23 de mayo de 2014

MEMORABILIA GGM 737



MEMORABILIA GGM
Cali – Colombia
23 de mayo de 2014

Palabras para despedir al padre Gabo

Gabo, nos vemos al rato

Publicado por gentileza de su autor.

Por Marco T. Aguilera Garramuño
17 de abril de 2014

Criticable o no, me es inevitable escribir una larga y sentida carta para despedir a mi padre y maestro Gabriel García Márquez. Como muchos de mis amigos y algunos de mis enemigos saben yo he vivido a la sombra y a la luz de este escritor tan querido. Al punto de no dudar en considerarlo el más querido del mundo hoy en día. Llamarlo padre y maestro podrá sonar trillado, un horroroso lugar común, que no vacilo en asumir. Fue mi padre porque descubrí el mar interior de la literatura que podría hallar en mí en el momento en que tras doce horas de lectura, acostado en una cama rústica en una casa de asistencia del barrio Siloé, en Cali, terminé de leer Cien años de soledad. Y fue mi maestro porque apenas una semana después de la lectura de esta obra, inicié la escritura de mi novela Breve historia de todas las cosas, en la que se podían leer las huellas, el aliento, la fuerza que me había dado el leer la obra mayor de Gabo.

Ya he contado varias veces y en diversos medios cómo y dónde conocí personalmente a GGM. No voy a repetirlo. Diré simplemente que le entregué mi novela Breve historia de todas las cosas, publicada en Buenos Aires, en su propia mano. Una semana o quince días después (no recuerdo) Felipe Ossa (creo que fue Felipe Ossa), quien era gerente de la Librería Nacional en Cali, me dijo que García Márquez había llamado desde Barcelona a la librería (porque le habían dicho que yo iba con frecuencia allí) y que al no hallarme me dejó un mensaje con Felipe, en el que me felicitaba por la novela, que le había gustado mucho.
La voz se corrió por Cali y Colombia.

Cuando Daniel Divinsky, el editor de mi novela visitó Cali, reiteró lo que había escrito en la contraportada de milibro. Que le gustaba más mi novela que Cien años de soledad.
Imiginen, amigos, lo que semejantes declaraciones hicieron en la mente afiebrada del muchacho que era yo por entonces.La apuesta estaba lanzada: yo quedé marcado por ese debut, que alguien ha llamado "patada de antioqueño". Mi vida a partir de entonces consistiría en estar a la altura del reto.

Que alguna vez García Márquez haya dicho públicamente y para la prensa palabras elogiosas sobre mí o sobre mi obra no puedo afirmarlo de ninguna manera. A mí sí me las dijo, y yo me apresuré a divulgarlas.

En el Hotel Xalapa, hace quizás 15 años me dijo Breve historia de todas las cosas es lo mejor que has escrito y quizás lo mejor que escribirás". Personas que visitaron en su estudio a Gabo (el profesor Motato y Fabio Jurado Valencia) me contaron que Gabo tenía un estante tras su escritorio dedicado enteramente a Mutis y otro dedicado a mí. Y les dijo que le gustaban mucho las obras de ese loquito colombiano que vive en Xalapa.

¿Qué aprendí de Gabo? La pasión por la escritura; mantener por años guardados los libros, trabajándolos hasta que estuvieran maduros; aprendí que cada novela es una auténtica tesis de grado sobre la vida y que uno es responsable soberano de un universo; aprendí la soberbia soberana de creer que cada obra mía era una obra maestra. Y algo muy importante: aprendí que hay que usar todos los recursos disponibles para difundir las obras (sentado a una mesa en el restaurante del Hotel Xalapa, al lado de Gustavo Sainz y Angel Rama, lo escuché urdir las mentiras adecuadas para difundir ya no me acuerdo que novela a punto de salir publicada).

Si bien he tenido periodos de adoración a GM, también he tenido etapas en las que de alguna manera lo he rechazado y en las que llegué a decir que era necesario matarlo para que los escritores colombianos pudiéramos vivir. Y esa actitud ya estaba o estuvo presente desde el primer encuentro en Bogotá, en 1975, cuando en la dedicatoria que le puse a mi ejemplar de Breve historia de todas las cosas le escribí: "Para García Márquez, a quien pienso matar... literariamente".

