CUBA DEBATE
La
Habana – Cuba
2 de
agosto de 2014
Opinión,
Cultura
García Márquez, el último
encuentro
Por
Ignacio Ramonet
Me habían dicho que estaba residiendo en La
Habana pero que, como estaba enfermo, no quería ver a nadie. Yo sabía dónde
solía alojarse: en una magnífica casa de campo, lejos del centro. Llamé por
teléfono y Mercedes, su esposa, disipó mis escrúpulos. Con calidez me dijo: “En
absoluto, es para alejar a los pesados. Ven, ‘Gabo’ se alegrará de verte”.
A la mañana siguiente, bajo un calor húmedo,
remonté una alameda de palmeras y me presenté ante la puerta de la quinta
tropical. No ignoraba que sufría de un cáncer linfático y que se sometía a una
agotadora quimioterapia. Decían que su estado era delicado. Incluso le
atribuían una desgarradora ‘carta de adiós’ a sus amigos y a la vida… Temía
encontrarme con un moribundo. Mercedes vino a abrirme y, para mi sorpresa, me
dijo con una sonrisa: “Pasa. Gabo ya viene… Está terminando su partido de
tenis”.
Poco después, bajo la tibia luz del salón,
sentado en un sofá blanco, lo vi acercarse, en plena forma efectivamente, con
el pelo rizado todavía húmedo de la ducha y el bigote desgreñado. Vestía una
guayabera amarilla, un pantalón blanco muy ancho y zapatos de lona. Un
verdadero personaje de Visconti. Mientras bebía un café helado, me explicó que
se sentía “como un ave silvestre que se escapó de la jaula. En todo caso, mucho
más joven de lo que aparento”. Y agregó, “con la edad, compruebo que el cuerpo
no está hecho para durar tantos años como nos gustaría vivir”. Acto seguido, me
propuso “hacer como los ingleses, que nunca hablan de problemas de salud. Es de
mala educación”.
Gabo, Mercedes y Fidel en la casa de Birán (Holguín),
donde nació el líder de la Revolución cubana.
La brisa levantaba muy alto las cortinas de
las inmensas ventanas y la sala empezó a parecerse a un barco volador. Le
comenté cuánto me gustó el primer tomo de su autobiografía, Vivir para contarla
(1): “Es tu mejor novela”. Sonrió y se ajustó las gafas de gruesa montura: “Sin
un poco de imaginación es imposible reconstruir la increíble historia de amor
de mis padres. O mis recuerdos de bebé… No olvides que sólo la imaginación es
clarividente. A veces es más verdadera que la verdad. Basta con pensar en Kafka
o Faulkner, o simplemente en Cervantes”, afirmó. Cual trasfondo sonoro, las
notas de la Sinfonía del Nuevo Mundo, de Antonin Dvorak, inundaban el salón con
una atmósfera a la vez alegre y dramática.
Había conocido a García Márquez unos cuarenta
años atrás, hacia 1979, en París, con mi amigo Ramón Chao. Gabo había sido
invitado por la Unesco y, junto con Hubert Beuve-Méry, el fundador de Le Monde
diplomatique, formaba parte de una comisión, presidida por el Premio Nobel Sean
McBride, encargada de elaborar un informe sobre el desequilibrio Norte-Sur en
materia de comunicación de masas. En aquella época, había dejado de escribir
novelas, por una prohibición autoimpuesta que debía durar mientras Augusto
Pinochet estuviera en el poder en Chile. Todavía no había recibido el Premio
Nobel de literatura, pero ya era inmensa su celebridad. El éxito de Cien años
de soledad (1967) lo había convertido en el escritor de lengua española más
universal desde Cervantes. Recuerdo haber quedado sorprendido por su baja
estatura e impresionado por su gravedad y seriedad. Vivía como un anacoreta y
sólo abandonaba su habitación, transformada en celda de trabajo, para dirigirse
a la Unesco.
En cuanto al periodismo, su otra gran pasión,
acababa de publicar una crónica donde describía el asalto de un comando
sandinista al Palacio Nacional de Managua, en Nicaragua, que había precipitado
la caída del dictador Anastasio Somoza (2). Aportaba detalles prodigiosos,
dando la impresión de haber participado él mismo en el hecho. Quise saber cómo
lo había logrado. Me contó: “Estaba en Bogotá en el momento del asalto. Llamé
al general Omar Torrijos, presidente de Panamá. El comando acababa de encontrar
refugio en su país y todavía no había hablado con los medios de comunicación.
