CREDENCIAL
Bogotá –
Colombia
Edición
Mayo de 2014
ESPECIAL
GABO:
“Parece que tú conoces mi obra
mejor que yo”
Isabel Rodríguez Vergara, experta en Gabo, literata,
profesora e investigadora en Estados Unidos,
encontró y estudió en las obras del Nobel un ángulo
original: la sátira.
Por
Catalina Gallo
Isabel Rodríguez Vergara estaba manejando en
una carretera de Estados Unidos, donde vive, cuando en radio anunciaron que
Gabriel García Márquez había muerto. Al poco tiempo comenzó a recibir llamadas
de sus familiares, amigos y alumnos que la acompañaban en esta triste noticia.
No era para menos: esta literata de la Universidad Nacional de Colombia, con
doctorado en Lingüística y literatura latinoamericana de la Universidad de
Cornell, ha estudiado a Gabo desde que hizo su tesis doctoral en 1975, a tal
punto que cuando el Nobel murió ella sintió que había terminado una etapa de su
vida.
La primera vez que leyó Cien años de soledad
fue antes de terminar el bachillerato en Bogotá, y la última, el año pasado,
cuando dictó el seminario de la obra de García Márquez en la Universidad de
George Washington, donde es profesora e investigadora de literatura
latinoamericana y enseña la obra del escritor colombiano, y donde ha logrado
que varios de sus alumnos decidan estudiar literatura después de leer al Nobel
colombiano.
Ella ha escrito trabajos académicos y no
académicos sobre toda la obra del autor. En 1991, publicó el libro El mundo
satírico de Gabriel García Márquez y con él pareció encontrar un tema poco
explorado.
(Fotos: Getty Images )
¿Cómo
llegó a hacer un libro sobre la sátira de Gabo?
Por mi tesis doctoral. Comencé con una tesis
sobre El otoño del patriarca que luego se extendió a toda la obra de García
Márquez después de haber escrito Cien años de soledad.
¿Por qué
la sátira?
Creo que un rasgo sobresaliente de García
Márquez es que es divertidísimo, creo que su sentido del humor es una marca. La
sátira en la narrativa es un concepto muy antiguo en la literatura, en el que
se dicen las cosas, se habla de política, de cultura, de religión, de una forma
divertida, que hace reír. La sátira en la narrativa equivale a la caricatura en
las artes gráficas.
¿Cómo
descubrió esto en la obra de Gabo?
Comencé con El otoño del patriarca y nada más
risible que ver al patriarca, que es un dictador legendario, con los testículos
enormes cargándolos por la mitad de la calle. Imaginarse uno a un dictador
descrito en esta forma, para mí es muy divertido. O, por ejemplo, ver al
dictador que va a salir a hablar con el pueblo y encuentra una vaca en el
balcón. Esto es tremendamente divertido. Yo creía que no solamente estaba en El
otoño del patriarca sino en Cien años de soledad y en otras obras posteriores,
pero yo quería también saber cuál era el efecto en el lector, además de hacer
reír.
¿Qué
encontró?
Era también relajar un poco una prosa muy
crítica, de valores culturales, tales como la dictadura en América Latina, y si
hacía reír, la gente no la iba a sentir como las obras un poco costumbristas en
las que el autor parecía tener toda la verdad y decir todo en una forma muy
ceremoniosa y sublime. García Márquez lo hace en una manera más dirigida hacia
una cultura popular. La mirada es más bien desde abajo hacia estos personajes
que parecen ser sagrados, como el dictador o como Simón Bolívar.
¿Cree
que eso ha hecho que su literatura sea tan popular?
Yo creo que puede ser leído a un nivel muy
erudito, muy sofisticado, pero también se puede leer en forma perfectamente
popular. Por supuesto que tiene esos dos niveles, hay muchas lecturas posibles,
y una es esa, que es divertido.
¿Es
cierto que él popularizó la palabra mamagallista?
Sí, él la puso en sus obras y creo que le
quitó esa connotación tan vulgar que se tenía, por ejemplo, en Bogotá. Se
volvió un término sin el peso lingüístico del tabú. Él la ponía en muchas de
sus obras, y mucho del leguaje que se creía soez, habla de mierda, por ejemplo,
términos que no se usaban en la literatura colombiana, él los trajo y les quitó
ese peso de ser algo prohibido.