Ingenuo y maniqueo deseo que obviamente no se cumplió ni se cumplirá. Aunque no me siento inferior a Gabo (lo digo con claridad y sin rubor) sé que lo suyo no tiene comparación alguna, y que ninguna obra mía o ajena lo va a opacar.

Que personajes como Seymour Menton, René Avilés Fabila, Guillermo Samperio, Héctor D’Alessandro y otros diez hayan repetido elogios desmedidos a mi novela más reciente (llegando a colocarme por encima de Gabo) no me hace más grande de lo que creo ser. Mi obra es diametralmente opuesta a la de Gabo, va por otros caminos y si tiene algunos valores, serán valores independientes.

Mucho se me ha criticado que yo haya usado a Gabo como trampolín para catapultar mi "fama". Acepto las críticas pero en mi salvedad debo decir que la "leyenda" no la inventé yo, sino el primer editor,el argentino Daniel Divinsky, Seymour Menton y muchos otros que repitieron el cliché "el más posible sucesor de García Márquez"... que se convirtió en el trade mark no sólo mío sino de diez o 15 escritores colombianos a los que se les colgó el mote de posibles sucesores: Tomás González, Santiago Gamboa, Juan Gabriel Vázquez -el más endeble- Evelio Rosero, etc.

Recuerdo que en el primer encuentro con Gabo me atreví a decirle "no me gustó El otoño del patriarca". El me respondió: "pues si no te gustó es porque no sabes nada de literatura".
Leí casi todas las obras de García Márquez con pasión y a veces con rencor. Las reseñé, dicté conferencias (la más memorable fue en Indiana; la llamé "Escenas de amor, eros y pornos en las obras de García Márquez"). Viví pasionalmente su literatura y ello me marcó, aunque en ninguno de mis libros posteriores a Breve historia de todas las cosas sean notables las huellas de su influencia.

Gabo tuvo tres actos de tremenda caballerosidad conmigo, aunque sabía que yo era "peligroso" (en el sentido de que sabía que yo iba a escribir TODO lo que me dijera): uno fue invitarme a comer tacos en una taquería de cuarta en Coyoacán (con Eduardo García Aguilar yNicolas Lozano, que no me dejarán mentir) y rechazar un ejemplar de  Cuentos para después de hacer el amor que yo quería regalarle (le pidió a su hijo Gonzalo que fuera a la librería El Parnaso a comprar el libro).

Otro acto de gentileza fue descolgarse (manejando él mismo su propio deslumbrante coche computarizado) desde su casa en la calle Fuego hasta el centro del DF para ir a verme al Sanborns Las Lajas.

El tercer acto, que hoy ya puedo divulgar, fue defenderme muy en secreto cuando me querían expulsar de México por escribir lo que gentes "probas" (léase Pabello Acosta y amigos) consideraban pornografía que denigraba a las damas jalapeñas.

"Yo te salvo del problema pero te pido que no lo divulgues", me dijo.

Lo guardé durante años.

Y también tuvo un acto de descortesía: ocupó el tiempo que me había asignado para una cita en atender a una periodista que sin duda le llamaba más la atención que yo (la pequeña Rosa Elvira Vargas -hoy en La Jornada-, que por esos días era un platillo apetitoso para un cincuentón como lo era Gabo entonces (hago constar que no fueron más allá de la convencional entrevista, de la que fui testigo a la distancia, hasta que me enojé y fui a reclamarle a Gabo su incumplimiento.

Ya le había reclamado y dado la espalda a mi héroe cuando me alcanzó, me tomó del brazo y me dijo ""cachaco tenías que ser... ¿no ves que estoy atendiendo a esta cabrita?"

Solamente tres veces pude estar a solas con Gabo (eliminemos el “solamente”: tres veces ya es un honor memorable): en el Sanborns en el DF; en Bogotá en el local de la revista Alternativa y en el Hotel Xalapa. Nunca pude expresarle adecuadamente mi afecto filial.
Generalmente fui agresivo, intolerante, severo con aquel monumento vivo. Publiqué las crónicas de mis encuentros con él y él mismo me las criticó. Me dijo: "Me usas para hacerte publicidad". Y lo acepté.