Le pedí que avisara a los muchachos que desconfiaran de la prensa, porque
podían deformar sus palabras. Me respondió: ‘Ven. Sólo hablarán contigo’. Fui y
junto con los jefes del comando, Edén Pastora, Dora María y Hugo Torres, nos
encerramos en un cuartel. Reconstruimos el acontecimiento minuto a minuto,
desde su preparación hasta el desenlace. Pasamos la noche allí. Agotados,
Pastora y Torres se quedaron dormidos. Yo seguí con Dora María hasta el
amanecer. Volví al hotel para escribir el reportaje. Luego, regresé para
leérselo. Corrigieron algunos términos técnicos, el nombre de las armas, la
estructura de los grupos, etc. El reportaje se publicó menos de una semana
después del asalto. Dio a conocer la causa sandinista en el mundo entero”.
Volví a ver a Gabo muchas veces, en París, La
Habana o México. Teníamos un desacuerdo permanente acerca de Hugo Chávez. Él no
creía en el comandante venezolano. Yo, en cambio, consideraba que era el hombre
que iba a hacer entrar América Latina en un nuevo ciclo histórico. Aparte de
eso, nuestras conversaciones siempre eran muy (¿demasiado?) serias: el destino
del mundo, el futuro de América Latina, Cuba…
Sin embargo, recuerdo que una vez me reí hasta
las lágrimas. Yo volvía de Cartagena de Indias, suntuosa ciudad colonial
colombiana; había divisado su casona tras las murallas y había hablado con él
al respecto. Me preguntó: “¿Sabes cómo adquirí esa casa?”. Ni idea. “Desde muy
joven quise vivir en Cartagena –me contó–. Y cuando tuve el dinero, me puse a
buscar una casa allí. Pero siempre era demasiado caro. Un amigo abogado me
explicó: ‘Creen que eres millonario y te aumentan el precio. Déjame buscar por
ti’. Unas semanas después, encuentra la casa, que en ese entonces era una vieja
imprenta casi en ruinas. Habla con el propietario, un ciego, y entre ambos
acuerdan un precio. Pero el anciano pone una exigencia: quiere conocer al
comprador. Viene mi amigo y me dice: ‘Tenemos que ir a verlo, pero no debes
hablar. Si no, en cuanto reconozca tu voz, triplicará el precio… Él es ciego,
tu serás mudo’. Llega el día del encuentro. El ciego empieza a hacerme
preguntas. Le respondo con una pronunciación indescifrable… Pero, en un
momento, cometo la imprudencia de responder con un sonoro: ‘Sí’. ‘¡Ah! –salta
el anciano–, conozco esa voz. ¡Usted es Gabriel García Márquez!’. Me había
desenmascarado… Enseguida agrega: ‘Vamos a tener que revisar el precio. Ahora,
la cosa es diferente’. Mi amigo intenta negociar. Pero el ciego repite: ‘No. No
puede ser el mismo precio. De ninguna manera’. ‘Bueno, ¿cuánto, entonces?’ –le preguntamos,
resignados–. El anciano reflexiona un instante y dice: ‘La mitad’. No
entendíamos nada… Entonces, nos explica: ‘Ustedes saben que tengo una imprenta.
¿De qué creen que viví hasta ahora? ¡Imprimiendo ediciones piratas de las
novelas de García Márquez!’”.
Aquel ataque de risa todavía resonaba en mi
memoria cuando, en la casa de La Habana, proseguía mi conversación con un Gabo
envejecido, aunque intelectualmente tan vivo como siempre. Me hablaba de mi
libro de entrevistas con Fidel Castro (3). “Estoy muy celoso –me decía,
riendo–, tuviste la suerte de pasar más de cien horas con él.”. “Soy yo el que
está impaciente por leer la segunda parte de tus memorias –le respondí–. Por
fin vas a hablar de tus encuentros con Fidel, a quien conoces desde hace mucho
más tiempo. Tú y él sois como dos gigantes del mundo hispano. Si se compara con
Francia, sería algo así como si Victor Hugo hubiera conocido a Napoleón..”.
