preciosa Biblia de Gutenberg, el Primer Folio de
las obras de Shakespeare, así como manuscritos de Lewis Carroll, Doris Lessing,
James Joyce, William Faulkner, D. H. Lawrence, Norman Mailer, Graham Greene,
Edgar Allan Poe y Jorge Luis Borges, entre otros. Y, finalmente, gran parte de
sus papeles están siendo digitalizados por el Ranson Center para que todo el
público pueda consultarlos.
¡Más no se
puede pedir!
** ** **
COMENTARIO DEL EDITOR
La autora de la columna anterior, Patricia Lara Salive, es
la persona que en noviembre de 1998 vendió a GGM y un grupo de amigos la
revista Cambio. Estos amigos que conformaron el nuevo Dream team (como los llamo El Tiempo) fueron, además de GGM, Maria
Elvira Samper, en la actualidad columnista en El Espectador; Mauricia Vargas,
columnista en El Tiempo, Roberto Pombo, director de El Tiempo; Ricardo Avila,
subdirector de El Tiempo y Pilar Calderón, asesora de comunicaciones de la presidencia
de la Republica. “Todos son periodistas, –dijo GGM– y el dinero con que se
compró la revista ha sido ganado con la punta de los dedos, es decir con la
máquina de escribir”
Fue la revista Cambio, el medio que publicó En agosto nos vemos que tanto se ha mencionado
últimamente como parte de los archivos de GGM que fueron vendidos al Harry
Ransom Center de Texas. Pero la revista Cambio no solo publicó el mencionado capítulo
de la novela inédita de Gabo, sino un segundo capítulo que llevó por título La noche del eclipse.
A continuación van los dos capítulos publicados por la
revista Cambio, de la novela inédita del Premio Nobel.
Esto dijo CAMBIO:
En
agosto nos vemos es el
primer cuento o, si se quiere, capítulo de una novela de 150 páginas que
incluirá otros cuatro. Los cinco relatos, historias absolutamente cerradas y
autónomas, forman un todo unitario protagonizado por Ana Magdalena Bach, una
mujer culta y aún bella, al borde de la tercera edad, que cada año en agosto,
el 16, viaja al pequeño pueblo donde está enterrada su madre, en el cementerio
de los pobres, para contarle sus cosas y llevarle un ramo de gladiolos. En este
primer viaje vive una aventura amorosa que no esperaba y que cambia su vida.
Cuando salga el libro se sabrá que Ana Magdalena regresó a su casa consciente
de que era una persona distinta, una mujer que vivirá todo el año en un
permanente sobresalto, convencida de que cuando vuelva en agosto a visitar la
tumba de su madre, algo le pasará. En los siguientes relatos, Ana Magdalena
vivirá nuevas aventuras, hasta que se enamore de verdad de otro hombre.
Entonces, “todo se despiporra”, cuenta el escritor colombiano. “La mujer hace crisis”.
A su
vez, En agosto nos vemos formará parte de un libro que
incluirá otras tres novelas de 150 páginas, que Gabo tiene ya prácticamente
escritas, y es probable que incluya una cuarta, porque, según explica, se le ha
ocurrido una idea que le atrae. El común denominador de la obra, que aún no
tiene título definitivo, es que son historias de amor de gente mayor.
Una
versión anterior de este relato fue leída en voz alta por García Márquez en la
clausura del Foro de la Sociedad General de Autores sobre La
fuerza de la creación iberoamericana, el pasado 18 de marzo en Madrid,
España. Durante su lectura, Gabo cayó en la cuenta de que muchos de sus apartes
podían mejorar. Como en efecto hizo, luego de trabajarlo a fondo durante un día
más. Esta es la versión definitiva.
CAMBIO
Bogotá – Colombia
Abril 5 – 12 de 1999
Nº 303
Volvió a la isla el viernes
16 de agosto en el transbordador de las dos de la tarde. Llevaba una camisa de
cuadros escoceses, pantalones de vaquero, zapatos sencillos de tacón bajo y sin
medias, una sombrilla de raso y, como único equipaje, un maletín de playa. En
la fila de taxis del muelle fue directo a un modelo antiguo carcomido por el
salitre. El chofer la recibió con un saludo de antiguo conocido y la llevó
dando tumbos a través del pueblo indigente, con casas de bahareque y techos de
palma, y calles de arenas blancas frente a un mar ardiente. Tuvo que hacer
cabriolas para sortear a los cerdos impávidos y a los niños desnudos, que lo
burlaban con pases de toreros. Al final del pueblo se enfiló por una avenida de
palmeras reales, donde estaban las playas y los hoteles de turismo, entre el
mar abierto y una laguna interior poblada de garzas azules. Por fin se detuvo
en el hotel más viejo y desmerecido.