En una ocasión lo abracé y él me dijo: "No vayas a poner que yo te abracé. Tú fuiste el que me abrazaste".

Que era petulante y ególatra en público, eso es notable. Hablaba como si fuera el papa. Sólo conocí a dos personas que pudieron llevarle la contraria y dejarlo callado: Ángel Rama y Mercedes Barcha.

Cuando me atreví a decirle algunas frases duras, lo tomó con buen humor: "Ah, estos hijos díscolos que tengo esparcidos por el mundo".

¿Fue egoísta? Sí. Nunca entendió Gabo que la gloria es para compartirla. La quiso toda para él solito y la consiguió.

"Nunca voy a hablar bien de ti porque te enfermaría y no volverías a escribir nada bueno", me dijo.

Y bien vistas las cosas, al no ayudarme -como podría haberlo hecho: una palabra de él hubiera bastado para lanzarme al mundo de las grandes editoriales europeas- me hizo un favor: gracias a la especie de leve anonimato que he mantenido durante casi toda mi vida, he podido seguir escribiendo con tranquilidad y he podido moderar mi megalomanía -megalomanía tan semejante a la de Gabo, que dijo "si cuando me siento a escribir no pienso que voy a escribir una obra superior al Quijote, mejor me retiro de la profesión" (cito de memoria).

Buen viaje, querido maestro y padre, nos vemos al rato.

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YAHOO NOTICIAS
Madrid – España
19 de abril de 2014 

Personalidades y admiradores
llegan a casa de Gabo
para despedirlo con dolor

El escritor colombiano y premio Nobel de literatura Gabriel García Márquez (i) y su esposa, Mercedes Barcha (d). EFE/Archivo


México, 18 abr (EFE).- Personalidades de la cultura y amigos de la familia llegaron hoy a la casa de Gabriel García Márquez para expresar su dolor por la muerte del escritor, fallecido el jueves a los 87 años y que el próximo lunes recibirá un magno homenaje.

Las visitas se produjeron en medio de un hermetismo sobre la suerte que han corrido los restos del premio nobel, que ingresaron ayer a una funeraria de esta capital, tres horas después de que el autor pereciera en su domicilio.

Ya desde anoche, la familia del autor, en un comunicado difundido por las autoridades culturales de México, dijo que el cuerpo de Gabo sería incinerado en privado y que no se iban a desarrollar honras fúnebres en la funeraria donde fue trasladado.

Mientras tanto, la casa de García Márquez, en el sur de esta capital, fue visitada por personalidades y amigos, pero también por admiradores que llegaron para depositar ramos de flores a la puerta de la residencia, cerrada a cal y canto para los periodistas.

Pero ninguna de las personalidades que visitó a la viuda, Mercedes Barcha, ni a los dos hijos de García Márquez, Rodrigo y Gonzalo, pudo arrojar luz sobre el destino que tendrán las cenizas del autor o cuándo se llevó a cabo la incineración.

La funeraria donde fueron trasladados los restos cuenta con horno de cremación. En México sólo se puede proceder a la incineración de un cadáver después de doce horas de su fallecimiento, plazo que se cumplió esta madrugada.

Uno de los que llegó a la casa fue el director del Instituto Mexicano de Cinematografía (Imcine), Jorge Sánchez, amigo del autor de "Cien años de soledad" desde hace cuarenta años y que lo había visitado en las últimas semanas.

"Se estaba apagando y ya, así, tal cual, sonriendo siempre, con el ánimo arriba", dijo Sánchez en declaraciones a los periodistas que hacían guardia ante la residencia de García Márquez, situada en el número 144 de la calle Fuego, en el sur de Ciudad de México.

Sánchez, cuando llegó a la vivienda no llevaba flores, como otros, sino plátanos macho y tortillas de maíz hechas a mano, dos de los alimentos favoritos del autor de "El coronel no tiene quien le escriba".

En el interior de la casa, la viuda se encontraba "tranquila" o "serena", según algunos amigos, pero también "llena de tristeza", como dijo declaró Jacobo Zabludovsky, un reconocido periodista mexicano que tuvo una estrecha relación con la familia del autor.