Lanzó una carcajada, al tiempo que alisaba sus espesas cejas. “Tienes demasiada
imaginación… Pero te voy a decepcionar: no habrá segunda parte… Sé que mucha
gente, amigos y adversarios, de alguna manera esperan mi ‘veredicto histórico’
sobre Fidel. Es absurdo. Ya escribí lo que tenía que escribir sobre él (4).
Fidel es mi amigo y lo será siempre. Hasta la tumba”.
El cielo se había oscurecido y la sala, en
pleno mediodía, estaba ahora sumida en la penumbra. La conversación se había
vuelto más lenta, más apagada. Gabo meditaba con la mirada perdida y yo me
preguntaba: “¿Es posible que no deje ningún testimonio escrito de tantas
confidencias compartidas en amistosa complicidad con Fidel? ¿Lo habrá dejado
para una publicación póstuma cuando ya ninguno de los dos esté en este mundo?”.
Afuera, una lluvia torrencial se precipitaba
desde el cielo con la fuerza de las borrascas tropicales. La música había
enmudecido. Un fuerte perfume a orquídeas invadía el salón. Miré para Gabo.
Tenía el aspecto agotado de un viejo gatopardo colombiano. Permanecía allí,
silencioso y meditativo, mirando fijamente la lluvia inagotable, compañera
permanente de todas sus soledades. Me escabullí en silencio. Sin saber que lo
veía por última vez.
Referencias
(1) Gabriel García
Márquez, Vivir para contarla, Barcelona, Mondadori, 2003.
(2) Gabriel García
Márquez, “Asalto al Palacio”, Alternativa, Bogotá, 1978.
(3) Ignacio Ramonet,
Fidel Castro. Biografía a dos voces, Madrid, Debate, 2006.
(4) Gabriel García
Márquez, “El Fidel que creo conocer”, prefacio al libro de Gianni Minà, Habla
Fidel, México, Edivisión, 1988, y “El Fidel que yo conozco”, Cubadebate, La
Habana, 13 de agosto de 2009.
(Tomado de MTI/ Le Monde
Diplomatique)
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EL PAIS
Madrid – España
21 de abril de
2014
Los últimos días de García
Márquez
Por Juan Cruz
Gabriel García Márquez murió a las 12.08 del
mediodía del último jueves en su casa de México, un día antes de que un
terremoto escala 7,2 sacudiera la ciudad en la que él escribió Cien años de soledad y donde transcurrió
medio siglo de su vida.
La causa inmediata de su muerte fue un paro
cardíaco, pero no es aventurado decir que en el desenlace fatal tuvo que ver el
deterioro general de su salud. Una semana antes había sido ingresado para
cuidarle una afección pulmonar. Una vez que se alivió esa bronquitis, los
médicos aconsejaron a la familia que sometieran al paciente a un proceso de
cuidados paliativos. En esa situación estuvo atendido por un médico que le
visitaba tres veces al día. Murió en paz, sedado, sin dolores, rodeado de su
mujer, Mercedes Barcha, de sus dos hijos varones, Gonzalo y Rodrigo, y de sus
cinco nietos.
En Cien
años de soledad escribió: “Morirse es mucho más difícil de lo que uno
cree”. Alrededor el estupor que causa cualquier muerte fue atenuado por una
lenta espera en la que ni la familia ni los amigos, y ni siquiera los medios,
hicieron aspavientos. Había en éstos una pugna por saber si en efecto fue el
cáncer que padeció el que había acabado con la vida de Gabo. En realidad fue el
tiempo el que acopió todas las causas y las hizo desembocar en una sola: Gabo
está muerto, el autor de Cien años de
soledad dejó esta vida sintiendo que se iba yendo. Alrededor tuvo una
atmósfera de serenidad, a la que contribuyeron Mercedes y el resto de la casa.
Algunos medios reclamaron más información de lo que había sucedido, o que ésta
se facilitara con más prontitud. No está en la tradición de Gabo, que también
debe ser de su mujer avisar de lo que les resulta propio. Si ya lo saben, ¿qué
más han de saber? Murió, no hay parte.
