EL PAIS
Madrid – España
17 de mayo de
2014
Gabo el taxista
La existencia y el arte de este gran fabulador
colombiano se alimentaron mutuamente
Por Ariel Dorfman*
Fue mi privilegio ser, a los veinticinco años de edad, uno
de los primeros lectores de Cien años de soledad. En 1967 era yo crítico
literario de la revista chilena Ercilla y, debido a que yo había reseñado con
enorme entusiasmo La hojarasca, la Mala hora y El coronel no tiene quién le
escriba,el jefe de la sección cultural no dudó de que a mí me tocaría lo que ya
se murmuraba era una obra magna de García Márquez. Nada, sin embargo, que había
escrito él o leído yo antes me preparó para lo que ocurrió cuando abrí aquella
primera edición de la Sudamericana (en cuya tapa todavía tengo estampadas las
irónicas palabras SIN VALOR COMERCIAL; esto para el libro que iba a tener más
valor comercial —y no solo comercial— que cualquier otro en nuestra historia
continental).
Ya le había anunciado a mi mujer, Angélica, que no contara
conmigo hasta que hubiese terminado la novela, actitud con la que, en forma
modesta, trataba de imitar pálidamente al mismo Gabo que, según rumores
persistentes, se había encerrado durante dieciocho meses para escribirla
mientras su querida Mercedes empeñaba y vendía todos los haberes de la familia.
Mi lectura tardó menos, por cierto, que eso: comencé a leer
en la noche y me empeciné hasta el amanecer. Tal como el último de la dinastía
de los Buendía, no podía dejar de devorar el texto, con la esperanza de que el
mundo que había comenzado con un niño tocando un pedazo mágico de hielo en el
Paraíso no sucumbiría a esa otra constelación de hielo que es la muerte. Me
desesperaba ese posible desenlace porque noté de qué manera la extinción iba
rondando a cada generación de la familia, cada acto de alegría y exuberancia, y
temía que no solo aquella estirpe, sino que también toda América Latina,
terminarían devastadas por el torbellino de la historia.
Al escritor le
hubiera gustado ser conductor y escuchar las historias de los pasajeros
Mi único problema al arribar a la última frase —donde
lectura y acción, historia y ficción, sujeto y objeto, se fusionaban— era que
me aguardaba la titánica tarea de escribir la primera crónica en el planeta
—que Gabo me dispense si exagero— sobre aquella obra más que titánica. El
destino me deparó (para usar una frase que nos enseñó el mismo García Márquez)
una triste solución: descubrí que ese mismo día me habían censurado en la
revista una entrevista a Nicolás Guillén y mi renuncia a trabajar en Ercilla me
libró de la necesidad de escribir la reseña. Pude convertirme en un lector
ordinario de aquella obra maestra y no tuve que escribir mil palabras sobre
aquellos cien años de soledad.
Cuando le conté esta anécdota a Gabo en Barcelona varios
años más tarde —era marzo de 1974, seis meses después del golpe contra Salvador
Allende—, se rio socarronamente y dijo que era una suerte para mí y para él que
yo me hubiera convertido, a la fuerza, en un lector común y corriente, ya que
era para ellos que él escribía y no para los críticos, que siempre buscaban en
forma insensata un quinto pie a todo gato —“y a veces, sabes”, me dijo ese gran
fabulador, “los gatos no tienen más que cuatro patas”.
Al concluir aquel almuerzo inagotable tuve otra muestra de
cómo Gabo, amante de los mitos y los excesos, se enraizaba siempre en lo menudo
y cotidiano. “Te voy a llevar”, me dijo, “donde Mario” —se refería a Vargas
Llosa, que era, por ese entonces, su amigo del alma— “porque es necesario que
converses con él sobre la resistencia a Pinochet”. Cuando respondí que la casa
del autor de La ciudad y los perros quedaba lejos, Gabo me subió a su auto,
asegurándome que “si no hubiera sido escritor, hubiera querido ser taxista. En
vez de estar sentado detrás de un escritorio día y noche, estaría escuchando
las historias de los pasajeros y navegando las calles”.
Diez días más tarde averigüé otra característica suya.