"Está bien, contesta constantemente al teléfono, llena de tristeza, pero tranquila", afirmó Zabludovsky.

Desde esta mañana llegaron otras personalidades de la cultura de México y connacionales de García Márquez que se acercaron a la vivienda para dejar sus flores para rendir tributo a una de las principales glorias de la lengua castellana.

"Inmortalizó el nombre de Colombia junto con él y su literatura", afirmó el ingeniero colombiano Carlos Eduardo Quiroga, de 36 años, que vive en México desde hace trece años y que llegó a la casa acompañado de su esposa, su madre, su hermana y sus dos hijos.

Quiroga trajo un ramo de rosas amarillas, las favoritas del autor y que depositó en una esquina del portón de la vivienda.

También llegó un arreglo de margaritas y rosas blancas que envió la cantante colombiana Shakira, con una tarjeta que decía: "Mi más sentido pésame. Shakira". Otros colombianos o mexicanos llegaron también para dejar sus rosas o girasoles.

Se hicieron presentes también dos representantes diplomáticos de España, que entregaron a la familia dos cartas de los reyes de España y de los príncipes de Asturias, herederos de la Corona, dando el pésame a los familiares del premio nobel.

Entre quienes llegaron a la casa se encontraba el cineasta Felipe Cazals, quien destacó no sólo el aporte cultural de García Márquez, sino también su vertiente humana.

"Nunca, desde que lo conocí (hace 40 años), nunca lo oí hablar mal de nadie", dijo.

La atención está enfocada ahora en el homenaje que se celebrará el lunes por la tarde en el Palacio de Bellas Artes de la capital mexicana, aunque se espera que además de ese acto haya otros para despedir en México a García Márquez.

El presidente colombiano, Juan Manuel Santos, será una de las personalidades que asistirá a ese homenaje. Se espera que sea acompañado por su colega mexicano, Enrique Peña Nieto, aunque no hubo confirmación oficial de parte de la Presidencia mexicana.

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FRONTERA D
Madrid – España
1º de mayo de 2014

A la espera de cenizas:
la soledad del pueblo natal de
Gabriel García Márquez

Por Santiago Villa Chiappe,
Aracataca.

“Yo me acerqué y le dije: Gabo, ¿por qué no nos regalas un colegio aquí en Aracataca? Fue en 1983. Creo que era la primera vez que él visitaba el pueblo desde que ganó el Premio Nobel de Literatura. Él me respondió en un tono áspero: '¿Acaso me ves que tenga cinco o seis colegios en la mano para andar repartiendo?, pídeselos al Estado que es el que tiene la obligación de hacerlos'. Los que estaban allí escucharon esa respuesta y creo que a partir de allí nace una especie de resentimiento entre la gente del pueblo”.

Robinson Mulford hizo una pausa y se recostó contra el espaldar de la banca de madera. Su cabello blanco, corto y rizado le confiere una sobriedad que complementa con la exactitud de su dicción. La gente que vive de la literatura, sea escribiéndola o en su caso enseñándola, suele cuidar la precisión de sus palabras. “Creo que no supe formularle la pregunta”, y añadió mientras observaba el pivijay señorial cuyas ramas barbadas dominan el patio trasero de la Casa Museo Gabriel García Márquez: “En ese momento le perdí los afectos pero luego los recuperé, cuando entendí el sentido de su respuesta”.

Mulford explica que optó por convertir esta negativa en un ejercicio pedagógico. Durante los siguientes años acudió junto con sus estudiantes a recursos judiciales para forzar al Estado a reemplazar el antiguo colegio, que tenía techos de asbesto, un material cancerígeno. Luego de casi siete años de esfuerzos lo consiguieron. El nuevo se llama Colegio Gabriel García Márquez.
Mientras Robinson Mulford y sus estudiantes entablaban esta batalla burocrática por cambiar las instalaciones del plantel educativo, en Colombia nacía cierta animadversión hacia Gabriel García Márquez. Su autoexilio de 1981, motivado por las sospechas de una persecución anticomunista por parte del gobierno del presidente Julio César Turbay (y de un ejército nacional que desde hace más de medio siglo asume criminalmente las funciones de detective, fiscal, juez y verdugo), produjo las primeras fricciones. Sin que fuera una reacción generalizada, sus treinta y tres años de permanencia en el exterior no hicieron sino exacerbarlas.