¿Por qué
la fascinación por Gabo?
Primero, me parecía un maestro, porque su
lenguaje es exquisito y, a la vez, como te digo, es muy divertido. Puede llegar
a ese plano muy bajo en el que habla de la cultura popular, de las risas, de
las fiestas, pero también puede llegar a aspectos muy sublimes como la
descripción del génesis en Cien años de soledad, que es magistral.
¿Ha
leído a Gabo en inglés?
Sí, también, y en la traducción se pierden
pasajes que pueden ser muy divertidos, se pueden volver ambiguos.
¿Se ríe
más en español que en inglés?
Sin duda.
¿Conoció
a Gabo?
Él hizo un Congreso en Guadalajara, recién
había publicado mi libro, y nos invitaron a críticos de todo el mundo,
colombianos éramos dos, 20 personas en total. Y pasamos tres días con él
hablando de su obra.
¿Cuál es
el mejor recuerdo de ese encuentro?
Hubo mucha controversia sobre las últimas
palabras de Cien años de soledad. Me acuerdo porque fue muy determinante en
mostrar su independencia creativa y que él no había tenido en cuenta ninguna
obra cuando escribió estas páginas. Se habló de la influencia de otros autores
y él básicamente lo negó, pero yo creo que lo más memorable para mí fue ver a
este hombre tan grande, ya había recibido varios premios, entre ellos el Nobel,
como un ser humano maravilloso, tímido, que en ningún momento pontificaba;
nunca se puso a una altura superior a nosotros, casi que nos miraba con
curiosidad cuando hacíamos un comentario sobre su obra. Se mostraba más como un
discípulo curioso que quiere saber qué es lo que está pasando con esos libros.
¿Y
alguna vez él vio el libro escrito por usted?
Sí. Él estuvo invitado aquí (Estados Unidos).
Se acordaba de mi libro y me dijo que le había parecido muy curioso hablar
sobre la sátira en su obra, pero también me dijo algo muy halagador: “Parece
que tú conoces mi obra mejor que yo” (risas).
¿Se
volvieron a encontrar?
La Universidad de Georgetown hizo un congreso
para celebrar los 25 años de Cien años de soledad y me invitaron. Y lo volví a
ver, estuvimos charlando. Era un personaje que se sentía incómodo con estos
actos públicos, no le gustaban. En Guadalajara también él leyó algunas páginas
del comienzo de la idea que tenía de sus memorias, y fue una cosa bellísima,
porque el auditorio estaba repleto y oírlo a él, oír su voz, era muy
emocionante, recordando su niñez, todo el comienzo, que lo cambió un poco.
Alguna
vez él dijo que no le gustaba la intelectualidad.
Yo creo que en el fondo tenía una actitud
intelectual. Era un gran lector, sus obras tienen un nivel intelectual alto. Yo
digo que él era uno de los mejores filósofos, porque decía la verdad y nos
hacía reír diciéndonos la verdad. Creo que lo que a él no le gustaba era
sentirse en ceremonia, en hacer definiciones o teorías de sus libros. Me parece
que le fastidiaba un poco pensar en cosas muy teóricas, su corazón y su lápiz
estaban en este mundo real.
¿Cuál es
su sentimiento con la muerte de Gabo?
De un pérdida inmensa. Era un hombre común que
llegó a la grandeza por su disciplina y trabajo, con sus propios esfuerzos. Uno
como latinoamericano y colombiano puede ver muy bien el mérito que tiene una
persona que puede surgir como lo hizo él, con una obra monumental.
Lo otro también es esa pérdida para América
Latina, porque creo que García Márquez le dio una voz, una voz política, muy
humana y literaria. Y un género, el realismo mágico, que ha sido seguido en
todas partes del mundo. En Estados Unidos ha tenido incidencia, en Israel, en
China. Eso se convirtió en algo como el impresionismo en Europa. Es la marca de
América Latina de una o dos generaciones, que no se podrá borrar así tan
fácilmente. Y no sé cuándo vamos a conseguir un escritor de esa altura para
representarnos como lo hizo él.
¿El
humor forma parte del realismo mágico?
