26 de mayo de 2014

MEMORABILIA GGM 738



EL TIEMPO
Bogotá - Colombia
20 de abril de 2014


Gabo ha muerto... ¡Viva García Márquez!

Ninguno de los homenajes que hoy se rinden al fallecido autor
de 'Cien años de soledad' puede ser mejor que el de leer sus obras.

Por: Daniel Samper Pizano |

Es fácil saber cuáles son los libros menos leídos en esas bibliotecas salpicadas de enciclopedias y destellos dorados que uno ve en ciertas casas: la Biblia y el Quijote. Suelen ser los más conspicuos en los anaqueles y los más barrocos en su grotesca presentación, por lo general repujados en cuero y, de ser posible, con las iniciales del propietario, obsequio de la editorial que logró vendérselo en cómodas cuotas mensuales. Mientras más ostentosos los dos tomos, menos leídos. Si uno los examina por dentro los hallará vírgenes de huellas digitales y, por supuesto, de anotaciones en lápiz o referencias al margen.

Acaba de morir Gabriel García Márquez, el más alto colombiano de nuestra historia, y tan mala noticia, que aflige al país y a la literatura mundial, me produjo de golpe el incontrolable temor de que muy pronto, aprovechando la ocasión, salgan a la venta unos enormes tomos de Cien años de soledad diseñados para ocupar silencioso lugar al lado de la Biblia bañada en oro y el Quijote de piel labrada. Es decir, para que muchos clientes los adquieran a crédito y adornen con ellos la sala de su casa. Pero no los lean.

Son más que justos los homenajes que se rinden a Gabo como conquistador de utopías, como colombiano ilustre, como buscador de la paz, como promotor del vallenato, como personaje divertido, como amigo… Pero el único tributo genuino que se le puede brindar como escritor y periodista es leerlo. ¿Cuántos colombianos que hoy lo lloran han leído algunas de sus novelas? ¿Cuántos saben el nombre del coronel a quien nadie escribe? (No: no es Aureliano Buendía). ¿Cuántos de los que citan de memoria la primera frase de Cien años de soledad (“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento…” etcétera) se han sumergido a placer en las aguas de las 359 páginas restantes de esa que los sabios catalogan como la máxima obra de la literatura castellana después del Quijote? Y, hablando del Quijote, está demostrado que solo una mínima porción de los que hablan la lengua castellana han recorrido sus dos tomos, a pesar que muchos de ellos recitan, o por lo menos reconocen, aquel memorable inicio: “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme...” (otra vez etcétera).

Es preciso reconocer que el pénsum de bachillerato colombiano incorpora varios libros de García Márquez. De todos modos, hay obras y hay edades. Millones de adolescentes han huido para siempre de Cervantes porque los obligaron a leer el Quijote, pieza maestra que solo se disfruta a esa edad si los sardinos leen el capítulo en que Sancho Panza se desgracia, estomacalmente hablando, sentado en su burro, o, unos años más tarde, cuando don Alonso Quijano ya no tiene que competir con Skype y WhatsApp.

Es prudente, pues, que padres y profesores no inoculen un antivirus gabiano al pretender que los niños de 8 o 9 años lean Cien años de soledad. Hallarán, sin duda, capítulos interesantes. Pero, por biches, se perderán el maravilloso lenguaje y la gran parábola de la historia que encierran sus páginas. Ciertos cuentos suyos y el Relato de un náufrago son un buen abrebocas de García Márquez. Para Cien años conviene esperar un poco más. Una amiga mía me escribe para contarme que “las imágenes mágicas de Cien años” entraron a su vida “al cumplir 12 años, y se quedaron desde entonces con la misma fuerza de evocación del primer día”. Enseguida añade que con los años descubrió que muchas palabras que ella consideraba lenguaje callejero eran “jerga bíblica” y que leyó por primera vez la expresión “hacer el amor” en una frase de la novela. “Cuando se lo conté al maestro años después en Nueva York –agrega– lo incluyó en la dedicatoria de su libro.”
Sí: lloremos a Gabo, que forma parte de nuestros símbolos patrios, pero hagamos lo único decente que se puede hacer por un escritor: desear paz a sus humanas cenizas y volverlo inmortal leyendo su obra.

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EL UNIVERSAL
Cartagena - Colombia
27 de Abril de 2014

Te queremos, Gabo

Por Rafael Vergara Navarro
Especial para El Universal

“Es más fácil inventarlo a uno que conocerlo”, decía Rojas Herazo, el riesgo es salir mal librado sin saberlo. Con Gabo es difícil que suceda. Es tan grande y múltiple su obra que no es posible destruir al hombre o al mito.

Saber cosas de Gabo y no contarlas atenta contra la memoria colectiva. Precisamente los homenajes sirven para eso: destapar lo oculto, construir con los testimonios la dimensión del ser.

