LA REPUBLICA
Bogotá - Colombia
7 de
Mayo de 2014
Gabo: un caribe liberal,
demócrata e inmortal
Por
Eduardo Verano de la Rosa
Describir a Gabriel García Márquez no es
difícil para un caribe. Gabo era y fue ante todo un hombre caribe, lo repitió
hasta el cansancio y lo expresó en cada acto a lo largo de su existencia. Un
caribe liberal, desde el plano filosófico, no desde el plano partidista.
Era un Aureliano Buendía. Ante la injusticia y
el atropello se ponía al lado de los que clamaban justicia, libertad y
democracia. En su vida respondió como lo hizo Aureliano Buendía ante los
atropellos de Apolinar Moscote. Era un liberal, como los de antes que luchaban
por lo justo.
La personalidad de Gabo se formó en un
profundo amor a la libertad humana. Las enseñanzas que le transmitieron sus
antepasados de la Región Caribe que él se encargó de enriquecer y poner de
presente a lo largo de su vida, privada y pública, fue la de un hombre libre.
Su abuelo, un General liberal de las guerras
civiles, amigo y luchador por el federalismo al lado de uno de los últimos
grandes líderes liberales de Colombia, el general Rafael Uribe Uribe, le marcó
en profundidad.
La presencia del ideario federalista en la
visión de Gabo, no puede ser ignorada porque rechazó el centralismo de las
élites que secuestraron la libertad
política a la Región Caribe y les arrebató sus recursos.
La figura central en Cien años de soledad no
es otra que la de un General que interviene en 32 guerras civiles, en las que
es derrotado, pero que no admite, nunca, la entrega de los ideales de libertad
que encarna la lucha por el autogobierno regional.
El resultado de unas elecciones fraudulentas y
el decomiso de cuchillos de cocinas en la época en que los liberales por sus
ideales marchaban hasta la guerra, en Cien años de soledad, un apolítico,
Aureliano Buendía, decide convertirse en
liberal e ir a la guerra por la causa federalista. Bella metáfora.
La figura de Alirio Noguera, que bajo la
fachada de un médico escondía a un luchador por la independencia de la Región
Caribe, perdida como es sabido con la reforma constitucional de 1886, es
paradigmática en Cien años de soledad. El destierro real de federalistas es
descrito en forma magistral.
Describe, “(…) El fervor federalista, que los
exiliados definían como un polvorín a punto de estallar, se había disuelto en
una vaga ilusión electoral”. Cien años de soledad, p. 119. Este fervor disuelto
por los partidos tradicionales está vivo, permanentemente, en la ciudadanía de
la Región Caribe.
El rechazo a la violencia irracional, como
forma de solucionar los conflictos políticos no escapó a su pluma. Repudió el
terrorismo militando a favor del humanismo. “(…). Usted no es liberal ni es
nada -le dijo Aureliano sin alterarse-. Usted no es más que un matarife”. Dijo
al doctor Alirio Noguera. P. 121.
Era un amante de la democracia y sus
instituciones. Estas, como reglas de juego amplias, plurales e igualitarias, no
como autoridad ilegítima. Por ello, siempre fue un demócrata. En La mala hora,
ironiza como el régimen político promovía y fomentaba la arbitrariedad, la
corrupción y el clientelismo.
Su discurso La soledad de América Latina, en
Estocolmo frente a la Academia Sueca fue una invitación a favor de la libertad,
la justicia social y la democracia para todo lo latinoamericano y un canto cuya
rica y armoniosa melodía resuena en los oídos que ven en la esperanza, la
fuerza humana que logra la felicidad. Su ser siempre estuvo al lado de los
débiles y era una luz en el firmamento caribe.
La Región Caribe tiene en la memoria
inagotable de Gabriel García Márquez, un caribe inmortal.
*** ** **
SEXTO PODER
Caracas –Venezuela
19 de abril de
2014
Ruben Blades se despide
de Cheo y Gabo
con una emotiva carta
Ruben Blades
Caracas, 19 de abril del 2014- El cantautor panameño, Rubén Blandes, difundió a través de la red social twitter
una emotiva carta de despedida al cantante Cheo Feliciano y al escritor Gabriel
García Márquez, ambos fallecidos este jueves.
