9 de abril de 2015

MEMORABILIA GGM 805


La poesía en Cien años de soledad

Tomado de
La herida en la piel de la diosa
William Ospina
Aguilar – 2003
pp. 91 y ss.

Por William Ospina


Hay un momento de Cien años de soledad que me conmueve de una manera especial. Es aquel en que el joven José Arcadio, quien acaba de enterarse de que va a ser padre, trata de escapar de la tremenda responsabilidad del hecho, y encuentra en una carpa a una gitana que se convierte en su refugio y en su camino hacia la fuga. Esta borrosa gitana, «una ranita lánguida, de senos incipientes y piernas delgadas», es el opuesto exacto de Pilar Ternera, a quien José Arcadio necesita olvidar. La otra era sensual y excesiva, y su risa espantaba a las palomas; de ésta el autor puede decirnos, con su gracia de siempre: «La gitana se deshizo de sus corpiños superpuestos, de sus numerosos pollerines de encaje almidonado, de su inútil corsé alambrado, de su carga de abalorios, y quedó prácticamente convertida en nada», García Márquez no se detiene en largos análisis del estado del alma del muchacho, no nos dice que en el momento de seducir a la gitana su espíritu está lleno a la vez de escrúpulos y de sentimientos de culpa, pero nos permite adivinarlo, por un procedimiento inusual en la narrativa de la época: mediante una especie de contrapunto entre las figuras del primer plano y lo que ocurre en el fondo de la escena, De un modo bellamente cinematográfico, mientras José Arcadio se estrecha contra la espalda de la gitana para impresionarla y seducirla, vemos en el fondo «el triste espectáculo del hombre que se convirtió en víbora por desobedecer a sus padres», Sin duda1García Márquez no se propone hacernos sentir que ese fondo traduce el esto de ánimo del personaje, tal vez sólo ha sentido la necesidad de pintar allí un espectáculo a la vez pintoresco y terrible, por la seducción de la gitana por el adolescente atormentado queda unida en nuestra sensibilidad y en nuestra imaginación al episodio triste y monstruoso del hombre víbora, y dado que convertirse en animal o llegar a poseer un atributo animal es en esta novela uno de los más persistentes nombres de la culpa, nada impedirá que por un recurso visual memorable un sentimiento de culpa esté en el fondo de esta seducción. Poco después, en el momento en que la gitana accede, cuando se define el nuevo destino de José Arcadio, quien dos días más tarde se irá con los gitanos, el espectáculo ha cambiado, y ahora es «la prueba terrible de la mujer que tendrá que ser decapitada todas las noches a esta hora durante ciento cincuenta años, como castigo por haber visto lo que no debía».

Los elementos prodigiosos no son aquí caprichos sino un poderoso lenguaje condensado que trae riqueza e intensidad a la acción. Estos contrapuntos entre el primer plano y el fondo, contrapuntos pictóricos, abundan en la novela, y están siempre cargados de significación. Una versión cinematográfica de Cien años de soledad, harto improbable pero no imposible, exigiría una permanente atención sobre esos juegos de planos, sobre la mágica nitidez de sus texturas y de sus profundidades.

Cuando regresa, años después, José Arcadio se ha convertido en otro. No es una convención. Suele decirse que los viajes cambian a los hombres, pero García Márquez no se limita a mostrar los cambios que se han operado en el mismo personaje: prefiere de un modo mágico mostrarnos a José Arcadio físicamente como otro hombre. Desmesurado, cambiado en una suerte de ogro tierno, con una fuerza descomunal, con el cuerpo tatuado, no parece ya del todo humano, parece haberse transformado en uno de esos espectáculos que exhibían los gitanos con los que se fue. Muchas páginas después es su madre Úrsula quien perfecciona ese cambio, en el capítulo tremendo de su vejez cuando gracias a la ceguera se le hace perceptible la forma del destino de sus hijos. Allí evoca a José Arcadio volviendo de su largo viaje «pintado como una culebra», y en ese momento sentimos que el espectáculo que vio el muchacho en el momento de romper con su mundo original fue como una prefiguración de su destino, de su desarraigo, de su extrañamiento, de la distancia que habría ya para siempre entre él y los suyos. Así obran estas magias por contagio, hay aquí una manera de pensar y de sentir que no es familiar en la novela occidental, que se resuelve en imágenes y en variaciones, como aureola o resplandor de los hechos centrales. Se diría que hay algo de estirpe indígena en este modo de presentar los hechos y de no resolverlos mediante argumentaciones, digresiones y teorías, sino mediante trazos y figuras, que satisfacen a un tiempo al sentimiento y a la imaginación. García Márquez pertenece a un mundo profundamente influenciado por ese pensamiento mágico, pero suele repetir que a pesar de saber muy bien cómo era la historia, o el río de historias que pensaba narrar, encontró con claridad su tono y la certidumbre de sus recursos cuando leyó Pedro Páramo. Tal vez lo afectó allí la libertad con que Rulfo se deja influir por el viento de las voces campesinas, por el modo de estos sueños americanos, por la persistencia en la vida cotidiana de los mitos profundos .de su pueblo.

