2 de julio de 2014

MEMORABILIA GGM 759



EL ESPECTADOR
Bogotá – Colombia
19 de abril de 2014 

CULTURA
La vida y la narrativa
Las lecciones profesionales de Gabriel García Márquez,
en este diario y en la revista ‘Cambio’, a través del testimonio
del editor dominical de El Espectador, que trabajó con él.

Por: Nelson Fredy Padilla Castro

Bogotá, Colombia, revista Cambio, enero de 1999: media docena de reporteros aguardábamos con ansiedad desbordada la llegada a la sala de redacción del nuevo dueño y guía de Abrenuncio S.A., la empresa en la que Gabriel García Márquez quería rehacerse periodista, “como en los tiempos de El Espectador”. El mejor tratamiento para la felicidad que le hubiera podido recetar Abrenuncio, el médico del pueblo en Del amor y otros demonios.

Discutíamos la forma correcta en que debíamos saludarlo: ¿Nobel? ¿Don Gabriel? ¿Señor? ¿Maestro? ¿Gabo? En esas estábamos cuando entró silencioso, con chaqueta de paño escocés cruzada, zapatos encharolados y una sonrisa juguetona bajo el bigote cenizo, delatora de la dicha que para él significaba ponerse de nuevo al frente de un medio de comunicación. El autor de Cien años de soledad fue quien rompió el hielo. Saludó de mano y por nombre propio: “Sé qué hace cada uno de ustedes y a todos los necesito de tiempo completo. Lo único que les pido es que ojalá no estén casados, y los que piensen hacerlo, todavía están a tiempo de arrepentirse, porque el compromiso a cuerpo y alma está aquí con el mejor oficio del mundo”. “Sí, maestro”, respondimos en coro.

 
La vida y la narrativa El director de El Espectador, Fidel Cano, entregándole a Gabo un ejemplar del libro conmemorativo de los 120 años de este diario. / Archivo - El Espectador

Parece un lugar común hablar de la influencia de Gabo en el periodismo colombiano, pero la que tuvo sobre aquel puñado de reporteros fue definitiva. Con certeza, mi vida profesional se divide en un antes y un después de conocerlo y trabajar junto a él. Hasta entonces era un redactor más, que había recalado en el periodismo por experimento y accidente después de no conseguir un cupo en artes gráficas. Gracias a la Facultad de Comunicación Social y Periodismo de Universidad de la Sabana y de las prácticas en la Agencia Colombiana de Noticias (Colprensa), llegué a El Espectador en 1991, siendo todavía estudiante, aunque ya contratado como “corresponsal de guerra”. Me encontré con el rastro y la historia de García Márquez y de sus alegres compadres Guillermo Cano, José Salgar, Eduardo Zalamea Borda, Gonzalo González, solo para citar algunos de los escritores que hicieron grande la profesión desde este diario.

En el colegio y en la universidad ya había leído a García Márquez, pasando de la obligación a la emoción. Ahora regresaba a mi vida en la redacción de El Espectador al leer los originales de sus legendarios reportajes: la serie sobre el Chocó que Colombia desconoce —hoy más vigente que nunca—, su mirada al drama de los colombianos que participaron en la guerra de Corea, la denuncia de los primeros niños desplazados por la violencia en el Tolima, el Relato de un náufrago, la vida del ciclista Ramón Hoyos Vallejo, La crisis del transporte urbano, etc.

También estaba la colección de las deliciosas columnas semanales de “El cine en Bogotá”, sus notas editoriales, las del Magazín Dominical que mi papá coleccionaba y me compartía, las fotos de sus rutinas en la redacción. La joya mayor era la máquina de escribir que él usó. ¿Quién no quisiera poner los dedos sobre ese teclado y palpar el rodillo remarcado con las letras de tantas narraciones garciamarquianas inolvidables? Qué decir del escritorio sobre el que le gustaba poner los zapatos con las piernas cruzadas, mientras fumaba y hacía entrevistas por teléfono. Y para contar anécdotas sobre Gabo periodista estaban a la mano don José Salgar, don Luis de Castro, Guillermo García, Antonio Andraus. Imposible no contagiarse de esa pasión por el periodismo y las letras.