Lo recuerdo hoy en el monumental Congreso de la Lengua, en la Cartagena de Indias donde creció el periodista y que fue para muchos una revelación, ratificó que las andanzas políticas, humanitarias y diplomáticas de Gabo y su obra literaria son piezas de un realismo mágico: insólito, iluminado y de una creatividad que por realista ha sido y es esperanza de los pueblos.

Viéndolo en el pódium de blanco rodeado del mundo lo recordé perseguido por Turbay Ayala y Camacho Leyva cuando intentaron apresarlo: le cobraban, entre otras, la revista Alternativa y el que Jaime Bateman contó que leer “Cien años de soledad” era el requisito para entrar al M-19.

Se asiló en el México útero, allí se gestó “Cien años de soledad”, y por despertar a la izquierda, lo persiguieron, le cobraron sacarla de Moscú y Pekín, llevarla a Macondo donde, después de que Remedios La Bella ascendiera al cielo, todo podía suceder, incluso que naciera el M-19.

Nos aterrizó en una patria desconocida politizando lo despolitizado por el Frente Nacional. Las bananeras, el pelotón de fusilamiento, las guerras partidistas, armisticios y acuerdos violados, preámbulos de la siguiente guerra. La sangre derramada.

A los caribes hizo que nos doliera la patria y también los vestidos de negro que llegaron a Macondo a desconocer a José Arcadio. Igual que hoy vestidos con “mochos,” de lino o Lacoste sigue doliéndonos que tomen decisiones por nosotros.

En el exilio, en 1979, supe de su veto para entrar a los EEUU, el cobro por Prensa Latina y Fidel, Allende y el entrañable Omar Torrijos, “hijo de tigre con mula”. También el cobro por el maletín en Europa consiguiendo fondos para los sandinistas.

Pero, paradoja, al homenaje del hijo del telegrafista de Aracataca vino el expresidente Clinton, el Rey de España, los ex presidentes Julio Mario Santodomingo , el hijo de Torrijos y muchos izquierdistas anónimos y conocidos. Venía de Cuba de ver a Fidel, ¿realismo mágico? Me dije, es el valor de la cultura: amor, democracia, comunidad, nación, continente, el mundo.

Recuerdo que al llegar en 1979 al exilio en México, con Rafa Salcedo, iluminados, editamos la revista Vainas de Macondo, cerrada por exigencia del gobierno colombiano. Gabo y su obra estaban en el universo de quienes aún perseguimos el cambio social.

Un día cualquiera de 1980 recibí una llamada de la dirección de Asilados Políticos.

-¡Ajá!, ¿qué dice el compae Rafa?

¿Quién habla?

-Gabo.

-No me tomes el pelo -afirmé, pero era él.

Así nació una respetuosa amistad de ocasional arroz con coco, patacón y posta de sierra que, a la larga, posibilitó que Navarro sobreviviera al atentado que le costó su pierna.

Escribía en 1985 “El general en su laberinto” cuando le visité en su casa de la calle Fuego. Con su tutelaje Betancur se le midió en 1984 a negociar con el Eme y el EPL. Triste: mató el tigre y se asustó con el cuero. Y el desenlace trágico se inició con el atentado a Antonio Navarro Wolff y a otros miembros del M-19.

Comprometido, generoso, me recibió en su estudio de Macintosh, rosa amarilla y la cuartilla del día.

-O se muere por las heridas o lo rematan -afirmé. Los van a matar. En apoyo a la paz, la seguridad mexicana dice que si Betancur lo solicita que se les reciba, la respuesta es ¡sí! El presidente De la Madrid autorizó. Serio y seco preguntó:

-¿Con quién hablaste?

-Con Carrillo Olea.

Sonrió.

Tomó su teléfono de botones y marcó a Palacio: “Bélico, estoy con Vergara del Eme y me dice que México… Impetuoso afirmé:

-Dile que si no lo pide le anotaremos el muerto.

Obvio, no lo dijo. Me retiré y habló un poco más.

-¡Listo, manos a la obra! - me dijo.

El día D había llegado, comenzó torcido. En el momento en que los heridos -con visas de turistas- eran trasladados de Cali a Bogotá, una llamada disparó las alarmas. Manuel Bartlet, el secretario de Gobernación, se opone. Corro al teléfono.
-Gabo, se enredó la vaina.

Inagotablemente solidario localizó al presidente Miguel De la Madrid, que andaba en Londres y de inmediato se enderezó el operativo, la diplomacia funcionó. En el hospital Mossel le trataron a Navarro el multitrauma y, gracias al apoyo de Gabo perdió la pierna pero no la vida.