La dimensión cada vez mayor de su prestigio y presencia internacional, en un país con tan pocas figuras destacadas a nivel mundial, también motivó una reacción contradictoria: una mezcla de orgullo nacionalista y complejo de abandono.

Cuarenta y cinco minutos antes de la hora fijada para el sepelio simbólico, nadie sabía si éste podría llevarse a cabo. Hacía meses no llovía en Aracataca, el pueblo de 25.000 habitantes situado al costado occidental de la vía de dos carriles que comunica la costa caribe con el interior del país. Ahora, un acalorado aguacero tropical tumbaba los frutos y las ramas del mango sembrado frente a la Casa Museo Gabriel García Márquez, de manera que el pavimento de la calle donde se celebraría la ceremonia estaba repleto de charcos, hojas y peloticas amarillas.

“Aquí prácticamente no llueve desde noviembre, y mira”, dijo Carlos Eduardo Manrique, un joven periodista de familia cataquera a quien García Márquez le concedió la última entrevista de su vida. Algunos periodistas esperábamos de pie hasta que escampara bajo el alero de la cafetería La Hojarasca, un establecimiento vecino al museo. Manrique era el único que para cubrir el evento vestía una camisa planchada y un pantalón de dril. Para él se trataba de un asunto personal. Estaba despidiendo a un conocido ilustre. Observó a su alrededor: “En alguna ventana de este pueblo debe estar Isabel viendo llover en Macondo”.

En el año 2006 hubo un referendo para que Aracataca cambiara su nombre a Aracataca-Macondo. Ganó el sí, pero el quórum resultó insuficiente para que el cambio fuese oficial. Tan sólo aconteció en pancartas que la alcaldía colgó a la entrada del pueblo: “Aracataca-Macondo, tierra Nobel: Bienvenidos al mundo mágico de Macondo”. Los nombres que aluden a la vida y obra del escritor son ineludibles allí: “Residencias Macondo”, “La tienda de Amaranta”, “Hospital Luisa Santiaga Márquez”. Los niños conocen a los personajes de Cien años de soledad como si fuesen protagonistas de cuentos infantiles. Sin haber leído la novela narran de memoria la historia del coronel Aureliano Buendía o de Remedios la Bella.

Desde la mañana del lunes 21 de abril, horas antes de que iniciara el sepelio simbólico, un grupo de mujeres vestidas de blanco recorrió las calles pegando sobre las paredes de las casas vecinas mariposas amarillas de papel. Otras mariposas, de espuma y origen incierto, aparecían sobre las aceras. De algunas ventanas colgaba la bandera de Colombia. Los guías turísticos vendían fotografías históricas del escritor, los periódicos que anunciaron su fallecimiento y camisetas de la selección colombiana de fútbol con el rostro de Gabo estampado en el pecho. Cuando comenzaban a llegar al Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México los miles de lectores que se reunieron en el homenaje póstumo transmitido por televisión, en Aracataca escampó; pero el mal tiempo había bloqueado la señal inalámbrica, por lo que tan sólo se trasmitió una parte del evento.

El sepelio simbólico arrancó frente a la Casa Museo. Los dos costados de la calle fueron acordonados por veinte policías que escoltaban a los forasteros perfumados y a los invitados de honor que llegaron de Santa Marta, la capital departamental. Entre ellos estaban el secretario de Cultura del departamento del Magdalena; la madre del gobernador, que asistió al evento en representación de su hijo; un coronel del ejército cuya esposa parecía resuelta a ocupar un lugar protagónico ante las cámaras de los periodistas; y, vistiendo guayaberas de lino o prendas Hugo Boss, algunos cantantes emergentes de vallenato (el género colombiano predilecto de García Márquez, que tiene dos corrientes: una caribeña tradicional de acordeoneros y trovadores errantes; y otra bling, con afinidades paramilitares e influencia narcotraficante, cuyo máximo exponente, Diomedes Díaz, estranguló a su amante).

