EL TIEMPO
Bogotá - Colombia
20 de
abril de 2014
Gabo ha muerto... ¡Viva García
Márquez!
Ninguno de los homenajes que hoy se rinden al fallecido
autor
de 'Cien años de soledad' puede ser mejor que el de leer
sus obras.
Por: Daniel
Samper Pizano |
Es fácil saber cuáles son los libros menos
leídos en esas bibliotecas salpicadas de enciclopedias y destellos dorados que
uno ve en ciertas casas: la Biblia y el Quijote. Suelen ser los más conspicuos
en los anaqueles y los más barrocos en su grotesca presentación, por lo general
repujados en cuero y, de ser posible, con las iniciales del propietario,
obsequio de la editorial que logró vendérselo en cómodas cuotas mensuales.
Mientras más ostentosos los dos tomos, menos leídos. Si uno los examina por
dentro los hallará vírgenes de huellas digitales y, por supuesto, de
anotaciones en lápiz o referencias al margen.
Acaba de morir Gabriel García Márquez, el más
alto colombiano de nuestra historia, y tan mala noticia, que aflige al país y a
la literatura mundial, me produjo de golpe el incontrolable temor de que muy
pronto, aprovechando la ocasión, salgan a la venta unos enormes tomos de Cien
años de soledad diseñados para ocupar silencioso lugar al lado de la Biblia
bañada en oro y el Quijote de piel labrada. Es decir, para que muchos clientes
los adquieran a crédito y adornen con ellos la sala de su casa. Pero no los
lean.
Son más que justos los homenajes que se rinden
a Gabo como conquistador de utopías, como colombiano ilustre, como buscador de
la paz, como promotor del vallenato, como personaje divertido, como amigo… Pero
el único tributo genuino que se le puede brindar como escritor y periodista es
leerlo. ¿Cuántos colombianos que hoy lo lloran han leído algunas de sus
novelas? ¿Cuántos saben el nombre del coronel a quien nadie escribe? (No: no es
Aureliano Buendía). ¿Cuántos de los que citan de memoria la primera frase de
Cien años de soledad (“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento…”
etcétera) se han sumergido a placer en las aguas de las 359 páginas restantes
de esa que los sabios catalogan como la máxima obra de la literatura castellana
después del Quijote? Y, hablando del Quijote, está demostrado que solo una
mínima porción de los que hablan la lengua castellana han recorrido sus dos
tomos, a pesar que muchos de ellos recitan, o por lo menos reconocen, aquel
memorable inicio: “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero
acordarme...” (otra vez etcétera).
Es preciso reconocer que el pénsum de
bachillerato colombiano incorpora varios libros de García Márquez. De todos
modos, hay obras y hay edades. Millones de adolescentes han huido para siempre
de Cervantes porque los obligaron a leer el Quijote, pieza maestra que solo se
disfruta a esa edad si los sardinos leen el capítulo en que Sancho Panza se
desgracia, estomacalmente hablando, sentado en su burro, o, unos años más
tarde, cuando don Alonso Quijano ya no tiene que competir con Skype y WhatsApp.
Es prudente, pues, que padres y profesores no
inoculen un antivirus gabiano al pretender que los niños de 8 o 9 años lean
Cien años de soledad. Hallarán, sin duda, capítulos interesantes. Pero, por
biches, se perderán el maravilloso lenguaje y la gran parábola de la historia
que encierran sus páginas. Ciertos cuentos suyos y el Relato de un náufrago son
un buen abrebocas de García Márquez. Para Cien años conviene esperar un poco
más. Una amiga mía me escribe para contarme que “las imágenes mágicas de Cien
años” entraron a su vida “al cumplir 12 años, y se quedaron desde entonces con
la misma fuerza de evocación del primer día”. Enseguida añade que con los años
descubrió que muchas palabras que ella consideraba lenguaje callejero eran
“jerga bíblica” y que leyó por primera vez la expresión “hacer el amor” en una
frase de la novela. “Cuando se lo conté al maestro años después en Nueva York
–agrega– lo incluyó en la dedicatoria de su libro.”