A veces
se ponía a leer sus propias obras y preguntaba: '¿y cuándo yo escribí esto
estaba drogado o qué?”
García Márquez tenía 87 años, que cumplió el 6
de marzo pasado, cuando el público lo pudo ver por última vez. El Nobel de
Literatura de 1982 había sufrido un cáncer del que se trató con éxito en Los
Ángeles, donde vive su hijo el cineasta Rodrigo. A lo largo del tiempo esa
enfermedad acompañó las especulaciones, de modo que en torno a las
circunstancias en que vivía se construyó un oscuro árbol mitológico que luego
enlazó con la diatriba pegajosa sobre lo que le ocurría a su memoria; si sus
lagunas eran consecuencia de esa importante afección o si advertían de un
alzheimer o una demencia senil. Ante la corriente de rumores la familia actuó
como ahora ante la más importante noticia de la muerte: naturalidad y
exposición. García Márquez ha seguido estando presente en saraos literarios e
incluso en bodas (recientemente inauguró la bolera que construyó un amigo), ha
ido con Mercedes Barcha a actuaciones públicas de músicos caribes y cada año,
desde 2006, cuando cumplió ochenta años y se empezó a decir que se le iban las
cosas de la cabeza, salió todas las veces de su casa, con la rosa amarilla en
el ojal para celebrar con sus vecinos un año más de su vida y para ahuyentar,
con ese color los malos farios, pues “mientras haya flores amarillas nada malo
puede ocurrirme”.
En todo ese tiempo, cuando tuvo encima admiradores
y también fisgones, el Nobel caribeño multiplicó su capacidad para integrarse
en los ambientes más festivos de Cartagena y de México y desarrolló una
facultad que quizá tenía atenuada: la de sonreír. También se acercó a los
otros, recuperó una simpatía de la que hizo gozar a a los demás. Para él mismo
se reservaba la coña marinera, que los colombianos llaman mamadera de gallo. A
veces se ponía a leer sus propias obras, como si las estuviera reconstruyendo.
Y preguntaba a los que tenía alrededor: “Ven acá, ¿y cuándo yo escribí esto
estaba drogado o qué?”. Y luego se arrancaba a sí mismo una carcajada. Ya en
este periodo no tuvo tan en cuenta las frialdades de la fama; después de Cien años de soledad “la fama”, le dijo
un día a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza en El olor de la guayaba, “estuvo a
punto de desbaratarme la vida (…), perturba el sentido de la realidad, tal vez
tanto como el poder, y además es una amenaza constante a la vida privada. Por
desgracia, esto no lo cree nadie mientras no lo padece”.
Algunos
medios reclamaron más información. Pero no está en la tradición de Gabo, que
también debe ser de su mujer, avisar de lo que les resulta propio
Como lo padecieron, se blindaron contra ello
en la casa más grande que han tenido, esta de la calle Fuego 144. El blindaje
fue una cura de espanto que los confabuló a padres, a hijos y a otros
parientes, que ahí dentro, en esa casa sólida de dos pisos, han vivido estos
últimos tiempos con Gabo manteniendo el silencio para el que fueron entrenados desde
la madre al último nieto, sin dar otra explicación de lo que ocurría que lo que
se presentaba cada vez como un rumor más plausible. El agravamiento fue
ratificado pocos días antes de la muerte por una gran amiga de la familia con
estas palabras que parecían un parte poético y no la desgarrada consecuencia de
una noticia imparable:
-Hubiera
querido que no me sobreviviera.
En sus mejores tiempos una conversación sobre
esas circunstancias hubiera sido un ruido para Gabo, y lo que lo animó en las
últimas semanas, dicen quienes saben, ese entrenamiento para el silencio, que
es en definitiva una resignación radical de la palabra, funcionó en la casa con
la precisión de los discos que le gustaba escuchar, los de Béla Bartok, los de
Bach. No sólo se habían entrenado desde hacía décadas para que el silencio
fuera una parte de la casa, pues el padre estaba trabajando, sino que en este
periodo final de la vida les sirvió para evitar alharacas callejeras o
periodísticas, búsqueda de noticias donde se estaba produciendo una sola
noticia: el regreso de la ambulancia, la precisión de los médicos: cuidados
paliativos. El resto era esperar, con la misma ansiedad rabiosa con la que
esperaron algunos personas de sus ficciones, como el coronel que siempre esperó
hasta que gritó “¡Mierda” en El coronel
no tiene quien le escriba, una novela que él tuvo entre sus grandes obras,
como tuvo El otoño del patriarca.
