La poesía en Cien años de soledad
Tomado de
La herida en la piel de la diosa
William Ospina
Aguilar – 2003
pp. 91 y ss.
Por William Ospina
Hay un momento de Cien años de soledad que me conmueve de una manera especial. Es
aquel en que el joven José Arcadio, quien acaba de enterarse de que va a ser
padre, trata de escapar de la tremenda responsabilidad del hecho, y encuentra
en una carpa a una gitana que se convierte en su refugio y en su camino hacia
la fuga. Esta borrosa gitana, «una ranita lánguida, de senos incipientes y
piernas delgadas», es el opuesto exacto de Pilar Ternera, a quien José Arcadio
necesita olvidar. La otra era sensual y excesiva, y su risa espantaba a las
palomas; de ésta el autor puede decirnos, con su gracia de siempre: «La gitana
se deshizo de sus corpiños superpuestos, de sus numerosos pollerines de encaje
almidonado, de su inútil corsé alambrado, de su carga de abalorios, y quedó
prácticamente convertida en nada», García Márquez no se detiene en largos
análisis del estado del alma del muchacho, no nos dice que en el momento de
seducir a la gitana su espíritu está lleno a la vez de escrúpulos y de
sentimientos de culpa, pero nos permite adivinarlo, por un procedimiento
inusual en la narrativa de la época: mediante una especie de contrapunto entre
las figuras del primer plano y lo que ocurre en el fondo de la escena, De un
modo bellamente cinematográfico, mientras José Arcadio se estrecha contra la
espalda de la gitana para impresionarla y seducirla, vemos en el fondo «el
triste espectáculo del hombre que se convirtió en víbora por desobedecer a sus
padres», Sin duda1García Márquez no se propone hacernos sentir que ese fondo
traduce el esto de ánimo del personaje, tal vez sólo ha sentido la necesidad de
pintar allí un espectáculo a la vez pintoresco y terrible, por la seducción de
la gitana por el adolescente atormentado queda unida en nuestra sensibilidad y
en nuestra imaginación al episodio triste y monstruoso del hombre víbora, y
dado que convertirse en animal o llegar a poseer un atributo animal es en esta
novela uno de los más persistentes nombres de la culpa, nada impedirá que por
un recurso visual memorable un sentimiento de culpa esté en el fondo de esta
seducción. Poco después, en el momento en que la gitana accede, cuando se
define el nuevo destino de José Arcadio, quien dos días más tarde se irá con
los gitanos, el espectáculo ha cambiado, y ahora es «la prueba terrible de la
mujer que tendrá que ser decapitada todas las noches a esta hora durante ciento
cincuenta años, como castigo por haber visto lo que no debía».
Los elementos prodigiosos no son aquí caprichos
sino un poderoso lenguaje condensado que trae riqueza e intensidad a la acción.
Estos contrapuntos entre el primer plano y el fondo, contrapuntos pictóricos,
abundan en la novela, y están siempre cargados de significación. Una versión
cinematográfica de Cien años de soledad, harto improbable pero no imposible,
exigiría una permanente atención sobre esos juegos de planos, sobre la mágica
nitidez de sus texturas y de sus profundidades.
Cuando regresa, años después, José Arcadio se ha
convertido en otro. No es una convención. Suele decirse que los viajes cambian
a los hombres, pero García Márquez no se limita a mostrar los cambios que se
han operado en el mismo personaje: prefiere de un modo mágico mostrarnos a José
Arcadio físicamente como otro hombre. Desmesurado, cambiado en una suerte de
ogro tierno, con una fuerza descomunal, con el cuerpo tatuado, no parece ya del
todo humano, parece haberse transformado en uno de esos espectáculos que
exhibían los gitanos con los que se fue. Muchas páginas después es su madre
Úrsula quien perfecciona ese cambio, en el capítulo tremendo de su vejez cuando
gracias a la ceguera se le hace perceptible la forma del destino de sus hijos.