Estábamos en Roma para el Tribunal Russell y Cortázar me llevó a que me juntara
con Gabo y una serie de otros artistas solidarios con Chile en una trattoria de
la Piazza Navona. Para un joven escritor de 31 años aquello era un sueño:
Matta, Glauber Rocha, Rafael Alberti y su mujer María Teresa que, al finalizar
la noche, aseguró que ella iba a entrar en Madrid antes de que Franco muriera,
montada desnuda, juró, en un caballo tan blanco como los pelos de su esposo. Mi
fascinación se vio algo amenguada por la certeza de que mi pobre bolsillo exiliado
estaba vacío y que no podría solventar mi parte de la considerable cuenta.
¿Cómo supo Gabo que eso me preocupaba? Antes de que llegara la factura, se me
acercó, me guiñó el ojo y me confidenció que él ya había pagado todo.
La raíz de su genio
era tomar algo real y exagerarlo hasta lo descomunal
Mostraría una parecida generosidad con causas más
importantes y urgentes en los años que siguieron. En la constante conspiración
contra Pinochet y tantas otras dictaduras latinoamericanas, nunca se negó a
ofrecer apoyo, consejos, contactos, incluso cuando se me ocurrió, de una manera
estrafalaria e imprudente, agenciarnos un barco mercante en que pudiéramos
subir a todos los músicos, artistas y escritores chilenos exiliados y partir a
Valparaíso para desafiar a los generales y probar que teníamos derecho a vivir
en nuestra patria. García Márquez, que por lo general tenía los pies muy en la
tierra, se entusiasmó con tamaña locura, digna de sus propias invenciones
literarias, y me consiguió una entrevista con Olof Palme. Angélica y yo
partimos a Estocolmo, donde el primer ministro sueco me escuchó con flema
escandinava, avisándome que se comunicaría conmigo si creía que mi plan podía
prosperar, una llamada, por cierto, que —con toda razón— nunca llegó.
“Esperemos, entonces”, dijo Gabo, “que gane Mitterrand y ahí conseguimos la
nave”. Pero en 1981, cuando eso sucedió, ya había entrado yo en mis cabales,
desistiendo de tales afanes y Gabo y su familia ya no permanecían en Europa,
sino que se habían instalado en México.
Transcribo estos recuerdos ahora que aquel huracán que acabó
con Macondo vino por él, ahora que ya no podemos conversar y reírnos y
confabular. Los transcribo porque siento que tal vez contengan algunas claves
de cómo su existencia y su arte se alimentaron mutuamente; del hombre detrás de
tantas palabras que no van a perecer.
Si me quedo con una historia personal suya es ésta. Un día
estábamos almorzando en su casa del Pedregal de San Ángel, en Ciudad de México,
y Gabo le dijo a otro comensal: “Sabes que Ariel me llamaba a las tres de la
mañana para contarme algún proyecto contra Pinochet. Y sabes que me llamaba
collect!”. Cuando el comensal partió le dije a Gabo que era cierto que lo
llamaba a las tres de la mañana, y a otras horas desalmadas, pero que él sabía
muy bien que nunca lo llamé a cobro revertido, que Angélica y yo vivíamos de
prestado en esa época, sin tener dónde caernos vivos ni muertos, pero que
siempre costeábamos nosotros aquellas llamadas.
Gabo me miró muy serio y enseguida sonrió. “Perdóname si me
equivoqué, pero tienes que reconocer que es mucho más interesante y gracioso si
me llamabas collect”.
Y claro que se lo perdoné. Se lo vuelvo a perdonar. La raíz
de su genio era tomar algo real, sumamente frecuente y habitual y casi
periodístico, y exagerarlo hasta lo descomunal. Igual que Colombia, igual que
nuestra América, igual que nuestra increíble humanidad que nadie como él,
taxista de la eternidad, supo conquistar y expresar y volver inmortal.
** ** **
La Vanguardia.com
Barcelona – España
17 de abril de 2014
Cultura
García Márquez, el fiel amigo de Cuba
Por Anett Ríos
La Habana 17 abr (EFE).- La amistad personal entre Gabriel
García Márquez y el líder cubano Fidel Castro y la fidelidad y simpatía que el
escritor profesó por la isla y su revolución, trascendieron las críticas, los
cambios políticos y el simple paso del tiempo, con un vínculo que se mantuvo
más de cinco décadas.