El conserje la esperaba con
las llaves de la única habitación del segundo piso que daba a la laguna. Subió
las escaleras con cuatro zancadas y entró en el cuarto pobre con un fuerte olor
a insecticida y casi ocupado por completo con la enorme cama matrimonial. Sacó
del maletín un neceser de cabritilla y un libro intenso que puso en la mesa de
noche con una página marcada por el cortapapeles de marfil.
Sacó una camisola de dormir
de seda rosada y la puso debajo de la almohada. Sacó una pañoleta de seda con
estampados de pájaros ecuatoriales, una camisa blanca de manga corta y unos
zapatos de tenis muy usados, y los llevó al baño con el neceser.
Antes de arreglarse se
quitó la camisa escocesa, el anillo de casada y el reloj de hombre que usaba en
el brazo derecho, y se hizo abluciones rápidas en la cara para lavarse el polvo
del viaje y espantar el sueño de la siesta. Cuando acabó de secarse sopesó en
el espejo sus senos redondos y altivos a pesar de sus dos partos, y ya en las
vísperas de la tercera edad. Se estiró las mejillas hacia atrás con los cantos
de las manos para verse como había sido de joven, y vio su propia máscara con
los ojos chinos, la nariz aplastada, los labios intensos. Pasó por alto las
primeras arrugas del cuello, que no tenían remedio, y se mostró los dientes
perfectos y bien cepillados después del almuerzo en el transbordador. Se frotó
con el pomo del desodorante las axilas recién afeitadas y se puso la camisa de
algodón fresco con las iniciales AMB bordadas a mano en el bolsillo. Se
desenredó con el cepillo el cabello indio, largo hasta los hombros, y se hizo
la cola de caballo con la pañoleta de pájaros. Para terminar, se suavizó los
labios con el lápiz labial de vaselina simple, se humedeció los índices en la
lengua para alisarse las cejas lineales, se dio un toque de su perfume amargo
detrás de cada oreja y se enfrentó por fin al espejo con su rostro de madre
otoñal. La piel, sin un rastro de cosméticos, se defendía con su color
original, y los ojos de topacio no tenían edad en los oscuros párpados
portugueses. Se trituró a fondo, se juzgó sin piedad y se encontró casi tan
bien como se sentía. Sólo cuando se puso el anillo y el reloj se dio cuenta de
su retraso: faltaban seis para las cinco. Pero se concedió un minuto de
nostalgia para contemplar las garzas que planeaban inmóviles en el vapor
ardiente de la laguna. Los nubarrones negros del lado del mar le aconsejaron la
prudencia de llevar la sombrilla.
El taxi la esperaba bajo
los platanales del portal.
Se alejó por la avenida de
palmeras hasta un claro de los hoteles donde había un mercado popular al aire
libre, y se detuvo en un puesto de flores. Una negra grande que hacía la siesta
en una silla de playa despertó sobresaltada, reconoció a la mujer en el asiento
posterior del automóvil y le dio, entre risas y chácharas, el ramo de gladiolos
que había encargado para ella desde la mañana. Unas cuadras más adelante el
taxi torció por un sendero apenas transitable que subía por una cornisa de
piedras afiladas. A través del aire enrarecido por el calor se veían los yates
de placer alineados en la dársena del turismo, el transbordador que se iba, el
perfil remoto de la ciudad en la bruma del horizonte, el Caribe abierto.
En la cumbre de la colina
estaba el cementerio triste de los pobres. Empujó sin esfuerzo el portón
oxidado, y entró con el ramo de flores en el sendero de túmulos tragados por la
maleza, con escombros de ataúdes y saldos de huesos calcinados por el sol. Las
tumbas parecían iguales en el cementerio desamparado con una ceiba de
grandes ramas en el centro. Las piedras afiladas hacían daño aun a través de
las suelas de caucho recalentado, y el sol duro se filtraba por el raso de la
sombrilla. Una iguana surgió de los matorrales, se detuvo en seco frente a
ella, la miró un instante y escapó en estampida.
Había acabado de limpiar
tres tumbas, y estaba exhausta y empapada de sudor cuando logró reconocer la
lápida de mármol amarillento con el nombre de la madre y la fecha de su muerte,
veintinueve años antes. Solía darle las noticias de la casa, la había informado
con datos confidenciales para que la ayudara a decidir si se casaba, y a los
pocos días creyó recibir su respuesta en un sueño que le pareció inequívoco y
sabio. Algo semejante le había ocurrido cuando el hijo estuvo dos semanas entre
la vida y la muerte por un accidente de tránsito, sólo que la respuesta no le
llegó en sueños, sino por la conversación casual con una mujer que se le acercó
en el mercado sin ningún motivo. No era supersticiosa, pero tenía la certeza
racional de que la identificación perfecta con su madre continuaba después de
su muerte. Así que le hizo las preguntas del año, puso las flores en la tumba,
y se fue convencida de recibir las respuestas el día menos pensado.