Así, nada sabemos de la singular relación que hay entre la madre, Úrsula Iguarán, y su hijo mayor, José Arcadio, hasta el día en que éste decide abandonar el pueblo, enrolado en la tropa de los gitanos. En cuanto se da cuenta de su ausencia, Úrsula sale en su búsqueda abandonando todo lo demás, su marido, su casa, sus otros hijos, dejando de ser el centro de gravedad de su mundo. José Arcadio es el primer nativo que abandona aquel pueblo y se da al mundo distante con el que su padre siempre ha soñado. Yendo tras él Úrsula llega a sentirse tan lejos que ya ni piensa en regresar, y encuentra al fin el camino hacia el mundo que todos los hombres del pueblo habían buscado en vano. Años después, el hijo regresa transformado por la ausencia, cruza el pueblo y la casa y avanza sin detenerse por los pasillos y los cuartos saludando con parquedad a quienes ve, pero solo siente que ha llegado al final de su viaje cuando encuentra a Úrsula. Está desandando el camino de su fuga, el camino por el cual su madre lo había seguido, y sólo se detiene al llegar nuevamente hasta ella. Ese doble movimiento que primero nos revela la importancia que tiene para ella este hijo, y después la importancia que ella tiene para él, muestra ella invisible e invencible que los une y que nunca delataron sus diálogos. Y es por este dibujo secreto, intensamente trazado en nosotros por el relato, es por ese surco entre ambos, que, sin saberlo, estamos dispuestos a creer uno de los episodios fantásticos más poderosos de la novela, aquel en que un hilo de sangre sale del hijo muerto, va recorriendo pasillos y calles y andenes, y no se detiene hasta encontrar a Úrsula y llevarle el mensaje de la muerte. De nuevo vemos el movimiento contrario, y es ella ahora quien siguiendo el hilo encuentra al final el cadáver de su hijo. Este dibujo ancestral del hilo de sangre que busca una fuente es una de las imágenes más bellas y memorables de la novela, y sospecho que nuestra mente la hospeda con tanta facilidad y gratitud porque no es un trazo arbitrario sino una necesidad de la historia nos muestra poderosamente, con el poder de la poesía y del mito, la inesperada relación del hijo con la madre, el lazo de la sangre materna convertida en camino del hijo, sendero de sus fugas y de sus retornos, de su soledad y de su muerte.