Como su natal Colombia, México o España, Cuba se convirtió
en uno de los puertos de la vida del novelista, donde vivió, trabajó y lo mismo
se le podía encontrar en un concierto, impartiendo clases de guión
cinematográfico o recorriendo una plantación de tabaco.
"No es que yo viva en Cuba, es que viajo tanto aquí que
parece que estoy permanentemente", afirmó el nobel colombiano en 2007, a
propósito de sus frecuentes visitas, la mayoría de carácter privado.
Según confesó en uno de sus textos periodísticos, nunca tuvo
la curiosidad de conocer Cuba antes del triunfo de la revolución en 1959,
cuando viajó a la isla por primera vez como periodista y conoció personalmente
a Fidel Castro.
Su relación traspasó la camaradería de contemporáneos
ilustres y se convirtió en una amistad a prueba de balas, sobre todo por parte
del escritor, al que sectores intelectuales y políticos censuraron por su
actitud pro-Castro aún en los momentos más álgidos del régimen cubano.
Gabo evidenció su admiración y respeto por Castro en
entrevistas, artículos y semblanzas en los que alabó su "inteligencia
política", su "instinto" y su "curiosidad infinita",
al tiempo que lo acompañaba en discursos, fiestas y eventos.
A inicios de los setenta, la detención por
contrarrevolucionario del poeta y diplomático cubano Heberto Padilla, quien fue
obligado a retractarse públicamente de sus críticas, creó un cisma entre muchos
intelectuales y en sus vínculos con la revolución.
El llamado "caso Padilla" supuso para Cuba el
alejamiento y la enemistad de escritores como el peruano Mario Vargas Llosa,
pero García Márquez se mantuvo al lado de la isla y algunos opinan que ese fue
el momento definitorio en su relación con Fidel Castro.
El propio Castro se preció del valor de su amistad cuando en
2008, en plena convalecencia, calificó una visita de García Márquez y su esposa
Mercedes Barcha como las "horas más agradables" desde que enfermó en
2006 y tuvo que delegar todos sus cargos.
Una década antes, en 1998, el escritor colombiano acompañó a
Castro en la histórica misa que el papa Juan Pablo II ofreció en la Plaza de la
Revolución de La Habana.
En 1996 el líder cubano decidió regresar, tras 15 años de
ausencia, a la casa donde nació en la localidad de Birán, en el este de la
isla, e incluyó a Gabo y su mujer en la comitiva de invitados.
Cuando Cuba celebró los 80 años de Fidel Castro, en 2006,
García Márquez viajó a La Habana e incluso acompañó al entonces presidente
interino, Raúl Castro, en la inauguración de un mural dedicado a su hermano en
el Museo Nacional de Bellas Artes.
"Después vendré a su centenario", dijo el escritor
en aquella ocasión, cuando el estado de salud del líder cubano aún era una
incógnita.
Esa leal intimidad con el Gobierno cubano lo puso en el
centro de polémicas y acusaciones: el ex presidente argentino Carlos Menem lo
mandó "a vivir a Cuba" si no le gustaba que criticaran su régimen; la
escritora estadounidense Susan Sontag lamentó su "pasividad" ante la
situación de los Derechos Humanos en la isla y Vargas Llosa lo llamó
"cortesano de Castro".
Otros colegas, como el escritor peruano Alfredo Bryce
Echenique, han destacado en cambio su papel de intermediario para "salvar"
a disidentes e intelectuales en Cuba.
El periodista y novelista cubano Norberto Fuentes, exiliado
en EE.UU. y antiguo amigo y colaborador de Fidel Castro, tildó a Gabo de
"milagroso" al salir de la isla en 1994 gracias a su mediación.
Tras la oleada represiva contra disidentes en Cuba conocida
como la "Primavera Negra" de 2003, y la reacción internacional que
provocó, el propio García Márquez subrayó su oposición total a la pena de
muerte y dijo que había ayudado a liberar a numerosos presos políticos cubanos.
Lo cierto es que en la isla García Márquez realizó algunas
"incursiones" políticas. Cuando Cuba y Colombia restablecieron
relaciones diplomáticas en 2004, Bogotá llegó a calificarlo como su
"embajador sin título".