Allí evoca a José Arcadio volviendo de su largo viaje «pintado como una
culebra», y en ese momento sentimos que el espectáculo que vio el muchacho en
el momento de romper con su mundo original fue como una prefiguración de su
destino, de su desarraigo, de su extrañamiento, de la distancia que habría ya
para siempre entre él y los suyos. Así obran estas magias por contagio, hay
aquí una manera de pensar y de sentir que no es familiar en la novela
occidental, que se resuelve en imágenes y en variaciones, como aureola o
resplandor de los hechos centrales. Se diría que hay algo de estirpe indígena
en este modo de presentar los hechos y de no resolverlos mediante
argumentaciones, digresiones y teorías, sino mediante trazos y figuras, que
satisfacen a un tiempo al sentimiento y a la imaginación. García Márquez
pertenece a un mundo profundamente influenciado por ese pensamiento mágico,
pero suele repetir que a pesar de saber muy bien cómo era la historia, o el río
de historias que pensaba narrar, encontró con claridad su tono y la certidumbre
de sus recursos cuando leyó Pedro Páramo. Tal vez lo afectó allí la libertad con
que Rulfo se deja influir por el viento de las voces campesinas, por el modo de
estos sueños americanos, por la persistencia en la vida cotidiana de los mitos
profundos .de su pueblo.
Así, nada sabemos de la singular relación que hay
entre la madre, Úrsula Iguarán, y su hijo mayor, José Arcadio, hasta el día en
que éste decide abandonar el pueblo, enrolado en la tropa de los gitanos. En
cuanto se da cuenta de su ausencia, Úrsula sale en su búsqueda abandonando todo
lo demás, su marido, su casa, sus otros hijos, dejando de ser el centro de
gravedad de su mundo. José Arcadio es el primer nativo que abandona aquel
pueblo y se da al mundo distante con el que su padre siempre ha soñado. Yendo
tras él Úrsula llega a sentirse tan lejos que ya ni piensa en regresar, y
encuentra al fin el camino hacia el mundo que todos los hombres del pueblo
habían buscado en vano. Años después, el hijo regresa transformado por la
ausencia, cruza el pueblo y la casa y avanza sin detenerse por los pasillos y
los cuartos saludando con parquedad a quienes ve, pero solo siente que ha
llegado al final de su viaje cuando encuentra a Úrsula. Está desandando el
camino de su fuga, el camino por el cual su madre lo había seguido, y sólo se
detiene al llegar nuevamente hasta ella. Ese doble movimiento que primero nos
revela la importancia que tiene para ella este hijo, y después la importancia
que ella tiene para él, muestra ella invisible e invencible que los une y que
nunca delataron sus diálogos. Y es por este dibujo secreto, intensamente
trazado en nosotros por el relato, es por ese surco entre ambos, que, sin
saberlo, estamos dispuestos a creer uno de los episodios fantásticos más
poderosos de la novela, aquel en que un hilo de sangre sale del hijo muerto, va
recorriendo pasillos y calles y andenes, y no se detiene hasta encontrar a
Úrsula y llevarle el mensaje de la muerte. De nuevo vemos el movimiento
contrario, y es ella ahora quien siguiendo el hilo encuentra al final el
cadáver de su hijo. Este dibujo ancestral del hilo de sangre que busca una
fuente es una de las imágenes más bellas y memorables de la novela, y sospecho
que nuestra mente la hospeda con tanta facilidad y gratitud porque no es un
trazo arbitrario sino una necesidad de la historia nos muestra poderosamente,
con el poder de la poesía y del mito, la inesperada relación del hijo con la
madre, el lazo de la sangre materna convertida en camino del hijo, sendero de
sus fugas y de sus retornos, de su soledad y de su muerte.
Algo en la moderna novela occidental ha tendido a
abandonar los juegos libres de la imaginación, a subordinar las historias a las
ideas y a abundar en tesis y en teorías. Desde las minuciosas reflexiones de
Dostoievski sobre los motivos de la conducta humana, pasando por la sobre
abundancia de propósitos intelectuales del infinito Ulises de James Joyce,
hasta el tono ensayístico de muchas novelas de Thomas Mann, la narrativa
procuró a menudo abandonar el viejo hábito de soñar libremente, de dar vuelo a
la imaginación y de permitir que lo fantástico y lo real se combinaran a su
antojo. Ese había sido el espíritu de
las epopeyas clásicas, de las historias del cielo de Bretaña, del Nibelungenlied, de la Comedia dantesca, y del Orlando furioso. Y por supuesto ése es
el espíritu de las dos obras orientales que más han influido en nuestra
civilización: la Biblia y Las mil y una
noches. Algo de la Biblia y de Las
mil y una noches dura en Cien años de
soledad, aunque por supuesto transfigurado por una enorme capacidad de
invención. Gabriel García Márquez solía decir a sus amigos que aquella novela
torrencial que estaba escribiendo era una suerte de Biblia, y la verdad es que
algunas cosas en ella se le asemejan. No sólo su insistente tema familiar, la
sucesión de los linajes, la exploración de las redes del parentesco, de sus
tentaciones y de sus peligros, sino el hecho central de que la novela, como la
Biblia, va inexorablemente de su Génesis a su Apocalipsis. Macondo es el
resultado de una travesía, de un comienzo nutrido por los mitos del Éxodo y del
Diluvio, pero sembrado en una tierra nueva, y marcado, como todo comienzo
mítico, por una culpa, por la conciencia de un crimen original. Se nutre
también del tema de una escritura profética, de un texto que prefigura la
realidad y que en las últimas páginas se confunde con ella. Las destrucciones y
desintegraciones a las que nos someten las últimas páginas ocurren a la vez en
el pueblo y en los pergaminos que Aureliano Babilonia apresuradamente descifra,
y son la metáfora angustiosa del libro que se está agotando en nuestras manos.