Misión cumplida: había
repetido aquel viaje por veintiocho años consecutivos cada 16 de agosto a la
misma hora, en el mismo cuarto del mismo hotel, con el mismo taxi y la misma
florista bajo el sol de fuego del mismo cementerio indigente, para poner un
ramo de gladiolo s frescos en la tumba de su madre. A partir de ese momento no
tenía nada qué hacer hasta las nueve de la mañana del día siguiente, cuando
salía el transbordador de regreso.
Se llamaba Ana Magdalena
Bach, había cumplido cincuenta y dos años de nacida y veintitrés de un
matrimonio bien avenido con un hombre que la amaba, y con el cual se casó sin
terminar la carrera de letras, todavía virgen y sin noviazgos anteriores. Su
padre fue un maestro de música que seguía siendo director del Conservatorio
Provincial a los ochenta y dos años, y su madre había sido una célebre maestra
de primaria montesoriana que, a pesar de sus méritos, no quiso ser nada más
hasta su último aliento.
Ana Magdalena heredó de
ella la esbeltez de los ojos amarillos, la virtud de las pocas palabras y la
inteligencia para disimular el temple de su carácter. La voluntad de ser
enterrada en la isla la había expresado tres días antes de morir. Ana Magdalena
quiso acompañarla, desde el primer viaje, pero a nadie le pareció prudente,
porque ella misma no creyó que pudiera sobrevivir a su congoja. Al primer aniversario,
sin embargo, su padre la llevó a la isla para poner la lápida de mármol que
estaban debiéndole a la tumba. La asustó la travesía en una canoa con motor
fuera de borda que demoró casi cuatro horas sin un instante de buena mar.
Admiró las playas de harina dorada al borde mismo de la selva virgen, el
alboroto atronador de los pájaros y el vuelo fantasmal de las garzas en el
remanso de la laguna interior. Pero la deprimió la miseria de la aldea, donde
tuvieron que dormir a la intemperie en una hamaca colgada entre dos cocoteros,
y la cantidad de pescadores negros con el brazo mutilado por la explosión
prematura de los tacos de dinamita. Por encima de todo, sin embargo, entendió
la voluntad de su madre cuando vio el esplendor del mundo desde la cumbre del cementerio.
Fue entonces cuando se impuso el deber de llevarle un ramo de flores todos los
años mientras tuviera vida.
Agosto era el mes más
caluroso del año y la estación de los aguaceros grandes, pero ella lo entendió
como una obligación de su vida privada que debía cumplir sin falta y siempre
sola. Fue la única condición que le impuso a su hombre antes de casarse, y él
tuvo la inteligencia de admitir que era algo ajeno a su poder.
Así que Ana Magdalena
ha bía visto crecer año tras año los acantilados de cristal de los
hoteles de turismo, había pasado de las canoas de indios a las lanchas de
motor, y de éstas al transbordador, y creía tener motivos para sentirse como el
nativo más antiguo de la aldea.
Aquella tarde, cuando
volvió al hotel, se tendió en la cama sin más ropas que las bragas de encajes y
reanudó la lectura del libro que había empezado durante el viaje. Era el
Drácula original de Bram Stoker. Siempre fue una buena lectora. Había leído con
rigor lo que más le gustaba, que eran las novelas cortas de cualquier género,
como el Lazarillo de Totmes, El Viejo y el Mar, El extranjero. En los
últimos años, al borde de los cincuenta, se había sumergido a fondo en las
novelas sobrenaturales.
Drácula le había fascinado
desde el principio, pero aquella tarde sucumbió al trueno continuo del
ventilador colgado del cielo raso, y se quedó dormida con el libro en el pecho.
Despertó dos horas después en las tinieblas, sudando a mares, de mal humor y
sorda de hambre.
No era una excepción en su
rutina de años. El bar del hotel estaba abierto hasta las diez de la noche, y
varias veces había bajado a comer cualquier cosa antes de dormir. Notó que
había más clientes que de costumbre a esa hora, y el mesero no le pareció el
mismo de antes. Ordenó para no equivocarse un sándwiche de jamón y
queso con pan tostado, y café con leche. Mientras se lo llevaban se dio cuenta
de que estaba rodeada de los mismos clientes mayores de cuando el hotel era el
único, o de escasos recursos, como ella. Una niña mulata cantaba boleros de moda,
y el mismo Agustín Romero, ya viejo y ciego, la acompañaba bien y con amor en
el mismo piano de media cola de la fiesta inaugural.
