Bogota - Colombia
22 de Abril de 2014
El mago y la peste nihilista
Por Andrés Hoyos
Si la literatura no sirve para nada, como le dice cualquier
padre con el ceño fruncido al hijo adolescente que le llega apestado, ¿a qué se
debe esta abrumadora avalancha de tristeza, nostalgia y memoria que ha
ocasionado la muerte de García Márquez?
Eso mismo, que la literatura es medio inútil y hasta
sospechosa, pensaba en clave mucho más sofisticada un movimiento que se formó
en la inmediata posguerra en Francia, hasta entonces y durante siglo y medio
Meca de las innovaciones estéticas e intelectuales más radicales en Occidente.
Se trataba nada menos que de crear un nouveau roman, o sea una nueva novela que
reemplazara a la vieja, declarada obsoleta.
Según este grupo de mosqueteros amargados —vienen a la mente
Alain Robbe-Grillet, Nathalie Sarraute, Claude Simon y otros que hoy poco se
mencionan—, ya no tenía sentido escribir novelas al modo de Balzac, con
personajes perfilados y tramas ancladas en los sentimientos esenciales del ser
humano. Los personajes, ojalá confusos y etéreos, no tenían por qué tener
nombres sino que, siguiendo El proceso de Kafka, se reconocerían por sus
iniciales. En paralelo, otro movimiento que vino a conocerse como el postestructuralismo
decretaba “la muerte del autor”, ingenioso mecanismo de análisis textual que al
desbaratar el dúo de narrador y autor en la ficción no ocultaba su propósito
fundamental de anestesiar y despersonalizar el ejercicio de la literatura. Si
la novela, en fin, no había servido para prevenir dos guerras mundiales o para
evitar la humillación de Francia a manos de los nazis, ¿no había que
castigarla?
La literatura metropolitana andaba baja de defensas a
comienzos de los sesenta y estos inteligentes y agrios fabricantes de molinos
de viento contaban con al menos dos grandes maestros tutelares para desatar su
peste nihilista: Beckett y Kafka. La cosa pronto empezó a echar raíces con
fuerza.
Surgió entonces de la remota Aracataca la figura del mago y
su libro huracán, Cien años de soledad. El mago no estaba solo, claro que no,
pero digamos que él y su libro sí fueron, de lejos, las figuras decisivas a la
hora de trabar batalla casi sin percatarse contra aquellos esperpentos
sofisticados. ¿Acabar con los personajes? Pues venían en tropel: Aureliano
Buendía, Úrsula Iguarán y otro centenar. ¿Prohibir la trama? El mago
contrapuso, entre muchas, a aquella abuela desalmada que prostituía a su nieta
para cobrarle una deuda infame. A las sequías afectivas centradas en las cosas
sin sentimientos, el mago puso a Florentino Ariza a perseguir a Fermina Daza
durante 53 años, 7 meses y 11 días hasta conquistarla. Refractario a las
abstracciones, el mago siempre fue el menos académico de los escritores y mal
podía entender, por ende, que la novela se volviera servil a un corpus teórico
o que girara en torno a sí misma, sin contaminaciones de mundo. ¿Y la muerte
del autor? Nadie más inseparable de su prosa de afinidades poéticas que el
mago.
El mago y sus aliados le ganaron a la peste nihilista por
nocaut, y ese triunfo es el principal legado que tenemos que agradecerle los
lectores al apestado de literatura que acaba de morir, aquel que se hizo
escritor contra los deseos de su padre. Por su cuenta, la novela de hoy sigue siendo
lo que es y no quién sabe qué otra cosa. Menudo legado éste que hace inútil
llorar al que en últimas, por imborrable, es inllorable.
** ** **
EL TIEMPO
Bogotá – Colombia
30 de mayo de 2014
Una pesquisa sobre la medicina
en la obra de Gabo
En toda la literatura del nobel es evidente la afición
que el escritor tenía por la medicina.
Por: Fernando Sánchez
Torres*
A finales de 1934, don
Gabriel E. García montó una farmacia y ejercía
la medicina como homeópata. Foto: Archivo particular
Los temas relacionados con la medicina han sido motivo de
inspiración para muchos escritores consagrados, sin que hubieran pertenecido a
la cofradía médica. De seguro, buceando en el trasfondo de sus vidas se
hallarán razones que expliquen esa afinidad.
En el caso de nuestro nobel, Gabriel García Márquez, la
temática médica circula en casi todas sus obras, en algunas de manera
abundante, como en Cien años de soledad y en El amor en los tiempos del cólera.
El hecho de que su producción literaria sea tan rica en asuntos médicos permite
suponer que en el subconsciente de Gabo pudo haber un médico frustrado. De otra
manera no se explican su inclinación por el tema y la propiedad con que campea
en los dominios galénicos. Difícil aceptar que se trate de simple coincidencia.