Con esa semilla narrativa me fui para Cambio, sabiendo que a través de la periodista Patricia Lara, ‘Gabito’, como ella lo llamaba, ya era cercano a esa revista recién fundada. A finales de 1995 lo conocí a través del teléfono un día que ella, siendo directora, me lo pasó y él desde Ciudad de México me puso a hacer la crónica del único gringo que había sido extraditado a Colombia, preso en la cárcel Modelo, donde daba clases de inglés. Días después la corrigió vía fax. Le encantaba “la magia” de ese aparato, se quedaba mirándolo y lo consideraba un invento digno del realismo mágico —ni qué decir de internet—, aunque tiempo después lo maldijo porque los documentos empezaban a borrarse.

Desde entonces, cada semana después del consejo de redacción llamaba para tirarles línea a los periodistas: debíamos dosificar la obsesión por la denuncia con la disciplina en la exploración de géneros, sólo así encontraríamos un estilo. Muchas investigaciones y portadas surgieron de su particular forma de ver el mundo y de las altas fuentes del poder con que se codeaba.

En 1998, Patricia Lara nos contó que ‘Gabito’ estaba decidido a meterse la mano al dril, a formalizar ese amor a escondidas y a hacerse dueño de Cambio. El negocio se concretó a finales de ese año y ahí vuelvo al día de su llegada a la redacción, a la realización de un sueño que los redactores pensamos que iba a durar mucho tiempo, pero que sólo disfrutamos durante 1999, porque un cáncer linfático obligó al Nobel a darle prioridad a su salud.

No volvimos a verlo los lunes en el consejo de redacción, callado y atento mientras los directores y los periodistas hacíamos propuestas. Una vez hablábamos todos, él opinaba y el plan de trabajo se enriquecía con crónicas y reportajes “del país en el que la realidad supera a la ficción”. Luego hablaba con cada periodista sobre lo que había escrito la semana anterior y lo que pensaba hacer. Un dato inexacto, una descripción floja, una expresión mal usada, una coma en el lugar equivocado, un adjetivo de más, eran sus lecciones coloquiales. “Si te quedó la duda, ¿por qué no usas los signos de interrogación? Esa sinceridad el lector te la agradecerá“. Fuimos privilegiados testigos al ver cómo aplicaba ese rigor a los impecables textos que publicó en ese tiempo, como “El amante inconcluso”, la crónica sobre Bill Clinton y su amante, o la historia del niño cubano Elián González.

Del que nunca me voy a olvidar es de “El enigma de los dos Chávez”, el perfil que hizo a comienzos de 1999 sobre el recién posesionado presidente de Venezuela. Después de su encuentro con el coronel, el nobel llegó a Cambio con la emoción del reportero que entrevistó en El Espectador (1955) a Luis Alejandro Velasco para escribir el Relato de un náufrago. Ese día era el coctel de relanzamiento de la revista Cambio. Cumplió con presentarse al brindis en el club Metropolitan para los saludos y las fotos, pero su ansiedad era tal que al primer descuido se escapó por la puerta de atrás para irse a escribir sobre el hombre que haría historia “como el salvador de los venezolanos o como un déspota más”. Antes miró a su alrededor pidiendo “un datero” que le hiciera guardia por si necesitaba alguna llamada de última hora para verificar su minuciosa reportería.

A las 9:00 de la noche me preguntó como el primer día: “¿Eres casado?”. Todavía no, maestro. “Prepárate, porque la jornada será larga y sin interrupciones”. Yo espiaba pegado a la puerta entreabierta de su oficina. A medianoche le urgió reconstruir la historia del Chávez paracaidista y hubo que despertar al batallón blindado de Maracay. Más tarde una frase no le sonó mientras construía un párrafo leyéndolo en voz alta, hasta que desde Venezuela me confirmaron que un puesto de mando de Chávez había sido improvisado en “el Museo Histórico de La Planicie”. “Esa era la musicalidad que le faltaba a la frase”, me dijo.

Otra pausa en ese trance fue para confirmar con el entonces ayudante de Chávez cuál era su posición favorita en el diamante de béisbol. El maestro traía anotado en su libreta que por “la pelota caliente” cambió su vida y su destino el día que entró a la academia castrense de Barinas, no porque estuviera obsesionado con la milicia, sino porque creía que “era el mejor modo de llegar a las Grandes Ligas”. El teniente me dijo desde Caracas que aunque “el comandante” soñaba con ser cátcher, mostró más cualidades como primera base. García Márquez optó por escribir que fue un “cátcher de primera”.