Por otra parte, la enfermedad y sus secuelas,
así como el extravío recurrente de su memoria, fue preparando poco a poco al
propio Gabo para su paulatina despedida, de los compromisos que más quiso (la
escritura, la Fundación Nuevo Periodismo que fundó y que ha vivido veinte años
decisivos para la historia del futuro del periodismo en español); y de hecho se
jubiló a su manera.
La asunción de esa nueva vida se basó, desde
hace un lustro, más o menos, en la aceptación de la vejez; desde que se
anunció, hace esos años, que había dejado de escribir, que ya no habría más
memorias ni más cuentos, él se fue recogiendo a la intimidad, apartándose de lo
público, llegando a creer que eso lo iba a apartar de la fama que todos los
días a todas horas tocaba a su puerta gritando mercancías averiadas que él no
quería comprar ya nunca más.
A esa zona de silencio en la que ha vivido
estos últimos tiempos “ha contribuido”, decían ayer quienes los conocen en esa
intimidad, “los hijos, las nueras, los nietos, y sobre todo Mercedes”.
Constituyen, explicaba este informante, “una familia muy linda que le ha dado a
Gabo un entorno amabilísimo tanto en Los Ángeles, donde vive su hijo Rodrigo y
donde se trató del cáncer desde 1999, en Cartagena de Indias y aquí”.
En estos tiempos con Gabo, el autor de Cien años de soledad es cierto que
perdió memoria; atendía a las realidades más esenciales, interactuaba con los
suyos, y para salvar cuestiones que le ponían en un brete (no reconocer a
alguien, no recordar caras o hechos), García Márquez recurrió a su rapidez
mental; se notaba que calibraba la salida que tenía ante cualquier
circunstancia de esas y preguntaba por nombres propios o se reía de sus propios
olvidos una vez que éstos no parecían tener solución posible. Pero, que se
sepa, nunca se produjo ningún diagnóstico que asegurara que Gabriel padeciera
alzheimer. Al mismo tiempo que se producían esas evidencias, quizá de demencia
senil, el escritor desarrolló un carácter bondadoso y humorístico. En su vida
pública anterior podía ser hosco (“más bien defensivo”), pero en esta época
“rebajó sus prevenciones” y atendió de esa nueva manera, abierta, risueña, a
todos aquellos que llegaban a él.
Todo este proceso de la enfermedad de Gabo y
el posterior agravamiento ha contado con el acuerdo de la familia. La sociedad
mexicana, donde ha desarrollado medio siglo de vida, se ha comportado
cumpliendo, decía ayer Héctor Aguilar Camín, “el hecho cierto de que es el
escritor mejor y más querido de las letras. ¡Los lectores y las musas lo
adoran! Los adoran sus colegas más grandes (¡y eso que somos especialistas en
la envidia!) y sus colegas más chicos le rinden pleitesía… Ahora lees Cien años de soledad, veinte años
después de no haberla tocado, y sales de ella alucinado por su frescura, por su
humor, por su transparencia”.
Hoy lo despiden mexicanos y colombianos, en
una ceremonia insólita, pues jamás dos presidentes se habían juntado en el
homenaje a un ciudadano que sólo tiene una de las dos nacionalidades. La urna
que se disputan los aires de ambos países será el objeto que concitara la luz
del Palacio de Bellas Artes, pero más acá se queda la luz verdadera de la obra
insólita del hijo del telegrafista. Estarán los hijos, los nietos, la madre.
Mercedes Barcha ha sido la que ha organizado la conversación de esa tribu en la
que todos, en la salud y en la enfermedad, se han comportado con una sensatez
inconmovible. Decía ayer un amiga de ellos: “Gabo es el de la familia que salió
más chistoso”.
Él dijo: “Lo malo de la muerte es que es para
siempre”. Como siempre ocurre, parece que no está ocurriendo.
Pero esta noticia que él no dio se produjo a
las 12.08 del Jueves Santo, Día del Amor Fraterno, y preside desde entonces una
vida inmortal.
