19 de abril de 2013

MEMORABILIA GGM 666



  
Publicamos esta carátula por cortesía de NTC… nos topamos con.





EL TIEMPO
Revista Carrusel
Bogotá – Colombia
17 de abril de 2013 

Las fuentes de su magia

Por: AÍDA GARCÍA MÁRQUEZ |
Autora del libro Gabito, el niño que soñó a Macondo


Aída García Márquez, hermana de Gabo Foto: Óscar Berrocal
 
Cierro los ojos para ver claramente a mi hermano mayor en el centro de aquel patio de su infancia. Y pensar qué factores influyeron en su personalidad y en su inagotable imaginación de escritor.

Una de las influencias en su formación, sin duda, fue el método utilizado en el Colegio Montessori en donde cursó sus años infantiles; este le dio oportunidad al desarrollo de sus sentidos.

Con los ejercicios de silencio se educaba el oído; el tacto palpando superficies lisas y ásperas; el desarrollo de la vista utilizando loterías, rompecabezas y figuras con ausencia de detalles para distinción de cuál faltaba; el sentido del gusto se educaba diferenciando sabores de frutas.

El orden de las aulas llevaba a la educación del gusto estético. La disciplina bien utilizada lleva a la puntualidad, exactitud, al control del tiempo, al orden,  a la buena presentación, a la limpieza.

La revisión diaria de limpieza personal: oídos, manos, uñas, vestido, etc.

El elemento principal del aula era el profesor. Su pulcritud, su modo de actuar en todas las acciones, su ternura, su delicadeza y sumado todo esto a la belleza y el cariño para tratar infantes, hacen de la escuela el paraíso y la alegría para nunca olvidar el aprendizaje.

Todo lo anterior logró en Gabito un modelo perfecto para aprender y estimular su mente infantil, agregando a esto la presencia de la profesora en la casa de los abuelos en los cumpleaños, visitas y fiestas.

El entorno familiar: Gabito recibió a plenitud la influencia positiva de los abuelos. El abuelo Nicolás lo escuchaba, lo atendía, le aclaraba dudas, le enriquecía su vocabulario con explicaciones claras a la medida de sus inquietudes de niño que iba descubriendo la realidad con pasos avanzados, llenándole la mente con ideas claras que le quedaban latentes para enriquecer su futuro y para que no le quedaran inquietudes.

Las historias de la Guerra de los Mil Días colmaban su curiosidad y las fue almacenando en su extraordinaria memoria, y sobre todo que le eran interesantes porque fueron acontecimientos vividos por su propio abuelo.

Los cuentos representados por tantas mujeres que lo rodearon con verdades y mentiras y otras con fundamento, como las lecturas de las tiras cómicas, que además de despertarle el deseo de leer, le ayudaban a razonar el contenido. Las lecturas de libros como Las mil y una noches y las fábulas llenas de realidades y fantasías que contenían los cuentos de los Hermanos Grimm, que daban la oportunidad de soñar, de sentirse reyes, príncipes, héroes, y de todo aquello que tenía a la mano en el cuarto de los baúles donde Sara Márquez, la prima, había dejado cuando estudiaba en el Colegio de la Presentación de Ciénaga.

La alimentación al cuidado de mi abuela Tranquilina: pollito asado al carbón, huevo tibio blando con un poco de sal, sopas de fideos con pedazos de guineo verde y ñame. La cocoa o chocolate en leche acompañado con galletas fabricadas en la propia casa, que nos servían a las cuatro o cinco de la tarde cuando sonaba el trueno en la Sierra Nevada.

La atención esmerada de mi tía Elvira, tía Pa, que bordaba en su máquina de coser rodeada de sobrinos preguntando: "¿De dónde sale el hilo que sale debajo de la máquina? ¿Por qué cuando pasas el hilo no te pinchas el dedo con la aguja? ¿Cómo se llama la muñeca que está pintada en el librito donde están las partecitas de la máquina? Y ¿por qué? Y ¿por qué?". En esos momentos entraba Wenefrida, Nana, que tenía un gran sentido del humor, a burlarse de todo cuanto preguntábamos y a distraernos y dejar en paz a la pobre tía Elvira de tanta preguntadera.

Luisa Santiaga pechichaba a toda hora a Gabito cantándole las canciones de la época: "este es el fado, fadillo, fadeiro tan colosal y original, lleva en sus notas canciones del alma, brisas de Portugal". Y a veces lo dormía con cantos inventados: "El pollito asadito me lo como con Gabito".