Ahí está nuestro génesis: el padre mítico atado al árbol que es a la vez toda
la sabiduría y toda la locura; la madre mítica exaltada en el centro de
gravedad de su universo; el mundo americano surgiendo bajo la forma de una
geografía desmesurada y hostil, deslumbrante y embrujada; «aquel paraíso de
humedad y silencio anterior al pecado original», donde «los machetes
destrozaban lirios sangrientos y salamandras doradas» y donde los hombres
avanzaban «alumbrados apenas por la tenue reverberación de los insectos
luminosos y con los pulmones agobiados por un sofocante olor de sangre».
Lo que más asombró al barón de Humboldt en su
viaje por la América ecuatorial fue la imposibilidad de encontrar como en
Europa bosques de una sola especie vegetal, porque en cada pequeño espacio
proliferaban decenas de especies distintas. Lo que mejor ilustra la pertenencia
de García Márquez a este universo tropical es la abundancia febril de las
formas de su imaginación; no sólo la vivacidad de los elementos y la intensidad
del color, eso que Chesterton llamaría, hablando del origen criollo de Robert
Browning, «una teoría de orquídeas y de cacatúas», sino incluso la tendencia
continua de Cien años de soledad a
contrastar distintas etapas de la metamorfosis de los hechos y de las cosas. Un
estudio de las mutaciones y las carcomas del tiempo, una voluntad de ver el
mundo no en su quietud y en su eternidad sino en el calidoscopio de sus
transformaciones incesantes. En esta obra nada permanece, todo está cambiando
ante nuestros ojos, la sucesión de los nombres con ligeras variaciones no son
un juego de ingenio sino un énfasis adicional sobre las costumbres del tiempo
que hace surgir a los seres humanos corno a las generaciones de los pájaros y
de las mariposas, que prodiga el polen y la simiente vital sólo para mostrar,
para ostentar ante nadie el milagro de su fecundidad, y que con la misma
abundancia prodiga a la. vez los daños y las destrucciones.
Desde el primer momento, el recurso central de la
novela es el desplazamiento en el tiempo que muestra al narrador como un ser
capaz de abarcar la sucesión de los hechos y la plenitud de las edades, y nos
hace sentir la afinidad de la novela misma con el tono profético de los
pergaminos del gitano. La coexistencia de todos los tiempos nos conmueve sin tregua
con el espectáculo sucesivo y casi simultaneo del esplendor y de la decadencia,
la plenitud y la decrepitud de seres y cosas. La volvedora fórmula de «muchos
años después» nos lleva y nos trae sin cesar al antojo de la memoria,
mostrándonos la inconstancia de las cosas, la fragilidad de la belleza, lo
tornadizo de toda fuerza, de toda prosperidad, de toda plenitud. Ahí está
Macondo en uno de sus momentos iniciales, ordenado y pleno, brillando bajo un
sol bien repartido, mientras el concierto de los relojes en toda la aldea
alcanza «la culminación de un mediodía exacto y unánime con el valse completo»,
un pueblo donde se siembran almendros en vez de acacias y donde alguien
descubre «el método para hacerlos eternos», pero gracias al conjuro central
vemos surgir de inmediato lo que sería «muchos años después»: «un campamento de
casas de madera y techos de zinc, [donde] todavía perduraban en las calles más
antiguas los almendros rotos y polvorientos, aunque nadie sabía entonces quién
los había sembrado». Juego con el tiempo del presentimiento y de la evocación
vuelven y vuelven sin cesar. El rejuvenecido Melquiades se quita la dentadura
postiza «un instante fugaz en que volvió a ser el mismo hombre decrépito de los
años anteriores» y después sonríe de nuevo «con un dominio pleno, de su juventud
restaurada».