No necesariamente, no tendría que ser, porque
el realismo mágico también se puede leer diferente. Lo que es realismo mágico
para un extranjero, para un latinoamericano es la realidad cotidiana de cada
día. Como Remedios la Bella, en Cien años de soledad, que un día se va al cielo
en cuerpo y alma. Los estudiantes lo ven como una escena de realismo mágico,
pero es diferente como lo lee un latinoamericano, y Gabo mismo lo contaba, él
tenía una vecina, cuando vivía en Aracataca, que quedó embarazada y la familia
tenía tal vergüenza que escondió a esta niña, la mandó a otro pueblo para que
nadie se enterara de que estaba embarazada, y la mamá se inventó que un día vio
a la niña volar en cuerpo y alma al cielo (risas).
¿Usted
considera que Gabo sí es comparable con Cervantes?
Sí, yo he enseñado también El Quijote, creo
que es de las obras más grandes de la literatura universal, y creo que Cien
años de soledad pasará a la historia por los siglos de los siglos. Es una obra
clásica.
** ** **
EL PAIS
Madrid – España
27 de abril de 2014
El zumbido del moscardón
La Fundación por el Nuevo Periodismo Iberoamericano es,
aparte de sus libros, la herencia que deja el periodista
de Aracataca
Por Juan
Cruz
desde México
Jaime
Abello, director de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI). / Saúl Ruiz
El silencio de la Semana Santa en México
acompañó como un ritual extraño en esta ciudad la larga despedida de Gabriel
García Márquez, su ciudadano más ilustre.
Al autor de El coronel no tiene quien le
escriba los ruidos le cortaban la escritura, y aún así vivió medio siglo en una
urbe que es quizá la más ruidosa del mundo, un hervidero tan lleno de rumores,
de música y de gritos que parece un caldo propicio para que aquí también habite
el olvido.
Ese sonido de México se calmó como un suspiro
el Jueves Santo no sólo porque la gente abandonó las calles y se fue al mar
sino porque dejó de respirar Gabriel García Márquez. Como pasa con los artistas
muertos que reciben tal cantidad de agasajos, en este momento en que él entra
en otro silencio produce pavor imaginar que algún día ocurra con él lo que pasó
a otros grandes: que acabe cayendo sobre su obra la indiferencia que manda al
purgatorio a los que en vida recibieron tantas alabanzas como en las que los
honraron en las despedidas.
Esto no parece posible, pues desde Cien años
de soledad García Márquez es un clásico que se enseña en las escuelas, el lugar
donde prosperan los autores muertos, y porque además, según todas las estimaciones
pasadas y las que ahora han acompañado el multitudinario adiós, su obra sigue
tan viva como cuando fue publicada. Alma Guillermoprieto explicaba el orgullo
que tenía Gabo mostrando sus diccionarios; no mostraba igual devoción enseñando
sus propios libros, pero más de una vez, hasta en los últimos tiempos, explicó
que ninguno de ellos debía entrar al menos en su olvido; si tuviera que
rescatar, decía, hubiera elegido El otoño del patriarca y El coronel no tiene
quien le escriba.
La herencia literaria de Gabo será más nutrida
que esos dos libros, y formará parte del fondo incluso de las librerías menos
cuidadosas. Su escritura es la señal de un asombro, y ese resplandor es muy
difícil que acabe, pues es la definición misma de un territorio en el que se identifica
un mundo, el de América, que es el de Macondo y por tanto el de García Márquez;
y seguramente para su memoria escrita no habrá ni purgatorio ni olvido.
Pero donde quiso Gabriel García Márquez que
tuviera su residencia el futuro de su legado es en su herencia como maestro de
periodistas. Con una perspicacia muy de Gabo, él puso en marcha hace veinte
años una fructífera fundación para que periodistas enseñaran a periodistas, y
esa fundación, llamada Fundación por el Nuevo Periodismo Iberoamericano,
situada en Cartagena de Indias, está garantizada como institución, está avalada
por el legado de Gabo y cuenta con la financiación y los apoyos suficientes
como para que el compromiso de García Márquez con el periodismo se prolongue en
el tiempo como tributo suyo “al mejor oficio del mundo”.
Los libros serán perdurables, seguro, pero él
quería que fuera perdurable su propio concepto del periodismo, basado en la
verificación, el estilo y la ética, y Jaime Abello, director de la fundación
desde que se inició ésta, cree que él y su equipo, “y nuestros numerosos
colaboradores”, están dispuestos a seguir ese ejemplo como si fuera “la
prolongación de sus propias clases”. Gabo le dedicó un día un libro, El general
en su laberinto, con esta dedicatoria: “Para Jaime, de su jefe que no manda”.