Algo en la moderna novela occidental ha tendido a abandonar los juegos libres de la imaginación, a subordinar las historias a las ideas y a abundar en tesis y en teorías. Desde las minuciosas reflexiones de Dostoievski sobre los motivos de la conducta humana, pasando por la sobre abundancia de propósitos intelectuales del infinito Ulises de James Joyce, hasta el tono ensayístico de muchas novelas de Thomas Mann, la narrativa procuró a menudo abandonar el viejo hábito de soñar libremente, de dar vuelo a la imaginación y de permitir que lo fantástico y lo real se combinaran a su antojo.  Ese había sido el espíritu de las epopeyas clásicas, de las historias del cielo de Bretaña, del Nibelungenlied, de la Comedia dantesca, y del Orlando furioso. Y por supuesto ése es el espíritu de las dos obras orientales que más han influido en nuestra civilización: la Biblia y Las mil y una noches. Algo de la Biblia y de Las mil y una noches dura en Cien años de soledad, aunque por supuesto transfigurado por una enorme capacidad de invención. Gabriel García Márquez solía decir a sus amigos que aquella novela torrencial que estaba escribiendo era una suerte de Biblia, y la verdad es que algunas cosas en ella se le asemejan. No sólo su insistente tema familiar, la sucesión de los linajes, la exploración de las redes del parentesco, de sus tentaciones y de sus peligros, sino el hecho central de que la novela, como la Biblia, va inexorablemente de su Génesis a su Apocalipsis. Macondo es el resultado de una travesía, de un comienzo nutrido por los mitos del Éxodo y del Diluvio, pero sembrado en una tierra nueva, y marcado, como todo comienzo mítico, por una culpa, por la conciencia de un crimen original. Se nutre también del tema de una escritura profética, de un texto que prefigura la realidad y que en las últimas páginas se confunde con ella. Las destrucciones y desintegraciones a las que nos someten las últimas páginas ocurren a la vez en el pueblo y en los pergaminos que Aureliano Babilonia apresuradamente descifra, y son la metáfora angustiosa del libro que se está agotando en nuestras manos. Ahí está nuestro génesis: el padre mítico atado al árbol que es a la vez toda la sabiduría y toda la locura; la madre mítica exaltada en el centro de gravedad de su universo; el mundo americano surgiendo bajo la forma de una geografía desmesurada y hostil, deslumbrante y embrujada; «aquel paraíso de humedad y silencio anterior al pecado original», donde «los machetes destrozaban lirios sangrientos y salamandras doradas» y donde los hombres avanzaban «alumbrados apenas por la tenue reverberación de los insectos luminosos y con los pulmones agobiados por un sofocante olor de sangre».

Lo que más asombró al barón de Humboldt en su viaje por la América ecuatorial fue la imposibilidad de encontrar como en Europa bosques de una sola especie vegetal, porque en cada pequeño espacio proliferaban decenas de especies distintas. Lo que mejor ilustra la pertenencia de García Márquez a este universo tropical es la abundancia febril de las formas de su imaginación; no sólo la vivacidad de los elementos y la intensidad del color, eso que Chesterton llamaría, hablando del origen criollo de Robert Browning, «una teoría de orquídeas y de cacatúas», sino incluso la tendencia continua de Cien años de soledad a contrastar distintas etapas de la metamorfosis de los hechos y de las cosas. Un estudio de las mutaciones y las carcomas del tiempo, una voluntad de ver el mundo no en su quietud y en su eternidad sino en el calidoscopio de sus transformaciones incesantes. En esta obra nada permanece, todo está cambiando ante nuestros ojos, la sucesión de los nombres con ligeras variaciones no son un juego de ingenio sino un énfasis adicional sobre las costumbres del tiempo que hace surgir a los seres humanos corno a las generaciones de los pájaros y de las mariposas, que prodiga el polen y la simiente vital sólo para mostrar, para ostentar ante nadie el milagro de su fecundidad, y que con la misma abundancia prodiga a la. vez los daños y las destrucciones.

Desde el primer momento, el recurso central de la novela es el desplazamiento en el tiempo que muestra al narrador como un ser capaz de abarcar la sucesión de los hechos y la plenitud de las edades, y nos hace sentir la afinidad de la novela misma con el tono profético de los pergaminos del gitano. La coexistencia de todos los tiempos nos conmueve sin tregua con el espectáculo sucesivo y casi simultaneo del esplendor y de la decadencia, la plenitud y la decrepitud de seres y cosas. La volvedora fórmula de «muchos años después» nos lleva y nos trae sin cesar al antojo de la memoria, mostrándonos la inconstancia de las cosas, la fragilidad de la belleza, lo tornadizo de toda fuerza, de toda prosperidad, de toda plenitud. Ahí está Macondo en uno de sus momentos iniciales, ordenado y pleno, brillando bajo un sol bien repartido, mientras el concierto de los relojes en toda la aldea alcanza «la culminación de un mediodía exacto y unánime con el valse completo», un pueblo donde se siembran almendros en vez de acacias y donde alguien descubre «el método para hacerlos eternos», pero gracias al conjuro central vemos surgir de inmediato lo que sería «muchos años después»: «un campamento de casas de madera y techos de zinc, [donde] todavía perduraban en las calles más antiguas los almendros rotos y polvorientos, aunque nadie sabía entonces quién los había sembrado». Juego con el tiempo del presentimiento y de la evocación vuelven y vuelven sin cesar. El rejuvenecido Melquiades se quita la dentadura postiza «un instante fugaz en que volvió a ser el mismo hombre decrépito de los años anteriores» y después sonríe de nuevo «con un dominio pleno, de su juventud restaurada».

