22 de octubre de 2012

MEMORABILIA GGM  616
EL TIEMPO
Bogotá  - Colombia
Octubre 13 de 2012

Editorial
Treinta años del Nobel
Por: EDITORIAL
editorial@eltiempo.com.co

Muchas cosas cambiaron para nosotros aquel 20 de octubre de 1982. Gracias al Nobel de García Márquez, Colombia pudo proyectar una imagen distinta a la violencia y el narcotráfico.

La noche del 20 de octubre de 1982 recibió Gabriel García Márquez una llamada de larga distancia en su casa de México. Le hablaron en inglés y le dieron una noticia que lo dejó trastornado. Como Mercedes Barcha, su mujer, no había regresado aún de una visita y él necesitaba compartir la noticia con alguien, corrió en busca de Álvaro Mutis y, al llegar a la casa del escritor tolimense, se prendió del timbre. Cuenta una crónica de Juan Gossaín que se produjo entonces el siguiente diálogo:

-¿Qué te pasa, hermano? -preguntó Mutis al ver que Gabo temblaba de pies a cabeza.
-Necesito que me escondas en tu casa -murmuró el novelista.
-¿Y esa vaina? -se extrañó Mutis-. Ya sé: peleaste con Mercedes.
-Peor, hermano -dijo García Márquez, con un gran desconsuelo-. Me acaban de dar el Premio Nobel.

Empezó así el formidable estallido que representó en el mundo literario internacional, en América Latina y particularmente en Colombia la selección de García Márquez como ganador del máximo premio planetario de las letras. La llamada provenía de la Academia Sueca, uno de cuyos miembros se complacía en anunciarle que lo esperaban en diciembre para entregarle el preciado medallón de oro.

Desde tiempo atrás, exactamente desde que se publicó Cien años de soledad, en 1967, muchos lectores de GGM pensaban que era inmejorable candidato al galardón. Pero el Nobel ha sido impredecible desde que lo creó el inventor de la dinamita para destacar "la obra literaria más sobresaliente de tendencia idealista", sea lo que fuere aquello del "idealismo". Lo han recibido desde la ceremonia inaugural, en 1901, escritores oscuros que casi se extraviaron en los pantanos del anonimato, como Sillanpaa, Agnon, Heyse, Pontoppidan, Eucken, Undset, Laxness y Gjellerup. En cambio, se les negó a Tolstói, Chejov, Ibsen, Twain, Rilke, Kafka, Proust, Brecht, D'Annunzio, Woolf, Conrad, James y Borges.

Igual suerte habría podido correr García Márquez. Sin embargo, los académicos suecos quedaron subyugados por el mundo mágico y poético que él creó, y en 1982, tras una andanada de ilustres desconocidos, fue reconfortante alzar el brazo a una pluma de alta calidad con la que simpatizaban millones de lectores en el mundo.

Él, que años antes lo descalificó en una boutade olvidable como "premio a la lagartería", entendió que era un reconocimiento a su talento y, al mismo tiempo, un gesto a la importancia de la nueva literatura latinoamericana. Por eso se echó a temblar cuando recibió el ansiado y temido telefonazo que iba a cambiarle la vida. No era la primera vez que se distinguía a un escritor de habla castellana: ya lo habían sido cuatro autores españoles y tres latinoamericanos. Pero ninguno de ellos, ni siquiera las figuras formidables de Juan Ramón Jiménez y Neruda, tenían el caudal de lectores y la unanimidad crítica que convoca García Márquez.

Su premio suscitó comentarios favorables en todos lados. "Por primera vez se ha dado un premio literario justo", dijo Juan Rulfo. "Cien años de soledad es uno de los grandes libros de todos los tiempos", sentenció Borges. "García Márquez es excepcional", señaló el premio Nobel alemán Heinrich Böll. "Este Nobel servirá para poner al día los muchos problemas que tenemos en América Latina", auguró Cortázar.

