EL NACIONAL
Caracas – Venezuela
10 de
Junio de 2014
Al
instante
García Márquez, el romance del
poder
Por
Enrique Krauze
Los funerales de García Márquez en México
parecieron extraídos de uno de sus relatos más famosos: Los funerales de la
Mamá grande. A lo largo de varias horas, bajo la lluvia, decenas de miles de
personas desfilaron ante la urna que contenía las cenizas del más famoso, leído
y querido de sus escritores. Adentro del Palacio de Bellas Artes se escuchaban
desde danzas rumanas de Bela Bartok hasta alegres cumbias y vallenatos. Afuera,
una nube de 380 mil mariposas amarillas de papel de China, traídas desde Colombia,
revoloteaba en el aire. Porras, gritos, consignas y cánticos. Un anciano
portaba un letrero: “Gabo, te veré en el cielo”. Un niño comentó: “Vengo a ver
al rey de Macondo”.
Es verdad. Era el rey de Macondo. Su prosa es
tan rica y plástica –tan deslumbrante- que parece contener todas las palabras
del diccionario. Incontables críticos de todas las altitudes se rindieron, con
razón, ante el extraordinario poder y la magia de sus novelas y cuentos. Sus
alusiones poéticas y esa inagotable capacidad –específica suya- de crear
personajes, lograron unir fantasía y realidad de una forma tan natural y
completa que el lector se ve constantemente impelido a aceptar nuevas versiones
del mundo.
Pero para mí y para otros latinoamericanos,
una deficiencia moral ensombrece sus inmensos logros literarios: me refiero a
su larga e íntima amistad con Fidel Castro y (lo que es mucho más importante)
su imperturbable aceptación de los peores abusos del régimen cubano.
Todo dictador, desde Creón en adelante, es una
victima”, escribió García Márquez. Quizá lo creía. Aunque su fascinación casi
erótica por el dictador (no sólo con el caudillo) está reflejada en sus
novelas, en particular en El otoño del patriarca (1975), no fue sino hasta ese
mismo año cuando comenzó a cimentar realmente su ansiado vínculo personal con
Castro. En tres famosos reportajes titulados “Cuba de cabo a rabo”, García
Márquez vio “el sistema de comunicación casi telepática” que Fidel había
establecido con la gente. “Su mirada delataba la debilidad recóndita de su
corazón infantil [...] ha sobrevivido intacto a la corrosión insidiosa y feroz
del poder cotidiano, a su pesadumbre secreta [...] ha dispuesto todo un sistema
defensivo contra el culto a la personalidad”. Gracias a los discursos de Fidel
–escribió- “el pueblo cubano es uno de los mejores informados del mundo sobre
la realidad propia”. Pero cuando Alan Riding le preguntó: ¿Por qué, si viajaba
tanto a La Habana, no se establecía allí?, contestó: “Sería muy difícil para mí
llegar ahora y adaptarme a las condiciones. Extrañaría demasiadas cosas. No
podría vivir con la falta de información.”
Las contradicciones no lo desvelaban. “No hay
ninguna contradicción entre ser rico y ser revolucionario –declaraba García
Márquez– siempre que se sea sincero como revolucionario y no se sea sincero
como rico.” Quizá lo creía. Cuando le fue asignada una casa en Siboney, en mar
y tierra dieron inicio sus largas travesías culinarias con Fidel. “Hablábamos
de literatura”, solía decir Gabo. Su plato preferido era “Langosta a la
Macondo”, y el de Fidel Castro, un “Consomé de tortuga”. (La comparación con la
cartilla de racionamiento vigente desde marzo de 1962 puede ser, quizá,
ilustrativa: siete libras de arroz y treinta onzas de frijoles, cinco libras de
azúcar, media libra de aceite, cuatrocientos gramos de pastas, diez huevos, una
libra de pollo congelado).