“Proponía, no imponía”, dice Abello, “y en la época en que empezaba a
transformarse el periodismo como negocio concibió maneras de devolver a los
periodistas la ambición necesaria para retener al lector, contando buenas historias”.
Esa calidad tenía que basarse “en la exactitud y en la ética”, y todo eso que
quiso que se enseñara en los cursos y talleres de la FNPI “tiene hoy vigencia
en un mundo digitalizado”. Ha cambiado “el financiamiento del periodismo, pero
Gabo estaba seguro de que el periodismo no acabará jamás si persiste la
ambición creativa”.
Puso en marcha esa idea García Márquez en
1994, después de desechar otros proyectos de publicaciones. “Era un hombre
pragmático, sabía que en ese momento hacía falta buscar armas para que en la
crisis que se adivinaba con Internet los periodistas fueran mejores… Así se han
ido haciendo dos generaciones de cronistas y reporteros que venían y vienen de
todas partes de América y de España”. Ahora ese periodismo que tiene el sello
de Gabo tiene muchos nombres propios que forman parte de la mejor camada del periodismo
intercontinental: Leila Guerriero, Julio Villanueva Chang, Alberto Salcedo
Ramos, Martín Caparrós… ¿Por qué lo hizo? “Porque creía en el periodismo; y fue
clarividente, no nos dijo que predicáramos su periodismo, sino que rescatáramos
lo mejor del periodismo. Era realista y mágico. Pero en él la magia es la
puntica, el realismo es lo profundo”, dice Abello.
Esa escuela “ha dejado una marca profunda en
miles de reporteros de América Latina”, dice Luis Miguel González, que pasó por
ahí, estuvo también en la Escuela de Periodismo de EL PAÍS y ahora dirige el
mexicano El Economista… “Que lo haya hecho un tipo que podía haberse gastado el
dinero en cualquier cosa habla de su disciplina a favor del oficio y de su
generosidad: él no llegó diciendo 'hagan lo mío'”. “No”, tercia Abelló, “ahí no
hubo nunca dogma alguno”. “Ni ego”, añade Luis Miguel. “Impresionaba verlo
escuchar; dejó trabajar. No creó la Fundación para que fuera un teatro en el
que él hablara”. Guillermo Osorno, cronista y editor mexicano, cree que Gabo
logró un milagro tan increíble como los que se leen en Cien años de soledad:
“Creó en quince años una red de cronistas y editores que ahora constituyen lo
más notable del periodo mundial en habla española… Los lazos entre los alumnos
siguen funcionando”. En aquel entonces, México miraba a Estados Unidos y
España, prosigue Luis Miguel, “se fijaba en Europa, y lo que la Fundación nos
dio fue un referente hispanoamericano para ejercer el oficio. Y jóvenes y
maduros, como Caparrós, Leila, Christian Alarcón, Julio Villanueva o Héctor
Feliciano se convirtieron en puntos de referencia, de igual modo que lo fueron
antes Gay Talese, Norman Mailer o Tom Wolfe”.
Prendió una obsesión del fundador: “En
periodismo, ética y técnica con inseparables, como el zumbido del moscardón”.
Gabo deja esa herencia, pero el porvenir deja a sus discípulos un reto que
simplifica Luis Miguel González: “Para los medios se acabaron los privilegios;
ahora tenemos que competir con los juegos electrónicos. Esto abre un periodo
inmenso de lucha”.
Y en esa guerra se producirán bajas y sombras.
García Márquez dejó dicho en Cien años de soledad que las especies en extinción
no tendrán una segunda oportunidad sobre la tierra. Ya se ve que ocurre con el
oficio, obligado a competir con los juguetes o con la piratería. ¿Habrá para
esta especie una segunda oportunidad sobre la tierra? Osorno: “La habrá. Las
nuevas generaciones vendrán con historias nuevas”. Abello: “Las crisis siempre
han generado tiempos mejores”. Luis Miguel González: “Hay futuro, pero no para
todos… Claramente, el futuro implica que el pastel será más chico. Habrá
periodistas muy buenos que tendrán lo que quieran, y los que vienen detrás
tendrán pocas oportunidades de prosperar. Ese desequilibrio inmediato es
preocupante”.