Cuando Gabito ya era considerado como el mayor, se lo hacían sentir, y se notaba porque daba órdenes como lo hacía con sus compañeros en la escuela primaria donde ya estaba estudiando.

Cuando pedía dinero a mi mamá para comprar cualquier golosina decía: "Dame dinero para comprar, para que veas que se te quintuplica". Y realmente se le cumplió, porque cuando creció siempre tenía para darle a mamá lo que le pedía.

La abuela Tranquilina influyó en la parte supersticiosa y sobrenatural, propia  de sus ancestros guajiros. Creía en fantasmas, brujas, seres del otro mundo. Todas esas historias que creía se las contaba a Gabito, con su cara de palo como si todo este mundo fantástico e irreal fuera de verdad.

La influencia de mi papá con respecto a Gabito, no la recibió con trato personal porque su infancia fue en la casa de los abuelos. Su amor a nosotros lo demostró con su ejemplo, nunca lo vimos embriagado, ni fumando. Se preocupó por darnos siempre una casa para vivir. Le gustaba referirnos cuentos, inventados muchas veces por él. Nos dejó también el sentido del humor, la lealtad y la honradez en el manejo del dinero. Fue un lector asiduo y también le gustaba escribir y lo hacía muy bien. Tocaba el violín, le gustaba el piano, la poesía y las artes. Poseía una gran visión del futuro, quería que todos estudiáramos inglés y decía que las gaseosas y los jabones serían las empresas que más florecerían. Le encantaba que todos estudiáramos y decía: "La verdadera aristocracia es la del talento". Aun cuando quería que Gabito estudiara Derecho, fue feliz y se sintió orgulloso de los triunfos de sus hijos, de sus capacidades y se llenaba de orgullo hablando de su hijo Gabriel José, y tuvo la dicha de disfrutar la felicidad del Premio Nobel de Literatura que ganó Gabito.

Tomado del libro Gabito, el niño que soñó a Macondo.


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Gabo, el mago

Por: PLINIO APULEYO MENDOZA |
Autor del libro Gabo, cartas y recuerdos


Plinio Apuleyo Mendoza, amigo de Gabriel García Márquez
Foto: Filiberto Pinzón

Con motivo de mi libro Gabo, cartas y recuerdos, los cazadores de anécdotas, que abundan en nuestro mundo periodístico, me piden siempre una de las tantas que puedo recordar de mi viejo amigo, y yo no sé cuál elegir. Mi relato sobre la vida que como amigos y periodistas compartimos en París, Leipzig, Moscú, Caracas, Bogotá o La Habana, fluyó siempre de manera espontánea sin reparar en nada que pudiese resultar anecdótico.

Ahora, a instancias de CARRUSEL, vuelvo la mirada atrás para buscar algo que haya permanecido intacto en los prados de la memoria. Y ya está, es un recuerdo que podría desplegar en esta página bajo el título de 'Gabo, el mago'.

Como lo he escrito en mi libro, tres días después de que Gabo hubiese llegado a Caracas para trabajar conmigo en la revista Momento, decidí aprovechar el festivo de año nuevo para llevarlo a la playa. Los fríos y hambres que había pasado en París se le notaban en la cara y nada mejor para cambiarle la vida y el semblante que un día en la playa bajo el sol del Caribe. Sentados en mi apartamento, disfrutando de una tranquila y soleada mañana, escuchando tan solo el zumbido de alguna abeja en la ventana, esperábamos que mi hermana Soledad viniera a recogernos. De pronto, para estupor mío, veo que la cara de Gabo se le ha ensombrecido bajo el peso oculto de una inquietud.

- ¿Qué pasa, hombre? -le pregunto, y él parpadea antes de responder:

- ¡Mierda! Tengo la impresión de que algo va a ocurrir.

- ¿Qué cosa?

- Algo que nos va impedir ir a la playa y nos va a poner a correr.

Casi enseguida, como bien lo recuerdo y he escrito, oímos por el balcón abierto el estrépito seco, cortante y continuo de una ametralladora. Luego, profundos, resonantes, con intervalos, los disparos de una batería antiaérea. Algo nunca oído antes en Caracas.

Se acababa de sublevar la base aérea de Maracay y sus aviones estaban ametrallando el Palacio presidencial de Miraflores.

¿Cómo pudo adivinarlo Gabo? Nunca supo explicarlo. "Sentí que algo iba a ocurrir", fue lo único que llegó a decirme.