A los organizadores, es decir los funcionarios y amigos de la Casa Museo Gabriel García Márquez, no les resultó fácil conservar el protagonismo y recibir los créditos por el evento. Los recién llegados pretendían que el profesor Robinson Mulford, por ejemplo, no pronunciara una elegía que llevaba días afinando.

La procesión llevaba una urna de vidrio donde había algunos mensajes de despedida escritos por los organizadores locales e invitados de Santa Marta. Dio una vuelta al pueblo antes de terminar en una misa fúnebre celebrada en la iglesia de la plaza central. Encabezaban el cortejo los estudiantes del Colegio Gabriel García Márquez que, además de fotografías de Gabo y flores amarillas, llevaban pancartas alusivas a las controversias más agudas que generó en Colombia la vida y muerte del escritor: su ideología comunista y no haber construido obras públicas en Aracataca.

Uno de los mensajes fue una respuesta directa al tuit de la senadora electa María Fernanda Cabal, miembro del partido del ex presidente de ultraderecha, Álvaro Uribe Vélez. Era una foto de García Márquez sonriendo con Fidel Castro, y encima el comentario: “Pronto estarán juntos en el infierno”. El cartel que llevaba una niña cataquera decía: “La doctora María Fernanda Cabal no sabe quién fue Gabo… Quien sí sabe (entre muchos) es el presidente de la primera potencia mundial… y no es colombiano, ¡qué pena!”.
Otro letrero rezaba: “Quienes le reclaman obras a Gabo para Aracataca pierden de vista intencionalmente que el maestro no fue gobernante”.   

“No, yo no fui a eso. No me gustó. Yo no soy hipócrita”, respondió de inmediato María Palomino (La Santa, para sus amigos) mientras se acomodaba sobre el cubre lecho de su cama doble. La luz era tenue y azulada en su habitación de paredes aguamarina, pues las cortinas estaban corridas para protegernos del sol de mediodía. Un pequeño televisor de tubo catódico coronaba una estantería de cajones donde guardaba su ropa. “A la gente hay que hacerle homenajes cuando está viva. Si no, no vale”.

La Santa es una mulata de sonrisa fácil, y lengua vertiginosa y franca, que a pesar de estar llegando a la medianía de los cuarenta años tiene las piernas tonificadas a fuerza de pedalear su bicicleta de sol a sol. Va de una esquina a otra regalando mangos que recoge en este pueblo donde los frutos caen de las ramas como el maná bíblico; pero se gana la vida vendiendo bolsas de agua: un negocio informal que no sería tan rentable en un lugar que tuviese acueducto.

Con la muerte de Gabriel García Márquez se reinició una polémica recurrente en la historia de Aracataca: a pesar de que varias veces hubo partidas presupuestarias para construir el acueducto, la obra nunca se terminó. En octubre del 2013, el presidente Juan Manuel Santos debía inaugurarlo, pero debió cancelar el acto porque se comprobó que faltaba el 30% de la obra. El 23 de abril su ministro de Vivienda, Luis Felipe Henao, anunció que estaba cumpliendo con el compromiso adquirido con el pueblo, pues el agua llegaba cada día de por medio durante veinticuatro horas. Sin embargo, en los cinco días que permanecimos en Aracataca, los periodistas que hicimos este trabajo comprobamos que apenas llegaba unas pocas horas cada día de por medio; quizás cinco, pero de ninguna manera eran veinticuatro.

“Aquí vivía un artista holandés, Tim Buendía, que abrió un hostal para turistas allí a la vuelta”, dijo La Santa. “Un día le hicieron una entrevista para la televisión y él dijo que por no haber acueducto tenía que bañar a su hija bebé con el agua de las bolsas que me compraba. A raíz de esto la gobernación le quitó las ayudas que le brindaba para mantener el hostal y tuvo que marcharse. A mí me dolió su partida. Los políticos son la plaga de este pueblo”, concluyó.