Cuando tuvo el primer borrador, hacia las tres de la mañana, se paró “para dejar respirar el texto”. Dijo que tenía apetito porque apenas había probado un par de “desabridos pasabocas cachacos” en el coctel. Se decidió por un plato de papaya que le sirvió Santicos, el portero, vigilante, mensajero, todero y más servicial empleado de esa revista, que llamaba al nobel ‘don Gabriel’. Mientras masticaba, Gabo miró con curiosidad la edición de Cien años de soledad que yo tenía en las manos, la misma que había leído en el colegio.

“¿En qué parte vas?”, me preguntó. En la que José Arcadio Segundo sube al niño a los hombros y ve al militar haciendo el conteo regresivo para disparar contra la multitud, le respondí.

“Ahí está —dijo—. La Matanza de las Bananeras es el recuerdo más antiguo que tengo”. Tanto había oído la leyenda de boca de sus padres y abuelos, que lo persiguió hasta el día que escribió la monumental novela que transformó la masacre en mito. “Hay que hacerles caso a los recuerdos de la niñez, más si tu oficio es el de escritor”, sentenció con indulgencia, mirándome a los ojos, viendo el mundo como le gusta hacerlo: sentado al revés, los brazos en el espaldar de una silla giratoria, el mentón sobre las manos cruzadas y la sonrisa de pilatuna camuflada bajo el bigote gris.

“Maestro: algún día me gustaría ir a la zona bananera para ver qué ha cambiado y hacer una crónica”, le propuse. “Siempre es bueno ir a mirar la historia desde el otro lado. Fíjate que el día que mi madre me llevó allá (27 de febrero de 1950) supe que debía conformarme con la ficción que me daba vueltas en la cabeza”. Sentí como si me hubiera puesto un piano en la espalda.

Me dijo: “Si te gusta la literatura, atraviesa la frontera, que la vocación por escribir es una sola. Dedícate a leer a Martí, Rubén Darío, Faulkner, Hemingway, Capote, Talese”. No a leer por leer, sino a “aprender a leer por las costuras”. Se paró y volvió al escritorio.

Gracias al maestro fui uno de los miles de alumnos de los talleres de crónica, reportaje y literatura de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano en Cartagena. En 2008 le cumplí la promesa del reportaje, con dedicatoria incluida en El Espectador, a propósito de los 80 años de la Masacre de las Bananeras. Se tituló “El mito de las bananeras por dentro” y fue un viaje a Ciénaga, Magdalena, entre la realidad y la ficción.

A comienzos del año 2000, mientras se sometía a las quimioterapias que le frenaron el cáncer pero le habrían acelerado los problemas de memoria heredados de su familia, envió a la revista Cambio una caja con ediciones autografiadas de Cien años de soledad, a manera de despedida. La mía dice: “Para Nelson Fredy, de su condiscípulo”.

Eran las 5:00 de aquella madrugada cuando por fin quedó satisfecho con el tono narrativo de “El enigma de los dos Chávez”, se puso el abrigo de paño, la gorra escocesa y se marchó. Entonces entendí la dimensión humana de un maestro del oficio de escribir.

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SEMANA
Bogotá - Colombia
26 de abril de 2014

Los funerales de la mamá grande

Por Antonio Caballero

Si no fuera por su fama universal, que obliga a los dueños de Colombia a fingir una admiración hipócrita, todos ellos estarían aplaudiendo a la señora uribista.

Hace un par de semanas pedía yo, para entender lo que pasa en Colombia, un libro sobre el pecado capital de los colombianos, que es la lambonería. Acaba de aparecer ese libro. Basta con empastar juntos los miles de comentarios que se han escrito en la prensa, o dicho al aire en la televisión y la radio, con motivo de la muerte de Gabriel García Márquez. “Gabolatría”, titulaba un columnista su columna al respecto. Que no será la última.