No se equivocaba el autor de Rayuela. En su hermoso discurso de recepción del premio, titulado 'La soledad de América Latina', García Márquez se preocupó por hablar de su continente nativo, "esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda". El discurso, pronunciado el 8 de diciembre, empieza en tono macondiano: describe las criaturas mágicas que creían ver los cronistas de Indias y los fenómenos fabulosos que ocurren como parte de la normalidad cotidiana. Pero hacia la mitad de la lectura el periodista desplaza al poeta y opta por rendir informe sobre los problemas e incomprensiones que padece el continente. Al final, sin embargo, recoge velas. El escritor pesimista que remató la biblia de Macondo negando toda posibilidad de salvación, en este discurso rectifica y defiende una utopía "donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la Tierra".

El Nobel para GGM produjo desbordante alegría general en Colombia, que luego se reflejó en la caravana de cantantes, compadres, artistas y acordeoneros que acompañaron al premiado a la invernal Estocolmo ataviados con sus trajes típicos. Durante cuatro días, los suecos vivieron en Macondo, y lo disfrutaron y no lo olvidan. Pero, además, el triunfo que encarnó Gabo sirvió para entender que era posible llegar a lo más alto aun desde las tierras bajas. Quizás sea una casualidad, pero es interesante observar que de allí en adelante varios colombianos adquirieron dimensión universal en su oficio, como Shakira, César Rincón, Carlos Vives, Juanes y Radamel Falcao García, entre otros.

También, gracias al Nobel, Colombia pudo proyectar una imagen distinta a la violencia y el narcotráfico. Muchas de sus peculiaridades, como el vallenato y las confecciones indígenas, se divulgaron por el mundo. La propia figura de García Márquez demostró que era posible ser, simultáneamente, exótico y cosmopolita.

Sí: muchas cosas cambiaron para nosotros aquel 20 de octubre de 1982.

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EL TIEMPO
Bogotá  - Colombia
Octubre 10 de 2012

Y Estocolmo volteó sus ojos al Caribe

Por: JUAN GOSSAÍN

Juan Gossaín analiza lo que dejó para el país
el otorgamiento del Premio Nobel de Literatura para Gabo.

¿Para qué sirvió el Premio Nobel? Sirvió para todo: para que el tambor de la cumbiamba se tomara las calles heladas de Estocolmo en aquel diciembre, para que Macondo llegara hasta los arrozales de China, para que los compositores peruanos sacaran canciones nuevas, para que en Panamá abrieran un restaurante de pescado que se llamaba "Mariposas Amarillas", para que a los muchachos nacidos en esa época les clavaran el nombre de Aureliano, aunque, viéndolo bien, hubiera sido peor que les pusieran Gerineldo.

Pero el Nobel sirvió, sobre todo, para quitarles el complejo de inferioridad a los escritores colombianos. Hasta ese momento ninguno se atrevía a publicar sus obras en el exterior porque, agobiados por el sentido del pudor, les parecía que esos honores estaban reservados a unos sabios españoles y, si acaso, a algún poeta chileno.

Extremistas, como siempre hemos sido, en medio del estropicio jubiloso que produjo la noticia, los colombianos nos pasamos de un brinco para el otro costado: todo el mundo comenzó a pensar que su primo novelista era un genio, o que ese vecino suyo tan inteligente también se merecía el Nobel. Entonces se sentaron a esperar que los editores internacionales llegaran a descubrirlos y enlazarlos con sus contratos.

Hay algo de espíritu deportivo en esa actitud, como en todas nuestras grandes alegrías, que no son muchas. Nadie podía haberlo dicho mejor que aquella mujer callejera. Nadie: ni la prensa, ni los académicos, ni los propios escritores. El día de la noticia, que fue un amanecer de octubre, salí para el centro de Bogotá, grabadora en mano, porque quería entrevistar a la gente. En la Avenida Jiménez detuve a una nochera pintarrajeada, con el colorete marchito y un traje desflecado de lentejuelas. Se notaba a leguas que el día la había sorprendido donde no debía estar.