Al autor no le basta mostrarnos cómo vieron los
viajeros al despertar este espectáculo asombroso:
Frente a ellos, rodeado de helechos y palmeras, blanco y polvoriento en
la silenciosa luz de la mañana, estaba un enorme galeón español. Ligeramente volteado
a estribor, de su arboladura intacta colgaban las piltrafas escuálidas del velamen,
entre jarcias adornadas de orquídeas. El casco, cubierto con una tersa coraza
de rémora petrificada y musgo tierno, estaba firmemente enclavado en un suelo
de piedras. Toda la estructura parecía ocupar un ámbito propio, un espacio de
soledad y olvido, vedado a los vicios del tiempo y a las costumbres de los
pájaros. En el interior, que los expedicionarios exploraron con un fervor
sigiloso, no había nada más que un apretado bosque de flores.
Como si este relato no le pareciera
suficientemente asombroso y deleitable, se permite mostrarnos, seis líneas
después, el mismo lugar transfigurado por los años y convertido en un cuadro de
muy distinta belleza: «Muchos años después, el coronel Aureliano Buendía volvió
a atravesar la región, cuando era ya una ruta regular del correo, y lo único
que encontró de la nave fue el costillar carbonizado en medio de un campo de
amapolas».
Es uno de sus secretos: mientras la magia en los
relatos clásicos suele ser instantánea, un momento que rompe las leyes de la
lógica o de la física, la suya nos muestra la persistencia del hecho mágico en
el tiempo y con ello le confiere un grado de verdad que vence nuestro
escepticismo. No nos dice, como en los cuentos de hadas, que un hombre se
convirtió súbitamente en otra cosa, nos muestra a alguien interrogando a un
gitano armenio que acaba de tomarse un jarabe para hacerse invisible, nos dice
que «el gitano lo envolvió en el clima atónito de su mirada, antes de
convenirse en un charco de alquitrán pestilente y humeante sobre el cual quedó
flotando la resonancia de su respuesta», y después de contar cómo la gente se
dispersa lentamente atraída por otros espectáculos, vuelve la vista vigilante,
hasta que «el charco del armenio taciturno se evaporó por completo». Esa magia
que sigue el proceso, es la misma convincente magia mediante la cual Dante nos muestra
cómo en el infierno, abrazados un hombre y una serpiente, gradualmente el
hombre se va convirtiendo en serpiente y la serpiente en hombre, y que le
permite añadir que se parece al papel que está siendo devorado por el fuego, y
a esa zona donde ya la blancura ha desaparecido pero que todavía no es negra.
Su afinidad con la Biblia es esa tradición de la
escritura que busca su libro absoluto, pero su afinidad con Scheherezada está
en que Cien años de soledad es fruto
de una cultura intensamente oral. Es significativo que el autor reitere que para
escribirlo se inspiró en el tono de la voz de su abuela que narraba con
reposada convicción los hechos más increíbles. Uno de los padres míticos de
García Márquez es Francisco el Hombre, el juglar que derrotó al diablo en un
duelo de improvisación de cantos. La música de su tierra natal está enriquecida
por el tono narrativo y noticioso, y el periodista García Márquez tiene siempre
la actualidad en la punta de la lengua como esos cantos de sus pueblos del
valle y de las ciénagas. La música es un asunto central en esta novela, su
sintaxis responde a un ritmo sutil y eficaz, García Márquez compone sus obras
con minuciosidad de artesano y, como decían de Cervantes, «con oído de músico
callejero». Sus páginas casi reclaman ser leídas en voz alta, y satisfacen esa
exigencia con una sonoridad extraordinaria y una fluidez poco usual en nuestras
letras. Aquí también la verosimilitud es asunto de ritmo, las cosas son verdaderas
por cumplir un papel necesario el conjunto, por ingresar en la armonía.