Sí: lloremos a Gabo, que forma parte de
nuestros símbolos patrios, pero hagamos lo único decente que se puede hacer por
un escritor: desear paz a sus humanas cenizas y volverlo inmortal leyendo su
obra.
** ** **
EL UNIVERSAL
Cartagena
- Colombia
27 de
Abril de 2014
Te queremos, Gabo
Por
Rafael Vergara Navarro
Especial para El Universal
“Es más fácil inventarlo a uno que conocerlo”,
decía Rojas Herazo, el riesgo es salir mal librado sin saberlo. Con Gabo es
difícil que suceda. Es tan grande y múltiple su obra que no es posible destruir
al hombre o al mito.
Saber cosas de Gabo y no contarlas atenta
contra la memoria colectiva. Precisamente los homenajes sirven para eso:
destapar lo oculto, construir con los testimonios la dimensión del ser.
Lo recuerdo hoy en el monumental Congreso de
la Lengua, en la Cartagena de Indias donde creció el periodista y que fue para
muchos una revelación, ratificó que las andanzas políticas, humanitarias y
diplomáticas de Gabo y su obra literaria son piezas de un realismo mágico:
insólito, iluminado y de una creatividad que por realista ha sido y es
esperanza de los pueblos.
Viéndolo en el pódium de blanco rodeado del
mundo lo recordé perseguido por Turbay Ayala y Camacho Leyva cuando intentaron
apresarlo: le cobraban, entre otras, la revista Alternativa y el que Jaime
Bateman contó que leer “Cien años de soledad” era el requisito para entrar al
M-19.
Se asiló en el México útero, allí se gestó
“Cien años de soledad”, y por despertar a la izquierda, lo persiguieron, le
cobraron sacarla de Moscú y Pekín, llevarla a Macondo donde, después de que
Remedios La Bella ascendiera al cielo, todo podía suceder, incluso que naciera
el M-19.
Nos aterrizó en una patria desconocida
politizando lo despolitizado por el Frente Nacional. Las bananeras, el pelotón
de fusilamiento, las guerras partidistas, armisticios y acuerdos violados,
preámbulos de la siguiente guerra. La sangre derramada.
A los caribes hizo que nos doliera la patria y
también los vestidos de negro que llegaron a Macondo a desconocer a José
Arcadio. Igual que hoy vestidos con “mochos,” de lino o Lacoste sigue
doliéndonos que tomen decisiones por nosotros.
En el exilio, en 1979, supe de su veto para
entrar a los EEUU, el cobro por Prensa Latina y Fidel, Allende y el entrañable
Omar Torrijos, “hijo de tigre con mula”. También el cobro por el maletín en
Europa consiguiendo fondos para los sandinistas.
Pero, paradoja, al homenaje del hijo del
telegrafista de Aracataca vino el expresidente Clinton, el Rey de España, los
ex presidentes Julio Mario Santodomingo , el hijo de Torrijos y muchos
izquierdistas anónimos y conocidos. Venía de Cuba de ver a Fidel, ¿realismo
mágico? Me dije, es el valor de la cultura: amor, democracia, comunidad,
nación, continente, el mundo.
Recuerdo que al llegar en 1979 al exilio en
México, con Rafa Salcedo, iluminados, editamos la revista Vainas de Macondo,
cerrada por exigencia del gobierno colombiano. Gabo y su obra estaban en el
universo de quienes aún perseguimos el cambio social.
Un día cualquiera de 1980 recibí una llamada
de la dirección de Asilados Políticos.
-¡Ajá!, ¿qué dice el compae Rafa?
¿Quién habla?
-Gabo.
-No me tomes el pelo -afirmé, pero era él.
Así nació una respetuosa amistad de ocasional
arroz con coco, patacón y posta de sierra que, a la larga, posibilitó que
Navarro sobreviviera al atentado que le costó su pierna.