En la vida real, Gabo se familiarizó desde niño con el
quehacer médico, como que su padre incursionó en estas disciplinas. Gabriel
Eligio García –que así se llamaba– trocó en Aracataca el oficio de telegrafista
por el de médico empírico. Dasso Saldívar –buen biógrafo de Gabo–, en El viaje
a la semilla, refiere que alguna vez había realizado estudios desordenados de
homeopatía y farmacia en la Universidad de Cartagena.
Para mayor información registra que alcanzó prestigio a raíz
de una epidemia de disentería, declarada en 1925. En Vivir para contarla, el
escritor pone en boca de su madre que, antes de contraer matrimonio, quien iría
a ser su padre había interrumpido los estudios de medicina y farmacia por falta
de recursos.
A finales de 1934, don Gabriel Eligio montó una farmacia y
ejercía la medicina. A más de ser buen lector de revistas y manuales médicos,
tenía ínfulas de investigador. Inventó y patentó un “regulador menstrual”,
denominado comercialmente ‘GG’ (Gabriel García), que se anunciaba igual de
bondadoso a los que ofrecía la industria farmacéutica extranjera. Quizás fue
por eso por lo que la Junta de Títulos Médicos del Departamento del Atlántico
le concedió licencia para ejercer la medicina homeopática en su comarca.
Pero su jurisdicción profesional iría más allá. Habiendo
incrementado sus conocimientos y comprobado su idoneidad en la materia, en 1938
el Ministerio de Educación le revalidó la licencia de médico homeópata, esta
vez con alcance nacional, advirtiéndole, eso sí, que no podía tomar parte en
operaciones quirúrgicas ni tampoco en ninguna otra actividad propia del
ejercicio alopático.
Sin duda, la actividad médica de su progenitor, así fuera
limitada, no podía pasar inadvertida para Gabo; debió dejar huella en su
recuerdo, reforzada con la relación cercana que su familia tenía con el médico
venezolano Alfredo Barboza, quien se había afincado en Aracataca desde tiempo
atrás y también era dueño de una botica. Tenía fama por su acertado “ojo
clínico” y por sus buenas maneras. Cuando Gabo tenía 5 o 6 años, le causaban
temor paralizante su figura escuálida y “sus ojos amarillos como de perro del
infierno”, pero sobre todo porque en una ocasión lo sorprendió robándose los
mangos del solar de su casa.
En épocas pretéritas era costumbre que los padres aspiraran
a que sus hijos fueran profesionales, ojalá en carreras similares a las suyas.
Según Saldívar, a lo que aspiraba don Gabriel Eligio era a que Gabo fuera
farmacéutico, para que más tarde lo remplazara en la botica. Sin embargo, en su
autobiografía, el escritor recuerda que para sus padres él era el orgullo de la
familia, y su mayor anhelo consistía en que fuera el médico eminente que su
padre no pudo ser por incapacidad económica.
Explicable, entonces, que, con el transcurrir de los días,
aflorara en el futuro nobel simpatía o afinidad por los asuntos médicos. En
Crónica de una muerte anunciada confiesa que “en una época incierta en que
trataba de entender algo de mí mismo vendiendo enciclopedias y libros de
medicina por los pueblos de La Guajira…”. Dasso Saldívar refiere que en los
pueblos Gabo visitaba a los médicos, jueces, notarios, alcaldes, para
convencerlos de la bondad de los libros técnicos que ofrecía. De seguro, antes
los había hojeado todos y leído algunos. Esta sospecha se vuelve evidencia al
saber por el mismo Gabo: “En tiempos de hambruna llegué a leer desde tratados
de cirugía hasta manuales de contabilidad, sin pensar que habían de servirme
para mis aventuras de escritor”. Cuando cursaba su bachillerato en el Liceo Nacional
de Zipaquirá, devoró todos los libros de literatura que reposaban en la
biblioteca, como también las obras completas de Freud; no siendo propiamente
literarias, debió leerlas por ser su autor un famoso médico.
Como lo señalé atrás, sus novelas, crónicas y cuentos son
pródigos en la temática médica, lo que –insisto– debe aceptarse como una prueba
fehaciente de que el escritor estaba contagiado de ella. Además de haber leído
enciclopedias, tuvo también que documentarse en otras fuentes para poder escribir
con tanta solvencia sobre aspectos galénicos.
En la década de los 60, residiendo en Ciudad de México, daba
a conocer, en privado y a plazos, pasajes de la novela que sería más tarde Cien
años de soledad. Entonces, sus amigos pudieron comprobar su obsesión
documental, como que en su mesa de trabajo acumulaba montones de libros que
hablaban de alquimia y de navegantes, “manuales de medicina casera, crónicas
sobre pestes medioevales, manuales de venenos y antídotos, crónicas de Indias,
estudios sobre escorbuto, el beriberi y la pelagra…” (El viaje a la semilla).