A continuación texto completo de la carta:
CHEO Y
GABO, GABO Y CHEO
Que día más jodido
Hoy se marcharon dos titanes, preclaros
baluartes del argumento cultural urbano, honestos exponentes de la posibilidad
popular: Cheo, de Puerto Rico y Gabo, de
Colombia. Así los conocimos y así los despediremos. Cheo y Gabo. Para
identificarlos nunca fue necesario recitar sus nombres completos. Basto decir,
hoy como entonces, Cheo y Gabo, Gabo o Cheo, para que todos, o casi todos,
supiésemos de quien se hablaba. Eso es haberle llegado al pueblo. Que mejor
reconocimiento a su trayectoria que ese, el de ser reconocidos por sus apodos,
estas reales leyendas urbanas considerados como una parte de todos, a pesar de
lo inmortal que resulten sus legados? No es necesario enumerar razones para
explicar la admiración que hemos sentido por sus trabajos. Baste decir que
hicieron desaparecer fronteras, que fundieron banderas creando una sola
humanidad y que hicieron conjugar en uno a todos los idiomas del mundo hasta
que se termino pronunciando, al unísono universal y sin pizca de acento: Cheo y
Gabo, Gabo y Cheo.
Hoy lloramos, creo que mas por nosotros que
por ellos. Siempre formaron parte de un Universo que, por lo maravilloso y
especial, aun no comprendemos o apreciamos del todo. Hoy se mudaron al otro
barrio pero nos dejaron su arte, sus memorias, su recorrido, una ruta que nos
puede orientar hacia mejores y mas amplios resultados, individual y
colectivamente. Tuve la dicha de conocerlos y las consecuencias de nuestros
encuentros y charlas aun me nutren y alimentan. Una vez les dije, por separado:
“están condenados a mi amistad”. Hoy, la muerte nos impone su condena, la de
sus ausencias físicas, pero no podrá jamás obligarnos a olvidarlos, o a dejar
de celebrarlos, y es allí donde la Parca pierde. La calidad de las obras de
Cheo y de Gabo, la continuidad de sus argumentos de vida, todo termina
venciendo al reclamo mortal del olvido y al escéptico acoso de la indiferencia.
Feliz viaje muchachos, gracias por sus
aportes, afecto y bondad.
A Mercedes y a Coco, y a sus familias, nuestro
abrazo y apoyo, siempre.
Sigamos todos la ruta, memorias de Cheo y de Gabo
correteando en nuestras almas.
Ruben Blades
17 de Abril, 2014
** ** **
PROCESO
México
D.F.
1 de
mayo de 2014
García Márquez:
sus huellas en París
Por Anne
Marie Mergier
Reportaje Especial
Se
hospedaba en una buhardilla del destartalado Hotel de Flandre; comía en los
restaurantes Acropole o Capoulade, atestados de estudiantes pobres; caminaba
por las calles del Barrio Latino, pasando de largo por vitrinas llenas de
libros que no podía comprar; recalaba en el bar L‘Escale, a cuyo escenario
subía a cantar boleros, vallenatos y rancheras. Las penurias no apaciguaron la
intensidad con la cual Gabriel García Márquez vivió en París en la segunda
mitad de los cincuenta y aún se palpan sus huellas en esta ciudad.
PARÍS.- Enero de 1956. Plinio Apuleyo Mendoza
sale del muy modesto Grand Hotel Saint Michel. Un frío despiadado lo abofetea.
Es mediodía y sin embargo la capital francesa está envuelta en una luz casi
crepuscular.
Cruza la calle y entra de prisa al Hotel de
Flandre, aún más destartalado que el Saint Michel. Saluda a madame Lacroix, la
dueña, y sube las escaleras hasta llegar a la habitación de Gabriel García
Márquez.
Gabo todavía no vive en el sexto piso, el de
las buhardillas heladas reservadas a los clientes insolventes, con un solo baño
para todos los huéspedes. Pero muy pronto le tocará mudarse ahí.
El dictador colombiano Gustavo Rojas Pinilla
acaba de cerrar El Espectador diario en el que Gabo colabora. Le quedan pocos
ahorros; no tardarán en esfumarse.
El cuarto que ocupa es minúsculo y huele a tabaco.
Mendoza echa una mirada a su mesa de trabajo: una máquina de escribir, papeles,
cuartillas atiborradas, un cenicero lleno de colillas.
–Nunca sé cómo es la vaina en invierno. Apenas
se levanta uno, ya está anocheciendo –dice Gabo.
–¿A qué hora te acostaste? –pregunta Plinio.
–No sé. Cuando terminé de escribir oí en la
calle los camiones de la basura.
Los dos deciden ir a comer juntos. Vacilan
entre el Capoulade y el Acropole, dos restaurantes muy baratos del Barrio
Latino. Optan por el segundo.
Caminan unas cuadras por el bulevar Saint
Michel sin echar una sola mirada a las vitrinas de las múltiples librerías que
se codean a lo largo de esa arteria. Tiritan. Un hombre tan flagelado como
ellos por el viento glacial cruza el bulevar.
–Mira, allá va el negro Nicolás. Está verde
del frío. ¿Lo conoces? –pregunta Plinio.
–¿Al poeta Guillén? ¡Hombre, claro que sí!
–Vive en mi mismo hotel. Si quieres después le
hacemos una visita. Vamos a ver lo que nos dice de Cuba.
Llegan al número 3 de la rue de l’Ecole
Médecine y entran al Acropole, pequeño restaurante griego cuyo dueño, el señor
Anastadiades, suele llenar hasta el borde los platos de sus insaciables
clientes estudiantiles.
Después de la comida visitan a Nicolás
Guillén. El poeta se exilió en París en 1952 y no regresó a Cuba sino en 1959,
después del triunfo de la revolución. Toman café, fuman mucho y platican más.
Hablan de poesía, de la Cuba de Batista y del
mundo sacudido por la Guerra Fría: la Unión Soviética acaba de firmar el Pacto
de Varsovia con las repúblicas populares de Hungría, Rumania, Albania y la
República Democrática Alemana como réplica a los acuerdos de París, que integra
a la República Federal Alemana a la OTAN. Egipto, dirigido por Gamal Abdel
Nasser, se acerca cada vez más a Moscú. Está a punto de estallar la crisis del
canal de Suez.
García Márquez, Guillén y Mendoza se
apasionan. Se sienten a gusto juntos en la humilde habitación del poeta cubano.
El calor humano compensa la deficiente calefacción.
Hotel
de Nobeles
Hoy el Hotel de Flandre se llama Des Trois
Colleges. Cambió de nombre y de categoría: ahora es de cuatro estrellas y los
precios de sus habitaciones van de 100 a 200 euros por noche. Las más caras son
ahora las buhardillas, convertidas en cuartos románticos y ultramodernos:
techos adornados con vigas de madera oscura, amplia cama, internet, pantalla de
plasma y una vista inmejorable sobre los hermosos techos y la cúpula de la
Sorbona.
Esa vista era el único lujo que disfrutaba
García Márquez mientras redactaba El coronel no tiene quien le escriba a
finales de 1956. El cuarto que ocupaba entonces lleva hoy el número 63.
En el siglo XIX el Hotel de Flandre, que había
sido el Colegio de Cluny antes de la Revolución y donde el poeta Arthur Rimbaud
se hospedó en 1872, tenía un patio al aire libre en medio del cual había un
pozo.
Hoy el patio está cubierto por un techo de
vidrio y es una sala de lectura. Los huéspedes tienen a su disposición una
pequeña biblioteca en la que encuentran El coronel no tiene quien le escriba,
El general en su laberinto y El otoño del patriarca, en su versión original en
español, y la versión en polaco de Vivir para contarla.
También pueden hojear libros de Raoul Ponchon,
a quien Guillaume Apollinaire consideraba “el último de los poetas dionisiacos
franceses”. Ponchon pasó los últimos años de su vida en el Hotel de Flandre, de
1911 a 1937. Quizás alcanzó a conocer a Miklós Radnoti, uno de los grandes
escritores húngaros que se hospedó ahí en 1937 y 1939. Poeta visionario, amante
de la literatura francesa –tradujo al húngaro a Arthur Rimbaud, Paul Eluard,
Stéphane Mallarmé, Blaise Cendrars y Guillaume Apollinaire– Radnoti fue
ejecutado por los nazis en 1944.
No hay libros de Mario Vargas Llosa, quien
vivió en una de las buhardillas del Hotel de Flandre pocos meses después de que
García Márquez dejara París; tampoco novelas del nigeriano Wole Soyinka, primer
escritor africano galardonado con el Nobel (en 1986), quien se hospedó ahí
varias veces.
“¡Se da cuenta: acogimos a tres premios
Nobel!”, advierte con orgullo la recepcionista antes de confiar a la reportera
que el establecimiento sigue en manos de los descendientes de la generosa
madame Lacroix, quien fio el alquiler a García Márquez durante meses.
La fachada del hotel –idéntica a la de los
cincuenta, pero perfectamente restaurada, insiste la recepcionista–, está
decorada con dos placas conmemorativas, una rinde homenaje a Miklós Radnoti,
otra a García Márquez.
El viernes 18 el rostro de bronce de Gabo,
realizado por el escultor franco-colombiano Milthon, amaneció adornado con un
geranio rojo. A la mañana siguiente aparecieron rosas y margaritas amarillas.
Conforme pasan los días surgen más flores, mensajes de despedida escritos a
mano en hojas blancas, grandes mariposas amarillas de papel…
La fachada del Grand Hotel Saint Michel
tampoco cambió. Sigue tan austera como en los cincuenta, con su mármol verde
oscuro y su arquitectura de las primeras décadas del siglo XX. En cambio el
hotel se transformó en un lujoso establecimiento de cinco estrellas, con spa,
jacuzzi, piscina y precios estratosféricos.
No queda traza alguna de Nicolás Guillén ni de
Jorge Amado, quien allí vivió durante su estadía en París entre 1947 y 1950;
tampoco del novelista chileno Francisco Coloane (1910-2002), fiel cliente del
establecimiento hasta 1995. No hay mención de la escritora, periodista y
feminista portuguesa María Lamas (1893-1983), quien siempre se hospedaba en el
Grand Hotel Saint Michel cuando pasaba por París.
“Nos contactaron las embajadas de Cuba y
Portugal para buscar una forma de inmortalizar el paso de Nicolás Guillén y
María Lamas en el hotel. Pero todo se quedó en veremos”, deplora la
administradora del local.
Noches
en L’Escale
Buscar las huellas de Gabo y Plinio Apuleyo
Mendoza por el Barrio Latino de la mitad del siglo XX en el París de 2014
aprieta el corazón. En la esquina de la rue Soufflot y del bulevar Saint Michel
un Quick Burger ocupa el lugar del Capoulade, aquel restaurante donde los dos
colombianos se abrían paso a codazos entre estudiantes de Senegal y Costa de
Marfil para encontrar una mesa libre, según recuerda Mendoza en Aquellos
tiempos con Gabo.
Sobrevive el Acropole. Los hijos de
Anastadiades sucedieron a su padre. Se conservó la fachada del restaurante pero
el decorado de la sala ya no es el mismo. Fue “modernizado” en 1963 y ha
quedado tal cual hasta ahora, estancado en el tiempo. Con el curso de los años
se convirtió en uno de los mejores restaurantes griegos de París, a juicio de
un cronista gastronómico de Le Monde.
También sigue existiendo L’Escale, el bar
donde Gabo se ganaba unos francos cantando boleros cubanos, vallenatos y
rancheras. En la calle Monsieur le Prince, a 10 minutos a pie de la Sorbona y a
dos pasos del teatro del Odéon, L’Escale nunca fue el “cabaret de mala muerte”
que algunos describen cuando reseñan la estadía de García Márquez en Francia.
Se trataba en realidad de una peña creada en
1947 en un antiguo hotel de paso por una pareja franco-española enamorada de la
música latinoamericana. Muy pronto el bar se convirtió en el principal lugar de
encuentro de los estudiantes, intelectuales y artistas latinoamericanos en
París. El ambiente era informal: cualquiera podía agarrar una guitara y cantar
una canción que los asistentes acababan entonando al unísono. Se bailaba hasta
altas horas de la noche en ese oasis latino de la Ciudad Luz.
A mediados de los cincuenta apareció una
pequeña tarima a la que subieron cantantes y músicos. Unos cayeron en el olvido
y otros se volvieron legendarios, entre ellos Violeta Parra, quien animó las
noches de la peña entre 1954 y 1956. La cantante chilena era amiga de Tachia
Quintanar, actriz vasca con quien García Márquez tuvo una apasionada relación
en 1956. La pareja pasó muchas veladas alegres en el bar. Fue después de su
ruptura con Tachia cuando Gabo venció su timidez para subirse a la tarima.
Nunca se supo si Violeta Parra y García Márquez alcanzaron a ser amigos.
Plinio Apuleyo Mendoza y Gerald Martin, sus
“biógrafos oficiales”, sólo aluden brevemente a las noches de Gabo en L’Escale
sin precisar con quienes se relacionaba. Nos otorgan libertad para imaginarlo
simpatizando con el joven guitarrista Paco Ibáñez, quien se presentó por
primera vez en público en esa modesta peña en 1952; o divirtiéndose con la
exuberancia de Alejandro Jodorowsky, amigo de Violeta Parra y pilar de
L’Escale; o inclusive escuchando cantar al maestro Atahualpa Yupanqui.
Exiliado en Francia desde 1950 el cantante
argentino se presentaba en salas de concierto y teatros parisinos y
multiplicaba giras por el mundo, pero de vez en cuando le gustaba compartir
veladas con sus hermanos latinoamericanos en el ambiente íntimo de L’Escale.
Ambos biógrafos recuerdan en cambio el “dúo
artístico” que formaban Gabo y Jesús Rafael Soto, pintor venezolano que corría
de bar en bar tocando la guitarra para sobrevivir. Soto, quien falleció en
París en 2005, alcanzó fama internacional no como músico, sino como uno de los
principales pintores del arte cinético.
Hoy el ambiente del lugar nada tiene que ver
con la frescura latina de sus años pioneros. Es sólo un cabaret-discoteca
ecléctico que privilegia ritmos cubanos, salsa y samba, pero también abre
espacio al jazz, al punk y a la música electrónica.
El bulevar Saint Michel que tanto recorrieron
Gabo, Mendoza y sus amigos de la bohemia latina perdió su alma para siempre.
Cerraron una tras otra las hermosas librerías y los acogedores cafés que le
daban encanto. Ahora el “boul’mich” no es más que un arbolada arteria comercial
con tiendas de ropa, zapatos, bolsas, teléfonos celulares, recuerdos de París
hechos en China, bancos y restaurantes de comida rápida.
Distancia
prudente
Más elegante pero demasiado sofisticado y
turístico se ha vuelto el barrio de Saint Germain des Pres, el de las grandes
casas editoriales y los cafés míticos como El Flore, donde Simone de Beauvoir
pasaba horas escribiendo, y Les Deux Magots, en el que la escritora se reunía
con Jean Paul Sartre y sus amigos.
¿Se sentó algún día Gabo, periodista
desempleado y aspirante a escritor, en Les Deux Magots, donde solían juntarse
los surrealistas en los treinta y que en 1956 llevaba más de 10 años como feudo
de los existencialistas? ¿Entrevió en unos de estos cafés a Albert Camus, tan
apasionado como él por el periodismo, que acababa de publicar La caída y no
sospechaba que un año después, en 1957, recibiría el Nobel?
Según cuenta Mendoza, Gabo mantenía una
distancia prudente con los intelectuales franceses cuyo cartesianismo lo
incomodaba. Solía repetir que se sentía cercano a Rabelais y muy alejado del
rigor de Descartes.
Pese a las buenas relaciones que tuvo con los
traductores de su obra al francés, García Márquez siempre consideró que sus
novelas –en particular Cien años de soledad– no sonaban bien en la lengua de
Moliere.
Se negó a viajar a París en 1970 para recibir
el premio a la mejor novela extranjera de 1969 con el cual galardonaron a Cien
años de soledad, porque lo habían desilusionado las cifras de venta de la
novela en Francia.
En el mismo bulevar Saint Germain hay otros
dos cafés: Le Mabillon –donde Mendoza y Gabo se reunían a menudo– y el Old
Navy. Este último –pequeño y aún con la misma decoración sencilla de fines de
los cincuenta– era el favorito de Julio Cortázar, quien durante temporadas
solía sentarse hasta el fondo y escribía sin preocuparse de los demás clientes.
Cortázar vivía exiliado en Francia desde 1951.
Había publicado Los reyes en 1949 y Bestiario en 1951 y se aprestaba a publicar
Final de juego.
García Márquez había quedado deslumbrado por
Bestiario. “Desde la primera página me di cuenta de que aquel era un gran
escritor como el que yo hubiera querido ser cuando fuera grande”, confesó.
Cuando se enteró de la posible presencia de
Cortázar en el Old Navy, Gabo empezó a frecuentar el café. Lo esperó tardes
enteras. Un día apareció el escritor argentino.