Escribía en 1985 “El general en su laberinto”
cuando le visité en su casa de la calle Fuego. Con su tutelaje Betancur se le
midió en 1984 a negociar con el Eme y el EPL. Triste: mató el tigre y se asustó
con el cuero. Y el desenlace trágico se inició con el atentado a Antonio
Navarro Wolff y a otros miembros del M-19.
Comprometido, generoso, me recibió en su
estudio de Macintosh, rosa amarilla y la cuartilla del día.
-O se muere por las heridas o lo rematan
-afirmé. Los van a matar. En apoyo a la paz, la seguridad mexicana dice que si
Betancur lo solicita que se les reciba, la respuesta es ¡sí! El presidente De
la Madrid autorizó. Serio y seco preguntó:
-¿Con quién hablaste?
-Con Carrillo Olea.
Sonrió.
Tomó su teléfono de botones y marcó a Palacio:
“Bélico, estoy con Vergara del Eme y me dice que México… Impetuoso afirmé:
-Dile que si no lo pide le anotaremos el muerto.
Obvio, no lo dijo. Me retiré y habló un poco
más.
-¡Listo, manos a la obra! - me dijo.
El día D había llegado, comenzó torcido. En el
momento en que los heridos -con visas de turistas- eran trasladados de Cali a
Bogotá, una llamada disparó las alarmas. Manuel Bartlet, el secretario de
Gobernación, se opone. Corro al teléfono.
-Gabo, se enredó la vaina.
Inagotablemente solidario localizó al
presidente Miguel De la Madrid, que andaba en Londres y de inmediato se
enderezó el operativo, la diplomacia funcionó. En el hospital Mossel le
trataron a Navarro el multitrauma y, gracias al apoyo de Gabo perdió la pierna
pero no la vida.
Agradezco lo leído y releído de su obra,
descubrir que como el coronel Aureliano Buendía soy amnistiado e indultado, y
sobre todo el privilegio de compartir algunas historias vividas con un ser
ejemplar que dando de sí escaló la senda de los inmortales.
Ahora
que dejó atrás los huesos cansados, volará y caminará ligero de vejez,
padecimientos y olvidos, su muerte es ya una resurrección.
** ** **
DIALOGO DIGITAL
San Juan – Puerto
Rico
23 de mayo de 2014
Publicado, con nuestros agradecimientos, por cortesía del autor. N. del
E.
Gabriel García Márquez:
Los consejos del Maestro
“Yo, que vivo de las palabras, que trabajo con las
palabras,
tengo que andar con gran cuidado porque mi peor enemigo
también son las palabras”.
Por Josean Ramos*
Fotos por Josean Ramos
Como escritor y periodista, debo reconocer que
lo más significativo del encuentro con el Maestro Gabriel García Márquez
aquella memorable tarde de agosto de 1985, fueron los sabios consejos y trucos
que me dio relativos al oficio de escribir, esa artesanía singular que domina
al manejar las palabras como herramientas de carpintería. Y es que el Gabo era
un gran domador de palabras, que a veces peleaba y se enredaba a trompadas con
ellas, ganaba y se dejaba ganar, hasta sentirlas caer por su propia fuerza de
gravedad en el lugar que les correspondía dentro de la obra literaria. Al
momento de la entrevista, el insigne escritor le daba la primera de varias
lecturas a su recién concluida novela El amor en los tiempos del cólera, lo
cual le permitía contar ya su verdadero argumento y la orfebrería en su
creación, sin temor a que le trajera “pava” o mala suerte.
Cuando el Gabo se vestía su overol azul traído
de Bangkok y se encerraba a escribir una novela, por lo general había dos
versiones de la misma obra, la que iba narrando en las cuartillas y la que le
contaba a sus amigos íntimos. En realidad no lo hacía por engañar a aquellos a
quienes pensaba cada vez que declaraba a los periodistas que solo escribía para
que sus amigos lo quisieran más. Lo hacía como parte del método de trabajo que
le exigía su oficio, el más solitario del mundo, pensando quizás en aquello que
dijo en cierta ocasión: “el que no tenga Dios, que tenga supersticiones”.