Agradezco lo leído y releído de su obra, descubrir que como el coronel Aureliano Buendía soy amnistiado e indultado, y sobre todo el privilegio de compartir algunas historias vividas con un ser ejemplar que dando de sí escaló la senda de los inmortales.
 Ahora que dejó atrás los huesos cansados, volará y caminará ligero de vejez, padecimientos y olvidos, su muerte es ya una resurrección.

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DIALOGO DIGITAL
San Juan – Puerto Rico
23 de mayo de 2014

Publicado, con nuestros agradecimientos, por cortesía del autor. N. del E.

Gabriel García Márquez:
Los consejos del Maestro

“Yo, que vivo de las palabras, que trabajo con las palabras,
tengo que andar con gran cuidado porque mi peor enemigo también son las palabras”.

Por  Josean Ramos*


Fotos por Josean Ramos

Como escritor y periodista, debo reconocer que lo más significativo del encuentro con el Maestro Gabriel García Márquez aquella memorable tarde de agosto de 1985, fueron los sabios consejos y trucos que me dio relativos al oficio de escribir, esa artesanía singular que domina al manejar las palabras como herramientas de carpintería. Y es que el Gabo era un gran domador de palabras, que a veces peleaba y se enredaba a trompadas con ellas, ganaba y se dejaba ganar, hasta sentirlas caer por su propia fuerza de gravedad en el lugar que les correspondía dentro de la obra literaria. Al momento de la entrevista, el insigne escritor le daba la primera de varias lecturas a su recién concluida novela El amor en los tiempos del cólera, lo cual le permitía contar ya su verdadero argumento y la orfebrería en su creación, sin temor a que le trajera “pava” o mala suerte.

Cuando el Gabo se vestía su overol azul traído de Bangkok y se encerraba a escribir una novela, por lo general había dos versiones de la misma obra, la que iba narrando en las cuartillas y la que le contaba a sus amigos íntimos. En realidad no lo hacía por engañar a aquellos a quienes pensaba cada vez que declaraba a los periodistas que solo escribía para que sus amigos lo quisieran más. Lo hacía como parte del método de trabajo que le exigía su oficio, el más solitario del mundo, pensando quizás en aquello que dijo en cierta ocasión: “el que no tenga Dios, que tenga supersticiones”.

Entonces, como una forma de consulta para ver qué resonancia tiene en el otro, García Márquez disfrazaba la obra. Al final, la novela que escribía y la que contaba a sus amigos resultaban totalmente distintas, aunque muy buena también. Era parte de un estricto régimen físico y mental al momento de gestar sus fábulas, como un atleta de alto rendimiento, que lo llevaba a levantarse todos los días a las cinco de la mañana, hacer media hora de bicicleta fija y sentarse frente a la máquina de escribir de seis de la mañana a tres de la tarde, sin respirar. Si lograba sacar en limpio un par de cuartillas al día, lo consideraba una jornada productiva.

De tanto trabajar con las palabras, de tanto barajarlas, sobre todo, cuando ejercía el llamado “ingrato oficio” del periodismo durante su prehistoria literaria, García Márquez llegó a desarrollar una conciencia plena de su responsabilidad con el lector, precisamente a través de la palabra. “Yo, que vivo de las palabras, que trabajo con las palabras, tengo que andar con gran cuidado porque mi peor enemigo también son las palabras”, advirtió aquella tarde. Por eso nunca publicó una línea que no tuviera como base un hecho real, nada de fantasía a lo Walt Disney. Para el Gabo, un escritor no puede imaginar ni inventar lo que le venga en gana, porque corre el riesgo de incurrir en la mentira, que a su entender, resulta más grave en la literatura que en la vida real. Por eso concebía la imaginación como un instrumento de elaboración de la realidad, cuya fuente de creación es siempre la propia realidad.

Al momento de la entrevista, García Márquez tenía 58 años y la edad ya se le notaba, más aun, escribiendo El amor en los tiempos del cólera, una novela muy larga que le traía múltiples problemas técnicos y físicos que no tenía cuando escribió Cien años de soledad. “Un libro tan largo es muy difícil de manejar, además, la edad se nota. Cuando escribía Cien años de soledad, hasta ahora mi libro más largo, tenía 20 años menos, y mi nueva novela tiene cien páginas más, va a perder algunas en el camino, estoy quitando frases inútiles, de manera que eso la concentra sin que cambie o se sacrifique nada de la novela, porque no quiero sacrificar nada. En realidad, si tiene esa longitud, esa es la longitud de la novela. Uno no decide el tamaño de una novela, uno no puede decir ‘voy a escribir un libro largo o corto’, cada libro trae su propio tamaño”, sentenció.