–¿Ya sabe usted que un escritor colombiano ganó hoy el Premio Nobel de Literatura?–, le pregunté, a quemarropa.
–Sí -contestó ella, revoleando en el aire su cartera brillante–. Me lo acaba de decir el último cliente.
–¿Y qué piensa usted de García Márquez?
Masticó con paciencia el chicle, alisó las lentejuelas y, antes de reiniciar la marcha, me dijo:
–Que es el Pambelé de la literatura.

Entonces pensé que aquella cortesana anónima había aprendido psicología en las camas ajenas. Ella no lo sabía, pero diez años atrás había ocurrido exactamente lo mismo con el campeonato mundial de boxeo que ganó Kid Pambelé. Antes de su victoria abundaban en Colombia los grandes boxeadores caseros. Pensaban ellos, como los novelistas, que el campeonato mundial era cosa inalcanzable a la que solo podían aspirar gringos y venezolanos. Pero a partir del triunfo de Pambelé, lo primero que hacía cualquier mascapepas que ganara un combate de pacotilla, era gritar a los cuatro vientos, sin haberse bajado del cuadrilátero, con voz de trueno y los guantes en alto:

–Que me traigan al campeón mundial.

Lo que quiero decir es que García Márquez y Pambelé nos enseñaron que nosotros también podíamos ganar. Si pudiera ver de nuevo a aquella mariposa nocturna con su traje brillante y el pelo teñido de tres colores diferentes, le pediría permiso para parodiar la frase: Pambelé fue el García Márquez del boxeo. ¿Qué habrá sido de ella?

Esa misma mañana, desde la cabina de radio, entrevisté a Luisa Santiaga, la madre de Gabo, que vivía en Cartagena y era el narrador más fascinante que ha producido esa familia. Tuvo que recibir mi llamada en la casa de una vecina. Le pedí que me dijera para qué sirve el Premio Nobel.

–Ojalá sirviera –contestó, sin inmutarse– para que me arreglen el bendito teléfono.

Muchos años después se me presentó la ocasión de hacerle la famosa pregunta al protagonista verdadero de esta historia. Estábamos en una terraza de Cartagena, frente al mar, y, como si fuera al desgaire, le pedí que me contara para qué le había servido el Premio Nobel. Yo esperaba que saliera del paso con uno de esos lugares comunes que son tan útiles ante un periodista impertinente: sirvió para ver mi nombre escrito en chino, o para salir de la pobreza, o para conocer el mundo. En vez de eso, se quedó un rato en silencio. Luego me puso una mano en el hombro.

–Sirvió –me dijo– para que mis amigos me quieran más.

Epílogo

Todavía recuerdo la brumas lechosas de Estocolmo, que parecían motas de algodón regadas por la calle, y las gaviotas de pluma gruesa volando entre los edificios, cerca de la playa, mientras Rafael Escalona acompañaba con los pies las canciones que cantaban los vallenatos. "No toco las palmas porque esté contento", aclaró Escalona. "Es para no congelarme". Alfonso Fuenmayor, entre tanto, con una bufanda de lana que había sido de su abuelo, rastreaba en los museos el origen de los navegantes vikingos.

Han pasado treinta años. La embajadora de Suecia en Bogotá, María Anderson, está organizando para el próximo mes de noviembre un homenaje a García Márquez en Cartagena. Se trata de rememorar la epopeya del premio con todos sus cuentos y anécdotas.

Como decía Úrsula Iguarán cada vez que veía pasar a los hombres en sus caballos, rumbo a la guerra civil, me parece que esta también es la historia que se repite y empieza a dar vueltas en redondo, pero en esta ocasión está girando al revés: hace treinta años la cadera sudorosa de una bailarina de bullerengue se apoderó de las esquinas frías de Suecia. Ahora son ellos, los nórdicos, quienes vienen para acá, perseguidos por el frío del Polo Norte, a buscar el calor en las tierras del Caribe. De manera, pues, que quedamos en paz.

Vea los ganadores de los Premios Nobel de Literatura recientes.

Juan Gossaín
Especial para EL TIEMPO
Escritor y periodista.