Auden habla de la extrañeza que siempre le
produjo en la obra de Shakespeare el hecho de que, cuando Lear enloquece, el
bufón desaparece. Siendo uno de los personajes más importantes y más
memorables, parece un desperdicio o una distracción esa desaparici6n repentina
e inexplicada. Pero esa extrañeza le permitió a Auden llegar a una notable
conclusión: el hecho pudo no haber sido consciente, o pudo obedecer a esos
asuntos de orden práctico que no existen para los escritores solitarios pero sí
para un dramaturgo enfrentado a las limitaciones cotidianas del teatro, pero
Shakespeare tenía un profundo sentido de la coherencia y de la armonía, y en
realidad la desaparición del bufón es una necesidad de la historia. El bufón es
el principio de realidad del rey, es el único que se atreve a decirle la
verdad. Loco el rey, el bufón no tiene función en la historia, pues el rey ha
perdido su principio de realidad. El bufón era la cordura del rey, ahora, de
algún modo, el rey es ya el bufón.
En la obra de García Márquez yo siento a menudo
esa poesía, esa irrupción de episodios, de personajes y de fenómenos que vienen
a satisfacer una expectativa creada por el ritmo de la historia y que nos
producen la sensación profunda de que algo ha llegado a su plenitud. Al
comienzo todo es arraigo y encierro, y lo único aparentemente extraño se
manifiesta como magia y espectáculo, son las fanfarrias cíclicas y teatrales de
los gitanos. Pero algo en el tono empieza a sentir la necesidad de seres
humanos que vengan de un mundo distinto. La búsqueda de un camino hacia el
mundo exterior había sido una de las obsesiones del patriarca de los Buendía. Y
finalmente su hijo ha podido alejarse, aunque ciertamente no llevado por la
curiosidad sino por la necesidad de huir, no atraído por el mundo exterior sino
expulsado por el propio. Quiero evocar aquí al primer ser verdaderamente
forastero que llega a la novela, a la desolada e inolvidable Rebeca Buendia. La
muchacha adoptada que llega a formar parte de la familia, pero que no pierde
jamás su condición de ser ajeno y extranjero. Está en ella, y en la relación de
los otros con ella, ese vértigo de los orígenes oscuros e incluso el desamparo
de lo que carece de origen. Rebeca viene de otro mundo, pero la realidad de la
novela la necesita, y por eso antes de aparecer físicamente aparece como un
presentimiento. La frase con la que Aureliano afirma su presagio es de una
extraña belleza: «No sé quién será, pero el que sea ya viene en camino».
La aparición de esta niñita es de una intensidad
extraordinaria. Llega con «un talego de lona que hacía un permanente ruido de
cloc cloc cloc, donde llevaba los huesos de sus padres». La carta que trae
sirve más para confundir que para aclarar. El remitente es tan desconocido como
los personajes a quienes corresponden los huesos, la procedencia de la carta es
incomprensible, la amistad invocada, inexistente, el origen, Manaure,
inexplicable, la niña, inexpresiva. Pero esa tenaz acumulación de sinsentidos
produce el efecto de un hecho indudable, y el exceso de inverosimilitud produce
ya lo verosímil. La familia la acoge, y como un esfuerzo adicional por darle un
lugar en el orden del mundo, ya que Rebeca parece florar sobre el vacío
absoluto, Aureliano tiene la paciencia de leer frente a ella todo el santoral
sin conseguir que reaccione ame ningún nombre. Trae, sin embargo, «un
escapulario con las imágenes borradas por el sudor y en la muñeca derecha un
colmillo de animal carnívoro montado en un soporte de cobre como amuleto contra
el mal de ojo», Esa posición fronteriza entre un vago universo cristiano y el
universo mágico tropical, unida a su silencio ausente que llega a hacer pensar
a todos que es sordomuda, definen a Rebeca de un modo pleno. Sentimos que está
en la frontera de todo, que no pertenece a sitio alguno, que no responde a
ningún nombre. En vano más tarde ante cierros estímulos dará muestras de
gracia, de inteligencia, de laboriosidad y de refinamiento: desde el comienzo
Rebeca no tiene lugar en el mundo, cada vez que un hecho poderoso la conmueva
volverá a ser esa criatura inerme y muda que se alimenta de tierra y que se
encoge a solas en los rincones, pasará por la novela como uno de los seres más
patéticos, el más solitario tal vez en un mundo de solitarios, y la veremos
perderse al final en la misma niebla de lo olvidado y de lo inconcluso. ¿Cómo
extrañarnos entonces de que sea precisamente ese ser que no tiene pasado el que
trae para todos el olvido? Es Rebeca, por supuesto, quien trae al pueblo el
contagio de la peste del insomnio.
La manera como los personajes tratan de escapar a
su destino o de gobernarlo está también cargada aquí de extraña fuerza poética.