Terminó de prisa, abrumada
por humillación de comer sola, pero se sintió bien con la música, que era suave
y tierna, y la niña sabía cantar. Cuando volvió en sí sólo quedaban tres
parejas en mesas dispersas, y justo frente a ella, un hombre distinto que no
había visto entrar. Vestía de lino blanco, como en los tiempos de su padre, con
el cabello metálico y el bigote de mosquetero terminado en puntas. Tenía en la
mesa una botella de aguardiente y una copa a la mitad, y parecía estar solo en
el mundo.
El piano inició el Claro de
Luna de Debussy en un buen arreglo para bolero, y la niña mulata lo cantó con
amor. Conmovida, Ana Magdalena pidió una ginebra con hielo y soda, el único
alcohol que se permitía de vez en cuando, y lo sobrellevaba bien. Había
aprendido a disfrutarlo a solas con su esposo, un alegre bebedor social que la
trataba con la cortesía y la complicidad de un amante secreto.
El mundo cambió desde el
primer sorbo. Se sintió bien, pícara, alegre, capaz de todo,
y ernbellecida por la mezcla sagrada de la música con el alcohol.
Pensaba que el hombre de la mesa de enfrente no la había mirado, pero cuando
ella lo miró por segunda vez después del primer sorbo de ginebra, lo sorprendió
mirándola. Él se ruborizó. Ella, en cambio, le sostuvo la mirada mientras él
miró el reloj de leontina, lo guardó impaciente, miró hacia la puerta, se
sirvió otro vaso, ofuscado, porque ya era consciente de que ella lo miraba sin
clemencia. Entonces la miró de frente. Ella le sonrió sin reservas, y él la
saludó con una leve inclinación de cabeza. Entonces ella se levantó, fue hasta
su mesa y lo asaltó con una estocada de hombre.
·
–¿Puedo invitarlo a un trago? El hombre se resquebrajó. –Sería un honor–
dijo.
·
–Me bastaría con que fuera un placer –dijo ella.
No había terminado cuando
ya estaba sentada a la mesa, y sirvió un trago en la copa de él, y otro para
ella. Lo hizo con tanta habilidad, y tan buen estilo, que él no acertó a
quitarle la botella para impedir que se sirviera ella misma. Salud, dijo ella.
Él se puso a tono, y ambos se tomaron la copa de un golpe. Él se atragantó,
tosió con sobresaltos de todo el cuerpo y quedó bañado en lágrimas. Sacó el
pañuelo intachable con un vaho de agua de lavanda, y la miró a través del
llanto. Ambos guardaron un largo silencio hasta que él se secó con el pañuelo y
recobró la voz. Ella se atrevió a sentar plaza con una pregunta:
·
–¿Está seguro de que no vendrá nadie?
·
–No –dijo él sin ninguna lógica– Era un asunto de negocios, pero ya no
llegará.
Ella preguntó con una
expresión de incredulidad calculada: ¿Negocios? Él le respondió como hombre
para que no le creyera: Ya no estoy para nada más. Y ella, con una vulgaridad
que no era suya, pero bien calculada, lo remató:
·
–Será en su casa.
Siguió pastoreándolo con su
tacto fino. Jugó a adivinarle la edad, y se equivocó por un año de más:
cuarenta y seis. Jugó a descubrir su país de origen por el acento, pero no
acertó en tres tentativas. Probó a adivinar la profesión, pero él se apresuró a
decirle que era ingeniero civil, y ella sospechó que era una artimaña para
impedir que llegara a la verdad.
Hablaron sobre la audacia
de convertir en bolero una pieza sagrada de Debussy, pero él no lo había
advertido. Sin duda, se dio cuenta de que ella sabía de música y él no había
pasado del Danubio azul. Ella le contó que estaba leyendo Drácula. Él sólo lo
había leído de niño en una versión infantil, y seguía impresionado con la idea
de que el conde desembarcara en Londres transformado en perro. En el segundo
trago ella sintió que el aguardiente se había encontrado con la ginebra en
alguna parte de su corazón, y tuvo que concentrarse para no perder la cabeza.
La música se acabó a las once, y sólo esperaban que ellos se fueran para
cerrar.
A esa hora ella lo conocía
ya como si hubiera vivido con él desde siempre.