En 2005, Fidel Castro reveló que el escritor fue portador en
1997 de un mensaje suyo para el entonces presidente de EE.UU., Bill Clinton, en
el que alertaba sobre actos terroristas contra Cuba.
Además, Gabo participó en conversaciones en La Habana con
delegados del Gobierno colombiano y del Ejército de Liberación Nacional (ELN)
en el marco de un diálogo exploratorio para abrir un proceso de paz en su país.
Pero quizás su "misión" más importante en Cuba
estuvo relacionada con el cine, su gran pasión junto a la literatura y el
periodismo.
Fue fundador en la isla del Festival Internacional del Nuevo
Cine Latinoamericano, de la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV)
y de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano (FNCL), que presidía.
Su última aparición pública en Cuba fue en diciembre de
2010, cuando asistió al 32 Festival de Cine de La Habana donde su presencia era
tradición.
* Ariel Dorfman es escritor chileno y su último libro es Entre sueños y traidores: Un striptease del
exilio.
** ** **
LADO B
México D.F.
25 de abril de 2014
El Gabo que no ganó
el Nobel de Literatura
Contrario a lo que se dice, Gabriel García Márquez no nació en
Aracataca, sino en un pueblo de México. No ganó el Premio Nobel de Literatura
pero sí concluyó la carrera o licenciatura en Derecho. Conozca al Gabo
fotógrafo, periodista y director de un diario en el sur de México.
Por Kristian Antonio
Cerino*
@KristianCerino
Abrió una carta. Abrió dos. Abrió todas. Gabriel García
Márquez recibió correspondencia de Argentina, de Colombia, de Costa Rica. Era
el principio de la década de los ochentas.
Entre los sobres encontró dinero, invitaciones, boletos de
avión. Así pasó entre días, meses, años en su oficina de la ciudad de México.
Carta con su nombre, carta que abría. Más no eran para él.
Gabo nació el 10 de noviembre de 1952. El lector dirá que
estoy equivocado en la fecha y más si escribo unas cuantas líneas en las que
diré que no nació en Aracataca, Colombia, como se lee en las biografías.
Gabriel García Márquez es de Francisco Z. Mena, el municipio mexicano en el
estado de Puebla, en las colindancias con Veracruz.
Aquí vivió muchos años. Y no vivió entre relatos mágicos. Y
no vivió con un Macondo metido en su mente. En Francisco Z. Mena, una población
hoy con 16 mil habitantes, permaneció hasta la adolescencia para después
emigrar a la preparatoria en la que empezó a leer Cien años de Soledad.
Tenía 17 años cuando la obra cumbre del escritor colombiano
se publicaba en Buenos Aires.
En 1968, un año posterior a la publicación de Cien años de soledad,
Gabriel García Márquez estudiaba la preparatoria en la ciudad de México. Dicen
que lo primero que hace el escritor a la circulación de su novela, es no volver
a leerla.
Este Gabo leyó una y
otra vez:
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el
coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su
padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte
casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas
que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como
huevos prehistóricos”.
A Cien años de soledad
le siguió Crónica de una muerte anunciada
y El coronel no tiene quien le
escriba. De nuevo, pasó sus ojos una y otra vez por los párrafos de estas
novelas:
“El coronel destapó el tarro del café y comprobó que no
había más de una cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del
agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre
la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café
revueltas con óxido de lata / El día en
que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para
esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un
bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue
feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de cagada
de pájaros”.
—He leído el noventa por ciento —dice con sobriedad.
Podríamos decir que a Gabriel García Márquez le gustó la
idea de que su nombre y apellidos se leyeran en la portada de un libro y que
los estudiantes lo compraran en las librerías o en cualquier rincón. Sintió
emoción.
En la preparatoria La Salle conoció a Aureliano Buendía y a
Úrsula Iguarán. Le conocieron también por su nombre: Gabriel García Márquez, el
escritor.
En la Universidad Iberoamericana su nombre era el más
citado. Si en la preparatoria se había afianzado a la lectura, en la carrera
profesional de Derecho descubrió una inclinación por la fotografía, la
literatura y la poesía. Gabo empezó a tener amigos y lectores.