Al autor no le basta mostrarnos cómo vieron los viajeros al despertar este espectáculo asombroso:

Frente a ellos, rodeado de helechos y palmeras, blanco y polvoriento en la silenciosa luz de la mañana, estaba un enorme galeón español. Ligeramente volteado a estribor, de su arboladura intacta colgaban las piltrafas escuálidas del velamen, entre jarcias adornadas de orquídeas. El casco, cubierto con una tersa coraza de rémora petrificada y musgo tierno, estaba firmemente enclavado en un suelo de piedras. Toda la estructura parecía ocupar un ámbito propio, un espacio de soledad y olvido, vedado a los vicios del tiempo y a las costumbres de los pájaros. En el interior, que los expedicionarios exploraron con un fervor sigiloso, no había nada más que un apretado bosque de flores.

Como si este relato no le pareciera suficientemente asombroso y deleitable, se permite mostrarnos, seis líneas después, el mismo lugar transfigurado por los años y convertido en un cuadro de muy distinta belleza: «Muchos años después, el coronel Aureliano Buendía volvió a atravesar la región, cuando era ya una ruta regular del correo, y lo único que encontró de la nave fue el costillar carbonizado en medio de un campo de amapolas».

Es uno de sus secretos: mientras la magia en los relatos clásicos suele ser instantánea, un momento que rompe las leyes de la lógica o de la física, la suya nos muestra la persistencia del hecho mágico en el tiempo y con ello le confiere un grado de verdad que vence nuestro escepticismo. No nos dice, como en los cuentos de hadas, que un hombre se convirtió súbitamente en otra cosa, nos muestra a alguien interrogando a un gitano armenio que acaba de tomarse un jarabe para hacerse invisible, nos dice que «el gitano lo envolvió en el clima atónito de su mirada, antes de convenirse en un charco de alquitrán pestilente y humeante sobre el cual quedó flotando la resonancia de su respuesta», y después de contar cómo la gente se dispersa lentamente atraída por otros espectáculos, vuelve la vista vigilante, hasta que «el charco del armenio taciturno se evaporó por completo». Esa magia que sigue el proceso, es la misma convincente magia mediante la cual Dante nos muestra cómo en el infierno, abrazados un hombre y una serpiente, gradualmente el hombre se va convirtiendo en serpiente y la serpiente en hombre, y que le permite añadir que se parece al papel que está siendo devorado por el fuego, y a esa zona donde ya la blancura ha desaparecido pero que todavía no es negra.

Su afinidad con la Biblia es esa tradición de la escritura que busca su libro absoluto, pero su afinidad con Scheherezada está en que Cien años de soledad es fruto de una cultura intensamente oral. Es significativo que el autor reitere que para escribirlo se inspiró en el tono de la voz de su abuela que narraba con reposada convicción los hechos más increíbles. Uno de los padres míticos de García Márquez es Francisco el Hombre, el juglar que derrotó al diablo en un duelo de improvisación de cantos. La música de su tierra natal está enriquecida por el tono narrativo y noticioso, y el periodista García Márquez tiene siempre la actualidad en la punta de la lengua como esos cantos de sus pueblos del valle y de las ciénagas. La música es un asunto central en esta novela, su sintaxis responde a un ritmo sutil y eficaz, García Márquez compone sus obras con minuciosidad de artesano y, como decían de Cervantes, «con oído de músico callejero». Sus páginas casi reclaman ser leídas en voz alta, y satisfacen esa exigencia con una sonoridad extraordinaria y una fluidez poco usual en nuestras letras. Aquí también la verosimilitud es asunto de ritmo, las cosas son verdaderas por cumplir un papel necesario el conjunto, por ingresar en la armonía.