No es de extrañar, pues, que en su obra cumbre mencione que Melquiades “era un
fugitivo de cuantas plagas y catástrofes habían flagelado al género humano.
Sobrevivió a la pelagra en Persia, al escorbuto en el archipiélago de Malasia,
a la lepra en Alejandría, al beriberi en el Japón, a la peste bubónica en
Madagascar…”.
Entre los temas médicos utilizados por Gabo en sus escritos,
el de las pestes o epidemias es el más socorrido. En efecto, en Cien años de
soledad circulan la peste del insomnio y del olvido; el “cólera nostra” en Del
amor y otros demonios, en El amor en los tiempos del cólera y en La mala hora;
la blenorragia en Cien años de soledad, en Crónica de una muerte anunciada y en
El general en su laberinto; en esta novela también aparecen la viruela y la
rabia, que es la peste de fondo en Del amor y otros demonios.
Pero ¿por qué esa predilección por las pestes? Recordemos
que grandes escritores se dejaron seducir por ese tema: Sófocles, Tucídides,
Bocaccio, Camus, Defoe, Saramago… En alguna ocasión, Gabo confesó que Sófocles
y Defoe lo habían dejado marcado para siempre.
Además de las pestes, el nobel echó mano de gran número de
patologías médicas, de vocablos y decires propios de la jerga galénica, y puso
a desfilar a cultores de la medicina como personajes centrales de sus
narraciones, el más caracterizado de ellos el doctor Juvenal Urbino. Solo un
médico –y poeta, además– podía describir de manera tan bella y detallada el
transcurrir profesional de un colega tan peculiar como este. Pero lo más
llamativo para el lector acucioso es que registra una serie de máximas, de
consejos, de descripciones técnicas, de profundas reflexiones médicas, no
encontradas antes en ningún autor, a tal punto que tiene que aceptarse que Gabo
fue también un filósofo y un poeta en el ámbito de la medicina. Para sostener
mi tesis, transcribo a continuación una muestra de ello.
A la grafía que utilizamos los médicos en las recetas la
denomina “garabatos crípticos”.
A las vísceras las menciona por su nombre, añadiéndoles un
calificativo exacto y expresivo: corazón “insomne”; hígado “misterioso”;
páncreas “hermético”.
Siguiendo un concepto medioeval, manifiesta que “el bisturí
es la prueba mayor del fracaso de la medicina”.
Respecto a la diabetes, afirma que “es demasiado lenta para
acabar con los ricos”; que “la pobreza es el mejor remedio para acabar con la
diabetes”, y que los edulcorantes artificiales son “azúcar pero sin azúcar,
algo así como repicar pero sin campanas”.
De la vejez dice que “es un estado indecente que debía
impedirse a tiempo”. Además, que “las enfermedades mortales tienen un olor
propio, pero ninguno tan específico como el de la vejez”.
Refiriéndose a la ética, uno de sus personajes médicos
socarronamente expresa: “La ética cree que los médicos somos de palo”.
Por lo comentado atrás, no es descabellado afirmar que el
inmortal escritor Gabriel García Márquez fue un médico frustrado.
* Acerca del autor: Presidente de la Fundación Pro Derecho a Morir
Dignamente. Galardonado con el Premio Nacional de Medicina Federico Lleras
Acosta al título de Maestro de la Obstetricia y la Ginecología
Latinoamericanas.
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elmundo.es
Madrid - España
21 de abril de 2014
LITERATURA
Elena Poniatowska
'García Márquez echó a volar a América
Latina'
Dos días antes de
recibir el Premio Cervantes, la escritora y periodista
destaca la figura y obra
del colombiano
EFE Madrid. La escritora mexicana Elena Poniatowska, ganadora del Premio
Cervantes, ha destacado hoy en Madrid la figura y la labor de Gabriel García
Márquez, fallecido el jueves a los 87 años.
"Lo que ha hecho Gabriel García Márquez para América
Latina es único porque echó a volar e hizo despegar a América Latina", ha
dicho la periodista y escritora en un encuentro con la prensa en la Biblioteca
Nacional, dos días antes de recoger el galardón más importante de las letras
españolas.
"Igual que Remedios la Bella (personaje de la obra
'Cien años de Soledad') se va volando por la ventana, eso es lo que hizo 'Gabo'
para América Latina: darle las alas que antes no tenía", ha añadido.
Poniatowska ha destacado que García Márquez fue un escritor
'amado'. "Es un autor que cuando el lector cierra el libro, sabe que le
ama para siempre y eso se ve en las calles de México, se ve en todas las
partes", ha explicado. "Gabriel García Márquez es en sí mismo el
monumento a las Bellas Artes de México", ha dicho la escritora con una
sonrisa.
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