Sin embargo, es curioso que sólo acumule diez años en el
periodismo de 2003 a 2013.
Ahora que lo veo, Gabriel García Márquez no aparenta 86
años. Él me corrige: Tengo 61. Siempre ha vivido en ciudades de México: en
Xalapa y Coatzacoalcos (Veracruz) y en Villahermosa (Tabasco).
Lo mejor es que pasa inadvertido. Nadie le reconoce, a menos
que diga: Me llamo Gabriel García Márquez. Gabo.
Desde luego que este Gabriel García Márquez es el otro
Gabriel García Márquez. Es un mexicano a quien sus padres decidieron bautizarlo
con el nombre de Gabriel. Le pregunto si esta osadía familiar tendrá algún
significado: Primero un honor, porque es un escritor al que nadie lo puede
igualar, y (hoy) es una carga.
Llamarse Gabriel García Márquez sí tiene precio. Lo pagó caro el día en que publicó su primer
libro y lo firmó con su nombre de pila. Por la aparición de su nombre, el libro
se agotó. Generó bulla en el mercado editorial que el lector al encontrar un
estilo diferente al realismo mágico, se decepcionó
—Fue un exceso (firmar así) pero fue la exigencia de la
editorial (independiente) para publicarme —reconoce en un intento por
evocar el episodio con la editorial
Edamex allá por 1990.
El otro Gabo. Foto: Aguila o Sol
Desde entonces escribe cuentos, novelas y poemas. Y ya no
firma como Gabriel García Márquez, sino con el
pseudónimo de Gabriel Gamar. Una de sus novelas se llama Corazón de
metal (la que rubricó con el nombre de Gabriel García Márquez) y un poemario
lleva por título Relojes llenos de tiempo.
Ha escrito el cuento breve “Tal vez del fondo del mar” y
“Quiero decirte que te amo “con la editorial Panorama:
“Sus poemas han sido incluidos en varias antologías de Roger
Patrón Luján en la serie del Regalo Excepcional y tiene sin publicar la novela
El Lugar Común; los libros de poemas Archivo de Sueños, Llorando a Solas y Las
Praderas del Insomnio”, se lee en el blog (gabrielgamar.com) del periodista que
vive Coatzacoalcos en donde dirige el diario El Liberal del Sur.
Para cuando Gabo (el auténtico) ganó el premio Nobel de
Literatura, la vida del otro Gabo dio un giro. Corría el segundo año de la
década de los ochentas. Y justo aquí su vida cambió comenzando por la oficina
que había montado en la capital del país. Al conocerse la noticia de que Gabo
era el Nobel, ciudadanos, escritores, empresarios y políticos buscaron una
agenda telefónica con el fin de saber el paradero del colombiano que ya vivía
en la ciudad de México: al sur.
En la sección amarilla no sólo hallaron el número (y
marcaron) sino que copiaron la dirección postal para enviar las cartas y
telegramas con muchas palabras que decían: “Eres grande” “Eres el Nobel” o
“Felicidades, Gabriel”.
La primera carta que llegó a nombre de Gabriel García
Márquez fue abierta en la oficina del otro Gabriel.
El conmutador enloqueció con el rinnnnng y el silbato del
cartero se prolongó en Insurgentes Sur, 686. Esta dinámica de recibir cartas
para el Nobel se mantuvo por un lustro. Y un día, decidió ver al Gabo
colombiano para entregárselas en la casa que habita con su esposa Mercedes
Barcha
—¿De qué platicaron?
—De lo simpático, de la coincidencia de los nombres.
—¿Le llevó las cartas?
—Un paquete de cartas que eran dirigidas para él.
—¿De algún personaje importante?
—De un (ex) presidente costarricense, (para que García
Márquez fuera) un intermediario en la cuestión de derechos humanos.
Las cartas que abrió en su totalidad fueron enviadas de
Centro y Sudamérica. Otras llegaron a la capital mexicana con timbres postales
del viejo continente, mismas que entregó al colombiano algunos años luego de su
premiación en Suecia.