Auden habla de la extrañeza que siempre le produjo en la obra de Shakespeare el hecho de que, cuando Lear enloquece, el bufón desaparece. Siendo uno de los personajes más importantes y más memorables, parece un desperdicio o una distracción esa desaparici6n repentina e inexplicada. Pero esa extrañeza le permitió a Auden llegar a una notable conclusión: el hecho pudo no haber sido consciente, o pudo obedecer a esos asuntos de orden práctico que no existen para los escritores solitarios pero sí para un dramaturgo enfrentado a las limitaciones cotidianas del teatro, pero Shakespeare tenía un profundo sentido de la coherencia y de la armonía, y en realidad la desaparición del bufón es una necesidad de la historia. El bufón es el principio de realidad del rey, es el único que se atreve a decirle la verdad. Loco el rey, el bufón no tiene función en la historia, pues el rey ha perdido su principio de realidad. El bufón era la cordura del rey, ahora, de algún modo, el rey es ya el bufón.

En la obra de García Márquez yo siento a menudo esa poesía, esa irrupción de episodios, de personajes y de fenómenos que vienen a satisfacer una expectativa creada por el ritmo de la historia y que nos producen la sensación profunda de que algo ha llegado a su plenitud. Al comienzo todo es arraigo y encierro, y lo único aparentemente extraño se manifiesta como magia y espectáculo, son las fanfarrias cíclicas y teatrales de los gitanos. Pero algo en el tono empieza a sentir la necesidad de seres humanos que vengan de un mundo distinto. La búsqueda de un camino hacia el mundo exterior había sido una de las obsesiones del patriarca de los Buendía. Y finalmente su hijo ha podido alejarse, aunque ciertamente no llevado por la curiosidad sino por la necesidad de huir, no atraído por el mundo exterior sino expulsado por el propio. Quiero evocar aquí al primer ser verdaderamente forastero que llega a la novela, a la desolada e inolvidable Rebeca Buendia. La muchacha adoptada que llega a formar parte de la familia, pero que no pierde jamás su condición de ser ajeno y extranjero. Está en ella, y en la relación de los otros con ella, ese vértigo de los orígenes oscuros e incluso el desamparo de lo que carece de origen. Rebeca viene de otro mundo, pero la realidad de la novela la necesita, y por eso antes de aparecer físicamente aparece como un presentimiento. La frase con la que Aureliano afirma su presagio es de una extraña belleza: «No sé quién será, pero el que sea ya viene en camino».

La aparición de esta niñita es de una intensidad extraordinaria. Llega con «un talego de lona que hacía un permanente ruido de cloc cloc cloc, donde llevaba los huesos de sus padres». La carta que trae sirve más para confundir que para aclarar. El remitente es tan desconocido como los personajes a quienes corresponden los huesos, la procedencia de la carta es incomprensible, la amistad invocada, inexistente, el origen, Manaure, inexplicable, la niña, inexpresiva. Pero esa tenaz acumulación de sinsentidos produce el efecto de un hecho indudable, y el exceso de inverosimilitud produce ya lo verosímil. La familia la acoge, y como un esfuerzo adicional por darle un lugar en el orden del mundo, ya que Rebeca parece florar sobre el vacío absoluto, Aureliano tiene la paciencia de leer frente a ella todo el santoral sin conseguir que reaccione ame ningún nombre. Trae, sin embargo, «un escapulario con las imágenes borradas por el sudor y en la muñeca derecha un colmillo de animal carnívoro montado en un soporte de cobre como amuleto contra el mal de ojo», Esa posición fronteriza entre un vago universo cristiano y el universo mágico tropical, unida a su silencio ausente que llega a hacer pensar a todos que es sordomuda, definen a Rebeca de un modo pleno. Sentimos que está en la frontera de todo, que no pertenece a sitio alguno, que no responde a ningún nombre. En vano más tarde ante cierros estímulos dará muestras de gracia, de inteligencia, de laboriosidad y de refinamiento: desde el comienzo Rebeca no tiene lugar en el mundo, cada vez que un hecho poderoso la conmueva volverá a ser esa criatura inerme y muda que se alimenta de tierra y que se encoge a solas en los rincones, pasará por la novela como uno de los seres más patéticos, el más solitario tal vez en un mundo de solitarios, y la veremos perderse al final en la misma niebla de lo olvidado y de lo inconcluso. ¿Cómo extrañarnos entonces de que sea precisamente ese ser que no tiene pasado el que trae para todos el olvido? Es Rebeca, por supuesto, quien trae al pueblo el contagio de la peste del insomnio.