Sabía que era aseado,
impecable en el vestir, con unas manos mudas agravadas por el esmalte natural
de las uñas. Se dio cuenta de que estaba cohibido por los grandes ojos
amarillos que ella no apartó de los suyos, y que era un hombre bueno y cobarde.
Se sintió con el dominio suficiente para dar el paso que no se le había
ocurrido ni en sueños en toda su vida, y lo dio sin misterios:
·
–¿Subimos?
Él dijo con una humildad
ambigua: –No vivo aquí.
Pero ella no esperó
siquiera que terminara de decirlo. Se levantó, sacudió apenas la cabeza para
dominar el alcohol, y sus ojos radiantes resplandecieron
·
–Yo subo primero mientras usted paga, le dijo.
Segundo piso, número 203, a
la derecha de la escalera. No toque, empuje nada más.
Subió a la habitación
arrastrada por un dulce desasosiego que no había vuelto a sentir desde su
última noche de virgen. Encendió el ventilador del techo, pero no la luz; se
desnudó en la oscuridad sin detenerse, y dejó el reguero de ropa en el suelo
desde la puerta hasta el baño. Cuando encendió la lámpara del tocador tuvo que
cerrar los ojos y aspirar hondo con un esfuerzo para regular la respiración y
controlar el temblor de las manos. Se lavó a toda prisa: el sexo, las axilas,
los dedos de los pies macerados por el caucho de los zapatos, pues, a pesar de
los terribles sudores de la tarde, no había pensado bañarse hasta la hora de
dormir. Sin tiempo de cepillarse los dientes, se puso en la lengua una pizca de
pasta dentífrica, y volvió al cuarto, iluminado apenas por la luz oblicua del
tocador.
No esperó a que su invitado
empujara la puerta, sino que la abrió desde dentro cuando lo sintió llegar. Él
se asustó: ¡Ay, mi madre! Pero ella no le dio tiempo de más en la oscuridad. Le
quitó la chaqueta a zarpazos enérgicos, le quitó la corbata, la camisa, y fue
tirando todo en el suelo por encima de su hombro. A medida que lo hacía, el
aire se iba impregnando de un fuerte olor a agua de lavanda. Él trató de
ayudarla al principio, pero ella se lo impidió con su audacia y su autoridad.
Cuando lo tuvo desnudo hasta la cintura, lo sentó en la cama y se arrodilló
para quitarle los zapatos y las medias. Él se soltó al mismo tiempo la hebilla
del cinturón de modo que a ella le bastó con jalar los pantalones para
quitárselos, sin que ninguno de los dos se preocupara por el reguero de llaves
y el puñado de billetes y monedas que cayeron en el suelo. Por último, lo ayudó
a sacarse el calzoncillo a lo largo de las piernas, y se dio cuenta de que no
era tan bien servido como su esposo, que era el único que ella conocía, pero
estaba sereno y enarbolado.
No le dejó ninguna
iniciativa. Se acaballó sobre él hasta el alma y lo devoró para ella y sin
pensar en él, hasta que ambos quedaron exhaustos en un caldo de sudor.
Permaneció encima, luchando a solas contra las primeras dudas de su conciencia
bajo el chorro caliente y el ruido sofocante del ventilador, hasta que se dio
cuenta de que él no respiraba bien, abierto en cruz bajo el peso de su cuerpo.
Entonces descabalgó y se
tendió bocarriba a su lado. Él permaneció inmóvil hasta que pudo
preguntar con el primer aliento:
·
–¿Por qué yo?
·
–Me pareció muy hombre –dijo ella.
·
–Viniendo de una mujer como usted –dijo él– es un honor.
·
–Ah –bromeó ella– ¿No fue un placer?
Él no contestó y ambos
yacieron pendientes de los ruidos de la noche. El cuarto era sedante en la
penumbra de la laguna. Se oyó un aleteo cercano. Él preguntó: ¿Qué es eso? Ella
le habló de los hábitos de las garzas en la noche. Al cabo de una hora larga de
susurros banales, ella empezó a explorar con los dedos, muy despacio, desde el
pecho hasta el bajo vientre. Lo exploró después con el tacto de sus pies a lo
largo de las piernas, y comprobó que todo él estaba cubierto de un vello rizado
y tierno que le recordó la hierba en abril. Luego empezó a provocarlo con besos
tiernos en las orejas y en el cuello, y se besaron por primera vez en los
labios. Entonces él se le reveló como un amante exquisito que la elevó sin
prisa hasta el más alto grado de ebullición. Ella se sorprendió de que unas
manos tan primarias fueran capaces de tanta ternura. Pero cuando él trató de
inducirla al modo convencional del misionero, ella se resistió, temerosa de que
se estropeara el prodigio de la primera vez. Sin embargo, él se le impuso con
firmeza, la manejó a su gusto y manera, y la hizo feliz.