Entonces, como una forma de consulta para ver
qué resonancia tiene en el otro, García Márquez disfrazaba la obra. Al final,
la novela que escribía y la que contaba a sus amigos resultaban totalmente
distintas, aunque muy buena también. Era parte de un estricto régimen físico y
mental al momento de gestar sus fábulas, como un atleta de alto rendimiento,
que lo llevaba a levantarse todos los días a las cinco de la mañana, hacer
media hora de bicicleta fija y sentarse frente a la máquina de escribir de seis
de la mañana a tres de la tarde, sin respirar. Si lograba sacar en limpio un
par de cuartillas al día, lo consideraba una jornada productiva.
De tanto trabajar con las palabras, de tanto
barajarlas, sobre todo, cuando ejercía el llamado “ingrato oficio” del
periodismo durante su prehistoria literaria, García Márquez llegó a desarrollar
una conciencia plena de su responsabilidad con el lector, precisamente a través
de la palabra. “Yo, que vivo de las palabras, que trabajo con las palabras,
tengo que andar con gran cuidado porque mi peor enemigo también son las
palabras”, advirtió aquella tarde. Por eso nunca publicó una línea que no
tuviera como base un hecho real, nada de fantasía a lo Walt Disney. Para el Gabo,
un escritor no puede imaginar ni inventar lo que le venga en gana, porque corre
el riesgo de incurrir en la mentira, que a su entender, resulta más grave en la
literatura que en la vida real. Por eso concebía la imaginación como un
instrumento de elaboración de la realidad, cuya fuente de creación es siempre
la propia realidad.
Al momento de la entrevista, García Márquez
tenía 58 años y la edad ya se le notaba, más aun, escribiendo El amor en los
tiempos del cólera, una novela muy larga que le traía múltiples problemas
técnicos y físicos que no tenía cuando escribió Cien años de soledad. “Un libro
tan largo es muy difícil de manejar, además, la edad se nota. Cuando escribía
Cien años de soledad, hasta ahora mi libro más largo, tenía 20 años menos, y mi
nueva novela tiene cien páginas más, va a perder algunas en el camino, estoy
quitando frases inútiles, de manera que eso la concentra sin que cambie o se
sacrifique nada de la novela, porque no quiero sacrificar nada. En realidad, si
tiene esa longitud, esa es la longitud de la novela. Uno no decide el tamaño de
una novela, uno no puede decir ‘voy a escribir un libro largo o corto’, cada
libro trae su propio tamaño”, sentenció.
En El amor en los tiempos del cólera la edad
cuenta porque cuando escribía Cien años de soledad, sabía en todo momento dónde
estaba cada cosa en las 400 y tantas páginas del original. Como se cuida tanto
de las palabras repetidas, cuando veía una que había usado anteriormente más o
menos con el mismo sentido, iba y la buscaba y allí la encontraba. “Tenía 20
años menos y menos problemas en la cabeza. Era un escritor tranquilo, anónimo,
que escribía en su casa sin que nadie lo molestara, sin que nadie viniera de
Puerto Rico a hacerle una entrevista”, reprochó sutil.
“En cambio ahora tengo todo el manejo, por
supuesto, pero manejar esta cosa, saber dónde está cada cosa… de pronto se
encuentra uno un párrafo, un bloque que sabe uno que ahí se desequilibra todo;
en cambio, si pasa a otra parte, lo equilibra. Uno sabe dónde quiere que pase,
pero a veces me echo muchas horas encontrando dónde está ese lugar. Entonces
uno se fatiga un poco, no se escribe con la misma fluidez, pero tengo la
impresión, en cambio, que se escribe con más madurez, con más profundidad. Se
medita más, se tiene más cuidado de lo que se va a decir. Se pone más atención
a todo. Se tiene más responsabilidad, para decirlo de alguna manera. Ahora eso
hace más difícil el trabajo de escribir”, declaró.