Hubo un día en que el Gabo mexicano esperaba un pago (como
le sucedió al anciano en El coronel no
tiene quien le escriba). El cheque no llegó. Ante su molestia, los carteros le
informaron que ya le habían entregado el sobre. Era la primera ocasión que el
sobre no era para el colombiano, y pese a todo lo recibió porque en el
destinatario decía con claridad: Para Gabriel García Márquez.
El médico recibió la correspondencia con el paquete de los
periódicos. Puso a un lado los boletines de propaganda científica. Luego leyó
superficialmente las cartas personales. Mientras tanto, el administrador
distribuyó el correo entre los destinatarios presentes. El coronel observó la
casilla que le correspondía en alfabeto. Una carta aérea de bordes azules
aumentó la tensión de sus nervios.
El médico rompió los sellos de los periódicos. Se informó de
las noticias destacadas, mientras el coronel -fija la vista en su casilla-
esperaba que el administrador se detuviera frente a ella. Pero no lo hizo. El
médico interrumpió la lectura de los periódicos. Miró al coronel. Después miró
al administrador sentado frente a los instrumentos del telégrafo y después otra
vez al coronel
—Nos vamos —dijo.
El administrador no levantó la cabeza
—Nada para el coronel —dijo.
El coronel se sintió avergonzado
—No esperaba nada —mintió. Volvió hacia el médico una mirada
enteramente infantil—. Yo no tengo quien me escriba
El Gabo mexicano no pensó en esto. Sólo en ir a la casa del
Gabo colombiano para solicitar la devolución del dinero en papel: una
secretaria del Nobel hizo la entrega.
—¿Y de cuánto era el pago?
—Mil dólares. Era poco para ser de él
Gabriel Gamar pudo ir a recoger premios a Colombia, a
Venezuela. No lo hizo por una razón: nadie en estos países creerían que él era
el autor de El otoño del patriarca. Y sin embargo, conoce más que él la obra
del colombiano a quien no ha dejado de leer:
—Lo único que no he leído son sus textos del El Espectador.
Los libros gruesos —dice secamente.
El mexicano tiene tres hijos. El colombiano dos. Los del
autor de Corazón de metal se llaman Ana Marcella, Ana Jimena y Gabriel García
Hernández. Los del autor de Memorias de mis putas tristes fueron bautizados
como Rodrigo y Gonzalo García Barcha.
—Yo sí le digo Gabo a mi hijo Gabriel—.
Es biólogo y vive en Xalapa, Veracruz
En la página de gabrielgamar.com.mx una de sus hijas le
escribió: Papá, me gustó tu página, leer algunos de tus poemas me hacen llorar
y creo que eso es lo que hace al artista, la capacidad de trasmitir emociones,
estoy orgullosa de ti.
Esto lo dice por sus creaciones y por sus imágenes con las
que ha ganado concursos.
Al Gabo canoso y de la voz parca de Francisco Z. Mena como
al colombiano de Aracataca, les gusta la idea de caminar por el mundo en busca
de una historia que contar.
***
Este es el García Márquez mexicano, el que sí concluyó la
licenciatura en Derecho. El otro, el colombiano, no. Así lo recuerda en su
libro anecdótico Vivir para Contarla, capítulo 1.
—Tu papá está muy
triste —dijo.
—¿Y eso por qué?
—Porque dejaste los estudios
—No los dejé —le dije—. Sólo cambié de carrera.
A sabiendas de que era falso, le dije:
—También él dejó de estudiar para tocar el violín
—No fue igual —replicó ella con su gran vivacidad—.
El violín lo tocaba sólo en fiestas y serenatas. Si dejó sus
estudios fue porque no tenía ni con qué comer. Pero en menos de un mes aprendió
telegrafía, que entonces era una profesión muy buena, sobre todo en Aracataca.
—Yo también vivo de escribir en los periódicos —le dije.
—Eso lo dices para no mortificarme —dijo ella—. Pero la mala
situación se te nota de lejos. Cómo será, que cuando te vi en la librería no te
reconocí / Yo pensé que eras un limosnero. —Me miró las sandalias gastadas y
agregó—: Y sin medias.
Lado B. Periodismo 3.0
*Kristian Antonio Cerino es periodista y profesor de
periodismo en Tabasco. Forma parte del grupo fundador de Aguila o Sol. Este
texto fue publicado originalmente en dicho portal y se reproduce con su
autorización.
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