Abello trabajó 18 años con Gabo; “nunca tomé
notas de lo que dijo, viví sin espiarlo; me queda su dulzura personal, una
amistad; conocí sus vidas, la personal, la pública… Me siento depositario de
una confianza que me compromete para siempre y es un motivo de orgullo honrar
en esta Fundación su deseo de contribuir a que el periodismo que quiso fuera
mejor. Era un gusto trabajar con él. Trabajábamos y luego nos íbamos a bailar.
Un día nos dijo, en Monterrey, después de una serie de actos de la Fundación: “¡Y
pensar que todo esto estaba en nuestra imaginación!'” Tuvo dos hijos, un
diseñador y un cineasta, e ideó esta Fundación para que la gente supiera por
qué le tenía tanta gratitud a este oficio. Él deja en herencia, también, su
modo de hacerlo.
** ** **
Proceso
México
D.F.
1 de mayo de 2014
El Gabo y su romance secreto
Por
Alejandro Gutiérrez
MADRID (Proceso).- En octubre de 2009 el
británico Gerald Martin reveló en su libro Gabriel García Márquez. Una vida, un
episodio hasta entonces desconocido del colombiano: la relación sentimental que
tuvo con la actriz española María Concepción Quintana en 1956, cuando él era
corresponsal en París.
Quintana, nacida en 1929, fue una de las tres
hijas de una familia católica que apoyó la dictadura de Franco. Agobiada por
las imposiciones conservadoras de su familia y huyendo de una relación con el
poeta Blas de Otero, quien la bautizó Tachia, la actriz en ciernes se mudó a la
capital francesa donde tiempo después se cruzó con García Márquez en un café.
Tachia. Dedicatoria. Foto: Especial
En 2010, un año después de hacerse pública esa
relación del escritor con Tachia, ella relató al diario colombiano El País otro
episodio: la amistad que cultivaron las familias que posteriormente formaron
tanto él como la actriz.
En 1978 el colombiano le regaló a Tachia el Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo,
que le envió junto con una dedicatoria que el diario colombiano reproduce:
“Tachia bella:
“Cuando nos
conocimos en el helado otoño de 1955 (sic), en París, lo primero que se me
ocurrió, al ver tu abrigo de tigre y al oír tu voz, fue que quería escribir un
texto para oírtelo a ti. Esa misma noche me acordé que ya lo tenía: es el
Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo.
“Por eso me alegra
tanto de que tú lo digas por ahí, por el mundo, porque todo fue como una
premonición.
“Te mando, pues, un
beso de bendición con todo amor.
“Gabriel.”
Para Tachia la premonición era el estreno del
monólogo en Cartagena, “porque Isabel nació por allá”, dijo la actriz en su
visita a Colombia en 2010.
En Colombia, García Márquez escribió varios
reportajes para El Espectador sobre el hundimiento de un destructor colombiano,
que contradecían la versión oficial; eso motivó que fuera enviado en diciembre
de 1955 como corresponsal a París, aunque antes viajó por Suiza, Italia,
Checoslovaquia, Polonia y Rusia.
En la capital francesa, al cierre del
Espectador, también escribió para El Independiente.
“En marzo de 1956 –describe Martin– García
Márquez y un periodista portugués que también cubría el juicio conocieron a una
mujer, una actriz española de veintiséis años que se hacía llamar Tachia y
estaba a punto de dar un recital”.
Cuarenta años después Tachia le contó a Martin
que García Márquez se negó a ir a ese acto. “Un recital de poesía, decía, ¡qué
aburrimiento!” Di por hecho que detestaba la poesía. Esperó en el café Le
Mabillon, en el bulevar Saint-Germain-des-Prés. Estaba delgado como un
espárrago, parecía un argelino, con cabello rizado y bigote, y a mí nunca me
habían gustado los hombres con bigote. Tampoco me gustan los típicos machos;
siempre tuve el prejuicio racial y cultural de que los latinoamericanos eran inferiores.
“Diría que en un primer momento Gabriel me
disgustó. Parecía despótico, arrogante, aunque también tímido: una combinación
realmente con poco encanto. (…) Enseguida empezó a alardear de su trabajo, al
parecer se consideraba periodista, no escritor”.
La
hojarasca ya se había publicado y en París se empeñaba
en escribir La mala hora, texto que
tenía dificultades para concretar.