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EL TIEMPO
Bogotá  - Colombia
Octubre 10 de 2012


Gabo y su biógrafo:
sobrevivir para contarla


Por: GERALD MARTIN

Mientras el novelista y un profesor
reconstruían la vida del Nobel,
los dos luchaban contra el cáncer.

En 1995, cinco años después de embarcarme en una biografía de Gabriel García Márquez, me enfermé. Trabajaba en la Universidad de Pittsburgh, pues en 1992 había viajado de Europa a Estados Unidos, para vivir en el Nuevo Mundo.

En mayo volví a Londres para las vacaciones y una hora después de aterrizar, mientras conducía, noté que algo me pasaba. No fui al médico de inmediato porque mis hijas estaban terminando sus estudios en Oxford y Cambridge, y todo dependía de los exámenes finales. A pesar de no haber sufrido ninguna enfermedad en 45 años, intuí que tenía cáncer.

Regresé a Pittsburgh en julio y fui a ver a mi médica. Cuando entré a su consultorio, exclamó: "Dios mío, ¿no sabes lo que tienes?". "¿Cómo voy a saber?", le dije. "Tienes un linfoma", me contestó (tenía el cuello muy hinchado).

Fue la primera vez que escuché esa palabra. Más tarde sabría que Jacqueline Onassis (1994), Louis Malle (1995) y el rey Hussein de Jordania (1999), entre otros, murieron de linfoma. Tuve suerte. No hay mejor lugar que Pittsburgh si tienes cáncer y yo, además, tuve una oncóloga de su famoso instituto que parecía una hada madrina. Cancelé el viaje a Bogotá que había planeado para el resto de julio y agosto -en esos momentos pensé que a lo mejor nunca más volvería a Colombia- y empecé seis meses de quimioterapia.


Gerald Martin autor de Gabriel García Márquez: Una vida.
Foto: Archivo

 Fue duro, pero sobreviví. Durante la quimioterapia seguí como director del programa (de literatura hispánica) en Pittsburgh y con la biografía. En 1996 fui con mi esposa a pasar el verano en el sur de Francia, en una casa donde, durante los siguientes diez años, tendría mis mejores momentos de composición de la biografía.

Desde que me enfermé no había contactado a Gabo (en parte porque imaginaba que la muerte seguía aterrando al niño de Aracataca que él lleva dentro y no quería que me asociara con aquel miedo primitivo; además, un inglés no se queja). Pero un día recibí una llamada de Carmen Balcells, su agente literaria -su "supermán"-, anunciándome que me había pillado en la campiña francesa porque Gabriel García Márquez quería hablar conmigo. En seguida escuché esa voz cálida y lacónica: "¿Cómo estás? Por el número de teléfono, calculo que estás cerca de Angoulême..."

Me dijo que quería enviarme su nuevo libro, Noticia de un secuestro. Llegó a los dos días, dedicado: "A Gerald Martin, el loco que me persigue".

En los años siguientes nos fuimos acercando. En diciembre de 1996 y enero de 1997 estuvimos en La Habana, adonde fui a hablar con Fidel Castro, y México. Gabo me dijo entonces que, para él, entre todos los políticos colombianos sobresalía un tal Juan Manuel Santos y que algún día sería presidente y uno muy bueno. "Imposible", dije, "¿otro Santos en la Presidencia? No va a pasar". No le gustó mi reacción.

Más llamadas inesperadas

En septiembre de 1997 estuve con él en Washington, cuando la Universidad de Georgetown celebró sus 50 años de escritor gracias a los buenos oficios de César Gaviria. Allí, Gabo y Mercedes conocieron finalmente a mi esposa.

En 1998, dos días después de la muerte de mi madre, recibí una llamada de Gabo -en casa de mi mamá, para gran sorpresa mía, gracias a la "supermán" catalana- y una vez más no mencioné mi trauma. En noviembre tuve la experiencia de presentarle a Gabo al público de Guadalajara, cuando leyó -por primera vez-, en el paraninfo de la universidad, las primeras páginas, totalmente inolvidables, de sus memorias, Vivir para contarla.