Habían dado las dos cuando
la despertó un trueno que sacudió los estribos de la casa, y el viento forzó el
pestillo de la ventana. Se apresuró a cerrarla, y en el mediodía instantáneo de
otro relámpago vio la laguna encrespada, y a través de la lluvia vio la luna
inmensa en el horizonte y las garzas azules aleteando sin aire en la borrasca.
De regreso a la cama se le
enredaron los pies en la ropa de ambos. Dejó la suya en el suelo para recogerla
después, y colgó la chaqueta de él en la silla, colgó encima la camisa y la
corbata, dobló los pantalones con cuidado para no arrugarles la línea, y les
puso encima las llaves, la navaja y el dinero que se le habían caído de los
bolsillos. El aire del cuarto se refrescaba por la tormenta, así que se puso el
camisón rosado de una seda tan pura que le erizó la piel. El hombre, dormido de
costado y con las piernas encogidas, le pareció un huérfano enorme, y no pudo
resistir una ráfaga de compasión. Se acostó a sus espaldas, lo abrazó por la
cintura, y el vaho amoniacal de su cuerpo ensopado de sudor le llegó al alma.
Él soltó un resuello áspero y empezó a roncar. Ella se adurmió apenas, y
despertó en el vacío del ventilador eléctrico cuando se fue la luz y el cuarto
quedó en la fosforescencia verde de la laguna. Él roncaba entonces con un
silbido continuo. Ella empezó a teclear en sus espaldas con la punta de los
dedos por simple travesura. Él dejó de roncar con un sobresalto abrupto y su
animal exhausto empezó a revivir. Ella lo abandonó por un instante y se quitó
de un tirón la camisa de noche. Pero cuando volvió a él fueron inútiles sus
artes, pues se dio cuenta de que se hacía el dormido para no arriesgarse por
tercera vez. Así que se apartó hasta el otro lado de la cama, volvió a ponerse
la camisa y se durmió a fondo de espaldas al mundo.
Su horario natural la
despertó al amanecer. Yació un instante divagando con los ojos cerrados, sin
atreverse a admitir el latido de dolor de sus sienes ni el mal sabor de cobre
en la boca, por el desasosiego de que algo ignoto la esperaba en la vida real.
Por el ruido del ventilador se dio cuenta de que había vuelto la luz y la
alcoba era ya visible por el alba de la laguna.
De pronto, como el rayo de
la muerte, la fulminó la conciencia brutal de que había fornicado y dormido por
la primera vez en su vida con un hombre que no era el suyo. Se volvió a mirarlo
asustada por encima del hombro, y no estaba. Tampoco estaba en el baño.
Encendió las luces generales y vio que no estaba la ropa de él, y en cambio la
suya, que había tirado por el suelo, estaba doblada y puesta casi con amor en
la silla. Hasta entonces no se había dado cuenta de que no sabía nada de él, ni
siquiera el nombre, y lo único que le quedaba de su noche loca era un tenue
olor a lavanda en el aire purificado por la borrasca. Sólo cuando cogió el
libro de la mesa de noche para guardarlo en el maletín se dio cuenta de que él
le había dejado entre sus páginas de horror un billete de veinte dólares”.
Copyright Gabriel García Márquez
CAMBIO
Bogotá –
Colombia
Mayo 19 –
26 de 2003º
Otros misterios de
aquel hotel extravagante no fueron tan fáciles para Ana Magdalena Bach, Cuando
encendió un cigarrillo se disparó un sistema de timbres y luces, y una voz
autoritaria le dijo en tres idiomas que estaba en una habitación para no
fumadores, la única que encontró libre una noche de ferias. Tuvo que pedir
ayuda para aprender que con la misma tarjeta de abrir la puerta se encendían
las luces, la televisión, el aire acondicionado y la música de ambiente. Le
enseñaron a digitar en el teclado electrónico de la bañera redonda para regular
la erótica y la clínica de jacuzzi. Loca de curiosidad se quitó la ropa
ensopada de sudor por el sol del cementerio, se puso el gorro de baño para
protegerse el peinado y se entregó al remolino de la espuma. Feliz, marcó a
larga distancia el teléfono de su casa, y le gritó al marido la verdad: “No te
imaginas la falta que me haces”. Fueron tan vívidos los fieros que le hizo, que
él sintió en el teléfono la excitación de la bañera.