A quienes lo interpelaban sobre su servilismo
con Castro (Vargas Llosa lo llamó “el lacayo de Fidel”) García Márquez
argumentaba que, para él, la amistad era un valor supremo. Lo era, quizá, pero
había jerarquías. García Márquez vivía en Cuba en 1989, cuando ocurrió el
sonado y turbio juicio contra el general de división Arnaldo Ochoa y los
hermanos Antonio (Tony) y Patricio de la Guardia, bajo el cargo de narcotraficantes
y traidores a la Revolución. Segura de la amistad íntima de García Márquez con
su padre (Tony), Ileana de la Guardia le imploró interceder con Castro para
salvarlo. No sólo no lo hizo. Según testimonio recogido por la propia Ileana,
antes de salir a Paris García Márquez asistió “a una parte del juicio, junto
con Fidel y Raúl, detrás del ‘gran espejo’ del recinto de las Fuerzas Armadas
Revolucionarias Cubanas”.
En marzo de 2003, Castro reeditó los juicios
de Moscú contra 78 disidentes condenándolos a penas de entre doce y veintisiete
años de cárcel. (Uno de ellos fue acusado de poseer “una grabadora Sony”.) Acto
seguido, ordenó ejecutar a tres muchachos que querían huir de Cuba en un
lanchón. Ante el crimen, Susan Sontag confrontó a García Márquez: “Es el gran
escritor de este país y lo admiro mucho, pero es imperdonable que no se haya
pronunciado frente a las últimas medidas del régimen cubano.” Tras un leve
titubeo, García Márquez declaró reiteró un viejo argumento: “No podría calcular
la cantidad de presos, de disidentes y conspiradores, que he ayudado, en
absoluto silencio, a salir de la cárcel o a emigrar de Cuba en no menos de
veinte años.”
¿“Absoluto silencio” o complicidad absoluta?
¿Por qué los habría ayudado García Márquez a salir de Cuba si no es porque
consideraba injusto su encarcelamiento? Y si lo consideraba injusto (tanto como
para abogar por ellos), ¿por qué siguió respaldando públicamente a un régimen
que cometía esas injusticias? ¿No hubiera sido más valioso denunciar
públicamente el injusto encarcelamiento de esos “presos, disidentes y
conspiradores” y así contribuir a acabar con el sistema de prisiones políticas
cubano?
Gabriel García Márquez no fue un escritor de
torre de marfil: declaró muchas veces estar orgulloso de su oficio de periodista,
promovió el periodismo y dijo que el reportaje es un género literario que
“puede ser no sólo igual a la vida sino más aún: mejor que la vida. Puede ser
igual a un cuento o una novela con la única diferencia –sagrada e inviolable–
de que la novela y el cuento admiten la fantasía sin límites pero el reportaje
tiene que ser verdad hasta la última coma”. ¿Cómo conciliar esta declaración de
la moral periodística con su propio ocultamiento de la verdad en Cuba, a pesar
de tener acceso privilegiado a la información interna?
Hace años escribí que la prodigiosa literatura
de García Márquez sobrevivirá a las extrañas fidelidades del hombre que la
concibió. Pero pensé también que hubiese sido un acto de justicia poética –en
el otoño de su vida y el cenit de su gloria– debió deslindarse de Fidel Castro,
debió poner su prestigio al servicio de la transición democrática en Cuba. No
ocurrió y quizá ni siquiera concibió hacerlo. Acaso era un milagro excesivo aún
para el creador de tantos prodigios. Y así debemos resignarnos a la imagen de
un autor cuya fascinación por el poder y la dictadura arroja una sombra indigna
de su inmensa hazaña literaria.
** ** **
UNIVERSO CENTRO
Medellín - Colombia
Numero 54 –
Abril de 2014
GGM
(1927/2014)
Crónica
una muerte anunciada
Un semanario deportivo publicado en junio del cincuenta,
con Millonarios como líder del torneo con 23 puntos,
tiene un plano a mano de la casa de los Buendía.
Por
Pascuál Gaviria.
GABO
El 29 de abril de 1950 circuló el primer
número del semanario Crónica, en Barranquilla. Debajo de su nombre rotundo
tenía un apellido cosmopolita y risueño: "Su mejor 'Week – End'". Era
la época del Dorado en el fútbol colombiano, y los fundadores de la revista
decidieron poner, alternados semana a semana, a jugadores del Junior y el
Sporting como anzuelo de portada. Literatura y deporte eran las promesas de
Crónica, de modo que al lado de Heleno de Freitas podían alinear Borges y
Felisberto Hernández. El director era Alfonso Fuenmayor y García Márquez, con
apenas 23 años, figuró en la bandera como Jefe de Redacción. Una reseña de
estilo judicial lo describe en el número dos del semanario: "Gabriel
García Márquez, 23, de Sucre (Bolívar), soltero, también columnista de El
Heraldo, cuentista con dos libros en preparación. Interprete de los cantos
vallenatos de Rafael Escalona (Honda herida) y de Abel Antonio Villa (El amor
de Zoila)".