El fenómeno no es solo de aquí, claro. También lo vemos en México, en España, en Francia, en los Estados Unidos, donde la noticia de su muerte fue portada en todos los periódicos. García Márquez, como los grandes artistas, es universal. Pero no esa cursilada que, copiada de la copla española, se han puesto a llamar ahora “colombiano universal”, o “cataqueño universal”, porque nació en el pueblo de Aracataca. Y si en México montaron guardia de honor en torno a sus cenizas los presidentes de dos países (como a Homero, cuya nacionalidad se disputaban siete ciudades de Grecia), en Bogotá se coló además en la ceremonia, que en principio iba a ser laica, el cardenal primado para soltar unos padrenuestros. Fidel Castro mandó desde Cuba un arreglo floral. Mario Vargas Llosa inclinó su copete de plata. El partido comunista de China puso un telegrama de condolencias. Se decretaron tres días de duelo en todo el territorio nacional, Mozart compuso una misa de réquiem. La Cepal envió mensaje. El Centro Democrático expidió un comunicado reconociendo que el difunto había “engalanado las letras nacionales”. Se hizo un minuto de silencio en la plenaria del Senado de la República. Sacaron una estampilla postal, olvidando que aquí ya no funciona el correo. Hubo un temblor de tierra. Cuentan que en Aracataca tocaron solas las campanas de la iglesia de San José y un súbito ventarrón frío hizo tiritar a la gente. Hubo un lanzamiento público de mariposas amarillas. El New York Times sacó la noticia en su primera página. La cantante Shakira y el futbolista Falcao se sintieron obligados a expresar públicamente su tristeza, y otro tanto hizo el predicador de autoayuda Paulo Coelho, único rival de García Márquez en las listas de superventas. El multimillonario ingeniero Lorenzo H. Zambrano, presidente de una empresa cementera, le pagó al multimillonario constructor y banquero Luis Carlos Sarmiento un millonario anuncio mortuorio en su periódico El Tiempo uniéndose a la pena que embargaba a familiares y amigos del difunto. Y al día siguiente el flamante presidente de la Andi, Bruce MacMaster, no quiso ser menos y publicó otro anuncio en nombre propio y de su familia.

Y Santos, Santos, Santos. Desde Mompox, por donde andaba en correría electoral, el presidente Juan Manuel Santos no tuvo el menor empacho en pedir a los colombianos, con farisaica unción eclesiástica digna de su antecesor Álvaro Uribe: “Oremos por el alma de nuestro Nobel”. Porque esa es otra: para la lagartería colombiana lo que importa de Gabriel García Márquez no es su obra prodigiosa, sino que se ganó un premio. El síndrome de “Colombiano triunfa en el exterior”, que nace de nuestro espíritu de colonizados agradecidos o suplicantes.

Sigo con Santos, el desvergonzado y oportunista presidente que saltó sobre el cadáver todavía fresco como un buitre carroñero. Y clamó: “Nuestro premio Nobel –otra vez el síndrome del colonizado– ha sido el colombiano que, en toda la historia de nuestro país, más lejos y más alto ha llevado el nombre de la Patria” (…) “¡Gloria eterna a quien más gloria nos ha dado!”.

No. No. Ni Patria con mayúscula, ni gloria tampoco. Se nota que Juan Manuel Santos no ha leído a García Márquez. Ni sus cuentos, ni sus novelas, ni sus artículos de prensa, en los que no hizo otra cosa que denunciar de manera inclemente los horrores de esta “patria” santista o lo que fuera. Aguaceros apocalípticos, catástrofes sin cuento, asesinatos anunciados, noticias de secuestros, matanzas de obreros, guerras civiles, presos políticos, alcaldes militares, ladrones en los pueblos, culebreros tramposos, dictaduras, engaños y demoras burocráticos, procesos inquisitoriales, demonios, abuelas desalmadas, pájaros muertos, niñas vendidas, un pobre Libertador a quien la gente le escupe en la cara. Porque lo de García Márquez no es realismo mágico: es realismo crudo. Y si no fuera por su fama universal, que obliga a los dueños de Colombia a fingir una admiración hipócrita, todos ellos estarían hoy aplaudiendo a la señora uribista que lo mandó al infierno, atreviéndose a decir en voz alta lo que muchos piensan. Por eso echaron a García Márquez de aquí. Por eso tuvo que pedir asilo en México. Era, como dicen ellos, un “mal colombiano”: pintaba en su literatura y en su periodismo una “mala imagen” de Colombia. Una imagen exacta y verdadera. Merece ir al infierno.