La manera como los personajes tratan de escapar a su destino o de gobernarlo está también cargada aquí de extraña fuerza poética. Estamos ante un mundo donde todo lo que nace está amenazado, asediado por las fuerzas de una realidad que no está bajo el control del hombre. A mí por ejemplo me conmueve la relación que tiene con el agua el coronel Aureliano Buendía. Se diría que trata de huirle, que trata de negarla continuamente, y me asombra que haya en un autor una tal percepción de las fuerzas que gobiernan a un personaje, para que, acaso sin advertirlo, lo haga ser continuamente fiel a unas obsesiones y a unos recuerdos. Aureliano surge ante nosotros como un niño recién nacido que mira fijamente hacia el techo de palma «que parecía a punto de derrumbarse bajo la tremenda presión de la lluvia». Lo primero que advierte, y lo advierte claramente, es el clamor del peligro en el poder destructivo del agua en movimiento. Casi se diría que es por esa obsesión que el coronel Aureliano Buendía vive como un hecho central de su vida la fascinación por el hielo, donde el agua está inmóvil y parece haber perdido su capacidad destructiva. Seguramente es una interpretación arbitraria, pero algún sentido tiene que tener el hecho de que, enfrentado al pelotón de fusilamiento, enfrentado de nuevo, como en el primer momento de su vida, a un poder destructivo, la imagen que aparezca en su mente sea justamente la de aquel bloque de hielo que vio en una mañana prodigiosa de su infancia. ¿Recordaré también que ese guerrero indescifrable que, según Úrsula, no amó jamás a nadie, pasa los últimos años de su vida fabricando pescaditos de oro, y que también en ese ritual hay no sé qué simbólica negación, no sé qué mágica destrucción del poder del agua en fuga? Un infinito aludir al agua por el camino industrioso de prescindir brillantemente de ella. Pero el tiempo también es un río, la orfebrería una buena manera de discurrir por él, y trabajar con oro es un buen oficio para alguien que se llama Aureliano.

La novela está tejida de numerosas correspondencias y de simetrías, y es posible encontrar en ella, en lecturas más lentas y deleitables, muchos dibujos que escapan a la mirada inicial. Pero cuando uno ya conoce aproximadamente la historia, cuando deja de estar cautivo de las peripecias, del destino vistoso o tremendo de cada personaje, de las perplejidades y los exabruptos y las bromas y los milagros que mantienen la intriga y que van desovillando ese siglo de extravagancias y de soledades, también puede empezar a detenerse en la minuciosidad del tejido. Ya no estamos todo el tiempo tratando de entender las claves de la locura de José Arcadio Buendía, conmoviéndonos ante su amistad final con Prudencia Aguilar, buscando desentrañar el nudo negro del corazón de Amaranta, o imaginando la canción última de Pietro Crespi, ya no estamos tratando de imaginar el estilo en que estaban escritos los pergaminos de Melquiades, ni descifrando los rencores de Rebeca, los escrúpulos de Fernanda del Carpio, la voz imperceptible de Santa Sofía de la Piedad, los laberintos del alma de Úrsula, o la soledad epigonal de Aureliano Babilonia, y podemos deleitarnos también con el tejido de circunstancias, de frases memorables, de episodios menudos, con los mil y un recursos de armonía que hacen de Cien años de soledad uno de los libros más bien escritos, más bien soñados, más gozosa y minuciosamente imaginados de la literatura.