Llegamos a 1999. Yo, inseguro de cuántos años podía tener por delante y devastado por la muerte de mi madre, renegocié mi contrato. De ahora en adelante pasaría 4 meses al año en EE. UU. y el resto, en Inglaterra, con mis hijas, y en Francia. Pero en septiembre, durante mi semestre en Pittsburgh, recibí otra llamada inesperada de Gabo. "Ahora somos colegas", dijo. Él también se había enfermado. De linfoma.

Quedamos en vernos cuando su situación se aclarara. Mientras tanto, seguí con mis chequeos. A pesar de haber estado, aparentemente, en remisión, un examen ultrasónico reveló una posible recurrencia. La oncóloga me dijo que la única posibilidad era someterme a otros seis meses de quimioterapia. Le dije que no. Quedamos en discutirlo cuando volviera a Pittsburgh. Al día siguiente viajé a México a ver a Gabo, embarcado en algo similar entre México y Los Ángeles, donde vivía su hijo Rodrigo y donde los oncólogos son, también, muy renombrados.

Lo que más me impresionó fue la valentía con la que Gabo -delgado y casi sin pelo- enfrentaba su situación. Es verdad que Mercedes lo mimaba -recuerdo que exigía helado al final de cada comida y se quejaba ruidosamente cuando no había-, pero no encontré al Gabo miedoso que aquel niño asustado de Aracataca había proyectado en tantas entrevistas desde Cien años de soledad.

No pude mencionar mi situación. Al contrario, los tres celebramos mi salud y hubo un intercambio alegre de síntomas y remedios en que el biógrafo ya curado dio consejos al biografiado aún doliente, pero cuya situación se daba por excepcionalmente prometedora.

Yo conocía bien México. Allí leí Cien años de soledad, en 1968, meses después de su publicación. Lo leí poco después de leer la novela de mi compatriota Malcolm Lowry Bajo el volcán, cuyo escenario es Cuernavaca, donde Gabo y Mercedes tendrían una casa.

Por la ventana de mi hotel veía, hacia el sur, el volcán Ajusco, el punto más alto del Distrito Federal. Y casi al lado del hotel (se llamaba El Paraíso) estaba el sitio arqueológico de Cuicuilco. No me di cuenta al hacer la reservación.

En la casa de El Pedregal

Pese a haber vivido en la ciudad y haberla visitado más de 20 veces, y a pesar de haber estudiado las culturas prehispánicas de Mesoamérica, nunca había visitado Cuicuilco, "el lugar donde se hacen cantos y danzas", devastado hace 2.000 años por una erupción volcánica, cuyo derrame de lava creó el Pedregal de San Ángel.

Tenía un interés especial en su Gran Pirámide. Tras diez años de seguir el hilo laberíntico de la vida de Gabo y creer en las supersticiones, me parecía perfectamente racional, pues había firmado el contrato para escribir la biografía días después de visitar la Gran Pirámide de Guiza, en Egipto.

Caminé a diario por las ruinas del lugar, dedicadas a Huehueteotl, el dios viejo del fuego, y a Xiuhtecuhtli, el dios del año, de la dualidad, de los volcanes y del fuego que renace. Y después caminaba a la calle del Fuego, en Pedregal, donde vivían Gabo y Mercedes y donde tuvimos, él y yo, durante aquella visita, las conversaciones más íntimas de toda nuestra curiosa relación.

Caminando me preguntaba, nuevamente, naturalmente, si ésta sería mi última visita a México, si volvería a visitar a aquel hombre tan importante en mi vida, si yo, si Gabo...

Pero a pesar de que el Ajusco es un volcán extinto y de que Cuicuilco es la morada de los muertos sacrificados, ambos sobrevivimos. Gabo terminó su autobiografía tres años después y yo, tras un tratamiento experimental de tres semanas, logré acabar mi libro.

Pues nunca se sabe. Sobrevivimos para contarla.

Septiembre del 2012

Gerald Martin
Para EL TIEMPO
Doctor en Lenguas de la U. de Edimburgo.
Autor de Gabriel García Márquez: Una vida

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