Pero el Gabo adivino, premonitorio, seguiría sorprendiéndome. En un restaurante, por ejemplo, se anticipaba a prever la caída de un vaso o una botella, y quedaba pálido como si fuera el culpable de este accidente. Y en las noches siguientes a la caída de Pérez Jiménez, adivinaba peligros (disparos, asaltos, muertos) que luego veríamos confirmados.

Con estos antecedentes, nunca me extrañó que se embarcara en el realismo mágico de Cien años de soledad. Por el mismo camino iban los relatos que le escuché más de una vez a doña Luisa Santiaga, su madre. Me contaba, por ejemplo, que todas las noches, en el patio de su casa de Cartagena, conversaba con una bella sobrina suya. Y, solo como un dato adicional sin mayor importancia, agregaba: "Claro que ella murió hace diez años".

Sí, de ahí venía Gabo, el mago.

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La novela de Gabo en Zipaquirá,
donde lo hicieron escritor

Por: GUSTAVO CASTRO CAYCEDO
Autor del libro Cuatro años de soledad



Escritor Gustavo Castro Caycedo
Foto: Filiberto Pinzón

Tengo vivo el recuerdo, era una noche de 1970, mi mamá veía televisión y mostraron a Gabo. Ella, que lo conoció en 1943 en Zipaquirá, gritó: "¡Miren, miren a 'Peluca'!", como le decían.

Cecilia González Pizano fue una intelectual y su protectora allí; ella nos llevaba dulces cuando iba a mi casa; era amiga de mi madre, que aseguraba: "Cecilia fue su hada madrina". Me interesé en esa historia cercana: nací 50 días antes de que Gabo llegara a Zipaquirá a vivir a cuadra y media de mi casa; hice mi bachillerato en el mismo liceo; tuvimos tres profesores en común y... escribí Gabo: cuatro años de soledad.

No entendí por qué nadie investigó la vida del Nobel en Zipaquirá. Hasta su más reputado biógrafo, el inglés Gerald Martin, pasó por ella con ligereza y equivocaciones. Era una historia inédita que alguien debía contar, y decidí hacerlo yo. Investigué durante casi 15 años y 83 testigos me revelaron: dónde, cuándo, cómo y por qué Gabo se volvió escritor.

 En Zipaquirá lo convencieron de dejar sus caricaturas y coplas mamagallistas, y lo ascendieron a la prosa literaria. Lo dirigieron y moldearon su gran talento. La ciudad fue anónima, a no ser que dijeran: Gabo sintió allá frío y soledad.

 El Liceo Nacional, más que un colegio, era como una 'universidad literaria' dentro de una casona construida en 1782; tenía fantasmas propios que fortalecieron su realismo mágico. Su tarjeta de identidad, la 3917, fue zipaquireña, no de Aracataca, Barranquilla, Sucre o Bogotá. Sí, él nació físicamente en Aracataca, pero literariamente en Zipaquirá. Gabo reconoció: "A mi profesor Carlos Julio Calderón Hermida fue a quien se le ocurrió esa vaina de que yo escribiera". Y dijo: "Todo lo que sé, se lo debo al bachillerato".

Plinio Apuleyo Mendoza en su libro Gabo, cartas y recuerdos, transcribe una que este le envió en 1967, y sustenta mi tesis cuando dice: "En realidad, Cien años de soledad fue la primera novela que traté de escribir, a los 17 años". Cursaba cuarto año en Zipaquirá.

Estudió en Zipaquirá del lunes 8 de marzo de 1943 al viernes 6 de diciembre de 1946. Los testigos en mi libro lo revelan elemental, romántico, tímido o mamagallista. Y relatan una gran galería de sucesos: las cuatro tragedias que lo sacudieron allí; su soledad, dramas, terror, alegrías, éxitos y aventuras; sus primeros amores y su nacimiento como poeta, cantante de zarzuela, actor, orador y escritor, o sea su propia novela en Zipaquirá, donde a pesar de tener mucha compañía, se sentía solo.

Siempre creí que si Aracataca es famosa porque Gabo nació allí, y que si él es casi inmortal por su Premio Nobel, parte de ese honor también les corresponde a Zipaquirá, al Liceo y a quienes lo llevaron con solidez a la literatura durante los "cuatro años de soledad" que le dieron pie a esta historia.