Muchos años después, frente al público de un
lanzamiento de El amor en los tiempos del cólera, Fuenmayor habría de recordar
el día que el mecanismo de Crónica se puso en marcha: "(…) caminábamos por
la calle San Blas cuando Gabito me detuvo el brazo para decirme: 'Estamos muy
bien de grupo'. Ese grupo –fue una conclusión a la que llegamos sin esfuerzo
Álvaro, Germán, Gabito y yo– necesitaba publicar un semanario". Los
nombres completos de los titulares mencionados son Álvaro Cepeda Samudio y
Germán Vargas Cantillo.
El semanario tenía todas las características
de una revista hecha con la sustancia de la escasez y el entusiasmo. Sus
oficinas estaban en un segundo piso donde no cabía el consejo de redacción en
pleno. Vargas Cantillo describió hace años las instalaciones en el Edificio
Amastha: "El mobiliario era muy reducido, lo mismo que las oficinas. Dos
escritorios con sus respectivas sillas y una chaise-longue o diván de
siquiatría, que servía para múltiples usos. Y un par de máquinas de
escribir". El encargado de las ventas era un exitoso y simpatiquísimo
vendedor de seguros "que nunca buscó o consiguió un aviso para el
semanario"; y los diez centavos de cada revista de 16 páginas los recogían
los mismos redactores, cambiándolos de una vez por cerveza en las tiendas donde
se distribuía. Como es común en las capitales de provincia, la única pauta fija
era la del Ron Colonial de la Fábrica de Licores del Atlántico. De modo que
luego de catorce meses y 58 números, Crónica "murió de muerte natural,
naturalísima", según lo dijo el propio Vargas Cantillo. El jefe de
redacción también entregó su versión del prematuro fallecimiento cuando ya la
revista era recordada como experimento y aventura: "Me extraña que Crónica
durara tanto tiempo. En realidad nos fuimos cansando. Había que hacer de todo y
nadie se preocupaba por hacer la revista y cobrar".
El cuento era la especialidad literaria de
Crónica. Las intrigas policiacas y las traducciones de los grandes de la época
(Hemingway, Simenon, Graham Greene) buscaban que la gente mirara un poco más
allá de la tabla de los goleadores y las entrevistas de vestuario. En sus
páginas Barranquilla intentaba tomar algo de la desolación y el ambiente
porteño que lucía Buenos Aires, en las historias publicadas en revistas que
venían del Sur. El jefe de redacción además de los cuentos exclusivos para
Crónica se dedicaba a tareas varias: hacía dibujos para ilustrar artículos,
escribía las "Charlas de la ciudad" y por supuesto entrevistaba a
algún defensa del once 'Tiburón': "García Márquez quiso una vez
entrevistar a un futbolista y Alfonso Fuenmayor se lo señaló: Sebastián
Berascoechea, un brasilero de los huesos que a veces contrataba el Junior. No
sé por qué la entrevista fue casi tan mala como el entrevistado", recuerda
Vargas Cantillo con una risa entre dientes.
Pero tal vez la página más memorable de ese
juego de amigos para derramar tinta, lecturas y ron esté en el número seis que
circuló en junio del cincuenta. Está escrita por Gabriel García Márquez bajo el
título "La casa de los Buendía, Apuntes para una novela". Y parece
increíble que ese cuentista incipiente, ese mecanógrafo magro que visitaba la
librería El Mundo en busca de novedades, y completaba las cartas de los
lectores, estuviera ya pensando y pergeñando la que sería una de las novelas
más influyentes del siglo XX, la misma que escribiría quince años después en
una especie de rapto de inspiración, "sin problemas de palabras", y
en medio de una felicidad austera y provechosa. En Crónica se le puede hacer
arqueología a aquella casa fabulosa; allí se clavaron los primero horcones para
sostenerla.