Veremos un gitano corpulento de barba montaraz y manos de gorrión, y las pailas arrastrándose en desbandada detrás de los fierros mágicos de Melquiades, y en una armadura del siglo XV soldada por el óxido un esqueleto calcificado que lleva al cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer; veremos un hombre que navega por mares incógnitos, visita territorios deshabitados y traba relación con seres espléndidos sin necesidad de abandonar su gabinete; veremos a una mirada asiática que parece conocer el otro lado de las cosas, un chaleco patinado por el verdín de los siglos, una sabia exposición sobre las virtudes diabólicas del cinabrio, y el alambique de tres brazos de María la Judía; veremos treinta doblones en una cazuela fundidos con raspadura de cobre, oropimente, azufre y plomo, y nos reiremos viendo una mezcla trabajada con el mercurio hermético y el vitriolo de Chipre y vuelta a cocer en manteca de cerdo a falta de aceite de tábano. Como alguna vez en la historia de América, veremos a alguien que traza un mapa con rabia, exagerando de mala fe las dificultades de comunicación, veremos un gigante de torso peludo y cabeza rapada, con un anillo de cobre en la nariz y una pesada cadena de hierro en el tobillo, custodiando un cofre de pirata, veremos el cuerpo de Melquiades abandonado al apetito de los calamares. Veremos capítulos donde el autor pasa de las complejidades de la muerte a las complejidades del deseo, y logra mostrar tanta inventiva y tanta intensidad en el trato de lo lúgubre como en los matices de la voluptuosidad. Veremos esa destreza literaria que le permite decir: «Los goznes soltaron un quejido lúgubre y articulado, que tuvo una resonancia helada en sus entrañas». Cualquiera sabe enseguida qué es un quejido lúgubre y articulado, cómo es una resonancia helada en las entrañas, pero sólo la poesía sabe decirlo así.

Pienso ahora en esa maravillosa descripción que se hace en el segundo capítulo del primer acto de amor de un muchacho. El amor vivido como un desconcierto, como una pasión en el sentido pasivo del término, como una remembranza, como una despedida de la infancia, como un desorden físico, como un despertar de la fisiología, y como un habituarse a la incertidumbre.

La nitidez narrativa de esta novela convive con un estilo barroco lleno de fusiones y sincretismos, que busca o inventa correspondencias entre los mitos occidentales y los mitos criollos. Así como Legarda fusionó la Pacha Mama con la virgen alada del Apocalipsis, así como los artífices de la Colonia fundieron el águila bicéfala de los Andes con el águila bicéfala de los Austrias, aquí el chocolate americano produce levitaciones cristianas, y el ser más pagano de todos termina ascendiendo al cielo en cuerpo y alma entre un aleteo de sábanas domésticas. Como en los mitos de los desana del Vaupés, hay en Cien años de soledad una carnalidad e incluso una cercanía de la animalidad que alteran y perturban continuamente la vida. Pero en su tejido no sobrevive ninguna convención, ningún esquema, hay roda suene de cruces y de convergencias, y a Macondo veremos llegar al mismo tiempo a los indios y a los árabes.

Es continuo el sabor de la poesía en esta novela, esa virtud de no agotarse en sólo grandes tramas y retratos e intrigas, sino poder hablar continuamente a la sensibilidad, prodigar esas revelaciones, esos detalles, esas sorpresas que nos hacen sentir en presencia de la vida en una forma compleja e impredecible, y cada vez que abrimos la novela ocurren cosas que no parecían haber ocurrido antes: la palabra Macondo es dictada por un sueño; una fecha de nacimiento queda reducida al último martes en que cantó la alondra en el laurel; a Aureliano en la boda el anillo se le cae y tiene que detenerlo con el pie; a Rebeca a su vez en la noche de bodas le muerde el pie un alacrán que se le había metido en la pantufla, y pasa la luna de miel con la lengua entumecida; Pierro Crespi se enjuga la frente con un pañuelo impregnado de espliego; Úrsula prepara un brebaje de acónito para llamar al sueño; José Arcadio acaricia a Rebeca los tobillos con la yema de los dedos; Amaranta y sus amigas ven pasar a alguien paralizadas con las agujas en el aire; Remedios refuerza el cobertizo de palma del patriarca loco con lonas impermeables en tiempo de tormenta; Amaranta conspira un chorro de láudano en el café de Rebeca; la corona de azahares aparece pulverizada por las polillas; un platillo de cobre suena por todas partes; Amaranta le atranca a su novio los hilos descosidos en los puños de la camisa; vemos un cuchitril oloroso a telaraña alcanforada; el padre Nicanor trata de impresionar a las autoridades con el milagro de la levitación, y un soldado lo descalabra de un culatazo.

¿Qué es la imaginación sino una combinación de los infinitos datos de la memoria y dirigida sólo por los énfasis de la sensibilidad? ¿Qué es la literatura sino el mundo reconstruido por la emoción, reinventado por el deseo? Volvemos la mirada sobre la novela y la encontramos aún llena de promesas, y es un río sin nombre, una ciénaga sin límites, un mar secreto, una lluvia sin freno, un bloque de hielo donde se ha quedado detenido el recuerdo.

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