Estamos ante un mundo donde todo lo que nace está amenazado, asediado por las
fuerzas de una realidad que no está bajo el control del hombre. A mí por
ejemplo me conmueve la relación que tiene con el agua el coronel Aureliano
Buendía. Se diría que trata de huirle, que trata de negarla continuamente, y me
asombra que haya en un autor una tal percepción de las fuerzas que gobiernan a
un personaje, para que, acaso sin advertirlo, lo haga ser continuamente fiel a
unas obsesiones y a unos recuerdos. Aureliano surge ante nosotros como un niño
recién nacido que mira fijamente hacia el techo de palma «que parecía a punto
de derrumbarse bajo la tremenda presión de la lluvia». Lo primero que advierte,
y lo advierte claramente, es el clamor del peligro en el poder destructivo del
agua en movimiento. Casi se diría que es por esa obsesión que el coronel
Aureliano Buendía vive como un hecho central de su vida la fascinación por el
hielo, donde el agua está inmóvil y parece haber perdido su capacidad
destructiva. Seguramente es una interpretación arbitraria, pero algún sentido
tiene que tener el hecho de que, enfrentado al pelotón de fusilamiento,
enfrentado de nuevo, como en el primer momento de su vida, a un poder
destructivo, la imagen que aparezca en su mente sea justamente la de aquel
bloque de hielo que vio en una mañana prodigiosa de su infancia. ¿Recordaré
también que ese guerrero indescifrable que, según Úrsula, no amó jamás a nadie,
pasa los últimos años de su vida fabricando pescaditos de oro, y que también en
ese ritual hay no sé qué simbólica negación, no sé qué mágica destrucción del
poder del agua en fuga? Un infinito aludir al agua por el camino industrioso de
prescindir brillantemente de ella. Pero el tiempo también es un río, la
orfebrería una buena manera de discurrir por él, y trabajar con oro es un buen
oficio para alguien que se llama Aureliano.
La novela está tejida de numerosas
correspondencias y de simetrías, y es posible encontrar en ella, en lecturas
más lentas y deleitables, muchos dibujos que escapan a la mirada inicial. Pero
cuando uno ya conoce aproximadamente la historia, cuando deja de estar cautivo
de las peripecias, del destino vistoso o tremendo de cada personaje, de las
perplejidades y los exabruptos y las bromas y los milagros que mantienen la
intriga y que van desovillando ese siglo de extravagancias y de soledades,
también puede empezar a detenerse en la minuciosidad del tejido. Ya no estamos
todo el tiempo tratando de entender las claves de la locura de José Arcadio
Buendía, conmoviéndonos ante su amistad final con Prudencia Aguilar, buscando
desentrañar el nudo negro del corazón de Amaranta, o imaginando la canción
última de Pietro Crespi, ya no estamos tratando de imaginar el estilo en que
estaban escritos los pergaminos de Melquiades, ni descifrando los rencores de
Rebeca, los escrúpulos de Fernanda del Carpio, la voz imperceptible de Santa
Sofía de la Piedad, los laberintos del alma de Úrsula, o la soledad epigonal de
Aureliano Babilonia, y podemos deleitarnos también con el tejido de
circunstancias, de frases memorables, de episodios menudos, con los mil y un
recursos de armonía que hacen de Cien años de soledad uno de los libros más
bien escritos, más bien soñados, más gozosa y minuciosamente imaginados de la
literatura.
Veremos un gitano corpulento de barba montaraz y
manos de gorrión, y las pailas arrastrándose en desbandada detrás de los
fierros mágicos de Melquiades, y en una armadura del siglo XV soldada por el
óxido un esqueleto calcificado que lleva al cuello un relicario de cobre con un
rizo de mujer; veremos un hombre que navega por mares incógnitos, visita
territorios deshabitados y traba relación con seres espléndidos sin necesidad
de abandonar su gabinete; veremos a una mirada asiática que parece conocer el
otro lado de las cosas, un chaleco patinado por el verdín de los siglos, una
sabia exposición sobre las virtudes diabólicas del cinabrio, y el alambique de
tres brazos de María la Judía; veremos treinta doblones en una cazuela fundidos
con raspadura de cobre, oropimente, azufre y plomo, y nos reiremos viendo una
mezcla trabajada con el mercurio hermético y el vitriolo de Chipre y vuelta a
cocer en manteca de cerdo a falta de aceite de tábano. Como alguna vez en la
historia de América, veremos a alguien que traza un mapa con rabia, exagerando
de mala fe las dificultades de comunicación, veremos un gigante de torso peludo
y cabeza rapada, con un anillo de cobre en la nariz y una pesada cadena de
hierro en el tobillo, custodiando un cofre de pirata, veremos el cuerpo de
Melquiades abandonado al apetito de los calamares. Veremos capítulos donde el autor
pasa de las complejidades de la muerte a las complejidades del deseo, y logra
mostrar tanta inventiva y tanta intensidad en el trato de lo lúgubre como en
los matices de la voluptuosidad. Veremos esa destreza literaria que le permite
decir: «Los goznes soltaron un quejido lúgubre y articulado, que tuvo una
resonancia helada en sus entrañas». Cualquiera sabe enseguida qué es un quejido
lúgubre y articulado, cómo es una resonancia helada en las entrañas, pero sólo
la poesía sabe decirlo así.