Otro problema de la novela larga, me reveló
esa tarde, es que si el autor se demora mucho en escribirla, corre el riesgo de
que termine por aburrirse del tema. Por eso aconseja salir de ella lo más
pronto que uno pueda, con gran intensidad. Después no importa, puede uno
quedarse con ella el tiempo que quiera, pues nadie lo obliga a publicarla.
“Cuando ya estalla uno, cede la tensión, está uno relajado y entonces puede uno
seguirla trabajando sin prisa, sin angustia. Pero mientras está en el puro
proceso de creación, de la escritura, hay que crear esa tensión. Por eso tuve
que alterar mi ritmo de trabajo, que antes era de 9 de la mañana a 2 de la
tarde, y ahora es de siete a tres”, reveló.
Como buen artesano de la palabra, el Gabo
sabía advertir los problemas inherentes que le crea a un escritor una novela
larga, cuando, por ejemplo, lee el lector en tres o cuatro días lo que uno
escribe en dos o tres años, lo que le permite notar los cambios de humor
imperceptibles que hayan, porque lo ve mucho más concentrado, en conjunto, con
una visión panorámica mucho más rápida. “Por eso trato de tener todos los días
de la vida en que estoy escribiendo esta novela un mismo humor. Entonces dejo
de leer periódicos, o si los leo, los leo en la tarde. No recibo llamadas
telefónicas mientras estoy escribiendo para que no me cambie el humor. Tiene
que ser todos los días el mismo humor, tiene que ser un régimen de boxeador.
Hago media hora diaria de bicicleta fija, no como de noche, sino cosas muy
ligeras, porque un mal sueño le hace cambiar a uno el humor. Es un verdadero
sacrificio, pero vale la pena. Ahora, a uno eso no le cuesta ningún trabajo
porque es la vocación. La mayor satisfacción que uno puede tener es estar
haciendo uno el único trabajo que le gusta y tiene el reconocimiento público, y
hasta tiene la posibilidad de vivir solo de ese trabajo, es una maravilla”,
confesó.
García Márquez tenía plena consciencia de que
todo esto se puede lograr cuando el escritor tiene ya la vida resuelta, porque
escribir ocho horas seguidas, acostarse a la misma hora todos los días y no
tener cambios de humor, son cosas importantes y para eso se necesita tener la
vida resuelta, si no, no se puede, aconsejaba. “Hay que hacerles ver a los
jóvenes escritores, a los que vienen atrás, que se escribe mejor con la vida
resuelta que sin resolver. Hay un criterio romántico de que cuanto más jodido
esté uno, mejor le salen las cosas. Lo que pasa es que cuando hay la vocación,
hay la inspiración y entonces sale con hambre o sin hambre. Pero si sale con
hambre y sin hambre, es mejor que salga sin hambre, ¿no?”
Cuando el Maestro estaba escribiendo tampoco
leía mucho lo que iba dejando atrás, porque esperaba que cuando lo terminase lo
hubiese olvidado o no recordase muy bien lo que escribió, de manera que al
leerlo no lo tuviese demasiado cercano y pudiese hacerlo casi como si no fuera
suyo. “Esa distancia me permite una lectura crítica mucho más profunda, mucho
más crítica, pero si lo tengo que leer a la tercera vez todo te huele a pescado
viejo, entonces tú crees que es culpa del libro y eres injusto, porque es culpa
de estarlo leyendo constantemente, de aprendértelo de memoria. Total, que es un
oficio difícil, pero yo no puedo imaginar otro mejor”, concluyó.
(Fragmento
de un trabajo mayor.)
* El autor es un reconocido escritor y
periodista puertorriqueño. Autor entre otras muchas obras de la biografía de
Daniel Santos: Vengo a decir adiós a los
muchachos.
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