En El amor en los tiempos del cólera la edad cuenta porque cuando escribía Cien años de soledad, sabía en todo momento dónde estaba cada cosa en las 400 y tantas páginas del original. Como se cuida tanto de las palabras repetidas, cuando veía una que había usado anteriormente más o menos con el mismo sentido, iba y la buscaba y allí la encontraba. “Tenía 20 años menos y menos problemas en la cabeza. Era un escritor tranquilo, anónimo, que escribía en su casa sin que nadie lo molestara, sin que nadie viniera de Puerto Rico a hacerle una entrevista”, reprochó sutil.

“En cambio ahora tengo todo el manejo, por supuesto, pero manejar esta cosa, saber dónde está cada cosa… de pronto se encuentra uno un párrafo, un bloque que sabe uno que ahí se desequilibra todo; en cambio, si pasa a otra parte, lo equilibra. Uno sabe dónde quiere que pase, pero a veces me echo muchas horas encontrando dónde está ese lugar. Entonces uno se fatiga un poco, no se escribe con la misma fluidez, pero tengo la impresión, en cambio, que se escribe con más madurez, con más profundidad. Se medita más, se tiene más cuidado de lo que se va a decir. Se pone más atención a todo. Se tiene más responsabilidad, para decirlo de alguna manera. Ahora eso hace más difícil el trabajo de escribir”, declaró.

Otro problema de la novela larga, me reveló esa tarde, es que si el autor se demora mucho en escribirla, corre el riesgo de que termine por aburrirse del tema. Por eso aconseja salir de ella lo más pronto que uno pueda, con gran intensidad. Después no importa, puede uno quedarse con ella el tiempo que quiera, pues nadie lo obliga a publicarla. “Cuando ya estalla uno, cede la tensión, está uno relajado y entonces puede uno seguirla trabajando sin prisa, sin angustia. Pero mientras está en el puro proceso de creación, de la escritura, hay que crear esa tensión. Por eso tuve que alterar mi ritmo de trabajo, que antes era de 9 de la mañana a 2 de la tarde, y ahora es de siete a tres”, reveló.

Como buen artesano de la palabra, el Gabo sabía advertir los problemas inherentes que le crea a un escritor una novela larga, cuando, por ejemplo, lee el lector en tres o cuatro días lo que uno escribe en dos o tres años, lo que le permite notar los cambios de humor imperceptibles que hayan, porque lo ve mucho más concentrado, en conjunto, con una visión panorámica mucho más rápida. “Por eso trato de tener todos los días de la vida en que estoy escribiendo esta novela un mismo humor. Entonces dejo de leer periódicos, o si los leo, los leo en la tarde. No recibo llamadas telefónicas mientras estoy escribiendo para que no me cambie el humor. Tiene que ser todos los días el mismo humor, tiene que ser un régimen de boxeador. Hago media hora diaria de bicicleta fija, no como de noche, sino cosas muy ligeras, porque un mal sueño le hace cambiar a uno el humor. Es un verdadero sacrificio, pero vale la pena. Ahora, a uno eso no le cuesta ningún trabajo porque es la vocación. La mayor satisfacción que uno puede tener es estar haciendo uno el único trabajo que le gusta y tiene el reconocimiento público, y hasta tiene la posibilidad de vivir solo de ese trabajo, es una maravilla”, confesó.

García Márquez tenía plena consciencia de que todo esto se puede lograr cuando el escritor tiene ya la vida resuelta, porque escribir ocho horas seguidas, acostarse a la misma hora todos los días y no tener cambios de humor, son cosas importantes y para eso se necesita tener la vida resuelta, si no, no se puede, aconsejaba. “Hay que hacerles ver a los jóvenes escritores, a los que vienen atrás, que se escribe mejor con la vida resuelta que sin resolver. Hay un criterio romántico de que cuanto más jodido esté uno, mejor le salen las cosas. Lo que pasa es que cuando hay la vocación, hay la inspiración y entonces sale con hambre o sin hambre. Pero si sale con hambre y sin hambre, es mejor que salga sin hambre, ¿no?”

Cuando el Maestro estaba escribiendo tampoco leía mucho lo que iba dejando atrás, porque esperaba que cuando lo terminase lo hubiese olvidado o no recordase muy bien lo que escribió, de manera que al leerlo no lo tuviese demasiado cercano y pudiese hacerlo casi como si no fuera suyo. “Esa distancia me permite una lectura crítica mucho más profunda, mucho más crítica, pero si lo tengo que leer a la tercera vez todo te huele a pescado viejo, entonces tú crees que es culpa del libro y eres injusto, porque es culpa de estarlo leyendo constantemente, de aprendértelo de memoria. Total, que es un oficio difícil, pero yo no puedo imaginar otro mejor”, concluyó.
(Fragmento de un trabajo mayor.)

* El autor es un reconocido escritor y periodista puertorriqueño. Autor entre otras muchas obras de la biografía de Daniel Santos: Vengo a decir adiós a los muchachos.

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