Pienso ahora en esa maravillosa descripción que
se hace en el segundo capítulo del primer acto de amor de un muchacho. El amor
vivido como un desconcierto, como una pasión en el sentido pasivo del término, como
una remembranza, como una despedida de la infancia, como un desorden físico,
como un despertar de la fisiología, y como un habituarse a la incertidumbre.
La nitidez narrativa de esta novela convive con
un estilo barroco lleno de fusiones y sincretismos, que busca o inventa
correspondencias entre los mitos occidentales y los mitos criollos. Así como
Legarda fusionó la Pacha Mama con la virgen alada del Apocalipsis, así como los
artífices de la Colonia fundieron el águila bicéfala de los Andes con el águila
bicéfala de los Austrias, aquí el chocolate americano produce levitaciones
cristianas, y el ser más pagano de todos termina ascendiendo al cielo en cuerpo
y alma entre un aleteo de sábanas domésticas. Como en los mitos de los desana
del Vaupés, hay en Cien años de soledad una carnalidad e incluso una cercanía
de la animalidad que alteran y perturban continuamente la vida. Pero en su
tejido no sobrevive ninguna convención, ningún esquema, hay roda suene de
cruces y de convergencias, y a Macondo veremos llegar al mismo tiempo a los
indios y a los árabes.
Es continuo el sabor de la poesía en esta novela,
esa virtud de no agotarse en sólo grandes tramas y retratos e intrigas, sino
poder hablar continuamente a la sensibilidad, prodigar esas revelaciones, esos
detalles, esas sorpresas que nos hacen sentir en presencia de la vida en una
forma compleja e impredecible, y cada vez que abrimos la novela ocurren cosas
que no parecían haber ocurrido antes: la palabra Macondo es dictada por un
sueño; una fecha de nacimiento queda reducida al último martes en que cantó la
alondra en el laurel; a Aureliano en la boda el anillo se le cae y tiene que
detenerlo con el pie; a Rebeca a su vez en la noche de bodas le muerde el pie
un alacrán que se le había metido en la pantufla, y pasa la luna de miel con la
lengua entumecida; Pierro Crespi se enjuga la frente con un pañuelo impregnado
de espliego; Úrsula prepara un brebaje de acónito para llamar al sueño; José
Arcadio acaricia a Rebeca los tobillos con la yema de los dedos; Amaranta y sus
amigas ven pasar a alguien paralizadas con las agujas en el aire; Remedios
refuerza el cobertizo de palma del patriarca loco con lonas impermeables en
tiempo de tormenta; Amaranta conspira un chorro de láudano en el café de
Rebeca; la corona de azahares aparece pulverizada por las polillas; un platillo
de cobre suena por todas partes; Amaranta le atranca a su novio los hilos
descosidos en los puños de la camisa; vemos un cuchitril oloroso a telaraña
alcanforada; el padre Nicanor trata de impresionar a las autoridades con el
milagro de la levitación, y un soldado lo descalabra de un culatazo.
¿Qué es la imaginación sino una combinación de
los infinitos datos de la memoria y dirigida sólo por los énfasis de la
sensibilidad? ¿Qué es la literatura sino el mundo reconstruido por la emoción,
reinventado por el deseo? Volvemos la mirada sobre la novela y la encontramos
aún llena de promesas, y es un río sin nombre, una ciénaga sin límites, un mar
secreto, una lluvia sin freno, un bloque de hielo donde se ha quedado detenido
el recuerdo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario