MEMORABILIA GGM
Cali – Colombia
27 de junio de 2014
El autor de la página que sigue leyó su
texto
en las honras fúnebres a GGM en Cartagena
de Indias.
Gabriel Eligio es hijo de Aida García
Márquez
y sobrino de GGM consecuentemente.
Se publica el texto con autorización de su
autor
y por la gentileza de Iliana Restrepo
que nos hizo llegar su contenido.
A ellos nuestros agradecimientos.
(N
del E.)
Un señor de bigotes
vestido de blanco
Por Gabriel Eligio Torres García
Después de un juego de pelota, bajo el ardiente sol de las dos de la
tarde y con una temperatura de cuarenta grados a la sombra, era un paso casi
obligado acercarme a la casa de mis abuelos en busca de una bebida fría de
cualquier cosa, que en mi familia se conoce como “chuculia”, especialidad de mi
abuela Luisa Santiaga. Al entrar por la puerta de atrás, que era el camino más
corto hasta la cocina, ella salió a mi encuentro con su caminar sigiloso y
actitud mediadora diciéndome que no entrara, que una de mis tías se pondría
rabiosa, ya que había visita y a la visita le molestaba el ruido. Como nunca
hice mucho caso a las prohibiciones, me acerqué a los calados que dividían el
comedor de la sala y entonces lo vi: era un señor de bigotes vestido de blanco
que, sentado en una mecedora, disfrutaba de un vaso de chuculia; lo sostenía
con la mano derecha dejando ver una brillante pulsera de plata; su pierna
derecha doblada mostraba unos zapatos blancos sin medias, e irradiaba el hálito
natural de altivez y arrogancia que identifica a mi familia como una marca de
nacimiento. “Carajo, tanto alboroto por ese señor”…repliqué y casi al mismo
tiempo, como si hubiera adivinado lo que iba a decir, mi abuela respondió:
“Silencio, que ese es tu tío Gabito”. Lo que en la ignorancia de mi corta edad
no sabía, era que Gabriel José de la Concordia García Márquez, además de ser el
tío Gabito del que tanto hablaban en la familia, era ya y en ese momento, uno
de los escritores más famosos en el planeta; que sus libros se vendían con la
misma urgencia con que se compran los artículos de primera necesidad y que sus
historias y personajes eran los mismos que escuché desde que tuve uso de razón
en esas reuniones de los mayores a las que llamaban “rincón guapo” y que no
eran más que un método para ejercitar la memoria.
Este 17 de abril, un día después del cumpleaños de su hijo Gonzalo y un
jueves santo, al igual que Úrsula Iguarán, él falleció. La noticia de su muerte
habría de esparcirse por todo el mundo en el momento en que nosotros apenas
tratábamos de reponernos de la partida de otro de sus hermanos.
¿Qué nos queda para decir sobre un hombre del que se ha dicho todo?
sólo describirlo como lo conocimos nosotros, su familia; contarles que en
cuanto se cerraba la puerta de la calle ya no era él con esa fama que traía a
cuestas. Era uno más de los hijos de Luisa Santiaga y Gabriel Eligio: cariñoso,
mamagallista, siempre sacándole chiste a todo y a todos, demostrándonos como
también nos enseñó su madre Luisa Márquez, que el poder de la grandeza de un
hombre estaba en la humildad. Quería saber todo lo que ocurría cuando él estaba
en sus viajes por el mundo, ya que de allí, de esas anécdotas en el seno de la
familia, nutría gran parte de su mundo literario.
Vivir para contarla, por
ejemplo, además de ser un rincón guapo de quinientas setenta y nueve páginas
es, para nosotros los García Márquez, un legado que seguirá marcando por
siempre y para siempre nuestra estirpe; nuestros hijos y los hijos de nuestros
hijos podrán saber que llevan en su sangre el virus de la literatura, gracias a
un bisabuelo que plasmó en un papel lo que la vida le mostró y podrán
escudriñar los caminos intrincados de su descendencia, al igual que Aureliano
Babilonia lo hizo con los pergaminos traducidos de Melquíades y así los García
Márquez de entonces conocerán a una abuela, que describía una habitación con
todo lo que hay dentro, guiada únicamente con la luz de la memoria y
magnificada por sus nostalgias, ya que en ese momento había quedado ciega.
Sabrán que un buen día Gustavo, su hermano, salió renegando de la
cocina porque el jugo que se había acabado de tomar sabía a ventana; o de su
hermano menor Eligio Gabriel, quien incendió un mueble solo por la simple
curiosidad de conocer a los bomberos. Podrán saber que Alfredo Ricardo en los
viajes alucinantes de su mundo artificial demostraba una agilidad mental poco
común, pues cantaba volteando las palabras sin perder el tiempo ni la melodía
de la canción.
Escucharán de una tía abuela que un día se apareció vestida de negro
con una gran sonrisa y con la novedad que venía a despedirse porque se iba a
morir, lo cual cumplió meses después; se reconocerán por sus nostalgias
heredadas y sabrán que no fue en balde, que la viuda Juana Hernández de Márquez
salió de la provincia de Aragón (España), llegó a la Guajira y se casó con Blas
Iguarán; que Aminadab García Gordon conoció a María de los Ángeles Paternina y
hace más de dos siglos, en el fragor de los mosquitos y en las noches del
Caribe, dieron origen a toda una descendencia en una región donde la realidad y
la imaginación tienen un límite débilmente marcado; en donde la Emulsión de
Scott, como la bonanza del banano y la telegrafía como los globulitos de
azúcar, habrían de tener un papel muy importante en el quehacer cotidiano de
nuestras vidas.
En fin, tantas historias que salían de los hermanos y de cosas tan
inverosímiles, que siempre sostuvo y lo dijo en su discurso La soledad de
América Latina: “lo más difícil para nosotros los escritores de esta parte del
mundo es la carencia de recursos convencionales para tratar de hacer más
creíble nuestra realidad”.
En estos días en que escuchaba los diferentes comentarios sobre dónde
debían reposar los restos de Gabo, unos que en México porque allí vivió los
últimos cincuenta años, otros que en Aracataca porque fue la tierra que lo vio
nacer, o en Cartagena que también lo considera suyo, tantos lugares como vidas
se necesitarían para tratar de ponerse de acuerdo. Pero eso es de esperarse en
alguien que como él, logra por medio de su vida y su obra, volverse un ser
universal.
La mejor forma de entender esto fue referido por él mismo. En alguna
ocasión escuché cuando Mercedes reclamaba que no había terminado de desempacar
las maletas cuando ya tenían que irse para el otro lado del mundo, porque Gabo
debía confirmar un dato de algo que estaba escribiendo. En ese momento Luisa
Márquez, quien era portadora del gen mamagallista, con su expresión a medio
reír le preguntó: “Gabito¿ y tú donde es que vives?”. El, que siempre tenía una
respuesta preparada antes de saber la pregunta le respondió: “madre lo que
sucede es que yo no tengo casa, todas son de Mercedes; yo soy como uno de esos
indigentes que no tienen dónde dormir y duermo donde me coja la noche”.
A pesar de que sus viajes a la casa de mis abuelos siempre fueron
cortos por sus incontables compromisos, pudo resolverle la vida a quien en su
momento lo necesitó. No sé cómo lo hacía, pero tenía el don premonitorio de
aparecer en el instante en que más lo necesitaban. Como aquel día en que llegó
sin anunciarse y después de una conversación con mi padre, irrumpió en la
fortaleza inquebrantable de la terquedad de mi abuelo quien, más por tradición
que por convicción, contrariaba los amores de sus hijas y con el argumento irrefutable
de que ya estaba bueno, que ya era hora de empezar a vender la mercancía,
triunfó en su labor celestina arreglando el matrimonio de mis padres. A lo
mejor, de no haber sido así, hoy yo no estaría contándoles el cuento.
Siempre pedía que le hicieran todas esas comidas con “sabor a familia”.
En una ocasión su hermano Hernando, el único bombero que se pensionó sin apagar
un incendio en toda su vida y el maestro de los chistes instantáneos, como Gabo
lo definió en su autobiografía, debía irse a trabajar. Luisa Márquez al ver que
estaba contra el tiempo le improvisó un desayuno con lo que quedó del día
anterior, mientras a Gabo le había preparado un desayuno diferente. Para
sorpresa de todos pidió que le dieran de lo que estaba comiendo Hernando ya que
era eso lo que no encontraba en tantos restaurantes del mundo y era lo que más
extrañaba de la comida de la casa de su madre, sencillamente porque tenía un
ingrediente especial: el amor.
Cien años de soledad, junto con varios de los libros de Gabo, son para
nosotros los García Márquez historias premonitorias donde entre líneas hemos
ido encontrando las claves de nuestra propia realidad. Así como Aureliano
Babilonia descifró las claves de Melquíades mientras desaparecía junto a la
ciudad de los espejismos (Macondo), a Eligio casi al tiempo en que puso punto
final a una obra magistral del periodismo literario sobre las claves que
influenciaron a Gabo para dar forma a todo ese mundo mítico de Macondo, la
muerte nos los arrebató. Gustavo, así como el coronel, se quedó esperando una
pensión que nunca llegó y al igual que los Buendía, a los García Márquez nos ha
tocado luchar contra la peste del olvido que no es sino otra forma de vivir la
soledad.
El periodismo fue su oficio y de alguna manera su polo a tierra. La
técnica investigativa del periodista le sirvió como herramienta para darle vida
a sus obras y la literatura fue su pasión. Esa relación la plasmó en una de sus
frases célebres: “En el periodismo como en la literatura se es víctima
afortunada de los mismos engaños de la poesía”
Yo lo comparo con esos seres fantásticos, los juglares vallenatos,
poetas primitivos que iban de pueblo en pueblo cantando las noticias de la
región y que no se sabe a ciencia cierta si mueren como el resto de los mortales
o sólo desaparecen después de haber vivido durante siglos, pero que desde mucho
antes habitan en el reino inmortal de la leyenda.
Hoy no se nos fue, solo se adelantó. Su recuerdo, como su legado,
quedará a salvo de las inclemencias del olvido. Continuará vivo dentro de su
mundo macondiano gozando de una vida sin edad, así como sus personajes. Será
inmune al deterioro del tiempo. Su imagen permanecerá intacta mientras afuera,
en nuestra realidad, continuarán envejeciendo los siglos.
Hoy con mis sentimientos a merced de la nostalgia, mientras escribo
estos recuerdos, me es imposible ubicarlo en mi memoria como lo vi la última
vez: ese abuelito taciturno y cariñoso pero con su gen mamagallista intacto.
Solo logro transfigurar su imagen con recursos poéticos y mantener la que
prevalece en la retina de mis recuerdos: la de un señor de bigotes vestido de
blanco que, en sus viajes fugaces y sin anunciarse, iba de visita a la casa de
mis abuelos.
** ** **
Cadena
SER
Madrid – España
18 de abril de 2014
García Márquez y Di Stéfano
El
premio Nobel de Literatura era seguidor del Junior de Barranquilla
y
relató en 1950 su experiencia en un partido ante el Millonarios de Di Stéfano
Por Alejandro Rodríguez
"Y entonces resolví asistir al estadio. Como era un encuentro más
sonado que todos los anteriores, tuve que irme temprano. Confieso que nunca en
mi vida he llegado tan temprano a ninguna parte y que de ninguna tampoco he
salido tan agotado...", así comienza el relato de 'Gabo' en el periódico
publicado en el diario 'El Heraldo' en junio de 1950.
Gabriel García Márquez era hincha del Junior de Barranquilla, un equipo
que milita en la máxima división del fútbol colombiano. El ganador del premio
Nobel de Literatura compartió en un texto publicado en 'El Heraldo' su
experiencia como hincha en el campo en un duelo ante Millonarios, otro equipo
del fútbol de Colombia. Millonarios, el equipo rival de su Junior era el equipo
estrella de Colombia en aquellos años, no obstante contaba en sus filas con un
joven Alfredo Di Stefano.
En 'El Juramento', que es como se titula el texto más futbolístico de
García Márquez, el autor resume con sumo detalle su experiencia en el estadio,
recogiendo detalles y explicando las sensaciones que recorrieron su cuerpo
durante el partido, dejando siempre cabida al humor con el que 'Gabo' quiso
interpretar este texto.
Di
Stefano en el Millonarios.- (EFE)
"En primer término, me pareció que el Junior dominó a Millonarios
desde el primer momento, (...) puesto que muy pocas veces pudo estar la bola,
en el primer tiempo, dentro de la mitad correspondiente a la portería del
Junior. (¿Qué tal va mi debut como comentarista de fútbol?)", preguntaba
al lector 'Gabo' tras un primer análisis del partido.
García Márquez compara a los miembros de su equipo con escritores,
diciendo de Heleno Freitas, entrenador que reflotó a Junior en la década de los
cincuenta que "Heleno habría sido un extraordinario autor de novelas
policíacas. Su sentido del cálculo, sus reposados movimientos de investigador y
finalmente sus desenlaces rápidos y sorpresivos le otorgan suficientes méritos
para ser el creador de un nuevo detective para la novelística de policía".
En 'El Juramento', 'Gabo' reconoce su pasión por el balompié, llegando
a calificar su comportamiento en Municipal de Barranquilla –estadio de Junior–
como de "energúmeno, limpio de cualquier barniz que pueda ser considerado
como el último rastro de civilización".
Por último, explica que con la publicación de este artículo regresó
"de forma irrevocable a la hermandad de los hinchas”, y se propuso seguir
convirtiendo a esta religión de amantes del fútbol a más gente para poder
compartir con más gente su pasión por el deporte rey.
Aquella tarde de 1950 en Barranquilla se dieron cita dos genios que
pasarán a la historia. Uno por sus piernas y otro por sus manos. De las piernas
de Di Stéfano, el hombre que con sus goles convirtió al Real Madrid en el mejor
equipo del siglo XX y Gabriel García Márquez, el escritor que con sus manos
escribió las mejores obras del mismo siglo.
** ** **
EL ESPECTADOR
Bogotá – Colombia
29 de Abril, 2014
Queremos tanto a Gabo
Por Piedad Bonnett
Si García Márquez, que opinaba que lo único que uno no debe hacer es
morirse, hubiera podido narrar su propia muerte, lo habría hecho con el humor
que le era proverbial, y con el realismo mágico que hace que todo en sus libros
esté al borde de la desmesura.
Habría señalado, por ejemplo, que escogió para dejarnos un Jueves
Santo, víspera de uno de los pocos días del año en que no circulan los
periódicos, como jugándoles una broma cruel a sus colegas periodistas, que
tuvieron que devolverse a sus puestos de trabajo y revolar en cuadro para
conseguir testimonios, pues esa es una fecha en que mucha gente se encuentra
semidesconectada del mundo. Y también que, si bien no llovieron mariposas
amarillas ni se desató un diluvio, la tierra mexicana tembló y siguió
temblando, como si manifestara también su pena.
Escribiría también que la noticia se extendió por todo el orbe,
estremeciendo a obispos y presidentes y reinas de belleza y ciudadanos
corrientes que por un momento se resistieron a aceptar, como en el caso de la
Mamá Grande, que García Márquez fuera mortal, mientras los distintos gobiernos
emitían comunicados de duelo y los políticos de siempre, aquellos del eterno
blablablá histórico, declaraban su pesar en mensajes previsibles, con palabras
previsibles. Y que, como en Colombia estamos, no faltó tampoco la mala leche de
unos cuantos, entre ellos la de una congresista sin luces que lo condenó
públicamente al infierno —¡qué elegancia, qué don de la oportunidad, qué
agudeza!— por sus tratos con Fidel, el único de sus contemporáneos que,
efectivamente, parece tener el don de la inmortalidad.
Todos los días mueren escritores famosos, actores que han acompañado
nuestras horas, hombres de Estado respetables, pero pocas veces vemos que esas
muertes susciten un pesar tan evidente y declarado como el que ha desatado la
muerte de Gabo, como cariñosamente le decimos los colombianos. ¿Por qué? No
creo que tenga mucho que ver con su personalidad, poco conocida más allá de sus
amistades, ni con el hecho de ser un Premio Nobel o un hombre con unas
determinadas ideas políticas, que, entre otras, le granjearon muchas críticas;
y ni siquiera con el hecho de ser, de lejos, uno de los escritores más
importante de los últimos cien años. Creo que su muerte nos duele así porque
sentimos que estamos profundamente agradecidos por las horas de felicidad que
sus libros nos han dado, y porque el universo entrañable de sus personajes nos
pertenece de manera entrañable. En ellos nos reconocemos como en un espejo, con
nuestras dichas y nuestras miserias, seamos colombianos, o polacos, o chinos.
El coronel que alimenta el gallo del hijo muerto; Úrsula, “a quien nunca se le
oyó cantar”; Pilar Ternera, “cuya risa espantaba las palomas”; el Patriarca,
que llora detrás de las puertas su soledad de siglos, hacen de algún modo parte
de nuestra vida, y de paso nos revelan a su autor como alguien con una profunda
intuición y una comprensión amorosa de sus semejantes. Pero, sobre todo, con
una capacidad de revelar a través del lenguaje la entraña de las cosas, de las
almas, de nuestra historia, como sólo puede hacerlo un gran poeta.
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