Ella había pensado
pedir al cuarto algo de comer para no tener que vestirse, pero el recargo por
el servicio de habitación la decidió a comer como pobre en la cafetería. El
vestido de seda negra, tubular y demasiado largo para la moda, le iba bien con
el peinado. Se sintió medio desvalida con el escote, pero el collar, los aretes
y las sortijas de esmeraldas falsas le subieron la moral y aumentaron el fulgor
de sus ojos.
Cuando bajó a cenar
eran los ocho.
Terminó pronto.
Agobiada por el llanto de los niños y la música estridente, decidió regresar al
cuarto para leer El día de los Trífidos, de Ray Bradbury , que tenía en turno
desde hacía más de tres meses. El remanso del vestíbulo la reanimó, y al pasar
frente al cabaret le llamó la atención una pareja profesional que bailaba el
Vals del Emperador con una técnica perfecta. Permaneció absorta en la puerta
hasta que terminó el espectáculo y la clientela común ocupó la pista de baile.
Una voz dulce y varonil, muy cerca de sus espaldas, la sacó del ensueño:
·
–¿Bailamos?
Estaban tan cerca,
que ella percibió el tenue olor de su timidez detrás de la loción de afeitar.
Entonces lo miró por encima del hombro, y se quedó sin aliento. “Perdone, –le
dijo aturdida –, pero no estoy vestida para bailar”. La réplica de él fue
inmediata:
·
–Es usted la que
viste el vestido, señora.
La frase la
impresionó. Con un gesto inconsciente se palpó los pechos intactos, los brazos
desnudos, las caderas firmes, hasta comprobar que su cuerpo estaba en realidad
donde lo sentía. Entonces miró de nuevo por encima del hombro, ya no para
reconocerlo, sino para apropiárselo con los ojos más bellos que él vería jamás.
·
–Es usted muy
gentil –le dijo con encanto–. Ya no hay hombres que digan esas cosas.
Entonces él se puso a
su lado y le reiteró en silencio la invitación a bailar. Ana Magdalena Bach,
sola y libre en su isla, se agarró de aquella mano con todas las fuerzas de su
alma como al borde de un precipicio.
Bailaron tres valses
a la manera antigua. Ella supuso desde los primeros pasos, por el cinismo de su
maestría, que él era otro profesional alquilado por el hotel para animar las
noches, y se dejó llevar en círculos de vuelo, pero lo mantuvo firme a la
distancia de su brazo. Él le dijo mirándola a los ojos:
“Baila como una
artista”. Ella sabía que era cierto, pero sabía también que él se lo había
dicho de todos modos a cualquier mujer que quisiera llevarse a la cama.
En el segundo valse,
él trató de apretarla contra su cuerpo, y ella lo mantuvo en su lugar. Él se
esmeró en su arte, llevándola por la cintura con la punta de los dedos, como
una flor. A la mitad del tercer valse ella lo conocía como si fuera desde
siempre.
Nunca había concebido
a un hombre tan anticuado en un empaque tan bello. Tenía la piel lívida, los
ojos ardientes bajo unas cejas frondosas, el cabello de azabache absoluto
aplanchado con gomina y con la línea perfecta en el medio. El esmoquin tropical
de seda cruda ceñido a sus caderas estrechas completaba su estampa de
lechuguino. Todo en él era tan postizo como sus maneras, pero los ojos de
fiebre parecían ávidos de compasión.
Al final de la tanda
de valses él la condujo a una mesa apartada sin anuncio ni permiso. No era
necesario: ella lo sabía todo de antemano, y se alegró de que él ordenara
champaña. El salón en penumbra era bueno para vivir, y cada mesa tenía su
propio ámbito de intimidad.
Ana Magdalena calculó
que su acompañante no pasaba de los treinta años, porque apenas si daba pie con
el bolero. Ella lo encaminó con tacto sereno, hasta que él encontró el paso. Lo
mantuvo a la distancia, para no darle el gusto de que sintiera en sus venas la
sangre enfebrecida por la champaña. Pero él la forzó, primero con suavidad, y
después con toda la fuerza de su brazo en la cintura. Ella sintió entonces en su
muslo lo que él había querido que sintiera para marcar su territorio, y se
maldijo por el batir de su sangre en las venas y el fogaje de su respiración,
pero supo oponerse a la segunda botella de champaña. Él debió notarlo, pues la
invitó a un paseo por la playa. Ella disimuló su disgusto con una frivolidad
compasiva:
·
–¿Sabe qué edad
tengo?
·
–No puedo
imaginarme que usted tenga una edad dijo él–. Sólo la que usted quiera.