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CREDENCIAL
Bogotá - Colombia
Edición
Julio de 2014
ESPECIAL
GABO:
¿Por qué México?
García Márquez salió de Colombia acusado de vinculación
con el M-19. Su abogado desde entonces, el cual ministro de Justicia Alfonso
Gómez Méndez, relata la historia de por qué Gabo terminó asilado en México,
donde terminaron sus días.
Alfonso Gómez Méndez
¿Cómo
conoció a Gabo?
Fue en el año 1981, cuando estábamos en época
del estatuto de seguridad. Un sector del Ejército logró que un guerrillero del
M-19 vinculara a Gabo con este grupo. Él tuvo información de que ese proceso
estaba andando; con la posibilidad de que lo capturaran, entonces pidió asilo a
la Embajada en México.
¿Qué
hacía usted en ese momento?
Yo era profesor universitario en el Externado,
pero era un abogado en ejercicio. Tenía oficina con Jaime Castro, quien ya
tenía una relación muy cercana con García Márquez, y le dijo: “Necesito un
abogado penalista, escoge a alguien que conozcas para que me maneje esta
situación”. Entonces Jaime Castro me dijo que si yo me encargaba, acepté, y
Gabo me dio el poder.
¿En qué
consistía el poder?
Un poder para que yo denunciara a las personas
que estaban detrás de esto. Logré, finalmente, que una juez de Bogotá dictara
una providencia en la cual se archivaba el proceso, porque quedaba claro que
había habido un complot para tratar de vincular a Gabo con el M-19.
Cuando me notifiqué, pues obviamente yo
mantenía contacto con García Márquez para contarle en qué iba el proceso, le
dije: Gabriel José (yo siempre le dije así), acaba de salir esta decisión.
“Léeme Alfonso”. Se la leí total. Cuando terminé, me dijo: “Eso era lo que yo
quería, que se demostrara evidentemente que había un complot contra mí”, y,
además, porque aquí un sector de la derecha dijo que él se había inventado eso
para promocionar sus libros. Entonces él me dijo: “Eso es suficiente para mí.
Ya pido un pasaje para Colombia”, y evidentemente al otro día regresó al país.
¿Usted
tuvo detalles de la investigación?
Desde luego, hubo un guerrillero que dijo que
lo habían obligado a vincular a Gabo, con el cuento de que era comunista, que
era guerrillero. Pero no, Gabo era un hombre de paz. Claro que tenía
acercamientos con el M-19, pero para traerlos a la paz, como los tuvo con el
Eln.
¿Jamás
militó?
No, entre otras cosas por el temperamento de
Gabo, yo creo que él no militaba en nada. Aparte de ser escritor, era un hombre
comprometido con una causa social. Él sí quería ver una Colombia distinta y en
paz, y tengo entendido que estuvo ayudando a este Gobierno.
¿Se
descubrió quién estaba detrás del complot?
La juez lo dice así en su providencia: que
hubo mandos medios de las Fuerzas Militares. Pero Gabo no tenía interés en
meter a nadie en la cárcel. Ese era él. Desde el comienzo me dijo que estaba
interesado en que se estableciera la verdad. Esa es otra cosa que Gabo siempre
tuvo, mucho respeto hacia la justicia. Si un juez decía que tal cosa era cierta,
como sucedió, para él era suficiente.
¿Y cómo
se fue él del país?
La verdad, después de que él se fue, ya
estando en México, fue cuando le pidió a Jaime Castro que ubicara al penalista,
que terminé siendo yo.
¿Sus
primeros contactos fueron entonces por teléfono?
Sí, es más, el poder está firmado en París. El
primero, porque me firmó varios.
¿Cuándo
se conocieron personalmente?
Cuando regresa al país, y ya él había
terminado su condición de exiliado. Él valoró un gesto, que le pareció de mucho
compromiso de mi parte en ese momento y en esas circunstancias. Pero se había
encariñado con México, y resolvió residenciarse allá. Obviamente nunca perdió
sus vínculos con Colombia. En Bogotá mantuvo siempre un apartamento y en
Cartagena una casa.
Y ese breve exilio resulta siendo la
explicación de por qué García Márquez convirtió a México en su segunda patria.