García Márquez quedó petrificado y, según les
contaba a sus amigos, se la pasó observando a Cortázar de reojo, sin atreverse
a abordarlo. Lo vio escribir más de una hora sin parar, tomando sorbitos de un
vaso de agua. Cuando comenzó a oscurecer lo vio guardar la pluma y salir del
café con el cuaderno escolar bajo el brazo.
Fue sólo un poco más tarde cuando los dos
escritores se conocieron y entablaron una amistad que duró hasta la muerte de
Cortázar, en 1984.
El autor de Rayuela no era el único escritor
atraído por el Old Navy. En los mismos cincuenta y sesenta también se sentaba a
escribir en el minúsculo café el dramaturgo Arthur Adamov, quien junto con
Eugene Ionesco, Samuel Beckett y en cierta medida Jean Genet y Harold Pinter, creó
el llamado Teatro del Absurdo. Inspirados por el surrealismo y el dadaísmo,
estos autores estaban profundamente marcados por el trauma de la Segunda Guerra
Mundial, la barbarie del Holocausto y por Hiroshima y Nagasaki, que los
llevaron a interrogarse en sus obras sobre el sinsentido de la vida.
En 1956 se estrenaron dos obras teatrales que
sacudieron al culto público parisino: La improvisación del alma, de Ionesco, y
El balcón, de Genet.
El
“juicio del siglo”
Densa época la que vivió García Márquez en
París. Sólo había pasado una década después del fin de la Segunda Guerra
Mundial y faltaba una antes de la revuelta de 1968. La situación política
francesa era efervescente. Derrotada en 1954 en Indochina, Francia se lanzó el
mismo año en la cruenta guerra de Argelia.
En 1956 Túnez y Marruecos, colonias francesas,
lograron la independencia mientras se recrudecían los combates en Argelia.
En mayo del mismo año el gobierno decretó la
movilización de 50 mil reservistas. Se multiplicaron las manifestaciones contra
la guerra, se endureció la represión contra los opositores y contra los
argelinos radicados en Francia sospechosos de ayudar o pertenecer al Frente de
Liberación Nacional.
Con su pelo rizado, piel morena y ropa
desgastada, García Márquez vivió en carne propia esa represión: controles
agresivos de identidad, brutales redadas policiacas, detenciones arbitrarias.
Le contó a Gerald Martin que una noche, al salir de un cine fue detenido por
policías que le escupieron la cara y lo subieron a una camioneta blindada donde
estaban encerrados argelinos silenciosos que habían sido golpeados y humillados
en los cafés de los alrededores. Concluyó Gabo: “Los policías que me detuvieron
me confundieron con un argelino”.
En ese entonces Francois Mitterrand era ministro
de Justicia. ¿Le relató ese episodio de su vida en Francia cuando dos décadas
más tarde ambos tejieron lazos de amistad? No se sabe. Tampoco se sabe si a
García Márquez se le ocurrió regalar a Mitterrand copias de la serie de
reportajes que había escrito sobre el famoso juicio de la Fuga de Informaciones
para el efímero diario colombiano El Independiente, que reemplazó a El
Espectador durante dos meses, del 15 de febrero al 15 de abril de 1956.
Con su característica tendencia al énfasis,
Gabo presentó ese juicio a sus lectores colombianos como “el juicio del siglo”.
Aun si no era para tanto, el caso ciertamente apasionó a la opinión pública
francesa.
Todo había empezado en 1953 con un complot
urdido por la ultraderecha francesa contra Mitterrand, entonces ministro del
Interior y considerado favorable a las luchas independentistas que desafiaban
al imperio colonial galo. Los conspiradores, que buscaban también
desestabilizar al gobierno de Pierre Mendés-France, acusaron a Mitterrand de
haber entregado secretos militares sobre la guerra de Indochina a Jacques
Duclos, entonces primer secretario del Partido Comunista. En el tenso clima de
la Guerra Fría semejante acusación “de traición a la patria” era grave.
Mitterrand usó todo su poder como ministro del
Interior para contratacar: demandó por difamación a los periódicos que habían
difundo esos rumores y persiguió sin piedad a sus adversarios, multiplicando
investigaciones y pesquisas en su contra. Logró demostrar su inocencia y en
marzo de 1956 empezó el juicio a sus adversarios.
García Márquez se entusiasmó con el caso.
Siguió el proceso día a día y redactó un reportaje en 17 entregas.
Desafortunadamente, con el cierre del
Independiente, el 15 de abril de 1956, sus lectores nunca se enteraron del desenlace
del “juicio del siglo”.
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