La casa de los Buendía
Apuntes para una novela
La casa es fresca; húmeda durante las noches,
aún en verano. Está en el Norte en el extremo de la única calle del pueblo,
elevado sobre un alto y sólido sardinel de cemento. El quicio alto, sin
escalinatas; el largo salón sensiblemente desamoblado, con dos ventanas de
cuerpo entero sobre la calle, es quizá lo único que permite distinguirla de las
otras casas del pueblo. Nadie recuerda haber visto las puertas cerradas durante
el día. Nadie recuerda haber visto las cuatro mecedoras de bejuco en sitio
distinto ni posición diferente: colocados en cuadro, en el centro de la sala,
con la apariencia de que hubieran perdido la facultad de proporcionar descanso
y tuvieran ahora una simple e inútil función ornamental. Ahora hay un gramófono
en el rincón, junto a la niña inválida. Pero antes, durante los primeros años
del siglo, la casa fue silenciosa, desolada; quizá la más silenciosa y desolada
del pueblo, con ese inmenso salón ocupado apenas por los cuatro mecedores.
(…)
La construcción se inició cuando dejó de
llover, sin preparativos, sin orden preconcebido. En el hueco donde se pararía
el primer horcón, ajustaron el San Rafael de yeso, sin ninguna ceremonia. Tal
vez el coronel no lo pensó así cuando hacía el trazado sobre la tierra, pero
junto al almendro, donde estuvo el excusado, el aire quedó con la misma
densidad de frescura que tuvo cuando ese sitio era el patio de atrás. De manera
que cuando se cavaron los cuatro huecos y se dijo: "Así va hacer la casa,
con una sala grande para que jueguen los niños", ya lo mejor de ella
estaba hecho. Fue como si los hombres que tomaron las medidas del aire hubieran
marcado los límites de la casa exactamente donde terminaba el silencio de
patio. Porque cuando se levantaron los cuatro horcones, el espacio cercado era
ya limpio y húmedo, como es ahora la casa. Adentro quedaron encerrados la
frescura de árbol y el profundo y misterioso silencio de la letrina. Afuera
quedó el pueblo con el calor y los ruidos. Y tres meses más tarde, cuando se
construyó el techo; cuando se embarraron las paredes y se montaron las puertas,
el interior de la casa siguió teniendo –todavía– algo de patio.UC
* Ideas
y fragmentos tomados de la recopilación hecha por Ediciones Uninorte, 2010
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AIM Digital
Paraná -
Entre Ríos – Argentina
29 de mayo de 2014
Cómo arreglar el mundo
Por
Gabriel García Márquez
Cierto día, su hijo de siete años invadió su
santuario decidido a ayudarlo a trabajar.
El científico, nervioso por la interrupción, le pidió al niño que fuese
a jugar a otro lado.
Viendo que era imposible sacarlo, el padre
pensó en algo que pudiese darle con el objetivo de distraer su atención. De repente se encontró con una revista, en
donde había un mapa con el mundo, justo lo que precisaba.
Con unas tijeras recortó el mapa en varios
pedazos y junto con un rollo de cinta se lo entregó a su hijo diciendo: “como
te gustan los rompecabezas, te voy a dar el mundo todo roto para que lo repares sin ayuda de nadie”.
Entonces calculó que al pequeño le llevaría 10
días componer el mapa, pero no fue así.
Pasadas algunas horas, escuchó la voz del niño que lo llamaba
calmadamente. “Papá, papá, ya hice todo, conseguí terminarlo”.
Al principio el padre no creyó en el
niño. Pensó que sería imposible que, a
su edad hubiera conseguido recomponer un mapa que jamás había visto antes.
Desconfiado, el científico levantó la vista de sus anotaciones con la certeza
de que vería el trabajo digno de un niño.
Para su sorpresa, el mapa estaba
completo. Todos los pedazos habían sido
colocados en sus debidos lugares.
¿Cómo era posible? ¿Cómo el niño había sido
capaz? De esta manera, el padre preguntó
con asombro a su hijo: Hijito, tú no sabías cómo era el mundo, ¿cómo lo
lograste?
Papá, respondió el niño; yo no sabía cómo era
el mundo, pero cuando sacaste el mapa de la revista para recortarlo, vi que del
otro lado estaba la figura de un hombre.
Así que di la vuelta a los recortes y comencé a recomponer al hombre,
que sí sabía cómo era.
“Cuando conseguí arreglar al hombre, di vuelta
a la hoja y vi que había arreglado al mundo”.
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