Y ahora se atreve Juan Manuel Santos, sin hígados ni escrúpulos, a apropiarse de la vacía pero famosa frase final de la más famosa novela de García Márquez, Cien años de soledad, jactándose de que su gobierno ha demostrado “que podemos ganarnos –como estamos haciendo– una segunda oportunidad sobre la tierra”.

Y ahora vengo yo también con mi gabada de turno sobre la muerte del gran hombre. No falta nadie. Ni el propio Gabo, que escribió la suya en uno de sus primeros cuentos, hace más de cincuenta años: Los funerales de la Mamá Grande, que se celebraron en Macondo y a los cuales vino el sumo pontífice en cuerpo y alma, en carne y hueso. Esta vez fue el único que no asistió. Una lástima.

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LA NACIÓN
Buenos Aires - Argentina
7 de mayo de 2014

La muerte de García Márquez

Gabo y el otoño de Fidel

Por Marcos Aguinis


El justificado vendaval de letras que produjo la muerte de García Márquez condujo a innumerables anécdotas e interpretaciones. No debo guardarme las que ayudan a comprender mejor su jardín de opiniones, sentimientos, fijaciones y altibajos.

Lo conocí personalmente en el año 1970. Demostró que su brusca y potente fama no le había amputado la modestia. Yo acababa de ganar el Premio Planeta con La cruz invertida y él manifestó a mi editorial su deseo de visitarme. Regresé al hotel Ritz luego de una entrevista con periodistas en un café cercano y ya me esperaba en la recepción. Aún tenía el cabello y bigotes negros, estaba flaco y parecía tímido. Elegimos un rincón silencioso. Enseguida preguntó por sus amigos Paco Porrúa y Tomás Eloy Martínez. Peloteamos elogios sobre Cortázar, a quien confesó admirar sin límites: "Es un maestrazo". Le conté que conocía la vida, obra y milagros de Juan Filloy, a quien Cortázar le había dedicado unos renglones en su monumental Rayuela, porque ambos éramos entonces vecinos de Río Cuarto. Antes de los diez minutos, con el rostro serio y los ojos brillantes, produjo un giro en la conversación al formularme la pregunta que más circuló en España por aquellos días: "¿Cuándo abandonaste los hábitos?".

-Nunca fui cura -expliqué-. Pero interrogué a más de veinte, con y sin sotana.

-Me sorprendieron tus conocimientos teológicos. Tu novela no sólo es audaz en la estructura, sino densa en el contenido.

-Soy un teólogo frustrado, entonces. O rebelde.

Nos lanzamos a comentar la Biblia. Dijo que tiene más cuotas de magia que los novelones de caballería, a los que estaba revisando.

-No sólo tiene magia, sino psicología y hasta humor -agregué.

-¡Claro que sí! -se entusiasmó y, con una sonrisa de oreja a oreja, lanzó la ocurrencia que luego repitió en otros lugares-. Fíjate si tendrá humor que cuando Jonás reapareció ante su mujer con tres días de atraso, le dijo que no había hecho nada malo, que no tenía la culpa, que se demoró porque lo había tragado una ballena.

Por cierto que en esa anécdota, como en otras que exprimimos, corrieron sin freno las deformaciones iconoclastas del texto sagrado, como se hace al componer una novela. Le pregunté qué estaba escribiendo. Se ensombreció y durante un largo minuto estudió el fondo vacío de su taza de café.

-Mira, el éxito tiene sus bemoles. Se están reeditando mis textos previos y Mario Vargas Llosa ha terminado un voluminoso estudio sobre todo lo que pudo averiguar de mí e interpretar de mis escritos. ¡Es un trabajador infatigable! Le ha puesto un título también religioso: Historia de un deicidio.

-Concilio Vaticano II...

-Tal cual. ¡Qué buen papa fue el gordo Juan XXIII!

-Pero ¿qué estás escribiendo ahora? Se dice que no pasa un día sin que teclees unos renglones.

-Sí, es cierto. Ya elegí el título de otra novela, pero no me convence la forma. Para nada. Me tiene angustiado. Se llamará El otoño del patriarca y quiero reventar a todos los dictadores de América latina. Hasta me referiré a los 300 pesos que necesitaba Perón para vivir y el absurdo peregrinaje de un cadáver. No eres peronista, supongo.

Quedamos en seguir la conversación en su casa, pero cuando regresara Vargas Llosa, que se había ido por unos días a Perpignan.