La Casa Indígena de Aracataca fue adecuada para albergar a los arhuacos y kogis que habitan en la Sierra Nevada de Santa Marta, a aproximadamente 40 kilómetros del pueblo. Decenas de ellos bajan de la formación montañosa litoral más alta del mundo, el ombligo de la tierra para sus culturas, y venden en Aracataca artesanías y café. “Pero esta casa está acabada, no más mire”, dijo Leida Lizcano, la persona encargada de cuidarla. Leida tenía una parcela en la Sierra Nevada, pero tuvo que huir desplazada luego de que los paramilitares al mando del señor de la guerra Rodrigo Tovar Pupo, alias Jorge 40, mataran a su cuñado en un retén improvisado. Vendió todas sus pertenencias y se mudó a Aracataca.

“En diciembre debían pintar la casa, pero nunca se vio el resultado de esa plata. Todo lo que llega a la alcaldía se lo roban”, dijo mirándome fijamente con sus ojos verde oliva.

Recorrimos los espacios vacíos de los cuartos mientras ella señalaba con sus brazos gruesos las paredes peladas y los techos debilitados. “Esta no es casa para los indígenas”, añadió.

“¿En Aracataca alguna vez han tenido un buen alcalde?”, pregunté. Ella rió.

“El problema acá es la compra de votos”, dijo. “Yo creo que al menos la mitad de la gente vende el voto cuando hay elecciones. Un voto aquí vale entre treinta y cincuenta mil pesos [entre quince y veinticinco dólares estadounidenses]”.

Entonces recordé una anécdota que me contó el periodista Gonzalo Guillén, corresponsal en Colombia del Nuevo Herald de Miami hasta el año 2009: “Durante uno de los cubrimientos electorales que hicimos, averiguamos que el senador conservador Roberto Gerlein había comprado votos en Aracataca para que lo reeligieran al senado, pero cuando la gente fue a comprar algo con esos billetes resultaron ser falsos, y la gente le cogió bronca. En las siguientes elecciones empezó a repartir tejados para las casas y roscas para los inodoros, no obstante la gente ya estaba predispuesta contra él y no ganó en Aracataca. Entonces mandó a una gente para que recogiera todos los tejados y las roscas que había repartido”.

“No había escuchado que eso hubiera pasado acá, pero sí, es posible. Pudo ser antes de que yo llegara”, dijo Leida. “El dueño de este pueblo es un político llamado Jaime Serrano, que tiene plantaciones de palma africana en toda esta región. Él es el que pone todos los alcaldes”.

Algunos, sin embargo, se empeñan en culpar a Gabriel García Márquez. “Se murió y no fue capaz de regalarle un acueducto a Aracataca”, dijo un tuitero poco después de haberse anunciado el fallecimiento del escritor. No fue el único.

“Me ha extrañado ese fervor tan exacerbado en Colombia por su muerte”, dijo Piedad Bonnett, poeta y novelista colombiana que recibió el IX Premio Casa de América de Poesía Americana, entre otros galardones. “En este país mucha gente no sentía cariño hacia él, sino reclamo, pero los escritores no tenemos la obligación de hacer esas cosas [obras públicas]. Creo que García Márquez estuvo muy alejado de la acción en Colombia. Además, tampoco tiene que hacer lo mismo que Shakira o que Juanes. Lo que me pregunto entonces es, ¿a qué obedece este despliegue que hemos visto? No sé si es algo patriótico, de orgullo nacional, o una reacción sentimental. No es algo a lo que tengamos la respuesta, sino que debemos plantearlo como un interrogante. Es muy paradójico”. 

“Usted que es periodista, ¿qué ha oído? ¿Van a enviar al menos un poquito de sus cenizas?”, me preguntaban con insistencia los cataqueros. Fue un tema omnipresente en el pueblo durante los días que hicimos este reportaje. Desde que el presentador de televisión José Gabriel Ortiz, actual embajador de Colombia en México, anunció que podrían dividirse las cenizas de Gabriel García Márquez entre Colombia y México, los cataqueros han masticado la expectativa de erigir un mausoleo con sus restos.

El departamento del Magdalena, en el que se encuentra Aracataca, registró en 2012 un índice de pobreza de 52,3%, y 17,4% de pobreza extrema, según cifras de la gobernación. La esperanza del turismo es para muchos su segunda oportunidad sobre la tierra, y lo único que puede activarlo en Aracataca, un pueblo sin playas ni atractivos ecológicos, históricos o arquitectónicos, es la imagen de Gabriel García Márquez, materializada en un monumento fúnebre.