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No conozco a García Márquez

Por: ÓSCAR PANTOJA |
Guinista del libro Gabo: Memorias de una vida mágica


Óscar Pantoja, Foto: Filiberto Pinzón


No conozco a García Márquez en persona. Nunca lo he visto. Lo conozco de libros, de oídas, de noticias. Lo he visto en fotografías, en videos, en sus novelas. Sin conocerlo, me arriesgué a contar su vida y la creación en su obra. Me arriesgué a contar su magia. El resultado fue una novela gráfica, la primera en Colombia de este género y la primera sobre García Márquez en el mundo. Ahora quiero hacer una breve narración de ese García Márquez que no conozco y que conozco profundamente.

La primera vez que supe de él fue en la escuela. Estaba en cuarto de primaria. La profesora llegó con un libro pequeño. Nos dijo que teníamos que leerlo. Mi mamá me compró una edición de segunda, vieja, pero muy hermosa. Empecé a leer el libro y ahí cambió todo. El coronel no tiene quien le escriba me inició en la lectura y en mi deseo de ser escritor. Volvimos a encontrarnos en el bachillerato. Yo ya daba vueltas por el centro de Bogotá metiéndome en los talleres literarios. Oía de los escritores en ciernes, que no escribían, que no había que leer a García Márquez porque su prosa era como el fuego que aniquilaba y que un escritor se echaba a perder leyéndolo porque no saldría de su embrujo. Desconfiaba de lo que decían, sin embargo, me preparé. Leí a Dostoievski, a Kafka, a Camus. Cuando consideré que estaba preparado compré Cien años de soledad y me encerré a leer. Esos escritores, que no escribían, tenían razón: su prosa era fuego, su influencia inmensa. Duré una temporada escribiendo realismo mágico perverso.

La tercera vez que nos vimos fue emocionante. Tenía 18 años, quería escribir y conocer todo. El tío de una amiga me planteó un trabajo que nadie hubiera rechazado: me propuso ser guía de una excursión de estudiantes por la Costa Atlántica. En lo primero que pensé fue en el mar, pero cuando el tío dijo "la ruta es esta" y mencionó Aracataca, sentí el frío de la emoción, esa sensación pura de la aventura que solo se siente cuando se es todavía adolescente. Dije que sí. Iba a ir a la tierra de García Márquez, al lugar donde surgió el mítico Macondo. Hice mi maleta y me fui. Faltando poco para amanecer, a eso de las 5 de la mañana, el chofer me dijo: "En una hora llegamos". A medida que el bus recorría veloz esa tierra caliente y el paisaje pasaba y desaparecía, solo en una cosa pensaba: bajarme y ver el universo, como en El Aleph, de Borges.

Me bajé y todo el calor de la tierra me envolvió. No había brisa. Estaba amaneciendo y las calles partidas estaban solas. No había ruido, solo el sonido de un pueblo dormido y el de los pájaros. "Compre agua", me dijo el chofer y me lanzó el billete. Le había contado que quería escribir y conocer Aracataca. Tal vez por eso se detuvo. Caminé por las calles perdido. Una sensación de terror lentamente me iba invadiendo. Hacia el fondo de una cuadra vi una tienda. El lugar parecía abandonado. Salió un señor muy grande y me vendió el agua, congelada. La sacó de un cofre de nevera que brilló cuando la abrió. Di una vuelta pequeña, para no perderme del bus, y regresé. "¿Listo?", me dijo el chofer. "Listo", le dije. Y prendió el motor.

Ahora que el tiempo ha pasado puedo explicar el terror que sentí caminando por las calles vacías de ese Aracataca que conocí. No vi la grandeza que llevaba en mi mente y que había leído en las páginas; solo me encontré con otro más de los pueblos pobres y olvidados por el Estado. Mi impresión había sido de desilusión. Luego entendí que sí, que ahí estaba todo. Era como una pequeña lámpara de Aladino: en un momento no había nada, pero, de repente, aparecía el universo en el momento en que un gigante me pasaba el agua hecha hielo. Ahí estaba la magia. Ese era el funcionamiento del realismo mágico: el tiempo arquetípico de la infancia que se reventaba y se evaporaba por el paso incesante de los años de la vida, y se perdía para siempre de la vida real, volvía a unirse, a pegarse, devolviendo ese instante de felicidad. Era como pegar una porcelana que se había roto con un pegante que la unía y hacía que las fracturas desaparecieran a medida que se aplicaba.

Aquellas fueron las ocasiones en las que he visto a García Márquez de frente, a los ojos, en el alma. No necesitaba verlo a él; necesitaba ver su universo.

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En este enlace puede ver el video en donde el diseñador gráfico cuenta como dibujó la carátula de la revista que aparece al principio de esta nota.


 

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