“Tachia descubrió entonces que el sarcástico
colombiano tenía algo en su voz, la sonrisa confiada, el modo en que contaba una
historia y muy pronto empezaron una relación íntima. Y tal vez arquetípica”,
dice Martin. “Poco a poco Gabriel me fue gustando más y más –relata Tachia–, a
pesar de mis reservas iniciales, y la relación evolucionó. Empezamos a salir en
serio al cabo de unas semanas. (…) Al principio Gabriel tenía dinero suficiente
para invitar a una chica a una copa o a una taza de chocolate, o para pagar el
cine. Entonces su periódico cerró y se quedó sin nada”.
Primero con el cierre de El Espectador y luego
con las dificultades de El Independiente, García Márquez dejó de recibir sus
cheques, lo que derivó “en una situación desastrosa” en una relación que estaba
iniciando.
Relación
tormentosa
Martin relata en su libro que seis meses
después de la entrevista con Tachia en París se armó de valor –durante un
encuentro en la casa del escritor en México– y le preguntó: “¿Y de Tachia qué?
Y respondió: Bueno, eso pasó. ¿Podemos hablar del tema? No, me respondió”. Y
luego se justificó: todos tenemos “una vida pública, la vida privada y la
secreta”, y de ésta última no iba a hablar.
La actriz le contó que en París en esa época
ella vivía en una habitación en la rue d’Assas, cerca de Montparnasse, y él
seguía viviendo en su habitación del hotel Flandre.
En esa época García Márquez se da cuenta de
que el libro sobre el que había hecho avances “se le escapaba de las manos”,
pero luego logró aclarar sus ideas y separó extractos que serían El coronel no tiene quien le escriba.
En junio de 1956 inicia la escritura de El coronel…, en un periodo de “penurias
y pobreza” al grado que “Tachia y él no tenían ni para comer”, menos aún para
pagar el alquiler de sus habitaciones.
Un par de meses después “se sumó otro
desastre”: Tachia estaba embarazada.
Ella contó: “Después de quedarme embarazada
seguí cuidando niños y fregando suelos, y vomitaba mientras lo hacía, y cuando
volvía a casa, él no había hecho nada y tenía que ponerme a cocinar. Me decía
que era muy mandona, me llamaba ‘el general’. Entretanto, él escribía sus
artículos y El coronel…”
“Leí la novela a medida que la escribía. Me
encantó. Pero pasamos nueve meses peleándonos constantemente, todo el tiempo.
Era muy duro, agotador, nos estábamos destruyendo uno al otro. ¿Si sólo
discutíamos? No, nos peleábamos en serio.”
Pese a ello lo describe como “muy cariñoso”;
“era la ternura personificada. Nos lo contábamos todo. Los hombres son muy
ingenuos, así que le enseñé cosas, cosas acerca de las mujeres; le di un montón
de material para sus novelas. Tengo la impresión de que Gabriel había tenido
muy pocas mujeres; desde luego, hasta aquella época nunca había vivido con
ninguna”.
Finalmente fue Tachia quien tomó la decisión
de interrumpir el embarazo. “Después del aborto los dos sabíamos que todo se
había terminado” y al final se marchó a Madrid, terminando su relación en 1957.
El biógrafo sostiene que “El rastro de tu
sangre en la nieve”, cuento publicado en El Espectador en 1980, es un texto
cifrado de García Márquez sobre la hemorragia que Tachia sufrió tras el aborto.
El escritor y la actriz no se volvieron a ver
sino hasta 1968, cuando él viajó con su esposa Mercedes, con quien se había
casado en 1958. En una carta que escribió a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza –de
los pocos que conocieron los pormenores de esa relación con la española–, el
escritor le dice que ya Tachia es “una señora muy bien instalada, con un
estupendo marido que habla siete idiomas sin acento y que al primer encuentro
estableció una muy buena amistad con Mercedes, fundada principalmente en una
complicidad contra mí”.
Martin reseña que en la primavera de 1973
Mercedes y García Márquez viajaron desde Barcelona, donde entonces residían,
para asistir a la boda de Tachia en París. Charles Rosoff y ella se casaron el
31 de marzo de ese año; su hijo tenía ocho años y se fueron a vivir frente al
hospital donde ella había abortado en 1956.
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