El lunes 21 de abril a las seis de la tarde, cuando en Aracataca terminaba el sepelio simbólico, en Ciudad de México comenzaba el homenaje que los presidentes de Colombia y México le rendían a García Márquez. Los cataqueros que observaban el evento en el televisor de plasma de la cafetería La Hojarasca expresaban una amarga mezcla de esperanza e indignación. Una vez más los ojos del mundo estaban volcados sobre otra tierra. Los restos de su hijo más célebre reposaban a 3.600 kilómetros de distancia.

Aracataca fue fundada en 1885 y su primer auge económico lo produjo el banano, a principios de siglo XX. En la autobiografía de García Márquez, Vivir para contarla, el escritor describe la decadencia en la que cayó la región cuando la United Fruit Company cerró sus operaciones. Desde entonces, el arroz y el comercio la mantuvieron en un precario equilibrio. No ha sido sino hasta ahora, casi un siglo más tarde, que las controvertidas plantaciones de palma africana reactivaron el mercado laboral.

En Colombia, desde los años noventa, la palma africana ha sido en muchas regiones un cultivo sembrado en latifundios agroindustriales, que agrupan antiguas parcelas de campesinos desplazados por los grupos paramilitares durante la guerra civil. El departamento del Magdalena, que fue azotado por el Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia, no es una de las excepciones en esta lógica de despojos. Sin embargo, la palma constituye la principal fuente de empleo para los jóvenes del pueblo. Es, como en el pasado lo fue el banano, una ventaja a medias.

Efrén Rodríguez, un joven de 26 años, compañero sentimental de Juliet Palomino, la hija de La Santa, nos recibió en la puerta de su casa. Su torso musculoso y bronceado da cuenta de unas largas jornadas de trabajo bajo el sol caribeño, en las plantaciones de palma africana. “La mayoría aquí vivimos es de eso, trabajar la palma”. Le pregunté si había leído algún libro de García Márquez. Efrén sonrió mientras sacudía la cabeza: “Acá, como dicen, todo es trabajar”.

“No, tampoco fui a esa procesión que hicieron”, respondió cuando le hice la siguiente pregunta. “Es que por la mañana tuvimos otro entierro”.

En efecto, a las once de la mañana, cinco horas antes de que se iniciara el sepelio simbólico, los periodistas que realizamos este reportaje escuchamos un estruendo urgente de pitos de motocicletas. Luego las vimos doblar la esquina del restaurante donde tomábamos un café. Eran al menos dos docenas de vehículos que encabezaban una fila extensa de enlutados. En un momento llegamos a pensar que era un homenaje espontáneo de los cataqueros comunes al escritor, pero sus expresiones de dolor eran demasiado auténticas para corresponder a un acto de esa naturaleza. Entonces vimos el féretro que llevaban en hombros ocho jóvenes solemnes.

Más tarde averiguamos que el muerto era Leonardo Fernández, un vecino de 19 años que se accidentó en su motocicleta el día anterior, a las cuatro de la mañana, mientras regresaba de una población cercana luego de hacerle una visita a su novia.

“Su familia quería enterrarlo en la tarde”, nos explicó al día siguiente La Santa, “pero no pudo hacerlo porque estaba programado el otro evento. Entonces pidieron que hicieran una misma ceremonia para los dos, Leonardo y García Márquez, pero el cura dijo que no. La familia tuvo que pagar los setenta mil pesos que costaba la misa [35 dólares estadounidenses]”. Es una cifra onerosa para una familia de escasos recursos.

Ninguno de quienes asistieron al sepelio de Leonardo Rodríguez participó en el que se hizo para honrar a Gabriel García Márquez. Durante la procesión que organizó la Casa Museo, muchos cataqueros se quedaron en las aceras, observando la fila compuesta por los estudiantes de colegio y su banda de música marcial; pocos marcharon con los forasteros de Santa Marta y la policía. Daba la impresión de ser un espectáculo un tanto distanciado de la vida corriente de Aracataca. Se ajusta a la relación que tiene la mayor parte del pueblo con la imagen del escritor más importante en la historia de Colombia: se reconoce su importancia, pero ésta le resulta un tanto lejana.





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