No había acabado de
decirlo cuando ella, hastiada de tanta mentira, le planteó a su cuerpo el
dilema terminante: ahora o nunca. “Lo siento”, dijo, poniéndose de pie. Él se
sobresaltó.
·
–¿Qué ha pasado?
·
–Tengo que irme –dijo
ella–.La champaña no es mi fuerte.
Él propuso otros
programas inocentes, sin saber quizás que cuando una mujer se va no hay poder
humano ni divino que la detenga. Por fin se rindió.
·
–¿Me permite
acompañarla?
·
–No se moleste –dijo
ella–o Y gracias, de veras, fue una noche inolvidable.
En el ascensor estaba
ya arrepentida.
Sentía un rencor
feroz contra sí misma, pero la compensaba el placer de haber hecho lo que
correspondía. Entró en el cuarto, se quitó los zapatos, se tiró bocarriba en la
cama y encendió un cigarrillo. Casi al mismo tiempo llamaron a la puerta, y
ella maldijo el hotel donde la ley perseguía a los huéspedes hasta su intimidad
sagrada. Pero el que tocó no era la ley, era él.
Parecía una figura
del museo de cera en la penumbra del corredor. Ella lo comprobó con la mano en
el pomo de la puerta, sin una pizca de indulgencia, y al fin le cedió el paso.
Él entró como en su casa.
·
–Ofrézcame algo –dijo.
·
–Sírvase usted
mismo –dijo ella–. No tengo la menor idea de cómo funciona esta nave espacial.
·
Él, en cambio, lo
sabía todo. Moderó las luces, puso la música de ambiente y sirvió dos copas de
champaña del rninibar con la maestría de un director de orquesta. Ella se
prestó al juego, no corno ella misma, sino como protagonista de su propio
papel. Estaban en el brindis cuando sonó el teléfono, y ella contestó alarmada.
Un oficial de la seguridad del hotel le advirtió muy amable que ningún invitado
podía permanecer en una suite después de la medianoche sin registrase en la
recepción.
·
–No necesita
explicármelo, por favor lo interrumpió ella, abochornada –.Perdone usted.
·
Colgó con la cara
congestionada por el rubor. Él, corno si hubiera oído la advertencia, la
justificó con una razón fácil: “Son mormones”. Y sin más vueltas la invitó a
contemplar un eclipse total de luna desde la playa. La noticia era nueva para
ella. Tenía una pasión infantil por los eclipses, pero toda la noche se había
debatido entre el decoro y la tentación, y no encontró un argumento válido para
no aceptar.
·
–No tenemos
escapatoria –dijo él–. Es nuestro destino.
La invocación
sobrenatural la dispensó de escrúpulos. Así que se fueron a ver el eclipse en
la camioneta de él, a una bahía escondida en un bosque de cocoteros, sin
huellas de turistas. En el horizonte se veía el resplandor remoto de la ciudad,
y el cielo era diáfano y con una luna solitaria y triste. Él estacionó al
abrigo de las palmeras, se quitó los zapatos, se aflojó el cinturón y abatió el
asiento para relajarse.
Ella descubrió que la
camioneta no tenía más que los dos asientos delanteros, que se convertían en
camas con sólo apretar un botón. El resto era un bar mínimo, un equipo de
música con el saxo de Fausto Papetti, y un baño minúsculo con un bidé portátil
detrás de una cortina carmesí. Ella entendió todo.
·
–No habrá eclipse
–dijo–. Sólo pueden ser en luna llena, y estamos en cuarto creciente.
Él se mantuvo
imperturbable.
·
Entonces será de
sol –dijo–. Tenemos tiempo.
No hubo más trámites.
Ambos sabían ya a lo
que iban, y ella sabía además qué era lo único distinto que podía esperar de él
desde que bailaron el primer bolero. La asombró la maestría de mago de salón
con que la desnudó pieza por pieza, casi hilo por hilo, con la punta de los dedos
y sin tocarla apenas, como deshollejando una cebolla. Con la primera embestida
del minotauro ella se sintió morir por el dolor con una humillación atroz de
gallina descuartizada. Quedó sin aire y empapada en un sudor helado, pero apeló
a sus instintos primarios para no sentirse menos ni dejarse sentir menos que
él, y se entregaron juntos al placer inconcebible de la fuerza bruta subyugada
por la ternura. Ana Magdalena no se preocupó por saber quién era él, ni lo
pretendió, hasta unos tres años después de aquella noche inolvidable, cuando
reconoció en la televisión su retrato hablado de vampiro triste, solicitado por
todas las policías del Caribe como el estafador y proxeneta de viudas alegres y
solitarias, y probable asesino de dos.
GABRIEL GARCÍA MARQUEZ, 2003
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