¿Defender
en ese momento a Gabo le trajo a usted algún tipo de consecuencias?
El ambiente en ese momento era políticamente
muy caldeado. Por ahí me hicieron un par de llamadas hartas. A raíz de este
caso él decidió darme un poder general.
Interesante
tener un poder general de García Márquez…
Tuve ese poder general hasta cuando me
nombraron procurador general, y cuando salí de ese cargo lo restablecimos. Después
me nombraron fiscal y se terminó, pero la amistad continuó el resto de la vida.
¿Cómo
fue el caso de Relato de un náufrago?
Es fue un caso muy interesante por lo que
implica. Ya en ese momento Gabo era premio Nobel. Alguien le aconsejó al marino
Luis Alejandro Velasco que ahora que Gabo ganaba tanta plata, él podía tener
derechos de regalías por Relato de un náufrago, porque, yo diría que como una
expresión literaria, tal vez en la primera edición del libro, Gabo decía: “Los
derechos de este libro son para quien verdaderamente se los merece, que es el
marino Luis Alejandro Velasco”. Un gesto de generosidad que se expresó en que
muchas veces Gabriel García Márquez le mandó plata. Entonces le dijeron, usted
es coautor, y él resolvió demandar a Gabo con el argumento de que tenía que
pagarle la mitad de las regalías de todas las ediciones, de todo lo que tuviera
que ver con Relato de un náufrago, porque, según la demanda, había sido hecho a
dos manos. Entre Gabo y él.
Pero el
pleito lo ganó finalmente Gabo.
Demostramos que el único autor era Gabo. Es
más, él me dijo: “después de que ganemos el pleito yo le regalo una plata al
náufrago, el problema no es de plata, el problema es que yo no puedo, primero,
ceder a una especie de extorsión, entre comillas, utilizo las comillas;
segundo, admitir que no lo escribí”.
¿Cómo
logró demostrar que el autor era únicamente Gabo, basado, obviamente, en la
historia del náufrago?
Pedí una prueba técnica al juez, con eso me
gané el pleito. Consistía en coger varios textos, y que unos peritos dijeran si
había algún párrafo siquiera que hubiera podido ser redactado por Luis
Alejandro. Recuerdo que entre los peritos estaban Juan Gossaín, Daniel Samper
Pizano, y claro, el dictamen fue contundente. Con eso ganamos el pleito, que además
es muy importante en la historia de los derechos de autor, porque eso demuestra
que quien es el autor de la obra es quien le da forma, no el objeto de la obra.
Curiosamente, ese juez es el hoy magistrado que preside la Corte
Constitucional, Luis Ernesto Vargas Silva.
¿Por
qué, con el antecedente de ese fallo, se repite luego la historia con Crónica
de una muerte anunciada?
Esta vez se demandó con un argumento un poco
diferente, pero el mismo principio. El señor Miguel Reyes Palencia, que es
Bayardo San Román en la novela, el marido que devuelve a la esposa, demanda
derechos de autor con el mismo argumento: este señor se aprovechó de mi vida,
luego yo tengo derecho a la mitad de esos derechos. Además, aquí había otros
elementos, el propio Reyes había relatado su historia y García Márquez no había
hecho más que tomar un expediente. Ese pleito también lo ganamos. Fue en
Barranquilla. Gabo estuvo conmigo allá. Le recibían declaración, le tomaban el
juramento, con todas las formalidades.
¿Qué
otro proceso legal tuvo en él que usted lo representara?
De resto era consejos de cosas como derechos
de autor, que le revisara los contratos, en un plano ya menor. Cuando se hizo
la edición en inglés de Noticia de un secuestro, me acuerdo que los abogados de
él en Estados Unidos le consultaron si el Partido Comunista era legal o ilegal
en Colombia, porque se mencionaba a Diego Montaña Cuéllar como miembro del
Partido Comunista. “Si es ilegal, usted tiene que pedirle permiso a él para su
mención”, le dijeron. Entonces yo le contesté que el Partido Comunista no era
ilegal.
¿Se
metía en la minucia de la ley?
No se lo olvide que él estudió dos años
Derecho en la Universidad Nacional y en Cartagena, nunca quiso ser abogado,
pero ningún colombiano se salva del legalismo, ninguno, ni Gabo.
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