No pudo ser, porque debí acelerar mi regreso a la Argentina debido a que mi novela iba a ser prohibida por la dictadura militar de entonces. Años después, Vargas Llosa recordó ese frustrado encuentro; en aquella época Gabo y Mario eran casi un matrimonio.
En España también intentaron bloquear La cruz invertida. El poderoso editor de Planeta me dijo: "Voy a entrevistar personalmente al Caudillo". Le explicó que era la primera vez que el premio se otorgaba a un extranjero, que la noticia ya se había difundido por el mundo, que el argumento no se desarrollaba en España, que causaría daño a la nueva imagen que el gobierno se esmeraba en lucir. Entonces Franco levantó la censura. En la Argentina le explicaron al general Levingston que en la España franquista, nada menos, la novela circulaba sin inconvenientes; que la censura provocaría un efecto inverso, un papelón mayúsculo. Entonces el jefe de Estado se avino a dejarla circular. Más adelante, al recordar esa transitoria crisis, dije que pocas veces dos tiranías se ponen de acuerdo para garantizar la libertad de expresión.

Sigo con la modestia de García Márquez. El escritor colombiano ya vivía en México y el presidente Alfonsín me invitó a integrar su comitiva cuando fue a ese país. Enterado García Márquez, llegó hasta mi hotel. Ya tenía el bigote blanco y vestía con mucha elegancia, incluso brillaban sus bien lustradas botas cortas. Estaba interesado en la democratización argentina. No hizo falta que le preguntase qué estaba escribiendo, una pregunta que aprendí a detestar. Contó espontáneamente que viajaba seguido a Colombia. "Para exprimir a mis padres y sacarles todo lo que pueda de su accidentado noviazgo", dijo. Hasta me adelantó el título de esa novela: El amor en los tiempos del cólera. "¿Sabes, Marcos? Contra lo que se supone, todo lo que escribo está basado en hechos reales", agregó.

Inspiré hondo y le descerrajé algo que me burbujeaba en la garganta:

-¿Qué opinas, ya con el paso de los años, sobre El otoño del patriarca?

-Prefiero callarme... Es barroca, experimental. Estaba presionado por el éxito de Cien años de soledad. Por eso abandoné el preciosismo enseguida y volví a la fluidez con Crónica de una muerte anunciada.

Lo miré a los ojos.

-Gabo, esta noche asistirás como invitado de honor al agasajo que le hacen a Raúl Alfonsín. Un verdadero demócrata. ¿No tuviste en cuenta a Fidel Castro al escribir El otoño?? Amas la democracia, admiras a Alfonsín, pero...

-Fidel es un emblema.

-Pero no de la democracia.

-De la revolución.

Entonces, le recordé una anécdota que cuenta su amigo Plinio Apuleyo Mendoza. Viajaban juntos en un auto destartalado por las tristes rutas de Alemania oriental y Gabo se durmió. De súbito, al saltar en un bache, pegó un grito. "¡Qué pasa!", se sorprendió Plinio. "Tuve una pesadilla", murmuró Gabo mientras se restregaba las órbitas con furia. "¿Qué pesadilla?" "¡Horrible, horrible! -exclamó Gabo-. ¡Que el socialismo no funciona!"

-Sí, tuve esa pesadilla. Pero fue una pesadilla. Amo a Fidel. Y Mercedes lo ama más aún.

Preferí cambiar de tema. Quizás advirtió que lo contemplaba como a un profeta. En El otoño del patriarca no sólo había ridiculizado, llorado, disecado y enterrado a muchos horribles dictadores del pasado y el presente, sino que había profetizado a quien sería el más longevo y trascendental de todos. Lo pintó antes de ver su decadencia, con los ojos privilegiados de quien perfora las nieblas del futuro.

-Me parece que más que Fidel Castro, te subyuga el poder que tiene. El poder es un motor que ningún gran novelista ignora.

Me tendió la mano y luego nos estrechamos en un abrazo. Quiso la biología que muriera antes el autor y lo sobreviviera el personaje, como pasa con los genios. Ahí está, atrofiándose, el ruinoso patriarca que García Márquez describió hace casi medio siglo con un lenguaje que envidiaría Góngora: encerrado entre sus recuerdos poblados de las aventuras que jalonan una revolución tan ingenua como criminal.

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